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Viena, 9-12-2016. La elección del ecologista Alexander Van der Bellen como nuevo presidente de Austria el domingo 4 de diciembre fue una sorpresa relativa (53,8% de votos a favor).

Sin necesidad de sondeos demográficos no era difícil adivinar que el joven Norbert Hofer (cuarenta y cinco años de edad) volvería a perder las elecciones que ya había perdido en mayo. Entonces los resultados fueron anulados por el Tribunal Constitucional. La anulación no había sido fallo judicial político, sino una decisión de sentido común por parte de un colegio de catorce jueces que con seguridad no eran personas afines a Hofer. Fue debido a irregularidades formales y menos formales registradas el día de las elecciones. La repetición fue una necesaria aunque dolorosa reprimenda a algunos «ilustres chapuceros» de la administración pública, pero a la vez un flaco servicio al denunciante, Norbert Hofer. En mayo le habían faltado 31.000 votos, pero esta vez le faltaron 348.000.

La anulación global de unas elecciones parlamentarias no es corriente en una democracia, pero hoy día se ha comprobado que aquella era necesaria. Los jueces actuaron con gran profesionalidad. Examinaron una por una las demandas de Hofer preparadas por un abogado que había sido ministro de Justicia, interrogaron a los testigos y acusados, estudiaron y examinaron los documentos, algunas veces en sesiones públicas. El resultado fue espectacular: las violaciones comprobadas de la ley y de diversos preceptos constitucionales hicieron que los jueces anularan todos los resultados. La lista de las faltas era asombrosa: protocolos firmados en blanco, recuentos hechos por una sola persona, sobres de votación postal abiertos a deshora, violaciones del secreto de voto, etc.

El tribunal precisó que la anulación no se debía a que hubiera habido manipulaciones demostradas, sino a que el proceso electoral se había llevado a cabo de tal forma que había cabida suficiente para manipulaciones. En concreto se detectaron violaciones en distritos con un número de votantes (77.926) superior al de la muy justa diferencia de votos (30.863) entre los dos candidatos.

Una de las cosas que más sorprendió al tribunal fue descubrir la enraizada costumbre en la oficina de elecciones en el Ministerio del Interior de revelar a partir del mediodía del día de las elecciones el número de votos parciales registrados para cada partido en diversos colegios electorales, bien porque habían ya cerrado, bien porque alguien había hecho el recuento. Para ello existía una base de datos de la agencia de prensa APA preparado por la empresa que suele hacer sucesivos «cálculos por interpolación» (Hochrechnungen) para la televisión oficial. La base de datos se alimentaba de las cifras que eran suministradas directamente por la oficina de elecciones. Todos los clientes de APA, incluidos naturalmente los partidos políticos, tenían acceso a estos datos muchas horas antes de que se cerraran las urnas. Estos datos estaban sometidos a «embargo», es decir que no se podían publicar en los medios antes de que se cerraran todos los colegios. Con un poco de fantasía es posible imaginarse qué posibilidades de influencia en los electores ofrecía la utilización de esos datos, especialmente a través de las llamadas redes sociales.

LA PERSONALIDAD DE LOS DOS CANDIDATOS

Sería un error de análisis político pensar que la elección definitiva del nuevo presidente de la República de Austria ha evitado la ascensión de un partido ultraderechista y antisemita al poder, como aseguran algunos medios de la izquierda liberal.

Van der Bellen ha sido elegido porque su mentalidad, su forma de ser y de hablar responden a lo que prefiere el 53,8% de la población. No consta que hubiera sido un militante comunista, pero sí era un socialista activo antes de pasarse a los verdes, de los que fue portavoz (presidente) durante diez años. Ven der Bellen es un veterano de la izquierda que procede de una familia de emigrantes de origen holandés que en el curso de los siglos había aprendido a integrarse en lo que Ortega y Gasset hubiera llamado «mi circunstancia» (en el norte de Rusia en el siglo XVIII, en Estonia en 1941 y en Austria en 1944).

En todo caso, el carácter representativo del cargo de presidente de Austria excluía y excluye que quien lo ejerza pueda forzar un viraje político del país. El presidente no puede hacer casi nada sin disponer de una propuesta oficial de otro poder (del canciller o del Parlamento), y ningún decreto suyo sin la firma del canciller federal tiene validez.

Las únicas excepciones son la facultad para designar, después de las elecciones, un nuevo canciller federal y para destituirlo (cosa que nunca ha sucedido: si lo hiciere, tendría que nombrar un sucesor). Pero el presidente no puede imponer un canciller al Parlamento, porque para gobernar el canciller necesita en todo caso del apoyo de la Cámara. El presidente también puede disolver el Parlamento, pero en tal caso el canciller tiene que convocar elecciones de tal forma que la nueva Cámara pueda constituirse en el plazo de cien días. Además, el presidente no puede disolver el Parlamento por segunda vez por el mismo motivo.

Aunque Norbert Hofer hubiera sido un ultranacionalista de la derecha —que no es, como no lo son la mayoría de los que le han votado— tampoco él hubiera podido dar un golpe de timón a la política austriaca. Hofer es un joven político de cuarenta y cinco años, que después de haber terminado una escuela técnica y trabajado cuatro años como perito en Aeronáutica, dedicó otros cuatro años de su juventud (cuando tenía veinticuatro años) a frecuentar cursos de oratoria, retórica y comunicación, por cierto organizados por un pintoresco y problemático pastor protestante que luego tuvo que dejar el cargo. Desde entonces, la profesión de Hofer ha sido la política. Y su línea ha sido por lo menos tan problemática como la de su mentor, Christian Strache.

Por una parte, ambos se han esforzado por ganarse el favor de los electores, sobre todo católicos (y de algún obispo que otro), que defienden la vida (con posiciones contra el aborto y contra la eutanasia), pero por otra han utilizado argumentos antirreligiosos semejantes a los de la propaganda de los comunistas y de los nazis. Hace siete años Hofer, en su calidad de secretario general del partido, había publicado una declaración extraordinariamente hostil a la Iglesia católica. Anteriormente varios teólogos (que en los años sesenta hubieran sido calificado de «católicos de izquierda») habían criticado al partido nacional-liberal por recurrir a lo que se llamaba «cristianismo positivo» (un término de la propaganda nazi) y por utilizar la religión para la política de partido.

Resultado: Hofer no solo se dio de baja del registro confesional, sino que publicó un panfleto en el que hablaba de los «inquisidores moralmente impotentes que han llevado cientos de miles de mujeres inocentes a la hoguera y han torturado bestialmente y ejecutado a los infieles». También denunciaba «problemáticas operaciones financieras de la Iglesia, masivos abusos de pedofilia por parte de relevantes eclesiásticos». Hofer justificó su salida de la Iglesia católica «para evitar que mis aportaciones puedan servir de apoyo a esta gente, […] a estos beatos, hipócritas y neoinquisidores».

La «circunstancia» orteguiana de Hofer es el jefe de su partido, Christian Strache, cuyo único interés continúa siendo no gobernar desde la Presidencia, sino entrar a formar parte de una futura coalición para gobernar desde el Gobierno. Cuando ha sido necesario, Strache ha perseguido y persigue su objetivo con un crucifijo en la mano, con rimas de «Abendland ist Christenland» («Occidente es tierra de cristianos») y con apodícticas afirmaciones de que «el islamismo es el fascismo del siglo XXI y el símbolo de esta ideología son la mezquita y el minarete».

SOLO UNA ALTERNATIVA: LA DERECHA O LA IZQUIERDA

En Austria el resultado de las elecciones es espejo demoscópico de una población con dos visiones políticas distintas: la derecha y la izquierda, o como se les llama en Austria: los «schwarze» (negros) y los «rote» (rojos). Me permito excluir de este análisis a los «blaue» (azules nacional-liberales), porque en las últimas presidenciales la población no ha decidido entre

los rojos y los azules (a pesar de que Nober Hofer lo es), sino entre una única alternativa: o la derecha o la izquierda.

Esta alternativa es lo que es taba en juego durante toda la campaña y especialmente en un desmontaje político de los partidos que han venido administrando el poder en Austria desde la Segunda Guerra Mundial. Fueron seguramente los consejeros de imagen de ambos candidatos quienes aconsejaron «golpes bajos». El vencedor, Van der Bellen, enarbolaba una foto de su padre, al que alguien de los nacional-liberales había acusado de nazi. Y el perdedor, Nobert Hofer, con el empeño de un pájaro carpintero, acusó de mentiroso veinticuatro veces a su contrincante: una vez cada tres minutos y medio.

Lo más relevante de las recientes elecciones no han sido por lo tanto el número de votos a los candidatos, sino el alto coeficiente de participación electoral (74,2%, más que en las elecciones anuladas cinco meses antes).

Ahora está claro que se trataba de un voto de rechazo a los partidos del Gobierno, a socialistas y populares.

Al comenzar 2016 ambos partidos presentaron como se hace siempre a sus respectivos candidatos a la Presidencia. En la primera vuelta de las elecciones de abril ninguno de ellos consiguió más de un 11% de los votos. Estaba claro que la base del electorado no quiso votar a un candidato de los partidos que gobernaban. En cambio Hofer obtuvo ya una mayoría relativa de un 35,1%. En la segunda vuelta de desempate de mayo ganó Van der Bellen por muy poca diferencia. Era muy lógico, porque en la segunda vuelta ya no competían otros candidatos independientes y Van der Bellen pudo acumular una buena parte de los votos que en la primera vuelta apoyaron a los candidatos eliminados.

Mientras todo esto sucedía, los partidos del Gobierno prolongaron por todos los medios de que disponen la actual enfermiza coalición gubernamental. Después de la sonada derrota de su candidato a la Presidencia de la República en febrero, el Partido Socialista tuvo que deshacerse de su jefe y canciller federal, Werner Faymann. Le sucedió en mayo el ex jefe de los ferrocarriles estatales, Christian Kern, que en el espacio de algo más de medio año no ha conseguido armonizar con el incoloro jefe del partido socio, el Partido Popular, Reinhold Mitterlehner.

EL PROBLEMA DE LA EMIGRACIÓN MASIVA

El año que está terminando había comenzado bastante mal: la «política de bienvenida» de la canciller alemana Angela Merkel había convertido de hecho a Austria en un pasillo de fugitivos y emigrantes. Austria tiene una gran tradición de acogida e integración de emigrantes de diversas procedencias: basta abrir un listín telefónico de Viena

o mirar los nombres de muchos políticos para darse cuenta de que la identidad nacional de Austria es fruto de esa capacidad de integración. Pero la riada de más de un millón de emigrantes que nadie controlaba y que recorría el país de sur a norte superaba todas las previsiones.

En el curso de los siglos vinieron a Austria inmigrantes polacos, checos, eslovacos, húngaros, judíos (sefarditas de España), rumanos, ucranianos, eslovenos, bosniacos, croatas, serbios, italianos, albaneses y griegos. Fueron inmigrantes que pudieron ser absorbidos y en general han enriquecido el país. Un botón de muestra es el adjetivo «grantig» en el dialecto vienés, que significa algo así como «malhumorado, seco y altivo» a la vez. El pretendiente austriaco a la corona de España (el archiduque Carlos) en la Guerra de Sucesión española decidió renunciar a la corona porque la alternativa de ser rey de España, pero no emperador, le gustó menos que la de ser emperador aun a costa de perder la corona española. Después del 11 de septiembre de 1714 llegaron numerosos fugitivos emigrantes de España: eran «austriacistas» que huían de la persecución de los Borbones, bastante de ellos oficiales y aristócratas. El emperador Carlos VI, que continuaba considerándose Carlos III de España en el exilio, les ayudó como pudo. Algunos de ellos eran grandes de España. Los vieneses no tardaron el calificar de «grantig» el lenguaje corporal de unos emigrantes que apenas podían disimular su pobreza vergonzante y su déficit lingüístico. Hoy día los descendientes de aquellos malhumorados inmigrantes están integrados en la nación austriaca.

Una constelación política muy especial hizo posible que en 2015 Austria consiguiera frenar aquella emigración que había quedado en manos de crueles vagoneros o «agencias de viajes», que no tenían ningún reparo en exponer a la muerte a los viajeros que les habían entregado toda su fortuna para poder emigrar. Aquella operación la hicieron dos personas: el ministro de Asuntos Exteriores, Sebastian Kurz, y la ministra del Interior, Johanna Mikl-Leitner, ambos del Partido Popular. Sin preguntar mucho invitaron en febrero a una conferencia en Viena a los diez países por los que pasaba la «ruta de los Balcanes», evitando cuidadosamente que pudieran participar los países responsables del inicio de la ruta (Grecia) y del objetivo final (Alemania). En aquella conferencia se decidió en pocas horas dónde sería posible reactivar el control de la frontera exterior de la UE: en la frontera de Macedonia (que no forma parte de la UE) con Grecia (miembro de la UE). La irritación en Berlín y en Atenas fue enorme, pero el flujo empezó a reducirse a un nivel que permitía el control.

En vez de buscar la concordia en una cuestión tan importante, los socialistas se oponían sencillamente por rutina y demagogia: el alcalde de Viena, Michael Häupl, y el canciller federal, Werner Faymann, no hacían más que poner piedras en el camino. La resistencia a una política racional como la de Kurz partía también de una parte del Partido Popular y de organizaciones eclesiásticas. En medio de la crisis, por ejemplo, el jefe de la región federal de la Alta Austria, el «barón» más importante de los populares, decidió cambiar a su vice, que si no se retiraba tendría que ser su sucesor. Sin más, lo destituyó, hizo que se le nombrara ministro del Interior del Gobierno central, y llamó a la ministra de un día para otro a su gabinete.

Parece que todavía no se dan cuenta: las conferencias de prensa de los jefes de ambos partidos (Kern, por la parte socialista, y Mitterlehner, por la de los populares) son como un espejo del sainete electoral que ha durado casi un año. Se han convertido en especialistas en el empleo del oxímoron y en los rictus de sonrisas heladas. Con dificultades lograron aprobar en el Parlamento el presupuesto del Estado, naturalmente sobre la base de concesiones mutuas: aumento del gasto público y del nivel de endeudamiento.

Un reciente estudio de un acreditado instituto de sondeos de opinión ha revelado en diciembre que una de cada siete empresas industriales del país proyecta trasladar en el plazo de cinco años su producción o por lo menos parte de ella al extranjero. Razones: las cargas impositivas y las contribuciones para el sistema social prescritas por la ley, la jungla burocrática y los inflexibles horarios laborales. La única solución en la que de momento coinciden los dos partidos es en aumentar el gasto público.

EL TRANSFONDO HISTÓRICO

El periodo de entreguerras no fue nada fácil para Austria. Lo que quedó del Imperio era aquella parte de Austria-Hungría en la que se hablaba alemán. Esto explica que muchos pensaran que lo mejor que podía hacer aquel «resto» sería unirse a Alemania. Cuando después de la Primera Guerra Mundial los aliados trazaron, con la ayuda del presidente estadounidense Wilson, las nuevas fronteras de Europa, Austria quedó reducida a un pedacito del antiguo Imperio Austrohúngaro. Con ocasión del tratado de paz firmado en Saint Germain, el primer ministro francés Georges Clemenceau definió así la situación: «L’Autriche, c’est ce qui reste».

Es interesante observar que los portavoces de esta alternativa procedían de la socialdemocracia austriaca, cuya ideología fue creada en 1904 por Otto Bauer, quien a diferencia de Lenin pensaba que antes de la revolución social y de la instauración de la dictadura del proletariado era preciso conseguir la mayoría de votos por vía de una democracia parlamentaria. Existía también una reflexión táctica al favorecer una anexión a Alemania: los marxistas (con Lenin al frente) esperaban entonces una rápida floración de revoluciones obreras en Europa y en especial en Alemania. De hecho, llegó a existir una República Soviética Húngara, creada en marzo de 1919 por el revolucionario comunista Bela Kun, que solo duró ciento treinta y tres días. En Baviera se llegó incluso a fundar en abril de 1911 una «Räterepublik» (República de los consejos o soviets) que duró solo cinco meses. El apelativo soviético no se refería en este caso a Rusia, sino al término «soviet», que significa «consejo».

El sector conservador austriaco se sintió menos atraído que los socialistas por la posibilidad de unirse a Alemania en el periodo de entreguerras. Eran en general políticos y pensadores enraizados en una tradición cultural y política muy distinta de la alemana. Y de hecho fue el partido cristianosocial quien, con la opción de una Austria independiente, asumió las riendas del poder… hasta la catástrofe de enero de 1933 (nombramiento de Hitler como Reichskanzler de Alemania) y la sucesiva liquidación de la democracia parlamentaria en Austria por parte del canciller Engelbert Dollfuß (en marzo de 1933). Dollfuß fue asesinado por los nazis en julio de 1934 y su régimen perduró hasta el 11 de marzo de 1938, fecha en que las tropas alemanas entraron en Austria. Durante seis años, hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial, Austria dejó de existir.

Austria recuperó su independencia en abril de 1945 y durante decenios el poder político fue administrado en Austria por los dos grandes partidos, casi siempre en coalición. El empeño de los austriacos por cimentar la estabilidad de los grandes partidos tenía un fundamento muy claro. Los dirigentes de los nuevos partidos políticos sabían que su Estado tenía una soberanía muy limitada por las cuatro potencias aliadas. No había ninguna garantía de que las tropas soviéticas, que con los demás aliados liberaron Austria, fueran a retirarse algún día. Podía haber sucedido lo mismo que en Alemania, donde el país quedó dividido en dos Estados.

La población y los políticos querían estabilidad interior a toda costa. Por ello desde 1945 hasta 1986 (más de cuarenta años) ambos partidos acapararon entre el 85 y el 94% de los votos. Había una minúscula oposición: se trataba del Partido Nacional-Liberal surgido en la posguerra para dar voz a un grupo liberal de ideología más o menos libre-pensadora y de exnazis convertidos. Su cuota electoral se mantuvo en un 5-6%.

Naturalmente hubo intentos de cambio con el paso de los años, por ejemplo en 1964, cuando el Partido Popular decidió apurar la mayoría parlamentaria que le correspondía después de las elecciones de 1964 y formó un Gobierno monocolor, algo insólito hasta entonces. Pero cuatro años más tarde, el entonces canciller democristiano Josef Klaus fue incapaz de detener el empuje del nuevo jefe de la socialdemocracia austriaca, Bruno Kreisky, que, en 1970 y sin disponer inicialmente de una mayoría en el Parlamento formó un Gobierno de minoría con el apoyo parlamentario del Partido Nacional-Liberal. Para conseguirlo, el nuevo canciller Kreisky incorporó a su gabinete a cuatro políticos afines al Partido Nacional-Liberal. Simon Wiesenthal, que entonces vivía en Viena, criticó muy duramente a Kreisky. El canciller, sin embargo, se limitó a sustituir a uno de ellos (el ministro de Agricultura, que había sido miembro de las SS) por otro que «solo» había sido miembro del Partido Nacionalsocialista. No hubo protestas dentro del Partido Socialdemócrata, que desde hacía tiempo se esforzaba por facilitar la integración de exnacionalsocialistas en el partido. Tampoco hubo protestas desde el extranjero. La ventaja de Kreisky era que él mismo era judío (soy judío, solía decir, pero «soy un judío asimilado»); durante la anexión de Austria al Tercer Reich había tenido que emigrar a Suecia y no era fácil acusarle de antisemitismo.

En las siguientes elecciones Kreisky consiguió la mayoría absoluta y pudo formar un gobierno socialista monocolor. Durante los siguientes doce años, el Gobierno estuvo en manos de Kreisky. En 1987 los socialistas perdieron la mayoría absoluta; Kreisky dimitió, pero antes de hacerlo negoció, como lo había hecho en 1970, el apoyo de los nacional-liberales, de forma que el sucesor de Kreisky, Fred Sinowatz, pudo formar un gobierno de coalición de socialistas y nacional-liberales. Solo duró un año. De nuevo una «gran coalición» asumió el poder.

LOS AZULES ENTRAN EN ESCENA

Pero el ritmo político había empezado ya a cambiar un año antes de la dimisión de Kreisky, cuando un joven profesor adjunto de universidad llamado Jörg Haider consiguió modificar la estructura y la fachada del Partido Nacional-Liberal, que parecía condenado a ser una eterna oposición sin futuro y últimamente incluso a ser instrumento ideal de los socialistas para excluir a los populares del Gobierno. En un agitado congreso del Partido Nacional-Liberal en Innsbruck, el joven Haider (treinta y cinco años) consiguió ser elegido jefe del partido para suceder a Norbert Steger, que era además vicecanciller del Gobierno de coalición.

En 1987 los «grandes» se dieron cuenta de que con Haider no era posible utilizar a los nacional-liberales como lugartenientes del poder de un solo partido y reanudaron la vieja tradición de «tú me lo das, yo te lo doy» entre socialistas y populares. Hasta el año 2000 hubo seis gobiernos de coalición en seis legislaturas. Durante aquel periodo los nacional-liberales fueron de victoria en victoria. En 1986 fueron votados por un 9,7% de la población. En 1990 los electores nacional-liberales eran ya un 16,5% del total y en 1994, un 22,5%.

EL CANCILLER SCHÜSSEL CAMBIA EL RITMO Y EL SISTEMA

Más tarde, en las siguientes elecciones de 1999, el Partido Nacional-Liberal se colocó con un 26,9% de los votos en segundo lugar (con una diferencia mínima de 415 votos frente al Partido Popular).

En aquel momento Haider había desplegado ya todos sus recursos de populismo: era un caudillo para sus seguidores viejos y jóvenes y un espanto para una buena parte de la opinión pública internacional. El entonces jefe del Partido Popular, Wolfgang Schüssel, creyó sin embargo que había llegado el momento de cambiar no solo el ritmo (los grandes partidos se reparten el poder), sino el sistema (con una coalición de centro-derecha, dejando a los socialistas fuera del poder).

Schüssel no tuvo dificultades para convencer a Haider de que la ventaja de 415 votos no era suficiente para que Haider pudiera formar Gobierno. Fue entonces cuando se demostró la inoperatividad del cargo de presidente de la República. El jefe de Gobierno era un expolítico popular que no estaba dispuesto a aceptar la coalición de «negros» y «azules» y que hizo todo lo posible para impedirla, sin conseguirlo, porque no encontraba a nadie que pudiera garantizarle una mayoría en el Parlamento. La subsiguiente ceremonia de la jura del nuevo canciller Schüssel y del resto del Gobierno fue como una tragicomedia de barrio: para eludir a los manifestantes el Gabinete tuvo que trasladarse desde el edificio de la cancillería a la sede del presidente (situados frente a frente en una plaza pública) por un túnel subterráneo que forma parte del existente refugio antiaéreo de ambos edificios. Con el ceño fruncido como un maestro de escuela enfadado y los ojos desviados, el presidente Klestil fue saludando al canciller y a los nuevos ministros que él mismo acababa de nombrar para demostrar por lo menos que él hacía algo que le daba asco. La tensión era tal que en un momento determinado el presidente Klestil tuvo una ausencia y llamó «Benito» a la ministra de Asuntos Exteriores, Benita Ferrero-Waldner.

Lo que sucedió a continuación fue una tragicomedia no a nivel de barrio, sino a nivel internacional. La Internacional Socialista consiguió convencer a todos los gobiernos de la Unión Europea para que adoptaran una extraña resolución de castigo contra Austria, el país que había ingresado cinco años antes en la UE, y de hecho contra Wolfgang Schüssel, quien como ministro de Asuntos Exteriores se había esforzado por conseguir el ingreso de su país en la UE.

La leyenda de que la entrada de los nacional-liberales en un Gobierno de coalición austriaco constituía un gravísimo peligro para la estabilidad europea fue aceptada por todos los demás catorce gobiernos que adoptaron unas ridículas medidas, como de cuarentena política, contra uno de sus miembros, Austria. La ceguera internacional llegó hasta tal punto de que incluso José María Aznar se sumó a la adopción de las sanciones promovidas por la Internacional Socialista, lo mismo que el presidente francés Jacques Chirac, del partido gaullista conservador (RPR). Ni Aznar ni sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores, Abel Matutes y Josep Piqué, han explicado jamás la insolidaridad de su partido frente a los populares austriacos. Las sanciones preveían que los catorces Estados se abstendrían de tener contactos políticos a nivel bilateral con Austria y de apoyar candidaturas de austriacos en las organizaciones internacionales. Con los embajadores austriacos solo podría haber «contactos técnicos».

La situación había llegado a ser insostenible: recuerdo el problema que tuvo un secretario de Estado español, que tenía relaciones de amistad y normalmente saludaba con un beso a la ministra austriaca Benita Ferrero-Waldner, cuando se encontró con ella en una reunión política en Bratislava.

La solución fue pedir a un «grupo de tres sabios» que enjuiciara la situación política en Austria. El expresidente finlandés Martti Ahtisaaeri, el jurista alemán Jochen Abraham Frowein y el excomisario español de la UE Marcelino Oreja lo hicieron, y las sanciones fueron levantadas.

Después del interludio de Schüssel, en el año 2007 se reanudó la vieja tradición de una gran coalición entre socialistas y populares que dura hasta hoy día.

Christian Strache, el sucesor de Haider, que murió en un accidente en 2008, ha seguido la línea de su antecesor: explotar al máximo la propaganda nacionalista y de extrema derecha con todos los recursos retóricos posibles y provocar irritaciones que fortalecen el convencimiento de los que piensan que si los nacional-liberales entran a formar parte de un Gobierno federal, se abrirán las puertas al neofascismo, racismo y antisemitismo. Pero cuando el líder de los nacional-liberales, Christian Strache, pide que se limite y controle la entrada de fugitivos y emigrantes no es un loco xenófobo, sino que expresa el sentir común de la mayoría de los austriacos.

Los socialistas, por su parte, están divididos y una fracción de extrema izquierda quieren derribar el zócalo del poderoso alcalde de Viena, Michael Häupl, que gobierna la más poderosa administración pública del país y la organización más numerosa del Partido Socialista.

La clase gobernante no quiere darse cuenta de que la mayoría de la población ha perdido la confianza en ellos, o por lo menos en una buena parte de ellos, debido a la corrupción, a la falta de transparencia, a la arrogancia y a otras cosas por el estilo.

El primer domingo de diciembre la mayoría de los austriacos dio su voto a uno de los dos candidatos, pero en realidad abucheó indirectamente a los dos partidos gubernamentales, porque los electores saben muy bien que el presidente de la República tiene un papel representativo y muy limitadas competencias políticas.

Ambos partidos están en una situación de crisis. Saben que si se adelantan las elecciones parlamentarias, que deberían tener lugar en otoño de 2018, no conseguirán mejorar sus resultados. Los sondeos de opinión, que no siempre aciertan, calculaban en octubre que en unas parlamentarias el partido número uno sería el Partido Nacional-Liberal (34%) seguido por los socialistas (28%), los populares (18%) y los verdes (12%). Una «gran coalición» sería ahora una coalición de enanos.

Si mañana hubiera elecciones, el primer partido sería el Nacional-Liberal. ¿Quién gobernaría con quién? Esta vez el Consejo de la UE está demasiado ocupado con temas existenciales para la UE y no se ocupará ya de Austria ni de inventarse sanciones. Solo si la actual coalición se demuestra capaz de enfrentarse con una auténtica reforma del Estado y habla con una sola voz evitará que los nacional-liberales se pongan a la cabeza. A no ser que los cantos de sirena dirigidos por el canciller Christian Kern a Christian Strache sean escuchados y se haga posible una coalición de «rojos» con «azules», o a no ser que los pronósticos de las agencias de sondeos estén equivocados.

Corresponsal de la Vanguardia en los Balcanes