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La responsabilidad ante el poder legislativo, y en definitiva ante el pueblo, que tienen los gobernantes en el uso que hacen del erario público es un principio fundamental de todo sistema democrático. Llevo muchos años calificando a la burocracia europea como la más irresponsable del mundo democrático, porque puede decidir sobre sus propios ingresos y gastos, pero no responde ante un Parlamento con capacidad de hacer y deshacer gobiernos.

Pero no es ésa, sin embargo, la única forma de irresponsabilidad política en una cuestión tan importante como es la utilización pública de los recursos generados por los propios ciudadanos. Un ejemplo muy claro es el de Italia, donde para eludir la necesidad de disminuir el nivel del gasto o aumentar los impuestos se ha recurrido a un crecimiento de la Deuda Pública tan desmesurado que el nivel de la Deuda sobrepasa ya la totalidad del Producto Nacional Bruto de Italia en un año. Los políticos italianos contribuyen así a mantener un sistema en el que ha dejado de creer hace tiempo la mayoría de sus electores, trasladando simplemente el problema a futuras generaciones que se encontrarán con una crisis de proporciones aterradoras.

En España, la reunión reciente del Consejo de Política Fiscal sobre financiación autonómica ha tenido el mérito de sacar a la luz pública una particular forma de irresponsabilidad fiscal que tenemos en nuestro país: las Comunidades Autónomas acreditan una ilimitada capacidad de gasto y nula capacidad de generar ingresos.

Debate

Por fin se ha iniciado un debate sobre el principal problema del Estado de las Autonomías, que no es tanto el reparto de competencias sino la forma de generar recursos para poder asumir dichas competencias.

Sin embargo, la forma en que ha comenzado el debate no parece muy propicia a aclarar conceptos de cara al sufrido contribuyente que ve con un escepticismo cada vez mayor cómo los políticos luchan por incrementar el gasto en los niveles de la Administración del Estado que de ellos depende, sin que se produzcan reducciones en ningún otro nivel.

La propuesta del ministro Sólchaga de facilitar la subida de impuestos mediante recargos autonómicos sobre el [RPF ha encontrado la oposición casi unánime de los gobiernos autonómicos, que no quieren hacerse responsables de un incremento (O Je la presión fiscal que en gran parle se traduciría en una mayor duplicidad del gasto entre los distintos niveles de la Administración del Estado. Su tesis es que debe la Administración Central disminuir sus niveles de gasto cediente recursos al mismo tiempo que cede competencias.

Nada más razonable, y al mismo tiempo nada más engañoso. Porque de esta forma se deja a la Administración Central dei Estado en posición de arbitro sobre cómo repartir los recursos por ella generados entre las diferentes Autonomías.

Este procedimiento es totalmente opuesto a los más elementales principios de responsabilidad fiscal. Cualquier nivel de la Administración del Estado, sea central, autonómico o local, debe tener capacidad para generar por la vía impositiva los recursos necesarios para su gasto. De esta forma los electores podrán juzgar su actuación en función de la relación coste-beneficio de ésta, es decir, de la relación entre la carga fiscal que les impone tal o tal Administración y los servicios que de ella recibe. El sistema actual de financiación de las Autonomías reduce a los gobernantes de éstas al nivel de niños que le pidan a su madre dinero para sufragar sus gastos, amenazando incluso con irse de casa cuando su edad se lo permite (como ocurre con las Autonomías históricas).

IRPF

¿Tiene, pues, razón Solchaga? La tendría si redujera muy considerablemente el gasto y los ingresos de la Administración Central del Estado, dejando, por ejemplo, la totalidad del IRPF a las Autonomías con potestad para éstas de variar los tipos impositivos, al alza o a la baja, en función de sus necesidades, pero también y sobre todo de sus opciones ideológicas. Aquellas que defendieran opciones menos estatalizadoras podrían disminuir la carga fiscal de sus ciudadanos, permitiendo a éstos la opción de comprar de forma privada ciertos servicios públicos.

En la actualidad, el modelo está congelado, porque si una Autonomía decidiera, por ejemplo, incrementar la financiación privada de sus servicios de Educación, lo único que conseguiría sería recibir menor contribución presupuestaria de la Administración Central, con lo que sus ciudadanos seguirían pagando los mismos impuestos y recibiendo menos servicios. Debe limitarse radicalmente el papel de la Administración Central del Estado a tareas propias de un Estado Federal.

Debe, igualmente, disminuirse su capacidad de generar recursos. La tarea de cobrar la mayor parte de los impuestos podrá permanecer en sus manos, pero por cuenta de las Autonomías, que decidirían los tipos impositivos de aquellos recursos que les fueran destinados. Y el Fondo de Compensación Interterritorial debe ser lo que su nombre indica: un sistema para transferir de forma global recursos de las regiones más ricas a las más pobres.

Si la competencia entre presidentes autonómicos se plasmase en una mejor utilización de la carga fiscal por ellos decidida sobre sus propios ciudadanos, en lugar de plasmarse en la mayor o menor presión política sobre la Administración Central, que vería muy recortada su capacidad de gasto, los ciudadanos españoles se identificarían mucho más con un Estado de las Autonomías, que por ahora comprenden mal y asocian a menudo con incrementos innecesarios del gasto público. Pero para ello los políticos españoles deberán llevar el Estado de las Autonomías hasta sus últimas consecuencias, aceptando las inevitables implicaciones respecto a un papel muy reducido del Estado Central.