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En su ensayo de 1967, The antiquity of human walk, John Napier escribía: “El modo bipedal de caminar del hombre parece potencialmente catastrófico porque solo el avance rítmico de una pierna y luego la otra evita que este caiga de bruces”. Para Napier, que define el caminar como “una actividad única”, el balanceo y, podríamos añadir, el titubeo propio de quien debe asentar el equilibrio a cada nuevo paso, define el andar humano.

Napier se detiene en las implicaciones físicas del acto del caminar; sin embargo, su definición apunta involuntariamente a una dimensión más amplia del caminar, a su dimensión social y política, sin excluir evidentemente su dimensión reflexiva. Si físicamente el caminar se define por su balanceo, por una constante oscilación “potencialmente catastrófica”, a nivel metafórico caminar es un constante titubeo, un constante ensayo del individuo estableciendo relación con el espacio que le contiene y, al mismo tiempo, con el espacio del que se apropia, haciéndolo suyo, creándolo, a cada paso. Aceptada la tríada heideggariana del “habitar, construir, pensar”, el caminar es la expresión del pensamiento ensayístico -del pensamiento que prueba, “ensaya”, se acerca y titubea- a través del cual el individuo habita y construye en tanto que hace suyo el espacio que lo circunda. “Nunca pensé tanto, ni existí tan vívidamente ni experimenté tanto, nunca he sido tanto yo mismo –si puedo usar esta expresión- como en los viajes que he hecho solo y a pie”, escribe en sus Confesiones Rousseau, concluyendo: “Hay algo en el caminar que estimula y anima mis pasatiempos”. El caminar se convierte así en una forma de ensayo de un yo que, interrogándose sobre el espacio que ocupa, termina preguntándose sobre sí mismo y su lugar/función en el espacio ocupado.

Escribía Jean Starobinski que el ensayo “supone riesgo, insubordinación, imprevisión, peligrosa personalidad”, y lo mismo puede decirse del caminar, sobre todo si tenemos en cuenta la constante interrelación entre la insubordinación y el acto de caminar, de ocupar el espacio público como forma de apropiación. “El ‘caminante’”, escribe al propósito Michel Maffesoli, “cumple de algún modo con el papel de mala conciencia. En virtud de su situación, sacude violentamente el orden establecido y hace recordar el valor de hacer camino”. Y precisamente con esta interrelación entre la insubordinación y el caminar inicia Rebecca Solnit su ensayo Wanderlust, recordando la figura de Doris Haddock, que el primero de enero de 1999 “salió a caminar atravesando Estados Unidos para exigir una campaña de reformas financieras”, y las tan numerosas manifestaciones del 2003 en contra de la Guerra Irak que el New York Times terminó definiendo a la sociedad civil como “el otro superpoder del mundo”. El carácter subversivo, insubordinado y, consecuentemente, de “peligrosa” consolidación del yo propio del caminar define también al género del ensayo, la única forma de escritura capaz de enfrentarse a la ciudad, en palabras de Franco Rella. Para el ensayista italiano, la ciudad es un lugar de conflicto, donde lo posible, aquello que puede llegar a ser, no queda excluido, sino incorporado a la aparente solidez del espacio urbano. Aquello que puede llegar a ser, aquello que se propone como un proyecto solo potencialmente realizable, pero nunca definitivamente concluido, es aquello que se incorpora al espacio urbano, engañosamente sólido, eternamente voluble, y que se ensaya en el texto ensayístico, entendido a partir de Adorno como una “una totalidad que ni siquiera en cuanto forma afirma la tesis de la identidad de pensamiento y asunto que rechaza como contenido”.

La a-totalidad define el ensayo como también define la ciudad,

situando en un mismo plano el acto de ensayar con el acto de caminar, entendido ahora ya no desde un plano meramente físico, sino como la apertura del yo al espacio social. En otras palabras, caminar y, refiriéndonos en concreto a la ciudad, caminar –transitar- las calles es presentarse como un sujeto político dentro de la esfera pública. Es reclamar el derecho a la ciudad y reclamar el derecho a la ciudad es reivindicar el propio espacio como interlocutor de lo público, es reclamar, en palabras de Laura Elkin, “nuestro derecho de perturbar la paz, de observar (o no observar), de ocupar (o de no ocupar) y de organizar (o desorganizar) el espacio a partir de nuestras propias reglas”. La pregunta que, a modo de obstáculo, se interpone es cómo convertir estas reclamaciones en la realidad de facto, cómo ir más allá del proyecto para que la insubordinación se transforme en una verdadera subversión del modelo, más todavía en este momento de “apertura de un abismo entre quienes viven y quienes dictan sobre el mundo, o piensan actuar sobre él”, en palabras de Michel Maffesoli. ¿Qué papel tiene el yo cuando ha sido expulsado de la ciudad, cuando la ciudad ha dejado de ser transitable? Es decir, ¿qué rol juega el yo cuando, en palabras de Solnit, “en muchos lugares nuevos, el espacio público ni siquiera se considera en su diseño: lo que alguna vez fue espacio público se diseña para albergar la seguridad de los automóviles; los centros comerciales reemplazan las calles principales; las calles no tienen aceras; a los edificios se entra por sus garajes; los ayuntamientos ya no cuentan con plaza alguna y todo tiene muros, barrotes y portones”? Basta recorrer unos cuantos metros de cualquier gran ciudad occidental para percatarse que “el miedo ha creado todo un estilo de arquitectura y diseño urbano”, la ciudad está bajo un absoluto control panóptico, que ya no se manifiesta solamente a través del orden del mapa urbano –redistribución de los barrios, jerarquización de las clases sociales, alejamiento del centro de las clases bajas, aislamiento de las barriadas-, sino a través de controles, peajes y cámaras de seguridad, que registran coaccionando todo nuestros movimientos.

En su ensayo, La ciudad vista, Beatriz Sarlo contraponía la ciudad al centro comercial: mientras el espacio urbano se definía por ser un “territorio abierto a la exploración por desplazamiento dinámico, visual, de ruidos y de olores”, estando “medianamente regulado”, aunque incorporando también “las transgresiones a las reglas”, el centro comercial se definiría por una artificiosa uniformidad, por un orden establecido y por la férrea regulación de su uso. El caminar en un centro comercial es un caminar predispuesto, nunca aleatorio, previsto por el propio entramado arquitectónico que hace imposible perderse y, por tanto, transgredir el recorrido establecido. Escribe Sarlo en Escenas de la vida postmoderna: “El aire se limpia en el reciclaje de los acondicionadores; la temperatura es benigna; las luces son funcionales y no entran en el conflicto del claroscuro, que siempre puede resultar amenazador; otras amenazas son neutralizadas por los circuitos cerrados, que hacen fluir la información hacia el panóptico ocupado por el personal de vigilancia”. En su análisis del centro comercial, la ensayista argentina se detiene en el aspecto de la vigilancia, el mismo sobre el que hace hincapié Solnit hablando de la ciudad.

La oposición que establecía Sarlo en 1994 parece haber devenido una correlación: el centro comercial ya no se contrapone a la ciudad. La ciudad se ha convertido, a nivel de estructura y de ordenación –vigilancia- en un centro comercial o, parafraseando el ensayo de Michel Houllebeqc, la ciudad se ha convertido en un supermercado con derecho de admisión. Para Maffesoli, el centro comercial puede convertirse en un lugar de exilio para el “nómada posmoderno”, un espacio de huida, donde ese yo “vive una especie de embriaguez”, pero esta embriaguez, habría que añadir, tiene que ver con un proceso auto-alienante del yo que, ante el bazar de aparentes posibilidades que aparenta ser el centro comercial, naturaliza y asume su papel de comprador y visitante. En otras palabras,

la embriaguez del yo es la natural asunción del orden que el centro comercial impone.

Es cierto que la ciudad no ha perdido la pluralidad de experiencias y espacios que se le presupone; es cierto, como dice Solnit, que “una ciudad alberga más que lo que cualquier habitante puede conocer, y una gran ciudad siempre hace de lo desconocido y lo posible estímulos para la imaginación”, sin embargo, gran parte de ese desconocido tiene más que ver con la prohibición –no fáctica, pero sí sutilmente impuesta y naturalizada en su aceptación- que con la falta de conocimiento del yo caminante. En su análisis sobre la selección topográfica de los espacios urbanos en la narrativa de Conan Doyle, Franco Moretti observaba como el autor inglés circunscribe la trama a la ciudad conocida por sus lectores, evitando así las zonas de “depravación y delincuencia”. Doyle rehúye Berthnal Gree y Whitechapel para poner el foco en el West End, en la City; solamente en los primeros relatos, Holmes se desplaza hasta Lambeth y Camberwell, situados al sur del Támesis: “Hay un pequeño conjunto de casos en la City, y uno que otro de manera esporádica aquí y allá; pero la mayoría se concentra en el West End. Los barrios pobres al sur del Támesis, que estaban en el centro de las dos primeras novelas, prácticamente han desaparecido; y en cuanto al Londres al este de la Torre, Holmes se dirige allí una sola vez en cincuenta y seis relatos”. Doyle se amolda geográficamente a sus lectores y, al mismo tiempo, refleja cómo las prácticas urbanas tienen lugar en espacios previstos. De la misma manera, que Holmes no investiga en Berthnal Green, Berthnal Green no interfiere en la realidad de la City. Y esta es la lógica del suburbio: ser una “heterotopía”, un espacio que, como el manicomio o la cárcel, reúne, circunscribe y aparta aquello que el status quo no quiere observar ni aceptar. La “prisión dichosa”, a la que se refiere Maffesoli se convierte en la “heterotopía” foucaultiana, cuyo fin es “encerrar al hombre errante, al descarriado, al marginal, al -extranjero, y luego de domesticar, confinar en un domicilio al hombre común, para privarlo de la aventura”. Los recientes ataques terroristas en París, han demostrado –algo que ya advertía Eric Hazan en París en tensión– que Saint-Denis ha sido durante más de tres décadas un gran espacio heterotópico, que ha subsistido a espaldas de la capital francesa, sin que en ningún momento se llevara a cabo política social alguna que convirtiera el distrito en un barrio más de París.

Erwin Goffman propone el concepto de “espacio-recinto” para definir los espacios

“que los individuos pueden reivindicar temporalmente, en el que la posesión total no existe”; la ciudad puede definirse precisamente como un gran espacio-recinto, como un espacio que el yo reivindica a través del caminar y del habitar, pero cuya posesión no le pertenece. Como en un supermercado, el yo camina por la ciudad y adquiere fáctica y figuradamente todas las mercancías que la ciudad le ofrece, pero las adquiere bajo el estricto control del ojo panóptico que regula su adquisición. El espacio-recinto, momentáneamente y controladamente reivindicado por el yo, siempre según Goffman, pertenece a un ‘poseedor putativo’ que ‘hace visible mediante un signo de algún tipo que, conforme a la práctica etológica, cabe calificar de ‘señal’”. La señal es el elemento panóptico y, a la vez, codificador del uso que el yo puede hacer de dicho espacio; la señal explicita el discurso hegemónico aquel que es promovido e instaurado por lo que Althusser definió como “aparatos ideológicos del Estado”. De tal manera, el libre albedrío del caminar queda reducido e, incluso, anulado, amenazado por los “aparatos represivos del Estado”, aquellos que, siempre siguiendo Althusser, castigan un uso transgresor del espacio urbano. Sin embargo, la naturalización –la pasiva asunción- de dichas codificaciones, elimina del yo la conciencia de su falta de autonomía en el caminar. ¿Somos conscientes de cuán dirigidos estamos en nuestro caminar por la ciudad? ¿De cuánto las estructuras estructurantes de la sociedad condicionan nuestro caminar, nuestra forma de relación con el espacio urbano?

A este punto, el carácter insubordinado del caminar más que una constatación, se vuelve un desiderátum. Evidentemente, potencialmente caminar, en tanto que presentarse en el espacio público, ocuparlo y reivindicarlo, es y debe ser un gesto insubordinado, sin embargo, el reto que se nos plantea es convertir la insubordinación crítica del caminar en un proyecto factible de tal manera que no quede en una mera potencialidad. Seguir refiriéndonos a la figura del flâneur como figura paradigmática de la libertad de caminar, del caminar ocioso y, al mismo tiempo, del caminar crítico, resulta paralizante en cuanto significa detenerse en una figura literaria, más que en una figura con un correlato real. En cierta manera, el flâneur es una figura compensatoria, un verdadero desiderátum de lo que debía ser el sujeto urbano. El propio Balzac, que en su Fisiología del matrimonio dedicaría uno de los textos más memorables sobre la figura del flâneur, terminaría decretando, incluso antes de la reforma Haussmann, su fin. En cuanto figura literaria, el flâneur ejerce una función crítica, lleva a cabo un movimiento de insurrección contra la ciudad moderna desde la escritura, pero no desde la práctica urbana real. Solnit reconoce que el caminar “no ha cambiado el mundo”, reconoce, en parte, el gesto idealista intrínseco al caminar, pero al mismo tiempo, considerándolo como rito que nos acomuna, como gesto colectivo que hace sumar al yo a una colectividad sin borrar la esencia del yo, lo define como “una herramienta y un reforzamiento de la sociedad civil, capaz de resistir ante la violencia, el miedo y la represión.” Si bien todavía no se ha pasado de la insurrección a la subversión, solamente abandonando lo complaciente y lo banalmente poético que rodea el caminar y su historia y pensando el caminar como acto de resistencia crítica y de reivindicación del yo ciudadano como interlocutor es posible evitar convertir el estudio del caminar y el caminar como práctica del yo en una mera utopía que, como su propio nombre indica, está destinada a no tener lugar. Debe pensarse el caminar como el ensayo, como un ejercicio crítico que “supone riesgo, insubordinación, imprevisión, peligrosa personalidad”, como una constante puesta en crisis del modelo asumido y, por tanto, como un movimiento dialécticamente negativo, -una dialéctica irreconciliable, en palabras de Maffesoli- que no busca la cosificación de un sistema, sino su cuestionamiento. Así el alegato de Elkin a favor de la reivindicación para reivindicar el espacio –para perturbarlo, alterarlo, construirlo, adaptarlo- tendrá verdaderamente sentido y, sobre todo, el caminar se convertirá en gesto crítico, en una herramienta para la configuración de un sujeto político que cuestiona lo hasta el momento asumido y naturalizado.

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad de Barcelona. Es colaboradora habitual de El Asombrario, El Confidencial, Letras Libres, The Objective, Llanuras o Altair.