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Desesperado ante la multitud de libros que se acumulaban en su biblioteca, sin tiempo para leerlos, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro se preguntaba cuánta de toda aquella literatura sobreviviría al filtro de la posteridad. Entre los autores que, a su juicio, habían envejecido mal, citaba al francés Albert Camus. Habían pasado veinte años y sus libros, que antes el público devoraba, ya no le decían nada al hombre contemporáneo. Aunque esta es una opinión compartida por muchos, no parece que se trate de un veredicto justo ni irreversible. En 1994, la publicación de El primer hombre, su novela póstuma, devolvió a Camus a un primer puesto en el Olimpo literario. La Historia parecía darle la razón tanto en su polémica frente a Sartre como en su combate contra los totalitarismos.

A nuestro hombre se le ha presentado más de una vez como una especie de santo laico, pero su figura es mucho más fascinante que este tópico reduccionista. Celoso de su intimidad, era consciente de que no existía una perfecta concordancia entre su imagen pública y su vida privada, la de un seductor impenitente. Tal vez por eso esperaba tener la ocasión de contar, algún día, «la verdad». Pero sus pecados domésticos no restan grandeza al ser humano y, sobre todo, a la obra, una búsqueda épica del bien por parte de un enemigo de los absolutos, un pensador con el suficiente sentido común para dudar incluso de sus propias ideas. Con el coraje necesario para proclamar, contra los dogmas de la tribu, que hubiera sido de derechas de creer que los conservadores estaban en lo cierto.

Al contrario que otros intelectuales, educados en las escuelas más elitistas de París, Camus era un provinciano, hijo de una madre analfabeta y de un soldado muerto fallecido durante la primera guerra mundial. Creció en medio de privaciones, sin poder comprar libros porque su familia ni siquiera podía permitirse el agua corriente. Este ambiente le marcó para el resto de sus días, al proporcionarle un altísimo sentido de la libertad. Aprendió su valor, según confesión propia, en la miseria, no a través de las obras de Marx.

EL ABSURDO DE LA GUERRA

Empujado por el humanismo de sus ideales, Camus solicitó la adhesión al Partido Comunista. Deseaba ver disminuir la suma de las desgracias del género humano. No obstante, no tenía intención de aceptar sin crítica ninguna ortodoxia que le alejara de la experiencia cotidiana. Porque, como le dijo a un antiguo maestro, no podía dejar que un volumen de El capital se convirtiera en el muro que separara el hombre y la vida.

Más tarde, durante la segunda guerra mundial, luchó contra el hitlerismo a través de su trabajo como periodista clandestino en Combat, un medio que llegaría a tirar doscientos cincuenta mil ejemplares. Fue por entonces, en 1942, cuando publicó dos títulos que lo harían famoso, El extranjero y El mito de Sísifo. Esas dos obras, junto al drama Calígula, constituían sus «tres absurdos». Las denominaba así porque versaban sobre el sinsentido de la existencia humana. Este planteamiento filosófico estaba íntimamente vinculado al contexto político, un momento en el que Francia aún no se había liberado del yugo nazi. La situación, bastante calamitosa, favorecía la aparición de reflexiones que incidieran en la falta de sentido de la vida. En una anticipación de la tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, nuestro escritor percibía la contradicción entre el salvajismo de los nazis y su comportamiento cívico en la vida cotidiana. La misma persona que podía cometer terribles asesinatos era la misma que cedía su asiento en el metro. ¿No regresaba Himmler a su domicilio con toda precaución para no despertar a su canario?

Fue por entonces, en 1942, cuando publicó dos títulos que lo harían famoso, El extranjero y El mito de Sísifo

Fue en plena guerra cuando Camus conoció a Sartre. Ambos se habían leído y escrito comentarios sobre la obra del otro. Sartre, por cierto, citó diversas obras con las que El extranjero estaba relacionada, pero no reparó en el influjo de El cartero siempre llama dos veces, una novela policíaca. Treinta años después, recordaría a su amigo como un tipo divertido aunque muy vulgar.

Antes de la Liberación, Camus publica sus Cartas a un amigo alemán, en las que contrapone dos modos de entender la nación. A la obediencia ciega de los nazis, opone el amor exigente que es capaz de señalar las zonas de sombra. Porque nuestro escritor no quiere ser francés de cualquier modo, sino desde la justicia y la libertad. Es entonces cuando proclama que ama demasiado a su país como para ser nacionalista.

LA PRIMACÍA DE LA CONCIENCIA

En un principio, Camus apostó por un castigo contundente contra los colaboracionistas. Ellos eran, dentro del organismo nacional, un cuerpo dañino al que había que destruir. Por sentido de la justicia, tal como lo exigía la memoria de sus crímenes. En esos momentos, esta era la postura ortodoxa de buena parte de la izquierda. Por defenderla, el autor de Calígula sufrió los ataques del escritor católico François Mauriac, partidario del perdón: «Caridad lo primero».

Pero pronto se demostró que el rigor hacia los traidores, más que con la equidad, tenía que ver con una venganza ejercitada de manera selectiva. Fue por eso que nuestro hombre se opuso a las purgas y firmó una petición a favor del escritor Robert Brasillach, por más fuera un personaje que le inspirara desprecio. Si se pronunció a favor de la clemencia, fue simplemente porque estaba en contra de la pena de muerte, un asesinato bajo el patrocinio del Estado. La izquierda le atacaría por este y otros gestos, pero él reconoció con nobleza que Mauriac tenía razón contra él en la controversia que les había enfrentado, pese a ciertos excesos de lenguaje.

Finalmente, en 1947, dio su versión de lo que había sido la contienda en su propia novela de resistencia, La peste, un título que le convertiría en el escritor más popular de la posguerra. En la ciudad de Orán, durante los años cuarenta, irrumpe de improviso la citada enfermedad. De esta manera, el novelista propone una alegoría de lo que fue la ocupación nazi. Al elegir aquella plaga, y no otra, refuerza el paralelismo con el exterminio de los judíos. Sabe que en la Edad Media, tras la gran epidemia de 1348, surgieron estallidos antisemitas que hacían del pueblo hebreo el gran culpable y que se tradujeron en violencia.

El mal coge a la gente desprevenida, como Hitler a los europeos en la vida real. Ante una catástrofe de proporciones inimaginables, los seres humanos acostumbran a no creer en su realidad porque no encuentran la manera de asimilarla. En consecuencia, no toman las medidas que serían necesarias para atajar el desastre. Los que tienen autoridad prefieren no inquietar a la opinión pública, por miedo a desatar el caos, antes que tomar las medidas profilácticas que salvarían a la población. Así, la peste, como la guerra o cualquier otra situación de crisis, acaba por expandirse imparable.

Camus se muestra en ocasiones disconforme con la izquierda. No simpatiza con el comunismo, crítico con lo que juzga una divinización de la Historia. Rechaza la idea de un futuro idílico al que se llegaría, supuestamente, a través de no importa qué sacrificios. Ninguna política debería defenderse sin medir, antes, sus costes en términos humanos. Los misioneros laicos dispuestos a morir por una idea no son los personajes que más le entusiasman porque su preferencia es justo la contraria, dar la vida por lo que se ama.

Desde su punto de vista, la rebelión contra la peste, o contra el Tercer Reich, no obedece a planteamientos teóricos. Se trata de una cuestión de simple decencia. La de Rieux, por ejemplo, que se entrega a los enfermos mientras su mujer permanece en un sanatorio, muy lejos. Cuando Rambert se entera, no duda en unirse a su combate, convencido por su testimonio, no por el poder de sus razonamientos lógicos.

La peste es derrotada, pero la victoria no es definitiva porque su bacilo «no muere ni desaparece jamás». Camus, por tanto, se distancia de las escatologías laicas que prometen una «lucha final» antes del advenimiento del Paraíso en la Tierra. El hombre, si de verdad quiere serlo, debe permanecer vigilante porque el mal, en cualquier momento, puede revivir. La caída del Tercer Reich, por tanto, no es una excusa para bajar la guardia y dejar de hacer lo que es necesario hacer. La Liberación es siempre provisional incluso en el supuesto de que se haga la Revolución, porque los que ocupan entonces el poder crean una nueva ortodoxia que justifica de nuevo la protesta. De ahí que nos encontremos ante un rebelde que, de forma solo en apariencia paradójica, rechaza las revoluciones.

EL FIN Y LOS MEDIOS

Con el estreno de Los justos, en 1949, Camus prosigue su reflexión filosófica y, una vez más, consigue que sus personajes no sean abstracciones, simple encarnación de ideas, sino personajes de carne y hueso. Esta vez, la acción transcurre en la Rusia de los zares. Mientras un grupo revolucionario se propone atentar contra el gran duque, sus miembros enfocan la acción de distintas perspectivas. Para Stepan, la justificación del atentado no ofrece dudas. Es un hombre de una pieza, retrato del típico militante estalinista. En su mundo, el fin justifica los medios sean estos los que sean. Solo así se podrá llegar a un punto en el devenir histórico en el que ya no sea necesario derramar más sangre. Su afán de justicia es genuino, pero al mismo tiempo su personalidad implacable lo vuelve aterrador.

Con todo, al principio, está dispuesto a desoír a su conciencia si recibe una orden. Porque el partido, por definición, es la medida de todas las cosas, la luz que separa el bien del mal

Kalyayev, el encargado de tirar la bomba, es un idealista igualmente apasionado, pero con un talante por completo distinto. Porque, frente al carácter sombrío de su compañero, que prefiere la justicia a la vida, él personifica la alegría de vivir. Está dispuesto al sacrificio pero dentro del respeto a ciertas normas morales. Por eso, en una primera tentativa, se niega a seguir adelante al comprobar que hay niños junto a la víctima. Con todo, al principio, está dispuesto a desoír a su conciencia si recibe una orden. Porque el partido, por definición, es la medida de todas las cosas, la luz que separa el bien del mal. Después, sin embargo, advierte a sus compañeros que matar niños es contrario al honor. Si la revolución llegara a triunfar por este camino, no le quedaría más remedio que apartarse de ella.

Dora, en cambio, es una revolucionaria inmensamente trágica y triste. Porque, en su interior, ha dejado de creer en el mesianismo político. Los suyos repiten que están dispuestos a matar para construir un mundo en el que nadie mate… ¿Y si no sucediera eso? ¿Y si las vidas sacrificadas lo fueran en vano? Sus compañeros se creen autorizados a matar porque están dispuestos a morir, pero teme que, más tarde, lleguen otros que se crean con derecho a disponer de las vidas ajenas sin ofrendar la suya a cambio.

EL DIVORCIO DE SARTRE

En 1951, El hombre rebelde marcará una ruptura definitiva con la izquierda estalinista y sus compañeros de viaje. Para Camus, la rebeldía existirá mientras se conserve la especie humana. No significaba establecer el paraíso en la tierra sino, por el contrario, fijar un límite a la degradación. Eso es su famosa definición del hombre rebelde: alguien que no dice «no» y establece, así, un «hasta aquí».

Sus palabras se interpretaron, con exactitud, como un ataque contra el mundo soviético. Indignado, Sartre cargó contra él. Lo hizo, al principio, por persona interpuesta, al permitir que Francis Jeanson publicara en Les Temps Modernes una dura crítica contra Camus, que esperaba un pronunciamiento negativo pero no una andanada de tal magnitud. La sorpresa le dejó muy afectado, por su violencia y por el detalle humillante de que el director de la revista, su amigo, no se había dignado a tomar la pluma personalmente. Su respuesta apareció en la misma revista, en su número de agosto de 1952, junto a una réplica de Sartre y otro texto de Jeanson.

Camus reprocha a sus críticos que se atrevan a dar lecciones de eficacia política, cuando solo habían colocado en el sentido de la historia sus propios sillones. Pocos saben qué quiere decir en realidad, pero alude al papel poco glorioso de Sartre en la Resistencia. Este, irritado, se siente en la obligación de replicar en un artículo para no perder prestigio. Con una condescendencia mezquina le dice a su antiguo compañero que hasta ese momento nadie se había atrevido a decirle la verdad, su incompetencia filosófica manifiesta: no razonaba con rigor ni se tomaba la molestia de ir a las fuentes, conformándose con basarse en refritos. En realidad, como ha puesto de manifiesto José María Ridao en El vacío elocuente (Galaxia Gutenberg, 2017), esta respuesta era más propia de un profesor de filosofía que de un filósofo. Porque el primero es el que lo basa todo en sus lecturas mientras el segundo aporta un pensamiento original.

En otro momento, Sartre acusa directamente a Camus de falta de autenticidad al hablar en nombre de los desheredados cuando en realidad era un burgués. «Puede que haya sido usted pobre, pero ya no lo es». Ese «puede», como bien observa Olivier Todd, es una maldad. Sartre sabe perfectamente que su hasta entonces amigo lo había pasado muy mal en su infancia. Pero nada de eso le importa porque se ha lanzado a crucificarlo mientras escribe una especie de necrológica en vida del condenado.

Sartre estaba convencido de que debía postergar sus sentimientos personales para combatir a un traidor a la clase obrera. Si el partido comunista era el de los trabajadores, criticar al comunismo significaba dar la espalda al cuarto estado. Había que partir de la política real, no de planteamientos moralistas.

Sin duda, Camus fue el que salió peor parado de la polémica. Y no solo por enfrentarse a las ideas dominantes en la izquierda de su tiempo. Por pura envidia, muchos están encantados de que un escritor exitoso, que hasta ese momento ha ido de triunfo en triunfo, sufra ahora un vapuleo terrible.

LA ANGUSTIA ARGELINA

En los años cincuenta, la guerra de Argelia colocó a Camus ante una delicada cuestión moral. Herido al comprobar cómo la violencia se apoderaba de su patria, reaccionó con una postura matizada. No era, obvio, un nacionalista francés. En 1947, antes de que estallara la guerra abierta, había denunciado la utilización de torturas mientras recordaba a los lectores de Combat una paradoja sangrante: los mismos que se habían escandalizado con la barbarie nazi ahora utilizaban los mismos métodos contra los nacionalistas argelinos. Francia no podía aspirar al título de maestra de civilizaciones si se presentaba con la declaración de los derechos humanos en una mano y con el garrote en la otra.

Pero Camus tampoco justificaba la lucha armada en nombre del anticolonialismo como hacía Sartre. Creía en la igualdad de derechos entre europeos y africanos pero no en una independencia que juzgaba prematura. Por la pobreza del territorio y por el peligro que representaban determinadas corrientes islamistas, en las que veía un grave peligro por su carácter reaccionario.

Se encontró así en una situación en la que estaba en desacuerdo con los dos bandos, puesto que en las dos partes se daban actitudes intolerantes y actos de salvajismo. Una salida negociada se había vuelto por completo imposible. Por eso, Camus, situado entre dos aguas al ser medio francés, medio argelino, se vio inmerso en un callejón sin salida. En un tema que le suscitaba profunda angustia, las soluciones de la derecha y de la izquierda le parecían fuera de lugar, coincidentes en la misma irritación que le provocaban. De ahí que, en un momento de desesperación, dijera de forma memorable: «La derecha ha concedido a la izquierda los derechos exclusivos de la moralidad y recibido a cambio el monopolio del patriotismo. Francia ha perdido por duplicado».

Para la derecha, estaba claro que era un peligroso amigo de los rebeldes. Para la izquierda, su reacción resultaba más emocional que lógica, ajena a las cuestiones de la política práctica. Por eso, cuando la Academia Sueca le distinguió con el Premio Nobel en 1957, con apenas cuarenta y cuatro años, tronaron las voces en su contra. Se dijo que el galardón reconocía a un autor con pasado pero sin futuro.

Fue entonces, durante un encuentro con estudiantes, cuando Camus pronunció unas palabras célebres que amenazaron con arrastrarle al descrédito. Incapaz de solidarizarse con los independentistas argelinos por su práctica del terrorismo indiscriminado, temía que en cualquier momento sus seres queridos pudieran contarse entre las víctimas. «Creo en la defensa de la justicia, pero defenderé antes a mi madre». Para la izquierda ortodoxa, este comentario bastaba para situarlo en el bando de los colonialistas. ¿Acaso piensa que una sola persona es superior a millones de individuos?

Se puede pensar que el flamante Nobel dijo lo que dijo en un momento de cansancio, o que tal vez dejó que se le calentara la boca. La realidad es que expresó una convicción muy íntima de la que ya había dado cuenta en Los justos. En una escena de esta obra, Dora le pregunta dramáticamente a Kaliayev, el terrorista del que está enamorada, si la querría igualmente en caso de que ella fuera injusta. La cuestión de fondo es la misma: entre una ideología, que por definición es abstracta, y una persona concreta, la elección no debería ofrecer dudas.

Por más que sus detractores se rasgaran las vestiduras, la postura de Camus obedecía a una impecable coherencia moral. Creía, como el Alyosha de Los hermanos Karamazov, que el fin no justificaba los medios y que si los medios eran injustos el fin tampoco podía serlo.

Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona. Entre sus trabajos destaca la biografía "Francisco de Miranda, el eterno revolucionario" (Arpegio, 2012). Colabora como articulista y crítico en publicaciones como "Cultura/s" (suplemento cultural de "La Vanguardia") e "Historia y Vida".