Tiempo de lectura: 7 min.

El importante papel de las infraestructuras, y dentro de ellas, de forma Edestacada, de las infraestructuras de transporte, como uno de los factores determinantes de la capacidad productiva de toda economía -y por tanto también de la española- parece fuera de toda discusión. La movilidad eficiente de personas y mercancías, tanto en un entorno urbano como interurbano; la reducción de los costes del transporte; la eliminación de problemas de congestión, que lastran el buen funcionamiento del sistema económico: todos estos elementos son decisivos para la productividad y competitividad de la economía. Estas son las razones que, desde un punto de vista económico, apoyan el gran esfuerzo inversor que está realizando la sociedad española, y que supone anualmente en estos momentos, solamente en el ámbito de las infraestructuras de transporte que son competencia del Ministerio de Fomento, un nivel cercano al 2% del PIB.

Sin embargo, este papel económico de las infraestructuras no debe oscurecer sus otras dimensiones igualmente importantes. Históricamente, las grandes redes de infraestructuras aparecen asociadas a formas de organización política de carácter estable y con vocación de permanencia. La creación y perdurabilidad del Imperio romano, por ejemplo, no podrían concebirse sin la existencia de la amplia red de calzadas que aseguraba un dominio permanente sobre el territorio. Resulta difícil, por tanto, separar en su origen las funciones comerciales de las redes de infraestructuras de otras funciones de carácter militar o político.

La aparición del Estado nacional, consolidado en su forma actual en Europa a lo largo del siglo XIX, vuelve a poner de manifiesto la estrecha relación entre economía, organización política y el dominio territorial que representa la creación de una red de infraestructuras. En este sentido, la Revolución Industrial, la consolidación de los Estados modernos y la creación de las redes de ferrocarriles en el siglo XIX son fenómenos difícilmente separables. Algo análogo sucede, ya en el siglo XX, con la sociedad de masas, la aparición del automóvil y la extensión de las redes de carreteras y autopistas.

Con estas premisas no deja de sorprender que entre los parámetros de decisión que normalmente se tienen en cuenta a la hora de valorar la conveniencia de un determinado programa de infraestructuras figuren de forma casi exclusiva los de tipo socioeconómico y, más recientemente, medioambiental. Esto no quiere decir, naturalmente, que los parámetros políticos no sean tenidos en cuenta, ya que, en realidad, a menudo son los realmente determinantes, sino simplemente que dichos parámetros no son formulados de forma explícita en el proceso de decisión.

Pero cabría sostener que el desarrollo de un mecanismo que ayude a formular y valorar los objetivos políticos de un programa de infraestructuras, integrándolos con los otros parámetros de decisión, ayudaría a racionalizar la toma de decisiones en este campo. A continuación se presentan en este trabajo varios ejemplos que pueden ilustrar la cuestión planteada.

En primer lugar, una de las decisiones estratégicas del actual Plan de Infraestructuras de Transporte del Ministerio de Fomento ha sido el impulso a la red ferroviaria de alta velocidad. Lo que se trataría de analizar aquí no es tanto la conveniencia de construir determinadas líneas sobradamente justificadas desde el punto de vista económico (como la línea Madrid-Barcelona) sino la decisión de crear una nueva red, para la que se ha enunciado como objetivo principal el conectar a todas las capitales de provincia. Obviamente, lo que se pretende es que ningún sector social significativo se considere excluido de este avance tecnológico y, para ello, por cierto, se vuelve a acudir a la vieja división provincial, lo que viene a mostrar las bases de la identificación de los ciudadanos con su territorio.

Existe una serie de factores que favorecen la creación de una red de alta velocidad en España (AVE), como son las distancias del centro de la Península a la costa y la distribución de la población, así como la política de la Comisión Europea que apoya el reequilibrio entre modos de transporte, favoreciendo la modernización del ferrocarril. Desde un punto de vista social y medioambiental, el ferrocarril de alta velocidad supone grandes beneficios en forma de reducción de accidentes de circulación y mayor eficiencia energética. Sin embargo, la decisión de incluir en la red a todas las capitales de provincia tiene un carácter fundamentalmente político. Sin duda, el ferrocarril de alta velocidad ha adquirido en nuestro país, en un período como el actual de acelerada convergencia económica y social con Europa, un valor simbólico asociado a la modernidad.

Por otra parte, las infraestructuras en general, y más aún las de carácter más emblemático como la red AVE, representan mejor que ninguna otra actuación, de cara al ciudadano, la materialización física de la gestión pública. En estas condiciones, la demanda social de una extensa red ferroviaria de alta velocidad es cada vez mayor, y su impacto en los medios de comunicación muy significativo, por lo que no debe extrañar que las nuevas líneas de alta velocidad sean objeto de la lucha política entre partidos. En cualquier caso, más allá de la utilización política inmediata de las nuevas líneas ferroviarias de alta velocidad, la reacción ciudadana, en el momento de realizar la planificación de la red, en los casos en que existía la posibilidad de que determinados núcleos urbanos quedaran fuera del trazado de la alta velocidad, puso de manifiesto la importancia sociopolítica que había adquirido este nuevo modo de transporte.

La solución finalmente adoptada, que implica la extensión y ramificación de las principales líneas inicialmente planteadas, significa, en términos económicos y financieros, dedicar a la nueva red un importante volumen de recursos, para lo que, además de la aplicación de los fondos europeos, ha sido necesario establecer un modelo de desarrollo ferroviario en el que se conjuga la gestión de la red con criterios empresariales y la política de cohesión social y territorial que representa la expansión de la red.

En dicho modelo, las inversiones en las principales líneas han sido encomendadas y quedarán adscritas al actual ente Gestor de Infraestructuras Ferroviarias (GIF), y en el futuro inmediato al nuevo Administrador de Infraestructuras Ferroviarias (ADIF), que sucederá a la RENFE actual (excepto en la función de prestación de los servicios de transporte ferroviario, que quedará segregada en un nuevo ente público denominado RENFE-Operadora). Las nuevas líneas adscritas al GIF (o al ADIF) representan aproximadamente dos tercios de las inversiones totales previstas en el programa de alta velocidad. En este caso, los cánones cobrados por el administrador de la infraestructura a las empresas operadoras (RENFE-Operadora más las nuevas operadoras que entren en el mercado del ferrocarril liberalizado), más el resto de ingresos comerciales, deberán ser suficientes para mantener el equilibrio financiero de dicho administrador de infraestructuras ferroviarias.

La consideración del administrador de infraestructuras ferroviarias como entidad empresarial está permitiendo que estas inversiones no graviten sobre el presupuesto no financiero del Estado, a la vez que incentiva la gestión de dicha entidad con criterios de mercado. El resto de las líneas de alta velocidad (que suponen el tercio restante de dicho programa), al igual que las inversiones en la red convencional, figurarán en el patrimonio del Estado (aunque la gestión de la red se realizará de forma conjunta por el administrador de la infraestructura), de tal forma que los gastos correspondientes se realizarán con cargo a los presupuestos públicos. Se puede determinar así, con claridad, el coste en términos presupuestarios de la extensión de la red más allá de lo que resultaría de aplicar un criterio puramente económico-financiero. En este caso, este sobrecoste de la red puede ser asumido sin dificultad dada la situación de equilibrio presupuestario al que han llegado las finanzas públicas (que, por otra parte, deberá ser mantenido en el futuro en virtud de la Ley General de Estabilidad Presupuestaria). En cualquier caso, es útil conocer de forma explícita el coste en términos presupuestarios de una decisión política como es la extensión de la red de alta velocidad, y poder determinar que dicho coste es asumible y justificable por razones de cohesión territorial y de integración social.

El segundo ejemplo que podría ilustrar la relación entre política e infraestructuras se refiere a la red transeuropea de transporte, y especialmente a nuestras conexiones de transporte terrestre con el resto de la red europea. Actualmente, se encuentran en discusión y proceso de decisión, en el seno de las instituciones comunitarias, las nuevas orientaciones para la citada red transeuropea de transporte. En este proceso, el Consejo de Ministros de Transporte de la Unión Europea aprobó el pasado cinco de diciembre de 2003 una lista de proyectos prioritarios de las redes transeuropeas constituida por treinta proyectos, que incluyen los antiguos catorce proyectos de Essen más dieciséis proyectos adicionales, quince de ellos procedentes de anteriores propuestas de la Comisión Europea.

De forma resumida, los proyectos que afectan a España son los siguientes (con las fechas previstas de puesta en servicio):

tprem1.jpg

También hay que destacar que la conexión Lisboa/Oporto-Madrid, incluida en este proyecto, ha quedado finalmente configurada por los Gobiernos de España y Portugal en la Cumbre de Figueira da Foz mediante las dos líneas de alta velocidad Madrid-Lisboa (2010) y Aveiro-Salamanca (2015).

tprem2.jpgtprem3.jpgtprem4.jpg

Como es conocido, el desarrollo de algunos de estos proyectos, y en concreto de las conexiones transfronterizas con Francia, está encontrando reticencias por parte del país vecino, en gran parte debido a las restricciones financieras impuestas por la situación presupuestaria francesa. Sin embargo, una visión a largo plazo del significado de estas conexiones debe superar dichas dificultades, impulsando las ayudas europeas, así como nuevos mecanismos de financiación con participación privada que hagan posible el desarrollo de los proyectos citados, para lo que ya existe el compromiso de los Estados miembros y de las instituciones comunitarias.

La mayoría de estas nuevas conexiones tienen plena justificación desde el punto de vista económico, dado el importante aumento en los últimos años del tráfico internacional de viajeros y, especialmente, de mercancías. De ahí que España haya propuesto también la plena permeabilización de los Pirineos por carretera, añadiendo a la lista anterior una nueva serie de conexiones con Francia por vías de alta capacidad.

Sin embargo, la creación de una verdadera red de transporte transeuropea tendrá unas consecuencias que trascienden los objetivos económicos, por importantes que éstos sean, como por ejemplo el correcto funcionamiento del mercado único. Cabe decir que la creación de la moneda única, primero, y de las redes transeuropeas, en un próximo futuro, están sentando las bases de lo que será un espacio común de convivencia en Europa. Nuevamente, las infraestructuras actuarían así como un elemento clave en la configuración del espacio político, esta vez en un ámbito que desborda a los Estados nacionales tradicionales. Estas son las razones últimas que verdaderamente justifican y pueden impulsar el desarrollo de la red transeuropea, superando problemas y desencuentros que no dejan de tener carácter coyuntural.