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Alexievich se califica a sí misma de «oído humano», lo que me recuerda a la expresión «pluma humana» empleada por Flaubert. ¿Cabe mayor realismo que el de captar conversaciones humanas y plasmarlas en un libro? La autora transcribe las anotaciones grabadas en el alma, que pueden ser más interesantes que un mero relato de los hechos. Sus libros son la demostración de que la gente del pueblo quizás no será muy instruida, pero es capaz de entender el mundo como nadie y pronunciar palabras llenas de sabiduría y sentido común. No estamos ante unos libros de entrevistas, ni los textos se plantean como un interrogatorio. A los amigos no se les interroga: simplemente se les deja hablar. Las personas se expresan en ellos con sencillez y sin recelos, pues ven a Svetlana Alexievich como a una amiga. Les inspira confianza, y esto les lleva a darle toda clase de detalles íntimos. En consecuencia, se transmite un tono de cercanía a la narración de la autora, que prescinde de todo artificio literario. De este modo, surge un caleidoscopio humano con el que se aspira a retratar la verdad. No se trata de la típica entrevista con preguntas preparadas y respuestas no menos elaboradas, que carecen de espontaneidad y, sobre todo, de intimidad.

En una entrevista de finales de 2019, la escritora afirmaba que “cada persona lleva consigo una historia que se puede contar, y eso es lo que yo hago”

En una entrevista de finales de 2019, durante una breve estancia en España, la escritora afirmaba que «cada persona lleva consigo una historia que se puede contar, y eso es lo que yo hago. Si solo nos basamos en los hechos como fundamento, sin revelar la narrativa implícita, no sale la imagen completa de la realidad». En efecto, en los libros de la Nobel bielorrusa afloran las palabras de la gente sencilla, que suele ser la más sincera. Son palabras extraídas desde el interior, repletas de sufrimientos y vivencias. Sobre este particular, añadiré que Iván Turgueniev, un escritor admirado por Alexievich, escribió una vez, haciéndose eco de un proverbio ruso, que el alma humana son tinieblas. En efecto, según reconoce la autora, es difícil acceder al alma humana, pues el camino está sembrado de televisión y periódicos, de las supersticiones del tiempo en que vive, los prejuicios y las desilusiones.

Solidarios. Rialp. 2021. 168 págs. 12 €

El alma humana, en sus profundidades más dramáticas o entrañables, vive en las páginas de sus obras La guerra no tiene rostro de mujer y Últimos testigos. A mi modo de ver, el espíritu de esta segunda obra es el mismo que envuelve a la obra de Dostoievski, que no concebía la propia felicidad, o incluso la armonía eterna, si para asegurarla hubiera que derramar una sola lágrima de un niño inocente. No existe ningún progreso, ni tampoco ninguna revolución, que pueda justificar esa lágrima. El niño siente que hay guerra cuando papá no está y pasará mucho tiempo esperando a que vuelva. La guerra y sus secuelas en forma de atrocidades contra la población civil arrebatarían la infancia a quienes después fueron hombres y mujeres.

Pese a todo, en medio de los horrores bélicos, brilla en Últimos testigos el testimonio de un niño que no quiere renunciar a su infancia, que asocia a sus primeras lecturas. Será capaz de encontrar en Los hijos del capitán Grant de Julio Verne una pequeña felicidad, cargada de esperanza, frente a la hostilidad del mundo exterior. La historia de la esforzada búsqueda de un padre a través de medio mundo se encuentra en un libro que el niño ha escondido, y que irá leyendo y releyendo a lo largo de una guerra interminable.

EL HOMBRE PEQUEÑO SE TRANSFORMA EN UN GRAN HOMBRE

Nada hay más alejado de la concepción literaria de Svetlana Alexievich que la mera búsqueda del entretenimiento. Estoy convencido de que todo eso le parece demasiado artificial, pues una vez declaró que «las escenas de la vida cotidiana son mejores que las de la ficción». Luego añadió: «Muy raramente me gusta leer ficción, prefiero la obra entera de Dostoievski». Coincido con ella en que leer a Dostoievski es una tarea casi obligada para quien se haga preguntas sobre el hombre. Se trata de un novelista que sabe encontrar al auténtico ser humano, con toda su mezcla de grandeza y miseria, hasta en los personajes más degradados. El escritor poseía el arte de descubrir en cualquier persona los frutos del corazón como la caridad y la abnegación. ¿Nos encontramos algo semejante en las voces despertadas a la vida por la escritura de Alexievich? Leyendo a Dostoievski y a nuestra autora, estaremos en condiciones de aprender que la generosidad no consiste en dar lo que sobra sino en compartir el peso de las cargas ajenas. […]

La guerra no tiene rostro de mujer. Debate. 2021. 368 págs. 20,80 € (papel) / 9,02 € (digital).

La obra de Svetlana Alexievich es una continua invitación a custodiar en nosotros mismos al hombre. Ella misma admite que pertenece a una generación que fue educada con los libros, algo coincidente en la tradición rusa y la soviética, pero no con la realidad. Se diría que su carrera literaria pretende subsanar esta deficiencia con la unión de literatura y realidad. No es una literatura de gestas de héroes, los de la segunda guerra mundial y conflictos posteriores, sino la versión de los hechos que le han proporcionado abuelas, madres, hermanas o viudas, a las que nunca nadie había preguntado por sus vivencias y sentimientos. Esto explica que el gran protagonista de sus libros, que constituye toda una obra de «polifonía», sea el hombre común, al que podríamos calificar de «hombre pequeño», para muchos insignificante. No es el héroe militar ni el obrero modelo, exaltados hasta la saciedad en la época del estalinismo, sino la víctima de las grandes tempestades y catástrofes sociales. Leer a Alexievich es comprender cómo el sufrimiento transforma al hombre pequeño en un gran hombre. Su lectura sirve para reafirmar que no somos un engranaje de los sistemas, un punto lejano e indiferente en medio de una espesa muchedumbre. […]

A una mujer, que es la encargada de dar vida y cuidarla, le tiene que resultar insoportable la perspectiva de verse obligada a matar

La guerra no tiene rostro de mujer, publicada por primera vez en 1985, es la demostración de cómo las mujeres no suelen olvidar la condición humana. En cambio, recuerda Svetlana Alexievich en una entrevista con el filósofo francés de origen ruso Michel Echaltchinoff, los hombres tienden a ocultarse detrás de la historia, porque la guerra les seduce con su acción y se recrean en el enfrentamiento de las ideas. Por el contrario, las mujeres dan preferencia a los sentimientos, aunque estos les lleven a la conclusión de que la guerra es a la vez un asesinato y un duro trabajo. A una mujer, que es la encargada de dar vida y cuidarla, le tiene que resultar insoportable la perspectiva de verse obligada a matar. Tenemos en el libro el ejemplo de una francotiradora, a la que no le resultaba sencillo pasar de disparar de un blanco de madera a un ser humano. Sin embargo, los mandos militares exigían a las mujeres que no se compadecieran del enemigo. Por el contrario, deberían esforzarse por odiarlo. Pero, como bien recuerda la autora, odiar y matar no es propio de mujeres. Las que acabaron entrando en esa terrible dinámica tuvieron que hacerse violencia a sí mismas, y se convirtieron en mitad ser humano y mitad animal.

Últimos testigos. Debate. 2016. 336 págs. 21,75 € (papel) / 7,59 € (digital).

Con todo, los testimonios del libro indican que no había otra forma de sobrevivir. Encontramos, no obstante, excepciones como las de una soldado auxiliar de enfermería que da una hogaza de pan a un alemán prisionero, casi un niño. El alemán no daba crédito a sus ojos, pero la mujer se sintió feliz porque había sido capaz de no odiar, y se había sorprendido a sí misma. Esto me recuerda a otro pasaje de Últimos testigos: el de la madre que lleva un saco de patatas y se las niega a un prisionero alemán, pero de repente cambia de opinión, extrae unas patatas y se las da. El niño que acompañaba a aquella madre, nunca olvidó la escena. A la aprensión le siguió la compasión. Fue además una invitación a no odiar porque, como bien señala Alexievich, el odio se va formando poco a poco, y no es un sentimiento original e inherente a la persona. El odio no es otra cosa que el resultado de la deshumanización del otro.

Se relata también en el libro el testimonio de una enfermera que iba arrastrando a dos heridos, uno soviético y otro alemán. ¿Había que odiar a uno y amar al otro? ¿Se puede tener un corazón para el odio y otro para el amor? Pero esa misma enfermera terminará por reconocer que el ser humano tiene un solo corazón. Lo importante para ella es salvar el suyo, y no lo salvaría por el odio.

A Alexievich le impresionó que las mujeres tuvieran piedad de los alemanes prisioneros o vencidos, o que se compadecieran de los cadáveres de ambos lados

Muchas de las mujeres entrevistadas en La guerra no tienen rostro de mujer compartían el credo comunista, algo que en los años del conflicto mundial era inseparable del patriotismo. Sin embargo, no siempre olvidaban la condición humana en los combates o en medio de los horrores desencadenados por el odio. Eran más fuertes que los hombres, aunque a la vez más frágiles. A Alexievich le impresionó que las mujeres tuvieran piedad de los alemanes prisioneros o vencidos, o que se compadecieran de los cadáveres de ambos lados. Los veían con pena porque eran jóvenes y hermosos. Nada de esto le transmitieron en la escuela cuando le explicaban la gran guerra patriótica. Por el contrario, todas las consignas de los mandos eran una invitación a amar la muerte, a entregar la vida por el ideal comunista o patriótico. La autora recuerda que en la biblioteca de su escuela más de la mitad de los libros trataban sobre la guerra. Otro tanto podía verse en la biblioteca de su pueblo o en la regional. Las mujeres que vivieron el período bélico no le enseñaron entonces, si bien lo harían años después, que la guerra fue para ellas, ante todo, sufrimiento.

La censura atribuyó a Alexievich una excesiva influencia de «Sin novedad en el frente» de Erich Maria Remarque, prototipo de la literatura antibelicista

Cuando se publicó el libro en 1985, los censores llegaron a la conclusión de que, después de leer La guerra no tiene rostro de mujer, nadie querría ir a la guerra. En ese momento, la URSS estaba envuelta en el conflicto de Afganistán. La censura atribuyó a Alexievich una excesiva influencia de Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque (1929), prototipo de la literatura antibelicista. Sus protagonistas son seis soldados alemanes alistados voluntariamente en 1914, que no tuvieron que esperar mucho tiempo para que el primer bombardeo hiciera añicos el concepto del mundo que les habían inculcado. Les habían enseñado que servir al Estado constituía el valor supremo, pero ellos sabían que el miedo a morir era mucho más fuerte. Svetlana Alexievich alegó en su defensa que en su obra se había propuesto buscar la verdad. Pese a todo, le replicaron que la auténtica verdad es la que soñamos, lo que aspiramos a ser.

Pero la escritora no podía estar conforme con una visión de la vida que exige a los escritores escribir exclusivamente una gran historia, la Historia de la Victoria de 1945. No hacerlo así equivalía implacablemente a despreciar las grandes ideas soviéticas, las ideas de Marx y Lenin.

Pese a todo, los argumentos de los censores nunca podrían convencer a una autora que amaba al hombre pequeño, a las pobres gentes, por parafrasear el título de la primera novela de Dostoievski. A este respecto, la confesión de una de las voces de La guerra no tiene rostro de mujer es tan significativa como desoladora: su marido fue condenado a diez años de prisión por haber escrito a un compañero que le costaba sentirse orgulloso de la victoria porque «habíamos abarrotado de cadáveres nuestro terreno y el ajeno».

HÉROES OFICIALES Y HOMBRES CON UNA CAPA DE HUMANIDAD

Los muchachos de zinc, publicado en 1991, hace referencia a los ataúdes de zinc en los que regresaban a su país los restos de los militares soviéticos caídos en la guerra de Afganistán. Al igual que en La guerra no tiene rostro de mujer, el ser humano es contemplado no desde la perspectiva del Estado, dispuesto a sacrificarlo en función de sus intereses, sino desde otro enfoque: lo que representa para su madre, su mujer o sus hijos.

Los muchachos de zinc. Debolsillo. 2021. 336 págs. 21’75 € (papel) / 9,45 € (digital).

Alexievich fue testigo de cómo los ataúdes llegaban en la oscuridad de la noche y eran enterrados en secreto en tumbas con lápidas en las que figuraba esta escueta expresión: «Falleció».

En aquellos años Pravda, el periódico del Partido, publica titulares de este estilo: «Vamos a ayudar al fraternal pueblo afgano a construir el socialismo». En efecto, gentes de familias acomodadas, personas con muchas lecturas, fueron allí y creyeron sinceramente que estaban ayudando a los afganos en su vía al socialismo. Pero este idealismo no fue lo que la escritora descubrió. Por el contrario, según afirma en su libro, se encontró con una extraña belleza: la de las ametralladoras, minas y carros de combate… Es la belleza de los objetos ante de convertirse en instrumentos de muerte. Pero a Svetlana Alexievich le explicaron que, si alguien pisaba una de aquellas minas, aunque fuera en un extremo, no quedaría nada de él, salvo un pedazo de carne.

Afganistán sirvió para desengañar a una escritora que entonces intentaba creer en un socialismo con rostro humano

Afganistán sirvió para desengañar a una escritora que entonces intentaba creer en un socialismo con rostro humano. A su regreso a casa, se encaró con su padre, que la había educado en los ideales comunistas, y le contó su decepción al ver cómo los soldados soviéticos mataban en un país extranjero a personas que no conocían. Su padre no pudo contener las lágrimas. Pero las heridas se prolongarían a través del tiempo, incluso tras la desaparición de la URSS. Alexievich fue objeto de varias denuncias por haber escrito Los muchachos de zinc.

Sus principales acusadoras serían madres de soldados muertos en combate, que en un tiempo abominaron de la guerra, y de quienes habían llevado a sus hijos hacia la muerte, pero ahora se aferraban al mito de que habían sido unos héroes.

La respuesta de la escritora fue que quería mantenerse fiel a lo que llama el legado de Tolstói: «El héroe que quiero con toda la fuerza de mi alma… ha sido, es y será la verdad».

Y existen casos en que no se puede llegar a la verdad sin pasar por el dolor. Se defendió además insistiendo en que no fantaseaba y que no estaba inventando nada. Se había limitado a transcribir lo que los testigos habían querido contarle. Pero lo cierto es que la verdad se da siempre de bruces con una mentalidad educada en el amor hacia el hombre armado y su juguete favorito, la guerra. […]

ENTRE EL AMOR Y LA TIERRA ENVENENADA

Voces de Chernóbil es el libro más atípico de Svetlana Alexievich, publicado en 1997. Recoge los testimonios de quienes sufrieron un acontecimiento inesperado e inconcebible en una URSS considerada como uno de los hitos del progreso humano, entendido, claro está, como progreso técnico. El 26 de abril de 1986, el accidente de la central de Chernóbil, situada en Ucrania, golpeó en gran medida a Bielorrusia, un país agrícola en el que no existían centrales nucleares. La catástrofe se cebó especialmente con los campesinos y afectó a 485 aldeas y pueblos y a 2.100.000 personas, entre ellas 70.000 niños. El territorio bielorruso sufrió el 70% de la contaminación, con un 26% de los bosques más la mitad de sus praderas.

Voces de Chernóbil. Debolsillo, 2015. 408 págs. 20,80 € (papel) / 11,35 € (digital).

Voces de Chernóbil no es una crónica de guerra ni de unos héroes de armas. Sin embargo, hubo héroes, los hombres que salvaron a su país y al resto de Europa porque evitaron la explosión de otros tres reactores nucleares. En Chernóbil no hubo guerra, aunque la muerte llegó del mismo modo incierto e implacable. Se trataba de una muerte que estaba siempre presente al resultar clamorosa la ausencia de seres humanos en relación con el paisaje y los objetos. ¿Tenían conciencia esos héroes de lo que les había pasado a las personas que tuvieron que salir apresuradamente de sus hogares? Por mucho que estuviera envenenada por la radiación, aquella no dejaba de ser su tierra, y se explica que no quisieran llevarse sus pertenencias. […]

Este libro es quizás el ejemplo más logrado de la autora sobre la vida cotidiana del alma, de sus sentimientos y pensamientos… Chernóbil afectó a los cuerpos de las personas, pero no pudo terminar con sus sentimientos

 Este libro es quizás el ejemplo más logrado de la autora sobre la vida cotidiana del alma, de sus sentimientos y pensamientos… Chernóbil afectó a los cuerpos de las personas, pero no pudo terminar con sus sentimientos. Resulta muy llamativo el ejemplo de una mujer, casada hacía poco tiempo y cuyo marido estaba afectado por la radiación. El personal sanitario le insistía en que ya no era su marido, pues se había convertido en un elemento radioactivo con gran poder de contaminación. Pese a todas las advertencias, se empeñó en abrazarlo y quedarse junto a la cabecera de su cama. Alexievich subraya que solo el amor es capaz de infundir vida y esperanza. A este respecto, una profesora de una escuela de arte, que además era directora teatral, señaló a la escritora que lo que realmente le daba miedo es que en nuestra vida el miedo ocupe el lugar del amor.

En Voces de Chernóbil se da preferencia al testimonio de los campesinos, ancianos en su mayor parte, capaces de transmitir algo nuevo precisamente por su sabiduría ancestral. Es mucho más interesante lo que ellos cuentan que el conjunto de lo aportado por científicos, médicos o políticos. Tampoco será decisiva la presencia de hombres armados y uniformados para defenderse de las pequeñas partículas invisibles portadoras de la muerte. No se podía vencer al átomo con métodos convencionales, pero algunos políticos persistieron en las consignas habituales de su ideología: buscar culpables, pues, según ellos, el accidente lo habrían provocado espías y terroristas de los servicios secretos occidentales. Llevados por su inconsciencia de la gravedad de los acontecimientos, hay incluso quienes se preguntaron si lo más urgente era suspender o no los actos oficiales de la festividad del Primero de mayo. […]

Los cinco libros de Svetlana Alexievich se pueden reducir, según ella misma, a un único libro. Es, sobre todo, un libro acerca de la historia de una utopía, de cómo algunos querían construir sobre la tierra el reino de los cielos. El resultado fue un mar de sangre y millones de vidas humanas arruinadas.

El fin del “Homo sovieticus” (2013) arranca de la muerte del imperio de los soviets entre lágrimas y maldiciones, pero los argumentos sobre el socialismo no murieron con esa desaparición. El hombre soviético se resistió a morir. El propio padre de la autora creyó en el comunismo hasta el final de su vida, y muchos de sus amigos también. Llegaron incluso a admitir que, si bien habían conocido el estalinismo, este no era auténtico comunismo. El comunismo constituía toda la existencia de aquellas personas. El comunismo era una religión secular con su propia concepción del bien y del mal. Sus partidarios integraron tanto su ideal en la vida de las personas que resultaría casi imposible de arrancar.

El fin del Homo sovieticus. Acantilado. 2015. 656 págs. 23,75 €

Otra interesante observación de Alexievich es que los simpatizantes del comunismo han contemplado la vida desde una barricada, que siempre es un lugar peligroso para el ser humano. Estar en una barricada hace que la vista quede dominada por la niebla. No hay matices, ni colores. Somos incapaces de distinguir al ser humano que tenemos enfrente, y así, no es fácil despertar a la realidad. […]

La democracia no se importa como el petróleo o el gas, el chocolate suizo o los plátanos. Si no hay personas libres, tampoco existe la democracia

¿Qué se entiende por libertad en la Rusia postsoviética? En la época comunista los ciudadanos la entendían como la ausencia del miedo, pero además crecieron en medio de la escasez y el racionamiento. Tras el fin del comunismo, la persona supuestamente más libre sería la que tiene la capacidad de elegir y comprar la mayor cantidad de productos en una tienda. Los representantes de las nuevas generaciones difundirán además la idea de la libertad interior, su libertad íntima, por no decir su privacidad, y le darán un valor absoluto. No tienen miedo a dar rienda suelta a sus propios instintos y deseos. Por el contrario, esperan conseguir mucho dinero para alcanzarlos. Pero lo cierto es, como afirma Alexievich, que la democracia no se importa como el petróleo o el gas, el chocolate suizo o los plátanos. Si no hay personas libres, tampoco existe la democracia.

Este concepto tan limitado de libertad sirve a Svetlana Alexievich para reflexionar acerca de la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski, inserta en Los hermanos KaramazovEn la ciudad de Sevilla, el Gran Inquisidor reconoce en un prisionero a Jesús que ha vuelto a la tierra, pero le reprocha que haya venido a molestar a los hombres. La principal crítica del juez es que Dios haya dotado de libertad al hombre. Todo habría ido mejor si Cristo hubiera tomado la espada del César y proporcionado al ser humano un amor en el que depositar su conciencia. Así habría sido feliz, aunque fuera una felicidad sin libertad. La conclusión del Gran Inquisidor es que únicamente debe reinar sobre los hombres aquel que sea dueño de sus conciencias y tenga su pan en las manos, aquel que les convenza de que no serán verdaderamente libres hasta que no le hayan confiado su libertad. Un texto de Dostoievski que es válido para todos los tiempos.

Más de un cuarto de siglo después de la caída del comunismo soviético, la gente aprecia el contraste de las desigualdades, la pobreza y la riqueza arrogante. Lo vemos en otros testimonios del libro de Alexievich. Algunos jóvenes se refugian en la nostalgia de lo que no conocieron y se visten con camisetas del Lenin y Che Guevara. Esos muchachos no consideran la revolución como un error. La revolución era una fiesta, todo el mundo era feliz y hay que celebrar perpetuamente la gran guerra patriótica. El sistema soviético ciertamente se construyó sobre sangre, pero, en la opinión de algunos, esto representaba la prueba de que era sólido como una roca. Otros expresan su admiración por Stalin, que para ellos es un gran patriota. En internet florecen las páginas salpicadas de nostalgia. En todas ellas se saca la conclusión de que Rusia es un gran imperio que debe ser regido con mano de hierro y que existe una vía rusa específica para organizar la política. No se necesitan antiguos disidentes en la política y en el gobierno al estilo de un Václav Havel o un Andréi Sájarov. Tales personas no sirven para gobernar a Rusia. Lo que se requiere es un zar, un padre, un secretario general, un presidente… Un hombre de hierro. Ese hombre es ahora Vladímir Putin, dotado de tanto poder como el antiguo secretario general, pero ya no es comunista. Enarbola las banderas del nacionalismo y la fe ortodoxa, pero no la del marxismo-leninismo. […]

Svetlana Alexievich tiene la influencia de los grandes escritores rusos del siglo XIX. Comparte con ellos la búsqueda de la verdad y la tentativa de comprensión de los acontecimientos del presente

Svetlana Alexievich tiene la influencia de los grandes escritores rusos del siglo XIX. Comparte con ellos la búsqueda de la verdad y la tentativa de comprensión de los acontecimientos del presente, si bien nadie logra comprenderlos del todo. Para quien conozca su historia y admire su cultura, Rusia no merece el calificativo despectivo de mongol inerte que le diera Karl Marx. Estoy convencido de que, por encima del barniz de las ideologías, afloran a menudo las raíces cristianas de Rusia, y esta vigencia conlleva un permanente salir de sí mismo, una dinámica de entrega y relación. Tal es la actitud de la mayoría de los testigos que viven en los libros de Alexievich. En esas obras hablan las pobres gentes, los insignificantes, los que no han diseñado la historia oficial…Todos ellos muestran su cercanía y fragilidad al lector. De sus vidas y testimonios pueden surgir vínculos de fraternidad y de amor, mucho más auténticos que todas las utopías políticas y sociales.

Analista de política internacional, escritor y profesor de política comparada.