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El dictamen del Consejo de Estado de 16 de febrero, aprobado por el pleno de la institución sobre el proyecto elaborado por la Comisión de Estudios del Consejo, constituye una de las mejores reflexiones que un jurista puede encontrarse sobre la Constitución de 1978. Este informe es la respuesta a la consulta formulada por el Gobierno acerca de la reforma constitucional de cuatro cuestiones bien concretas: la supresión de la preferencia del varón en la sucesión al trono, la recepción en la Constitución del proceso de construcción europea, la inclusión de la denominación de las comunidades autónomas y, finalmente, la reforma del Senado.

A lo largo y ancho de trescientas ochenta y dos páginas, el lector puede disfrutar de un estudio bien articulado, claro y coherente en el que, además de dar cumplida respuesta a los términos estrictos de la consulta, el Consejo de Estado va más allá, precisamente atendiendo a la licencia del Ejecutivo para que se pronuncie sobre otras cuestiones vinculadas a la consulta que sean convenientes para completarla o mejorar su calidad técnica. En este ámbito se pueden encontrar sabias reflexiones y comentarios que bien haría el gobierno en secundar, precisamente porque están presididos por el sentido jurídico y la experiencia de más de veinticinco años de desarrollo autonómico.

El informe que vamos a glosar, se elabora en el marco de las nuevas funciones conforme a la reforma de 2004, en virtud de la cual el Consejo de Estado realizará por sí o bajo su dirección los estudios, informes y memorias que el Gobierno le solicite y elaborará las propuestas legislativas o de reforma constitucional que el Gobierno le encomiende. En el caso presente, nos hallamos ante la primera de estas nuevas funciones del Consejo en materia de reforma constitucional.

En estas líneas se tratarán de analizar precisamente varias cuestiones que, aunque no son propiamente objeto de la consulta, son de gran calado jurídico y político, y que el Consejo de Estado estudia al tratar de las cuestiones autonómicas. Me refiero a la dimensión o naturaleza abierta del sistema de distribución de competencias, al principio de solidaridad, al principio de igualdad y al principio de colaboración o cooperación. Cuatro cuestiones que están en el frontispicio de cualquier intento de reforma constitucional en materia autonómica. Insisto, la comisión se refiere a ellas por entender que están en directa relación con los aspectos del sistema autonómico sobre los que se plantea la reforma.

Antes de entrar en el análisis de estas tres cuestiones, puede ser clarificador retener algunas afirmaciones del Gobierno en el texto de la consulta. Afirmaciones que llaman la atención por su claridad y compromiso y que resultan incongruentes con el actual derrotero que está adquiriendo el proceso de reforma del Estatuto. Así, tras recordar la relevancia de la Constitución de 1978, se nos dice que el «acierto en los procesos de revisión constitucional depende de la conjunción de varios factores. A saber: a) que los cambios a introducir respondan a demandas consistentes y que busquen resolver problemas o insuficiencias ampliamente reconocidas; b) que sean limitados y prudentes para no alterar el equilibrio en el que se sustenta el texto constitucional; c) que las alternativas propuestas hayan sido suficientemente maduradas y sean consecuencia de un diálogo sostenido y sereno entre las fuerzas políticas y la sociedad; d) que se genere en torno a las modificaciones un consenso asimilable al que concitó el texto que se quiere reformar» (Informe, p. 7).

Desde luego, las premisas sentadas por el Gobierno están dictadas por la prudencia y el sentido del equilibrio. El problema reside en que la realidad del hoy y ahora no encaja en el ambiente más propicio para una reforma serena y acordada pues lo que observamos un día y otro también es la ausencia de diálogo entre las fuerzas políticas. Quizás los actores políticos debieran estar menos obsesionados por la culpa de los desencuentros y más pendientes de resolver los problemas reales de la gente pensando en cómo mejorar las condiciones integrales de vida de los ciudadanos.

En cualquier caso, no está de más certificar las buenas intenciones del Gobierno al señalar en el texto que se somete a la consulta del Consejo de Estado que «todas las propuestas que integran esta reforma de la Constitución precisan el concurso de todos, con el objeto de alcanzar un gran acuerdo político y social que las respalde. En efecto. Si bien las Constituciones para durar tienen que adaptarse a las transformaciones sociales, no debe caerse en el error de abrir sucesivos procesos de revisión constitucional, pues la norma que recoge los fundamentos de la convivencia requiere de la estabilidad necesaria para que la cultura política de la comunidad no se vea sacudida por un continuo replanteamiento de los principios y valores sobre los que descansa» (Informe, p. 11).

EL PRINCIPIO DISPOSITIVO

En este contexto, al socaire de la cuestión de la denominación de las comunidades autónomas, se plantea la gran cuestión del principio dispositivo, principio inspirador de todo el modelo, que ahora, en virtud de la reforma, al menos en lo relativo a la plasmación de la denominación de las comunidades en la Constitución, se trata de modular. En este sentido, parece obvio que el principio dispositivo, en lo que se refiere a su inicio, a su paso de potencia a acto, al nacimiento de las comunidades autónomas, ha cumplido su función. Se podría decir hasta que la autonomía, que es un derecho de tracto sucesivo, que no se agota por su uso, va cumpliendo etapas. La etapa del nacimiento de los sujetos autonómicos ha terminado. Desde ese punto de vista, el principio dispositivo se debe adecuar a la realidad y, en consecuencia, sería razonable derogar los preceptos constitucionales que sirvieron en su momento para la emergencia de las comunidades autónomas.

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En efecto, aunque ahora se trate de reflejar la realidad, el principio dispositivo plantea que el ejercicio de la autonomía, dentro de los límites constitucionales, se plasme a través de un conjunto de decisiones políticas en virtud de las cuales, por ejemplo, se pongan en marcha procedimientos de reformas estatutarias con el fin de mejorar el autogobierno. Es decir, como señala el Consejo de Estado, «el principio dispositivo no desaparece por entero, pues en cierto modo es también este principio ya transformado, el que explica que estos nuevos entes hayan recibido su facultad de redefinir de manera indefinida el ámbito de su autonomía» (Informe, p. 137). Redefinición que se articula esencialmente a través de las reformas estatutarias y que plantea el alcance y las consecuencias de la apertura del sistema, apertura que según el Consejo, no siempre origina ventajas evidentes (Informe, pp. 139-140).

Todos conocemos el proceso de instauración de las comunidades autónomas y su estado actual. Es posible que algunos aspectos del sistema como la diferenciación entre nacionalidades y regiones o el uso del artículo 150.2 de la Constitución hayan sido objeto de interpretaciones heterodoxas, por utilizar una expresión benévola. En realidad, hoy nos encontramos ante una situación de relativa igualdad competencial, de manera que «cualquier otra ampliación de competencias que una comunidad pueda conseguir para sí, mediante la reforma de su Estatuto, se convierte de inmediato en objetivo obligado para todas las que todavía no han llegado a este nivel» (Informe, p. 141). Por ello, afirmar que el principio dispositivo traería consigo un modelo diferenciado es relativo si tenemos presente, como señala el Consejo que «las diferencias organizativas entre todas las diversas comunidades son pequeñas y las de los respectivos ámbitos competenciales casi todas transitorias» (p. 142).

En este contexto, la reforma estatutaria aparece como el principal instrumento para la ampliación competencial. Sin embargo, como argumenta la comisión, «cuando la reforma en cuestión sirve de hecho para formalizar acuerdos generales ya logrados, como en el caso de los Pactos autonómicos de 1992, el enfoque localista no puede dar lugar a propuestas que no vayan a ser acogidas por las Cortes Generales. Cuando, por el contrario, la propuesta de reforma surge sin acuerdo previo, en contraste entre la perspectiva particular y general, que es la propia de las Cortes Generales, ha de dilucidarse en el curso de la tramitación parlamentaria, dando lugar a una relación dialéctica entre aquéllas y los Parlamentos de las comunidades, de la que pueden surgir tensiones perjudiciales para la vida del Estado y, a veces incluso, para la estabilidad de los partidos políticos» (pp. 142-143).

Cualquier lector avezado podrá colegir que la relación de este párrafo del dictamen con la situación del Estatuto de Cataluña no es mera casualidad, sino que describe certeramente lo que puede ocurrir, y de hecho ocurre en estos días. Casos en los que, por así decir, estamos próximos al techo competencial. De ahí que advierta el Consejo de Estado que en este contexto «los riesgos de crisis que la apertura del sistema genera se hacen más graves, por razones obvias, cuándo más se acerca el ámbito competencial de las comunidades al máximo admitido por la Constitución» (p. 143). Hoy estamos, en efecto, en esta situación, en la que no es imposible, ni mucho menos, que para ampliar las competencias se acuda a interpretaciones demasiado forzadas de las normas, dando lugar a «acusaciones de que con ellas se pretenda rozar o violentar, de manera deliberada o no, los límites constitucionales. Con ello, una cuestión estrictamente jurídica se lleva al debate político, con daño tanto para el Derecho como para la política» (ibídem). A mí, al menos, la recepción en el preámbulo de un Estatuto, vía reforma, del término nación, me parece que encaja en esta reflexión.

Así las cosas, el Consejo de Estado termina este punto afirmando que «parece razonable concluir que no carecen de fundamento las dudas que desde hace algún tiempo se manifiestan acerca de la conveniencia de mantener en vigor un principio organizativo que no produce efectos que no puedan lograrse, de manera jurídicamente más simple y políticamente menos traumática, por el simple procedimiento de llevar a la Constitución todo el sistema de delimitación de competencias» (Ibídem). Esta tesis del Consejo podría hacer pensar que se postula la práctica desaparición del principio dispositivo, el cierre hermético del modelo y la petrificación de las demandas de autogobierno de las comunidades autónomas. ¿Se trataría de constitucionalizar in toto el modelo? La comisión, consciente del sentido de su comentario, señala a renglón seguido que su reflexión, que es la que guía el Derecho comparado, no implica necesariamente una homogeneidad absoluta entre las comunidades autónomas y que, en cualquier caso, siempre está abierta la posibilidad de impulsar el cambio a través de la reforma constitucional. De cualquier modo, no parece posible en este momento reducir «el contenido competencial de todos los Estatutos a una simple norma que atribuyese a la comunidad correspondiente todas las competencias que la Constitución no reserva en exclusiva al Estado, o modificar, para lograr lo mismo, el artículo 149.1 de la Constitución» (Informe, p. 144) ni es ese el objeto de la reforma planteada por el Gobierno, ni parece que, habiendo artículos como el 150.2 de la Constitución, sea la solución a las tensiones.

La propuesta del Gobierno es superar la apertura inicial del sistema, no sustituir por otro el sistema abierto que tenemos (ibídem), lo que no impide que el Consejo haya deslizado ese comentario a pesar de que insista en que le está vedado insinuar reformas no planteadas por el Gobierno. En este sentido, la posibilidad de incluir la denominación de las comunidades autónomas en la Constitución, aunque presenta dificultades técnicas, lingüísticas y gramaticales, es posible, de manera que en este punto el principio dispositivo quedaría modulado. En verdad, desde la misma erección jurídica de las comunidades autónomas este principio ya queda limitado.

PRINCIPIO DE SOLIDARIDAD

El Consejo de Estado, e n uso de la licencia concedida por el Gobierno, analiza, en el marco de las cuestiones estrechamente relacionadas con la reforma que podrían ser atendidas para completarla y perfeccionarla, la necesidad de una regulación más completa del principio de solidaridad, la inclusión en la Constitución del principio de colaboración o cooperación, así como la necesidad de racionalizar la apertura del sistema. En mi opinión, si los principios de solidaridad y colaboración o cooperación encontraran una adecuada regulación en la Constitución, es posible que junto a la reforma del Senado, el modelo abierto que caracteriza al sistema autonómico encontrara elementos de racionalidad que evitasen la huida hacia delante y su continua puesta en cuestión por algunos actores políticos.

Es sabido que el principio de solidaridad es uno de los principios básicos de los Estados compuestos. Es un principio jurídico, dice el Consejo, del que dimanan deberes concretos cuya observancia puede ser exigida por el Estado, por lo que parece adecuado conocer quiénes son los obligados por dicho principio, qué autoridad está legitimada o habilitada para definir los deberes que de él se derivan y, eventualmente, cuáles son las consecuencias de su incumplimiento. Es verdad que la Constitución no ofrece un modelo acabado de principio. Es más, como se reconoce en el informe, los preceptos de la Constitución hacen difícil determinar su ámbito y su contenido, «no sólo porque en algunas de ellas no hay alusión alguna ni a lo uno ni a lo otro, ni siquiera mediante el empleo de los conceptos generales y abiertos que son propios de los enunciados constitucionales, sino también porque los obligados por la solidaridad que ocasionalmente se mencionan no siempre son los mismos, ni es el mismo el deber que la solidaridad les impone» (Informe, p. 189).

En el artículo 2 de la Constitución, la solidaridad opera como principio general y se proyecta sobre las nacionalidades y regiones. En el apartado 2 del artículo 138 hay una remisión al artículo 2, pero se refiere al Estado en su acepción restringida. En opinión de la comisión, habría que superar esta discordancia «entendiendo que lo que el Estado ha de garantizar no es la solidaridad en cuanto principio sino su realización efectiva y que la tarea que la Constitución encomienda a las instituciones centrales del Estado es la de refomentar los comportamientos solidarios de las comunidades autónomas y combatir los que no lo sean» (Ibídem). Sin embargo, como reconoce el informe, esta interpretación, a la luz de los actuales preceptos constitucionales no es fácil de colegir.

El artículo 138, ubicado en el Título VIII, permite pensar, como entiende el Tribunal Constitucional (sentencia 150/1992), que el principio de solidaridad también opera, además de en las relaciones interautonómicas, en las intraautonómicas, haciéndose efectivo a través de un Fondo de Solidaridad Municipal. Se encomienda al Estado en virtud de este precepto «velar por el establecimiento de un equilibrio adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular», tarea que el Estado ha de atender en el marco de sus competencias pues este precepto no es una norma atributiva de competencia tal y como ha sentado el Tribunal Constitucional (sentencia 146/1992). El artículo 156 de la Constitución también contiene una referencia a la solidaridad entendida, junto a la coordinación con la Hacienda estatal, como principio en el marco de la autonomía financiera autonómica. Igualmente, señala el informe que no se trata de la solidaridad del artículo 2, sino de la solidaridad que existe, o debe existir, entre los españoles, cuestión que oscurece la hermenéutica del precepto y que en opinión de la comisión «parece razonable entender que los españoles concernidos por la solidaridad no pueden ser, para cada comunidad autónoma, sólo el conjunto de sus propios miembros, pero no es fácil discernir qué efectos puede tener la solidaridad general de todos los españoles entre sí sobre el ejercicio de las competencias financieras de las comunidades autónomas, puesto que la regulación de ese ejercicio ha de ser efectuada por una ley orgánica» (Informe, p. 191). Finalmente, el artículo 158 de la Constitución, el que instituye el Fondo de Compensación para gastos de inversión, trata de la solidaridad como obligación del Estado para con las comunidades autónomas y provincias.

La Constitución es parca y muy poco explícita en cuanto a la regulación de la solidaridad, lo que ha llevado, como en otras materias centrales del modelo autonómico, a que fuera el Tribunal Constitucional quien tuviera que construir el concepto. Para lo que ahora interesa, debe señalarse que de la solidaridad, como recuerda el Consejo de Estado, el Tribunal Constitucional ha hecho derivar los deberes de cooperación, auxilio recíproco y lealtad (sentencias 152/1988, 236/1991 y 51/1993). Por tanto, el informe señala en este punto que «parece conveniente revisar el tratamiento que la Constitución hace de este principio básico, modificando cuanto sea preciso los correspondientes preceptos» (Informe, p. 193).

A continuación, el Consejo de Estado se va a referir al principio de igualdad, tema crucial para entender el sentido del modelo y para entender el nervio del equilibrio dinámico entre unidad y autonomía en el que descansa el sistema autonómico. El llamado Estado de las Autonomías implica, a partir del principio dispositivo de la voluntariedad de los sujetos autonómicos, una razonable diferenciación en el régimen jurídico de situaciones o relaciones del mismo género y, por ello, una cierta y relativa diversidad de derechos y obligaciones de los españoles en las distintas partes del territorio nacional (ibídem). El problema, como es fácil de comprender, es que la diversidad del sistema, en palabras del informe, «sólo es tolerable dentro de ciertos límites, más allá de los cuales se rompería la unidad del sistema» (ibídem). Ésta es la médula de la cuestión: mantener la diversidad dentro de ciertos límites que no pongan en entredicho el principio de igualdad de todos los españoles consagrado en el artículo 14 de la Constitución.

Como señala el Consejo, el principio de igualdad de los españoles ha de ser complementado con normas que sirvan tanto para garantizar la diversidad potencial como para prevenir sus posibles excesos (ibídem). En este sentido, debemos preguntarnos por el alcance de la prohibición contenida en el artículo 138.2, según la cual las diferencias entre los Estatutos «no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales». Y privilegio implica «la excepción de la regla común y, en virtud del principio dispositivo, las únicas reglas comunes a las que han de sujetarse todas las comunidades son las establecidas en la propia Constitución, que no pueden ser exceptuadas sin incurrir en inconstitucionalidad» (Informe, p. 194). En este sentido, igualdad entre comunidades quiere decir que están sometidas a las mismas reglas jurídicas, no que puedan tener un grado de desarrollo diverso pues, como señalara el Tribunal Constitucional en la sentencia sobre la LOAPA, «el régimen autonómico se caracteriza por un equilibrio entre la homogeneidad y la diversidad del status jurídico público de las entidades territoriales que lo integran. Sin la primera no habría unidad ni integración en el conjun-to estatal; sin la segunda no existiría verdadera pluralidad ni capacidad de autogobierno, notas que caracterizan al Estado de las Autonomías.[…]. Pero como el precepto habla de privilegios económicos y sociales y no parece que quepa hablar de privilegios de esta naturaleza entre comunidades, ha de atribuírsele un significado distinto, que no afecta a la relación de las comunidades entre sí, sino a la de cada una de éstas con las personas físicas y jurídicas titulares de derechos y obligaciones» (sentencia 76/1983).

En este sentido, según doctrina del Tribunal Constitucional, el párrafo primero del artículo 139 no exige un tratamiento jurídico uniforme de los derechos y deberes de los ciudadanos en todo tipo de materias y en todo el territorio del Estado, lo que sería frontalmente opuesto a la autonomía, sino que se refiere a lo sumo a una igualdad de posiciones jurídicas fundamentales (sentencia 37/1987). Es decir, la igualdad se predica de las posiciones jurídicas fundamentales, concepto no especialmente claro, lo que dificulta sobremanera una interpretación del precepto congruente. Si se entiende como igualdad en el ejercicio de los derechos fundamentales, es superfluo, y si se refiere a la delimitación de lo que es fundamental en el contenido de derechos no fundamentales, es, dice el informe, «una noción elusiva y difícilmente aprehensible, más propia de textos doctrinales que normativos» (Informe, p. 196).

Por tanto, la clave está en determinar si la diversidad inherente al modelo autonómico se extiende a todo género de derechos, incluidos los económicos y sociales. Es decir, si es posible, como parece, que una norma de una comunidad otorgue a ciertos derechos un contenido más intenso o una mayor garantía que otra, entonces no haría falta tocar la Constitución. Pero si se trata de que los derechos económicos y sociales sean los mismos en todo el territorio nacional e idénticos los servicios públicos que satisfacen las correspondientes prestaciones, entonces sería necesario incorporar a la Constitución una norma en esta dirección pues se limita la autonomía de las comunidades y se condiciona decisivamente la ordenación financiera del Estado (Informe, p. 197). Si, por el contrario, seguimos un criterio más cercano al artículo 158 de la Constitución y al artículo 15 de la LOFCA, entonces se entenderá que la función del Estado, dice la comisión, «ha de ser la de asegurar un contenido necesario de estos derechos y un nivel mínimo de los correspondientes servicios en todo el territorio nacional, sin impedir que las comunidades que así lo quieran vayan más allá» (Ibídem). En este caso, también la Constitución debería señalarlo inequívocamente, postula el Consejo.

PRINCIPIOS DE COLABORACIÓN Y DE COOPERACIÓN

El principio de solidaridad, en opinión de los miembros de la comisión, debe recogerse en la Constitución de una manera más completa. El principio de igualdad en su dimensión territorial, sea cual sea la dimensión elegida, parece que también debería explicitarse en la Constitución. Es decir, se trata de que, a través de la concreción de estos principios, la naturaleza abierta del sistema adquiera contornos de racionalidad. Pues bien, en lo que se refiere a los principios de colaboración y cooperación, podríamos decir otro tanto de lo mismo.

En efecto, el principio de cooperación sólo se recoge en la Constitución en el artículo 145, para referirse a la dimensión interautonómica. Nada se dice, sin embargo, de las relaciones de colaboración o cooperación entre el Estado y las comunidades, siendo, como es, un tema central de la metodología de las relaciones en los Estados compuestos. Por tanto, si bien la cooperación o colaboración horizontal es tratada por la Constitución, la cooperación vertical está huérfana de regulación. Por ello, y desde la convicción de que la colaboración y cooperación son principios esenciales al modelo, como ha dicho el Tribunal Constitucional, parece también atinado «reflexionar sobre la conveniencia de consagrar explícitamente en la Constitución el deber de cooperación y colaboración que pesa sobre todos los entes dotados de autonomía territorial, especialmente de las comunidades, y de facilitar al mismo tiempo el cumplimiento de ese deber mediante una regulación más flexible de esas actuaciones concertadas» (Informe, p. 200). En otras palabras, el Consejo juzga conveniente la inclusión en la Constitución del deber de colaboración y cooperación o, si se quiere, del principio de colaboración y cooperación. Al mismo tiempo, parece aconsejarse la promulgación de una ley de cooperación, proyecto que fracasó en la legislatura pasada y que ahora parece volver a retomarse a pesar de las reservas con que los partidos nacionalistas suelen acoger este tipo de normas.

LA APERTURA DEL SISTEMA AUTONÓMICO

Para terminar, es menester, al hilo de las atinadas reflexiones del Consejo de Estado, hacer algunos comentarios sobre la apertura del sistema autonómico, apertura que, si se atendieran algunas de las ideas vertidas en el informe, es probable que pudiera entenderse con un mayor grado de racionalidad y desde posiciones de mayor equilibrio entre el Estado y las comunidades. Por supuesto que una reforma del Senado orientado a su especialización funcional en materia territorial también ayudaría a modular un sistema que requiere de más elementos de multilateralidad y de relación.

Esencialmente, la apertura del sistema autonómico encuentra su piedra de toque en la posibilidad de reformar los Estatutos, cuestión vinculada al principio dispositivo y cuyo impulso va por cuenta de la comunidad interesada. Es verdad que los Estatutos tienen regulaciones parcialmente diferentes y que en 1993, ante las lagunas detectadas, se pensó, erróneamente, que sendas resoluciones de los presidentes de Congreso y del Senado solucionarían dichas diferencias. En fin, el panorama actual arroja, al decir del informe objeto de estudio, «un conjunto heterogéneo de normas cuyo rango formal no es adecuado a su contenido y cuya compatibilidad con la Constitución no es siempre evidente» (Informe, p. 207). Tenemos cinco regímenes distintos para la reforma estatutaria. Esta diversidad, que en sí misma no es cuestionable, dice la comisión, «provoca cierta perplejidad. Una cosa es que los Estatutos establezcan el procedimiento que dentro de la comunidad ha de seguir su reforma y otra muy distinta que se lleve también a ellos la regulación del procedimiento al que las Cortes Generales hayan de ajustarse en el ejercicio de sus propias potestades» (Informe, p. 215). De ahí que, como postula el informe, se podría reformar esta cuestión y, ya de paso, reflexionar sobre la forma que ha de adoptar la intervención de las Cortes Generales en los distintos supuestos.

El sistema abierto que diseña la Constitución tiene límites. Se puede jugar en una cancha amplia, más amplia de lo que parece. Pero en un terreno de juego acotado. Las líneas que delimitan el campo son, en este caso, las competencias exclusivas del Estado señaladas en el artículo 149 de la Constitución. Sin embargo, como sabemos, el artículo 150.2 de la Constitución permite ir más allá, aunque quizás no tanto como la realidad ha demostrado. La ampliación competencial ex artículo 150.2 es diferente a la planteada vía reformas estatutarias. Aquí estamos ante delegaciones o transferencias de ejercicio de facultades correspondientes a materias de competencia exclusiva del Estado en virtud de leyes orgánicas.

Es bien sabido, y está recogido en los diarios de sesiones de las Cortes, que la técnica diseñada en este precepto estaba pensada para introducir mecanismos de flexibilidad que permitieran adecuar el sistema a las nuevas circunstancias, una especie de mecanismo para mantener en el ámbito autonómico una cláusula rebis sic stantibus. En otras palabras, aunque las comunidades, vía reformas estatutarias, hubieran apurado los máximos competenciales, siempre quedará esta técnica que permitirá nuevos desarrollos, no obstante sea por virtud de delegaciones o transferencias del poder nacional.

Con el fin de racionalizar nuestro sistema autonómico, el Consejo parece partidaria de clarificar algunos de los excesos producidos en la praxis constitucional del artículo 150.2. En concreto, reclama que se precise que este supuesto está construido para delegaciones o transferencias, no de la titularidad de competencias, sino del ejercicio o gestión de las mismas. Y, por otra parte, que se caractericen las facultades no susceptibles de transferencia o delegación por «naturaleza»; esas que son indelegables, que forzosamente, dice el informe, habría de hacerse en términos muy flexibles y teniendo presente las que se consideren inherentes al ejercicio de la soberanía e indispensables para garantizar el correcto funcionamiento de la Administración General del Estado, así como las que no pongan en peligro la capacidad del Gobierno de la nación para diseñar su propia política en aquellos ámbitos que la Constitución le ha reservado en exclusiva. Igualmente, ha de tenerse en cuenta para esta tarea, la competencia para definir el común denominador normativo que, en buena lógica, no puede ser cedida a una comunidad autónoma (Informe, p. 220-221).

En el mismo sentido, la comisión plantea que se precise, por lo que se refiere a las facultades susceptibles de delegación o transferencia, que lo son porque de esta manera se ejercen más eficazmente las competencias ya asumidas en sede estatutaria, con exclusión, por tanto, de todas las que se proyecten sobre materias en las que la comunidad autónoma no puede invocar ningún título que le habilite de una u otra forma para intervenir. La exigencia de una vinculación directa entre una o varias competencias de las que figuran en el Estatuto como propias de la comunidad autónoma y las que eventualmente pudieran traspasarse por el procedimiento previsto en el artículo 150.2 serviría para poner coto a la fuerza expansiva de esta técnica, sometiendo su uso a una condición que se expresa en términos positivos. Además, señala el informe, sería buena ocasión la reforma para zanjar la polémica sobre el blindaje ex Estatuto de las cesiones de competencias a través del artículo 150.2, incluyendo una expresa interdicción de la incorporación al texto estatutario de esas facultades estatales transferidas o delegadas (Informe, p. 221).

CONCLUSIÓN

El Consejo ha realizado una auténtica evaluación normativa de la Constitución en lo que al ámbito territorial se refiere. Ha aprovechado la licencia concedida por el Gobierno para abordar los temas más relevantes del sistema autonómico vinculados a la consulta gubernamental. En mi opinión, es necesario racionalizar el sistema incorporando el principio de cooperación en la Constitución explicitando los deberes del Estado y de las comunidades autónomas en relación con las reglas de juego. Es menester también precisar mejor el principio de solidaridad entre el Estado y las comunidades autónomas, así como el principio de igualdad en relación con la diversidad. Y, finalmente, también parece aconsejable, perfilar un poco más el artículo 150.2. Aspectos todos ellos que permiten mantener el modelo en ese equilibrio entre unidad y autonomía que ha hecho del sistema autonómico, mal que les pese a algunos, un ejemplo de descentralización en todo el mundo.

El modelo autonómico descansa sobre el acuerdo entre los partidos políticos. Así nació y así se ha desarrollado armónicamente. Ahora, por lo que parece, no se dan las condiciones para el acuerdo y la negociación por razones de todos conocidas. El tema territorial requiere de aquel ambiente que hizo posible el acuerdo de 1978: mentalidad dialogante, atención al contexto, pensamiento abierto y plural, búsqueda continua de puntos de confluencia, capacidad de conciliar, escuchar con atención a los demás, generosidad y, sobre todo, pensar en que la política tiene mucho que ver con la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.

Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña. Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo