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Simone Weil. De ella dijo Albert Camus que era «el único gran espíritu de nuestro tiempo» y a Jiménez Lozano lo dejó «con la boca abierta» como él mismo escribió en el artículo del que parte este texto. Pensadora, mística, activista política y escritora, Simone Weil (París, 1909-Ashford, 1943) no se deja clasificar ni aprehender fácilmente y de esto trata también esta revisión. Autora de obras como Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, La condición obrera, La levedad o la gracia o Echar raíces, su pensamiento cristiano radicalmente heterodoxo, su humanismo y su honestidad han hecho de ella una de las grandes figuras de la filosofía y la religión en el siglo XX.


Avance

Irritante, desconcertante… No parecen adjetivos para una persona o una escritura que se admire. Y sin embargo lo son en el caso de Simone Weil. «Queridísima e irritante Simone Weil» fue el título del artículo que José Jiménez Lozano eligió para abrir el dosier dedicado a la pensadora francesa en el número 43 de la mítica revista Archipiélago. La carta de presentación de este contenido se tituló «Desconcertante Simone Weil». Así son los místicos. Encarnan a la perfección aquello de que no son de este mundo y efectivamente ni lo son en sus aspiraciones, ni en sus acciones. No es posible comprenderlos y por eso suscitan una extrañeza beligerante hasta el rechazo. Weil suscitó el de Simone de Beauvoir, el de De Gaulle, el de Trotsky y el de muchos de quienes la conocieron y trataron en la cercanía. Todo ello hace de Simone Weil una figura inaprensible que no puede ser adscrita fácilmente a ninguna corriente, tendencia…. Los místicos siempre se zafan. Los místicos no admiten valoración. Los místicos aman y se los ama y esa es la mejor relación —y seguramente casi la única— que se puede establecer con ellos. «Así que yo no me atrevo a escarbar más en esta fábula mística de Simone Weil, ni a tocar con comentario un solo texto suyo de esta clase. Me parece que lo haría añicos. Me quedo con la boca abierta solamente», escribe Jiménez Lozano al final de su texto. Han pasado ochenta años desde su muerte y todavía no la hemos cerrado.


Artículo

En el año 2000, la revista Archipiélago publicó en su número de septiembre-octubre un dosier (carpeta, en denominación de la propia cabecera) dedicado a la figura de Simone Weil. Era el 43 e incluía colaboraciones de Robert Esposito, Carmen Revilla, Jesús Moreno Sanz, Isabel Escudero… Lo abría un texto de José Jiménez Lozano que tenía título y encabezamiento de carta, aunque luego no lo fuera: «Queridísima e irritante Simone Weil». Preciso y sugerente desde el título a la médula, reflejaba en dos palabras —esos dos adjetivos— el movimiento esquivo, el vaivén, que suscita la pensadora en todo aquel que se acerque a conocerla: un abrazo holgado donde se hace presente la distancia, un giro de cabeza que rehúye un beso, un repliegue solitario y un encogimiento de hombros.

A Simone Weil la quieren unos y otras por lo que escribió en su día y porque ella ya no puede replicar. Fácilmente apropiable, rentabilizable en primera instancia, no se deja atrapar fácilmente porque siempre dijo algo más y siempre hay quien ha leído ese algo más. Como escribió Jiménez Lozano: «Obviamente se la puede valorar y colorear ideológica y políticamente, por ejemplo; y esto último es lo que ha hecho a veces pro domo sua cada quisque, y otras tantas por la obviedad de las opciones socio-políticas mismas de la Weil, que, sin embargo, tienen una trastienda realmente mística, que, lógicamente, no es nada partidista ni ideológica. […] No se suelen subrayar, a este propósito ideológico o político, aspectos de una soberana lucidez política, como que ella, una pequeña profesora de un Liceo provinciano, describió la naturaleza criminal del nazismo como la repetición industrial y tecnológica de la Roma vorax hominum, y sabía perfectamente el matadero que era la URSS, con sólo leer L´Humanité, sin tener que esperar a la caída del régimen ni a los papeles del Kremlin; es decir, algo que parece que ha estado al alcance de muy pocos, y desde luego no de la alta intelligentsia ni de la sovietología científica occidentales».

Es útil y parece sencillo. Basta con afirmar que tal o cual místico dijo lo que uno piensa y ya estaría, pero no es tan fácil: los místicos siempre se zafan. Ha pasado con san Juan de la Cruz y ha pasado y sigue pasando con la ineludible, en este punto, Teresa de Ávila. Sobre la «verdaderamente folklórica militarización partidista de Teresa de Ávila en la posguerra civil española», concluye Jiménez Lozano que fue «en balde, incluso en cuanto a provecho último de sus movilizadores […]. Pero todo esto se seguirá intentando, y la escritura de la Weil también ha sido, y es, llevada de un lado para otro».

De niña repelente a mujer desconcertante

Es previsible, así, que después del intento siempre fallido de atracción sobrevenga el contrario, la repulsión. En efecto, un místico, una mística son seres que repelen a sus contemporáneos, más que nunca se cumple aquello de que no son de este mundo, porque, efectivamente, encarnan todo lo que no es el mundo. Jiménez Lozano traza en su artículo una enumeración de agravios y repulsas: Weil y su hermano, «con una conversación inaguantable», ejerciendo de niños repelentes hasta hacer bajar a una señora en el tranvía; Weil la insoportable para los muy mundanos Sartre y Beauvoir, que no le pillaban el punto; Weil «inaguantable para la administración de enseñanza francesa, y  seguramente no sólo por sus posturas más o menos sindicales» e «insoportable para Trotsky, quien, tras una discusión con ella, salió de la habitación dando un portazo, y llamándola pequeña burguesa»; extraña del todo —prosigue Jiménez Lozano— «para sus camaradas anarquistas durante la guerra civil española, que sólo la consideraron útil para hacerse cargo de la cocina»; para De Gaulle, una loca; «incordiante e insoportable para los médicos en su última enfermedad, en la que se negó a comer por encima de lo que era la ración alimenticia de todos; físicamente repulsiva para Georges Bataille, que hizo de ella el personaje de Lázaro, un hombre repelente por su físico aunque interesante en su actitud revolucionaria, en su novela, El azul del cielo».

Donde habitan los místicos

Tras construir a golpe de adjetivo (descalificativo) el posible retrato de un místico aplicándolo al caso de Simone Weil, llega el turno de saber localizar a uno de ellos. ¿Dónde encontrarlos? En el lager más próximo o junto al verdugo.  «Y no es necesario —puntualiza Jiménez Lozano—naturalmente que «lager» y verdugo sean un establecimiento y un empleado públicos, es suficiente la sociedad en que viven esos místicos, somos suficientes nosotros con nuestras categorías y nuestros comportamientos, es suficiente la mística aventura en sí misma, y, desde luego, la inevitable con-pasión del místico por su prójimo aplastado, que le lleva  a desposar ese aplastamiento y a clamar contra él, pero por los otros; no para echar de sí la carga. El místico es el único ser humano que puede, como un singular atlante, con el sufrimiento». Donde los demás rehúyen entrar, o aproximarse si quiera, los místicos van de cabeza o se tiran en paracaídas como imaginó ella —y esa era su intención— que podrían descender las enfermeras sobre la zona ocupada por los alemanes para atender a los heridos.

Místicas tras la muerte de Dios

En su texto, José Jiménez Lozano no se olvida de la otra gran mística tras el decreto nietzscheano de la muerte de Dios: Teresa de Lisieux, «una muchachita que, a sus veinte años, desde su pequeña sensibilidad burguesa y cursi, desde la religiosidad blandengue de un convento provinciano de finales del siglo XIX, es arrojada a los pensamientos y a las experiencias de los grandes testigos de la muerte de Dios (los Dostoievski, los Nietzsche o los Heidegger) y de los científicos que proclaman la total inmanencia y suficiencia del mundo […]. Me refiero a Teresa de Lisieux […]. Ella también fue una mística post mortem Dei, pero todavía quizás tuvo un clavo ardiendo donde asirse. Y lo hizo». Y la compara con Simone Weil, que o no tuvo o descartó cualquier asidero y se instaló de lleno «en la modernidad total, en la que ya no hay ni clavos ardiendo».

Ella ofreció su particularísima versión de la muerte de Dios o, mejor, de su silencio: «La ausencia de Dios es el más maravilloso testimonio del perfecto amor», escribe en La levedad y la gracia. Y en la misma obra: «Cuando se ama a Dios a través del mal como tal, se ama verdaderamente a Dios. Amar a Dios a través del mal como tal. Amar a Dios a través del mal odiado, odiando ese mal. Amar a Dios como autor del mal que se está odiando». ¡Qué escándalo de escritura! Y qué escándalo de mujer. «Aquí se liquidan todas las teodiceas, se responde a Job, y a Auschwitz», escribe un Jiménez Lozano atónito, que concluye: «Así que yo no me atrevo a escarbar más en esta fábula mística de Simone Weil, ni a tocar con comentario un solo texto suyo de esta clase. Me parece que lo haría añicos. Me quedo con la boca abierta solamente». Han pasado ochenta años desde su muerte y todavía no la hemos cerrado.

Periodista cultural