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México es crisol de dos herencias culturales distintas (en realidad, no tan discordantes como se concluiría de un análisis superficial); pero es también fruto de sistemas y formas de actuación social y política que se han impuesto, muchas veces con complicidad interna, desde el exterior, a un pueblo del que se desconoce lo genuino.

Hay formas adecuadas, como las hay inadecuadas. Unos formalismos posibilitan la libertad e incluso la solemnizan, mientras otros la manipulan y aherrojan. México afronta en la actualidad un gran proceso de regeneración, que ha de pasar necesariamente por la valoración de las formas y por su regeneración porque, como dijo Jesús Reyes Heroles, «en México la forma es el fondo». La forma en nuestro país cristalizó en unas prácticas premodernas útiles para el control, la desmotivación de la sociedad y el éxito de los intereses individuales, al margen de la consideración social y del bien público. Y eso fue aceptado como una forma, se convirtió paulatinamente en regla no escrita de un juego de, al menos, dudosos resultados.

Por ello el proceso de transición que se viene efectuando en la sociedad mexicana a partir del mítico año 1968 es —debe ser— más profundo y radical. Se trata de un proceso de transformación que ha de liberar las mejores fuerzas de la sociedad mexicana. La alternancia de partidos políticos en el poder, a partir del año 2000, no supone solamente la liberación del espacio para la actuación política: también la Historia se está liberando, esa Historia que durante dos siglos ha sido cautiva de la visión de los vencedores en las diversas contiendas civiles; se está liberando asimismo la iniciativa de los ciudadanos para crear organizaciones y para participar en todos los ámbitos del desarrollo; y también, y ello no es menos importante, está ocurriendo una liberación mental, que nos permita abandonar aquellos clichés que hacían impensable el cambio en el país.

LA NUEVA GUERRA POR LA INDEPENDENCIA

Se nos había definido como un pueblo en minoría de edad perpetua, sólo susceptible de formas de Gobierno paternalistas o autoritarias; en el que no se podría considerar a la mujer en términos de igualdad; y en el que la marginación era consecuencia necesaria de la falta de cohesión social, y se presentaba como un nudo gordiano. Se hablaba de nosotros como de un pueblo cuya forma propia de resolver los conflictos era la lucha y el enfrentamiento y en el que, en consecuencia, sólo podían vencer aquéllos que disponían de la fuerza de las armas.

Muchas veces me ha parecido que los líderes, los jefes y las personas constituidas en autoridad en México, lo mismo en el Gobierno y en las empresas que en cualquier organización social, han asumido como punto de partida este hecho fraudulento: que su tarea no consistía en espolear la responsabilidad de los subalternos sino en establecer prácticas de control; que ellos no debían motivar, sino ahogar las iniciativas; que trabajaban no por integrar, sino por mantener a raya a los involucrados. Fue así como la formas de control permearon todo el espectro de la sociedad, dando paso a una subcultura de clientelismo, decisionismo y corporativismo generalizados. Todo se resumía en este aforismo: «el que manda, si se equivoca, vuelve a mandar».

Lo que hoy se empieza a vivir en México es una verdadera y nueva guerra de independencia, esta vez no contra los aspectos del colonialismo, que sin duda los hubo mientras fuimos parte de España, o de los que existen en la actualidad por nuestra dependencia con los Estados Unidos; se trata de una independencia respecto a un tipo de colonialismo interno, del país, más lacerante y mortal, y que ha sido ejercido por todas las cúpulas del poder en México: el colonialismo cultural e intelectual que nos imponía unas formas de desarrollo que, en última instancia, chocan contra los elementos esenciales de la cultura mexicana.

DEL AUTORITARISMO A LA DEPENDENCIA

En la realidad mexicana hay al menos cuatro prácticas que se han consagrado como dogmas inmutables. La primera es la del autoritarismo, como forma de control aceptada y racionalizada, que mantiene a las personas en una situación de indefensión y subdesarrollo permanentes, toda vez que se las considera ineptas —discapacitadas, infantilizadas o no maduras— para dirigirse a sí mismas. La segunda es la expresión machista de la vida social, que es la aplicación sin más del autoritarismo a las relaciones de género, pero que hunde sus raíces en un sustrato más hondo —el de la discriminación—. La tercera se manifiesta como la creación y el mantenimiento de unas relaciones de dependencia. En una sociedad autoritaria sólo los que tienen el poder se consideran aptos para decidir y pensar. En consecuencia, procuran mantener a los demás en una situación de dependencia, para impedir la manifestación pública de personalidades individuales y vigorosas, a las que, por el contrario, se las recluye en el ámbito de las relaciones estrictamente privadas. Y en cuarto lugar, y como consecuencia de las anteriores prácticas, se cae en el monopolio de la iniciativa. El autoritarismo, la discriminación y la dependencia anulan todo proceso de iniciativa, de responsabilidad personal, de capacidad de emprender por cuenta propia, de aceptar riesgos y de enfrentarse a ellos.

Las prácticas ancestrales de dominación, respaldadas luego por el centralismo del Gobierno español, no hicieron más que reforzarse después de la independencia, hasta cristalizar en un sistema despótico de dominación hegemónica que, bajo la impronta de un estatalismo tropicalizado, ha mantenido al país en un subdesarrollo que garantizaba la pervivencia de un sistema de control político y económico.

De ahí que el proceso de cambio en México no puede quedarse en lo meramente electoral, económico o político, sino que ha de liberar a la sociedad en todos sus ámbitos y en los hábitos que rigen las relaciones básicas en la sociedad mexicana.

DEL ASISTENCIALISMO A LA PROMOCIÓN DEL DESARROLLO

Hay lugar para la esperanza, sin embargo, porque no sólo ha cambiado el mundo, haciendo de la democracia, los derechos humanos, la economía de mercado, el equilibrio ecológico y las políticas sociales compensatorias los elementos clave de la nuevas estructuras políticas; también en la realidad interna nuestro país existe la convicción de que las reglas de la globalización, definidas en términos de competitividad, eficiencia y servicio, sólo pueden ser alcanzadas por el trabajo de una sociedad en la que sus prácticas respondan a los procesos de democratización, igualdad real de los seres humanos, revaloración del individuo y de sus capacidades para actuar y para lanzarse a metas más ambiciosas, que la simple colocación de productos y servicios en los mercados internacionales.

La globalización supone al mismo tiempo la valoración y la preservación de la propia cultura, del estilo de vida que caracteriza a la sociedades, y que en el caso de México no radica sólo en la obtención de más y mejores productos, sino en la realización de un nivel de vida en el que las relaciones familiares, vecinales, de amistad y de trabajo no estén tasadas por la medida de su valor en el mercado, sino en esa otra, mucho más profunda, más valiosa y determinante del sentido de la vida, en que radica la construcción de la propia intimidad. Hablamos de un cultivo de la intimidad que, al desplegarse en una vida preñada de cualidades personales y buena disposición, puede volcarse hacia los demás en relaciones que, a su vez, plenifican y engrandecen a los individuos.

Esta esperanza no es vana. Se funda en realidades perceptibles y en cierto grado mensurables. Una de ellas es la aparición de un nuevo tipo de empresario en México; un empresario que, comprometido con la creación de valor económico, no pone su actividad al margen de las repercusiones sociales y políticas de la producción.

Hacia finales de la década de los setenta, Geert Hoftede publicó los resultados de su encuesta mundial sobre diversos patrones culturales, realizada en 40 países, con más de 116.000 cuestionarios cumplimentados. Las encuestas se realizaron primero en torno a 1968 y posteriormente en 1972, fechas que coinciden con los inicios del vasto movimiento de transformación social en México, pero también con el apogeo del sistema político mexicano del siglo XX. La encuesta de Hoftedo tipifica México del siguiente modo: 1) Es un país autoritario, medido en términos de distancia del individuo respecto al poder; 2) colectivista, en el sentido de la dependencia de las personas respecto de las estructuras y las organizaciones; 3) machista, en cuanto al predominio de los valores masculinos por encima de los femeninos; y 4) conservador o reluctante al cambio, en términos de la disposición para emprender y aceptar riesgos.

En 1999, en el IPADE Business School de la Ciudad de México se realizó una investigación para apreciar si había habido algún cambio significativo en el empresariado mexicano, en relación a aquella encuesta de Hoftede realizada casi 20 años antes. Utilizando una metodología similar, que permitiera hacer comparables los resultados, pudimos establecer que México seguía caracterizándose por las cuatro notas definitorias de la encuesta original. Ésa era la mala noticia. Pero encontramos también una modificación a favor en las valoraciones de los empresarios mexicanos, y ésta era la buena noticia. En casi treinta años, el país, o al menos un sector significativo del liderazgo nacional, representado por los empresarios miembros del IPADE, había cambiado sus prácticas monolíticas por introducir prácticas sociales más acordes con una visión integral de los valores humanos.

Para presentar los resultados de su investigación, Hoftede utilizó un índice de 0 a 100. En el caso del autoritarismo el 100 equivaldría a la máxima distancia del poder. En 1972 México se situaba en los 80 puntos, en tanto que los empresarios encuestados lo hacían, 20 años después, en 70. Por lo que se refiere a la dependencia, la escala máxima era de 100 para las sociedades comunitaristas o colectivistas; México en la primera encuesta alcanzaba los 50 puntos, en tanto que en la del IPADE llegaba tan sólo a los 35. Un índice que muestra un cambio hacia prácticas en las que el individuo busca más las oportunidades de desarrollo por sus propias capacidades, al tiempo que reclama y ejerce más ámbitos de libertad. Por lo que respecta al machismo, Hoftede asignó 100 puntos para las sociedades con predominio de valores masculinos. México había obtenido 70, en tanto que los nuevos datos lo situaban en 45. Entre los empresarios encuestados, pues, se había aceptado que los valores femeninos deben ser asumidos como un elemento indispensable de una estructura social sana. Y finalmente, por lo que se refiere al conservadurismo como mantenimiento del status quo, Hoftede asignó 100 puntos para la mayor aceptación del riesgo. En este caso México en 1972 obtenía 20 puntos, revelando ser una sociedad en la que no se aceptan los cambios; y para 1999 nuestra encuesta situaba esta variable en los 35 puntos.

A la luz de estos datos, la moderna clase empresarial mexicana resultaba menos autoritaria y más proclive a permitir la participación, a compartir responsabilidades, a dialogar y establecer negociaciones y acuerdos de largo alcance; a que las posiciones de poder o de interés cedan el paso al estudio y a las decisiones racionales, ampliamente soportadas por procesos de consulta y participación.

Por lo que respecta a las actitudes discriminatorias, también percibimos un importante movimiento. Los empresarios más profesionales, más innovadores y competitivos del país no sólo buscan la eficacia, el logro de resultados o la participación en los mercados, sino que, al mismo tiempo, valoran y establecen lazos de cooperación no sólo hacia el interior de sus organizaciones, sino con clientes, proveedores y hasta competidores, haciendo posible la aparición de auténticas cadenas de creación de valor no sólo económico, sino social. Frente a los típicos valores masculinos de autoafirmación, orientación a resultados y control, se abre paso una tendencia a considerar como valores de la misma categoría o más, en razón de su complementariedad, la modestia, la calidad de vida y el valor de las relaciones, que se han considerado siempre valores netamente femeninos. De esta forma, el machismo como visión unilateral de la realidad cede antes los valores de una sociedad que no puede o no debe discriminar por razón de la masculinidad o de la feminidad, del origen étnico o de las discapacidades.

Si el autoritarismo lleva a la discriminación, y ésta a las situaciones de tutela permanente, el cambio en las prácticas sociales no se dará sin la eliminación de las situaciones de dependencia forzada. Así, los empresarios buscan más la promoción del desarrollo de las capacidades personales. Y aceptan más retos y riesgos, que lleva a nuevos diseños en la arquitectura organizacional, para permitir innovaciones, sinergias y acciones creadoras de nuevos conocimientos y productos.

Cabe esperar que una sociedad en la que sus líderes —o al menos una parte de ellos— están a la cabeza del cambio pueda hacer la gran transición de un sistema de relaciones premodernas a uno posmoderno, en el que el peso específico del crecimiento recaiga más en los factores cualitativos que en los cuantitativos, sin descuido obviamente de estos últimos. Durante las últimas tres décadas del siglo pasado los empresarios mexicanos han tenido que hacer frente al cambio estructural, a la reconversión tecnológica, a la competencia extranjera. Sus logros no son despreciables, han podido colocar con ventaja productos mexicanos en mercados internacionales, mejorando sustancialmente su calidad y competitividad, al tiempo que se embarcaban en procesos de renovación de las organizaciones y de mayor responsabilidad social, con una idea clara de que el desarrollo, o lo es del conjunto de la sociedad o se transforma en una quimera.

No se trata ya de esperarlo todo del Gobierno, sino de hacer un recuento de los recursos que tiene la sociedad para emplearlos a fondo en una comprometida respuesta a la responsabilidad social de quienes tienen más recursos, más conocimientos y más posibilidades de multiplicar la riqueza.

LA TRANSFORMACIÓN DE MÉXICO

El cambio político e n el país es sólo un aspecto de la revolución, no violenta sino pacífica, que los mexicanos de principio del siglo XXI debemos abrazar. Se trata de un reto enorme que lleva a esponjar la sociedad, de una manera inédita hasta ahora. La prácticas autoritarias y discriminatorias, vigentes durante siglos, pueden crear una especie de modelo mental con el que se responde en automático y que es difícil de erradicar. No se trata sólo de cambiar las prácticas de una clase política que jugó con el país en provecho propio, sino de cambiar la mentalidad de los muchos que en la sociedad les hicieron el juego y que han terminado pensando de acuerdo con lo que practicaban.

No hay soluciones únicas, sino un conjunto de respuestas articuladas. Se ha pesando que la alternancia en el poder es la solución, pero se ha descubierto que apenas se está creando el germen de la gran transformación nacional. El objetivo es claro: pasar de las prácticas premodernas, decantadas durante siglos, al abrazo de unas nuevas prácticas sociales, económicas y políticas, que harán posible la sanación de una sociedad esquizofrénica, por su falta de correspondencia entre lo que se cree y lo que se práctica, entre lo que se dice y lo que hace, entre lo que se promete y lo que se entrega. La hora del gran cambio social ha sonado y convoca a todos. No es la llamada de la violencia que a principios del siglo XX perpetuó, maximizándolos, los grandes males de la falsa conciencia nacional; es la llamada de la paz, que para ser tal, requiere de la armónica concordancia de todos, en un nudo de valores pluriseculares, también presentes, pero a veces aletargados u oscurecidos en las conciencias individuales y de la nación.

El reto de México consiste en cambiar, a todos los niveles de la sociedad, las prácticas del autoritarismo por los valores de la democracia; la discriminación y el machismo imperante, por el reconocimiento y defensa efectivos de los derechos humanos; las situaciones de tutela y dependencia, por una economía humanista que recupere para el mercado su sentido ético y social; el conservadurismo como sinónimo de atraso y subdesarrollo por un sentido empresarial que lleve a descubrir oportunidades en todos los ámbitos de la vida y a tener los derechos para llevar esas iniciativas a término. Nada más, pero nada menos. Y todo ello sin socavar los valores de la cultura mexicana, que debe guiar el crecimiento y el desarrollo del país.