Zena Hitz.
Doctora en Filología a por la Universidad de Princeton. Profesora de Ciencia y Literatura en el St. John’s College de Annapolis (Estados Unidos), es fundadora y directora del Catherine Project, un programa en línea de aprendizaje a través de grandes libros
Avance
¿Qué une a personajes tan dispares como Einstein, Simone Weil, Gramsci o al activista Malcolm X? Todos ellos descubrieron la vida intelectual, gracias al aprendizaje, lo cual tuvo decisivas consecuencias para la sociedad. Einstein, por ejemplo no era capaz de entrar como docente en la universidad, de modo que tuvo que trabajar siete años en una oscura oficina de patentes y fue allí, en su tiempo libre, donde escribió sus trascendentales artículos sobre la teoría de la relatividad, que dieron un vuelco a la Física. La vida intelectual -afirma Zena Hitz– “nos recuerda nuestra dignidad (…) y que somos dueños de un lote de la herencia humana universal”. La adversidad pueden impulsar la vida intelectual y la autora lo ilustra con los casos de Gramsci, que escribió sus famosos Cuadernos en la cárcel, o el activista Malcolm X que describió su tiempo en prisión como una bendición porque allí adquirió una gran cultura. La propia Hitz descubrió la vida intelectual a través de una crisis existencial: docente de éxito, se había lanzado a “una brutal pugna por el estatus y el prestigio”, hasta que el dolor de las víctimas del 11-S le hizo reflexionar, tuvo una conversión religiosa, optó por el voluntariado, y regresó a la universidad, para acompañar a sus estudiantes en el descubrimiento de los clásicos, a través del Catherine Project, un programa de grandes libros. En este sentido, la vida intelectual, puede ser “una forma de recuperar nuestro valor real cuando los juegos de poder y los descuidados juicios de la vida social nos lo niegan”. Pero sin verdad -apunta-, no hay vida intelectual ya que para descubrir la verdad debemos acudir a lo que “no resulta evidente ni se muestra de inmediato ante nuestros ojos”.
Los obstáculos que dificultan la vida intelectual, son “las anteojeras de la riqueza”, “la fuerza corruptora de la ambición social”, y “el amor al espectáculo y la vida en la superficie”. Alerta Hitz del peligro de la curiositas, vicio al que se opone la virtud de la studiositas. San Agustín explica que la persona curiosa es “un amante del espectáculo”, que “apenas roza la superficie de las cosas”, en tanto que la persona seria “busca profundidad, busca más, anhela la realidad”. La autora explica que “si no dejamos que la vida intelectual descanse en su espléndida inutilidad, nunca dará su fruto práctico”. Y pone el ejemplo de la filósofa Simone Weil que no pudo ser pobre entre los pobres, combatiente antifranquista en la Guerra Civil española, y trabajadora en el campo, por su naturaleza “débil y enfermiza, a pesar de su admirable y quijotesco amor por la justicia”.
Concluye la autora con un examen crítico de lo que llama “universidades opinionizadas”, en el que afirma que “si la vida intelectual implica ir más allá de la superficie, (…) entonces casi nada tiene que ver con lo que comúnmente se denomina conocimiento: la absorción de opiniones correctas”. Y sin embargo, actualmente las universidades “trafican con opiniones correctas sobre literatura, historia, ciencia o matemáticas”.
E n los primeros años del siglo XX, a Albert Einstein le “consideraban un fracasado en el posgrado de Física y no fue capaz de encontrar trabajo como docente o investigador en la universidad”, de modo que tuvo que trabajar siete años en una oscura oficina de patentes. Pero, en su tiempo libre, “escribió sus trascendentales artículos sobre el efecto fotoeléctrico, el movimiento browniano y la teoría de la relatividad espacial, trabajos que dieron un vuelco a la Física”. El futuro premio Nobel describía la oficina de patentes como “ese claustro secular en el brotaron mis más hermosas ideas”.
Este es uno de los ejemplos históricos que la profesora Zena Hitz pone en su libro Pensativos (Los placeres ocultos de la vida intelectual) para ilustrar cómo la búsqueda de la interioridad y el amor por el aprendizaje puede tener importantes consecuencias.
Es lo que hizo el joven Einstein al refugiarse en una oficina, en la que “no había profesores de primera categoría a los que impresionar, ni administradores universitarios a quienes aplacar, ni estudiantes ante los que tuviera justificar su existencia”. Se trataba por lo tanto “de un lugar en el que se pone a prueba el amor por el aprendizaje, donde se frustra la ambición, donde el trabajo de uno tiene que funcionar por sí solo sin pasarse la vida corriendo detrás de la zanahoria”.
De qué sirve la vida intelectual? se pregunta la autora. Y apunta “nos recuerda nuestra dignidad”
Es una fuente de conocimiento y comprensión, un jardín en el que se cultiva la aspiración humana, el hueco de un muro al que uno puede retirarse temporalmente de las controversias actuales para obtener una perspectiva más amplia, para recordar que somos dueños de un lote de la herencia humana universal”. Y aquí entra el acervo amasado durante milenios por el pensamiento, la ciencia, la literatura, el arte.
El fracaso y la adversidad pueden impulsar la vida intelectual, subraya la autora. Es el caso del “matemático francés André Weil, hermano de la filósofa Simone Weil, encarcelado en 1940 por negarse a servir en el ejército”. Durante el tiempo que pasó entre rejas “llevó a cabo una importante demostración matemática, la hipótesis de Riemann, para curvas sobre campos finitos”. “Si solo trabajo así de bien en la cárcel -llega a escribir Weil a su esposa- ¿tendré que arreglármelas para pasar dos o tres meses encerrado todos los años?” En plena reclusión, Weil se entusiasmaba con sus descubrimientos: “Estoy emocionado con la belleza de mis teoremas”.
Los once años que Antonio Gramsci pasó en las cárceles de Mussolini, le produjeron tal deterioro físico, que murió con solo 46 años. Pero en ese tiempo “estudió lingüística comparada, el teatro de Pirandello, la poesía de Goethe etc., de forma sistemática y profunda, y escribió tres mil páginas de notas y cartas”, los famosos Cuadernos de la cárcel que tan decisiva influencia han tenido en el marxismo cultural y en la política contemporánea del siglo XX.
De delincuente a lector de Spinoza y Kant
Y la prisión fue también el inesperado ámbito en el que un joven delincuente, de color “inmerso en drogas, y sexo, llamado Malcolm Little” descubrió la vida intelectual, a través de otro recluso erudito, y se convirtió, andando el tiempo, en Malcolm X, ministro de la Nación del Islam, uno de los grandes luchadores por los derechos civiles de los afroamericanos en EE.UU. “Comenzó por el diccionario, luego estudió latín, alemán, la Biblia, el Corán, Nietzsche, Spinoza, Kant… historia, religión, poesía”. Y describió su tiempo en prisión como “una bendición encubierta, que me proporcionó la soledad que me trajo muchas noches de meditación”.
La trayectoria de la propia autora es un viaje introspectivo en busca de la verdad, a través de la vida intelectual, como relata en el prólogo.
Especialista en Filología griega, Zena Hitz “se lanzó de cabeza a un brutal pugna por el estatus y el prestigio” hasta que atravesó una crisis existencial al reparar en “el dolor de las víctimas del atentado del 11-S”.
Se hizo algunas preguntas inquietantes, como “¿qué sentido tenía estudiar filosofía y los clásicos?, ¿qué diferencia lógica podría marcar frente al mundo que sufre?”.
Tuvo una conversión religiosa, optó por el voluntariado, y regresó posteriormente a la universidad, para acompañar a sus estudiantes en el descubrimiento de los clásicos, a través del Catherine Project, un programa en línea de grandes libros. En el ínterin, llegó a la conclusión de que es preciso escapar “del mundo social y político”, gobernado por “la ambición, la competitividad y la búsqueda ociosa de emociones”, “un mercado donde todo se puede comprar y vender (…) donde los seres humanos son principalmente vehículos para lograr los fines de los demás”. La vida intelectual bien entendida, “la contemplación, los grandes libros”, señala, pueden ser “una forma de recuperar nuestro valor real cuando los juegos de poder y los descuidados juicios de la vida social nos lo niegan. Por eso es fuente de dignidad”.
En la primera parte de Pensativos, Zena Hitz invita a reflexionar sobre la motivación profunda del “apetito por aprender”. Indica que muchas cosas las hacemos de forma instrumental (v.gr. trabajar para ganar dinero); y otras porque sí (v.gr. una excursión, jugar a las cartas), pero, siguiendo a Platón y Aristóteles, existe “un bien supremo, la mejor actividad humana, perseguida por sí misma, por la que tenemos una afinidad natural por encima de todas las demás”. Y apostilla: “un bien así sería algo en lo que culminaría toda una vida, una forma de felicidad segura construida sobre la base de quienes somos y de lo que queremos”. De ahí la importancia de tener “una orientación básica” para saber “qué fin último está estructurando nuestra vida”.
La vida intelectual “no tiene tanto un objeto de interés, como una dirección hacia lo general pasando por lo específico, lo universal más allá de lo particular” y menciona a George Steiner, que en su obra Presencias reales “sostiene que todo arte y pensamiento apunta a la transcendencia, a Dios o a la ausencia de Dios”.
El ocio, como “recámara interior”
Aristóteles afirma que “debe haber algo más allá del trabajo, el ocio, sin el cual nuestro trabajo es en vano”. Hitz recupera el sentido primigenio de ocio, no como mero esparcimiento, sino como “recámara interior” y recuerda que para Aristóteles, “solo la contemplación, la actividad de ver, comprender y saborear el mundo tal como es, podría considerarse el uso final y satisfactorio del ocio”. Ese ocio destinado a la contemplación puede surgir en las peores circunstancias imaginables, como “las que vivió en Auschwitz el psicólogo Viktor Frankl, que él mismo relata en su libro El hombre en busca de sentido.”
Es el ocio que hizo que un emperador del Sacro Imperio romano germánico, Federico II, hiciera en el siglo XII un paréntesis en sus empresas de conquista para “llevar a cabo estudios ornitológicos para un tratado de cetrería que sigue sin tener parangón”. O que el poeta J. W. Goethe se interesara por la geología, llegando a hacer un ensayo sobre el granito, o sobre la botánica, escribiendo otro sobre La metamorfosis de las plantas.
La verdad, condición de la vida intelectual
Pero sin verdad -apunta Hitz-, no hay vida intelectual, ni tampoco dignidad humana, ya que para descubrir la verdad debemos acudir a lo que “no resulta evidente ni se muestra de inmediato ante nuestros ojos”. Y detalla “cuando miento a alguien, me aprovecho de la apertura al mundo de esa persona, de su capacidad de percepción y de su juicio racional, como un medio para obtener lo que quiero. Quiero una esposa y una amante, así que miento para lograr ambas”.
Eso mismo se aplica al ámbito público, donde los gobernantes recurren al engaño… “como líder político me engrandezco a base de exagerar amenazas (…) apelo al miedo natural a la incertidumbre y a la debilidad, así como a los delirios de grandeza”. Ilustra esa tendencia con las mentiras sobre las que surgió y se impuso el fascismo en Italia, ante lo que se rebeló el judío Primo Levi desde el ámbito de la ciencia. “Levi se refugia en la química, en realidades que no se pueden doblegar ni distorsionar, contra las que se desmorona la fantasía humana”.
Lo que sitúa la vida intelectual más allá de la política es “su amplio compromiso humanista”, porque la política, incluso en su mejor momento -llega a decir Hitz- “requiere de facciones; requiere de divisiones, lealtades, del poder emocional de un nosotros contra ellos”.
En la segunda parte de Pensativos, expone la autora los obstáculos que dificultan o empobrecen la vida intelectual, como “las anteojeras de la riqueza”; “la fuerza corruptora de la ambición social”; o “el amor al espectáculo y la vida en la superficie” y antepone al vicio de la curiositas, la virtud de la seriedad, lo que los clásicos y medievales llamaban studiositas.
San Agustín establece el contraste entre la persona que es curiosa y la persona estudiosa. La primera es “un amante del espectáculo”, que “apenas roza la superficie de las cosas y se satisface con meras imágenes y sentimientos”, en tanto que la persona seria “busca profundidad, busca más, anhela la realidad”
Ser serio -afirma Hitz- es “sopesar nuestras insatisfacciones, discernir lo mejor de lo peor, lo posible de lo imposible. Una persona seria quiere lo mejor y lo más auténtico para sí misma”. San Agustín logra “superar su falso amor por el aprendizaje, la ambición basada en el amor al espectáculo, gracias a la disciplina de la lectura y al ansia de verdad”.
La utilidad de lo inútil
En el capítulo La utilidad de lo inútil, señala la paradoja de que “si no dejamos que la vida intelectual descanse en su espléndida inutilidad, nunca dará su fruto práctico”. Y pone el ejemplo de la filósofa francesa Simone Weil que no pudo ser pobre entre los pobres, combatiente antifranquista en la Guerra Civil española, y trabajadora en el campo, por su naturaleza “débil y enfermiza, a pesar de su admirable y quijotesco amor por la justicia”. Weil estaba “atrapada en un mundo intelectual en el que despunta, pero que está desconectado del sufrimiento de la comunidad que le rodea”.
Menos conocido, fuera del ámbito estadounidense, pero no menos expresivo, es el caso de la activista Dorothy Day, cofundadora del Movimiento del Trabajo Católico. La lectura de Upton Sinclair, Jack London, Tolstoi, Dostoievski y Dickens le influyó notablemente en su compromiso personal por la justicia social durante los años 30 cuando, como consecuencia de la Depresión, EE.UU. alcanzó la cifra de 13 millones de parados. Desde sus simpatías iniciales por el anarquismo y el socialismo, Day se aproximó después al cristianismo. En una de sus estancias en prisión recordó -e hizo suyas- las palabras del sindicalista Eugene Debs: “mientras haya una clase inferior, yo pertenezco a ella; mientras haya criminales, yo soy uno de ellos; y mientras haya un alma en prisión, yo no soy libre”.
Zena Hitz concluye el ensayo con un examen crítico de lo que llama “universidades opinionizadas”, en el que afirma que “si la vida intelectual implica ir más allá de la superficie, (…) entonces casi nada tiene que ver con lo que comúnmente se denomina conocimiento: la absorción de opiniones correctas”. Y sin embargo, actualmente las universidades “trafican con opiniones correctas sobre literatura, historia, ciencia o matemáticas”. Afirma que “formarse una opinión tiene tan poco que ver con la investigación como la corrección tiene que ver con el conocimiento de la verdad, (…) ya que el intercambio civilizado de opiniones puede crear una fachada de tolerancia, pero no requiere de una reflexión seria”.
Se lamenta Hitz de que las universidades en EE.UU. hayan sucumbido a “la presión financiera y política, (…) abandonado la educación por programas con usos económicos o políticos”
Y considera “una vergüenza” que para el sistema de educación superior, “la enseñanza de persona a persona quede relegada solo a un puñado de facultades de artes liberales y a programas de doctorado de élite”.
El placer de enseñar fluye del placer de aprender
¿Cómo recuperar el sentido de la vida intelectual? En otro pasaje del libro, Hitz establece la conexión entre aprender y amar, citando a san Agustín: “la capacidad de amarnos unos a otros depende de nuestra capacidad de aprender unos de otros. Esto sugiere que aprendemos para amar”.
El esfuerzo de las comunidades de aprendizaje por comprender, hace que “los seres humanos importen por sí mismos”. Y que el saber cobre todo su sentido cuando se comparte: “El más solitario de los solitarios estudiosos busca comunicarse, aunque solo sea por escrito y solo por el bien de los seres humanos que nunca conocerá (…) el placer de aprender fluye naturalmente hacia el placer de enseñar”