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Una de las afirmaciones más sorprendentes de Aristóteles en la Política es que el principal deber del príncipe es impedir que se pervierta el sentido de las palabras. Digo sorprendente, porque no es quizá esta preocupación por las palabras la primera que se le suele suponer a un gobernante. Más bien tendemos a pensar que será su «gestión» —lo que hace, o deshace— aquello que en primer término ha de tenerse en cuenta al evaluar su mandato. La cuestión es que Aristóteles piensa que hablar es praxis (acción comunicativa, diría Habermas). El filósofo de Estagira no es de los que, al juzgar la gestión política exigirían «hechos, no palabras», como suele decirse. Las palabras tienen un valor ético-político esencial, pues hace posible el contraste dialógico y éste, a su vez, la amistad política, principal bien humano.

Hay una lógica profunda que enlaza el logos y la polis en la antropología aristotélica. En ella se hallan vinculados, con un enlace esencial, las nociones de homo loquens y de zoon politikón, animal parlante y animal político: se podría decir que son casi sinónimas. La casa y la ciudad son los ethos, los ámbitos de la relación humana esencial, y el hombre es un ser social por naturaleza: él solo no va a ningún sitio. Pero para el hombre convivir es hablar, compartir y contrastar con los demás ideas acerca de lo que realmente nos importa.

CULTURA DEL DIÁLOGO

En el contexto de un mundo globalizado, los grandes desafíos que tiene planteada la humanidad son invitaciones a lograr un diálogo sincero y verdadero. Hoy suenan llamadas apremiantes al diálogo intercultural. Creo que el Papa está haciendo un esfuerzo serio para que cunda, también internacionalmente, el ethos dialógico, y las iniciativas que ha puesto en marcha en este campo son ponderadas por todo el mundo. Benedicto XVI está yendo por delante, exponiéndose a dialogar en serio con gente que aparentemente está en el otro extremo de lo que él piensa. Quizá lo que más ha trascendido últimamente es la conversación con su antiguo colega de Tübinga Hans Küng, o la que mantuvo en enero de 2004, siendo aún cardenal, con Jürgen Habermas, que se reconoce en el pensamiento postmetafísico y postreligioso y ha sido el referente ideológico del marxismo crítico frankfurtiano, posteriormente mutado en la socialdemocracia alemana. También fue muy sonado en Italia el diálogo que sostuvo hace años con Paolo Flores d’Arcais, que es, como dicen los italianos —y en el sentido en que ellos lo dicen— un representante emblemático del pensamiento laico; o con el que ha sido hasta hace poco presidente del Senado italiano, Marcello Pera, filósofo agnóstico.

Estamos en una situación mundial en la que se pone claramente de manifiesto la necesidad de abrir espacios de diálogo intercultural serio, que no se quede sólo en cuestiones, quizá más o menos urgentes o importantes, pero antropológicamente periféricas como el euro, las fronteras, etc. Hay otros temas de mayor calado que resulta imprescindible abordar en el diálogo entre culturas, como, por ejemplo, la cuestión de lo sagrado. Es ésta una categoría antropológica esencial para entender una cultura. Cualquier cultura se define, ante todo, por aquello que tiene como sagrado. Pues bien, uno de los argumentos de la conversación que mantuvieron M. Pera y el entonces cardenal Ratzinger a la que he hecho referencia, es una observación que hace este último en la línea de que respetar a otras personas tiene mucho que ver con respetar lo que para ellas es sagrado. Ahora bien, difícilmente puede respetar lo que para otro es sagrado quien no tiene él mismo nada por sagrado. En el contexto de la conversación —las raíces culturales de Europa— se trata de una sugerencia interesante para quienes entienden que los problemas de la paz mundial no se resuelven sólo con el gatillo fácil, tocando a rebato contra el denominado eje del Mal. Como lamentablemente tenemos ocasión de comprobar todos los días, esa actitud no ha solucionado mucho; más bien lo ha complicado todo aún más. En este sentido podría entenderse que alguien, para quien sí hay algo sagrado, se encuentre realmente molesto frente a un Occidente que emplea su proyección mundial para hacer valer un ideal de vida humana que, tanto en lo personal como en lo social, está diseñado, en palabras de Hugo Grocio, como si Dios no existiese (etsi Deus non daretur). El problema, sin duda, posee gran envergadura y complejidad, pero quizá por eso no tiene soluciones fáciles, o meramente técnicas.

Con relación a esto, por cierto, entiendo que las reflexiones que el anterior romano pontífice, Juan Pablo II, hizo en torno a lo que él llamaba civilización del amor —sobre todo con motivo de la preparación para el tercer milenio cristiano— tienen mucho que ver, mutatis mutandis, con la idea aristotélica de amistad política. Una de las claves para entender la Política de Aristóteles, y lo que ahí se dice acerca del lenguaje significativo y la amistad política, es la distinción que propone el estagirita entre logos y phoné. Phoné, en griego, es el grito animal —berrido, aullido, mugido, balido, relincho, ladrido, etc.— que es expresivo, ciertamente, pero sólo del placer o el dolor. No poca cosa, sin duda. Pero el hombre, que además de animal es racional, es capaz no sólo de emitir sonidos guturales, sino de articularlos en palabras, logoi. Logos es tanto el concepto como la expresión verbal de él, la palabra. Además de phoné, el hombre dispone de logos, con el cual puede expresar no sólo sentimientos, sino también ideas: expresarlas y contrastarlas dialógicamente. Ahora bien, para que ese diálogo signifique algo hace falta que las palabras signifiquen algo, y algo bien delimitado y concreto.

La logomaquia grandilocuente y ampulosa sirve para vender, pero no para entender. Y entendernos entre nosotros sólo es posible sobre la base de que entendemos algo. La dimensión pragmática del lenguaje es inseparable de la semántica. Una de las mayores dificultades que tenemos para entendernos estriba, a mi juicio, en que a menudo se diluye el nexo entre ambas facetas del hablar. Hoy es frecuente encontrar personas muy empáticas —como suele decirse, buenos comunicadores— pero que en el fondo no comunican nada o casi nada que no sea vibración glandular.

QUE LAS PALABRAS SIGNIFIQUEN ALGO

Para que el lenguaje sea significativo hace falta, quizá entre otras, dos cosas:

1. Recuperar el valor de las palabras frente a otras formas no verbales de comunicación —icónica, gestual— hoy privilegiadas en el contexto de la llamada cultura de masas.

2. Recuperar el valor de las definiciones.

En relación a lo primero, entiendo que es profundamente engañoso el planteamiento de que «una imagen vale más que mil palabras», como suele decirse. Lo que muchos llaman la «cultura de la imagen» es más bien contracultura. La cultura auténtica es verbal (oral y escrita), no icónica. Pensamos lingüísticamente, con palabras, que unas veces expresamos y otras no, pero que siempre al menos nos decimos a nosotros mismos. Es verdad que no podríamos pensar con conceptos si éstos no los extrajéramos de las imágenes. Pero propiamente pensamos a partir de ellas, no con ellas, sino con ideas abstraídas del material imaginativo. Y pensamos relacionando ideas. Hoy son muchos los que piensan —o más bien creen que lo hacen— no por asociación de ideas sino de imágenes. Pero una imagen significa algo si hay palabras que la decodifiquen. La foto sin pie de foto puede ser cualquier cosa. Si en vez de asociar las palabras con las ideas de las cuales son expresión, las vinculamos con imágenes, acaban padeciendo el mismo síndrome de polivalencia y ambigüedad que a éstas afecta. Suplantar el lenguaje verbal por el icónico es abdicar de la claridad.

Hay quienes, con una alarmante dosis de ingenuidad, creen que el problema de la calidad de la enseñanza, por ejemplo, se resuelve llenando las aulas de ordenadores y multiplicando los medios audiovisuales, en vez de enseñar a los niños a leer y escribir antes de lo que ahora se hace en España, impidiéndoles que se familiaricen cuanto antes con los libros y con la auténtica cultura, verbal y escrita. No digo que no se puedan aprovechar pedagógicamente las llamadas TICS (Tecnologías de la información y la comunicación: Internet, televisión, etc.), para desarrollar ciertas habilidades cognitivas. Pero cualquiera que tenga sentido común percibe que la rapsodia icónica que hoy vierten los llamados media no es precisamente la mejor ayuda para que la gente piense más. Para pensar en serio uno tiene que detener el flujo sensacional y cerrar los ojos, apagar la televisión y pararse a reflexionar sobre lo que ha visto. La rapsodia imaginativa en la que la cultura de masas trata de sumergirnos no nos ayuda a vivir una vida más inteligente, ni más libre.

Hoy vemos que cuestiones que revisten gran relieve, envergadura y gravedad antropológica y ética, a menudo se sustancian en el llamado debate público con una batería de lemas pancarteros estratégicamente diseñada por algún experto en mercadotecnia. No siempre ocurre así, pero sorprende la frecuencia con la que asuntos de gran alcance se despachan atendiendo sólo a la imagen de quien los despacha. Sin entrar en otro tipo de consideraciones, únicamente desde el punto de vista cultural, es preocupante el modo en que se margina la razón teórica y práctica a favor de la meramente instrumental o estratégica, pues el cinismo es la muerte de la verdadera cultura. Cada vez son más quienes reconocen paladinamente que quien vence tiene razón. Eso es violencia en estado puro. Y eso es poco tranquilizador. «No conozco nada tan mediocre —decía Gustave T h i b o n — como cierto utilitarismo aplicado a las cosas del espíritu, que considera bueno lo que alcanza el éxito, y malo todo lo que fracasa, desde un punto de vista exclusivamente biológico o social».

EL VALOR DEL LENGUAJE RIGUROSO

Me parece que una buena defensa contra la demagogia es revalorizar la definición, y así llegamos al segundo punto que anuncié al mencionar las condiciones de un lenguaje significativo. Los enemigos fundamentales de la definición hay que encontrarlos entre muchos que se llaman filósofos (o intelectuales, o asimilados). Junto con otras cosas verdaderamente extraordinarias que sin duda tiene, una de las principales debilidades de Nietzsche es ésta. Su antipatía cerval contra Sócrates se debía a que el socratismo —que acuña el lenguaje filosófico en Occidente— supone la inauguración de un empleo riguroso del discurso racional, demostrativo; un uso regular de la razón, que es el que desde entonces caracteriza el trabajo filosófico y científico. Pero con él cancela Sócrates el discurso narrativo y mitológico, que Nietzsche piensa que es la forma más genuinamente humana de utilizar la razón. En ese sentido, Nietzsche ve en Sócrates el gran transgresor de la inteligencia y el gran corruptor de la cultura occidental. Sócrates —viene a decir— nos enseñó a encerrar la realidad dentro de los estrechos límites de los términos y de sus definiciones.

En su brillantez retórica —es lo mejor que hemos tenido en ensayo filosófico en lengua castellana— Ortega incide en lo mismo: los viejos conceptos y definiciones de la filosofía clásica nos impiden comprender la vida, que es la realidad radical. Hacen falta categorías nuevas, amplias, flexibles, que puedan significarlo todo o casi todo, dado que la vida es contradictoria e imprevisible, irreductible a los esquemas rígidos y mentecatos de la definición. Eso es ponerle puertas al campo. Ya somos librepensadores. Esto es lo que viene a decir Ortega en su escrito titulado ¿Qué es filosofía?

En el lenguaje de las ciencias sociales, así como, por extensión, en el llamado debate público, hoy se ha perdido el amor a la definición. De eso tiene la culpa el gremio filosófico, todo hay que reconocerlo. Es patente en la tradición ilustrada del «librepensamiento», que da comienzo con el proyecto ilustrado de Kant, si bien este filósofo no es ningún ejemplo de esto que estoy denunciando; es, por el contrario, un prodigio de rigor y limpieza en sus definiciones y clasificaciones conceptuales, en la delimitación de las categorías, los modos del juicio, etc. Pero el caso es que mucho kantiano piensa que una razón pura es una razón libre en el sentido de liberada de los peajes de las definiciones y clasificaciones conceptuales. Es la razón que, en lo teórico se da a sí misma sus propios principios, que no los extrae de la experiencia ni de la realidad (a priori), y en lo práctico es la razón autónoma, la que tan sólo obedece la ley que ella se da a sí propia. Pero si la razón no tiene otro criterio que ella misma o lo que ella a sí propia se da, entonces incurrimos en el solipsismo, en la absoluta inmanencia de todo a la conciencia, tesis que ya apunta en los escritos póstumos de Kant y que desarrollará, hasta sus posiciones más extremas, el idealismo alemán, sobre todo en la versión de Hegel.

EL LENGUAJE DE LA AMBIGÜEDAD IRENISTA

Que una palabra pueda significarlo todo o casi todo tiene el inconveniente de que acaba por no significar nada o casi nada en concreto. Se ha dicho tópicamente que los intelectuales son los artesanos de las palabras, los que las miman, cuidan y usan con sobriedad y cordura. Hoy los que se autodenominan intelectuales se dedican más bien a retorcerlas a martillazos hasta conseguir convertirlas en etiquetitas presentables. Vocablos de muy venerable tradición están siendo sometidos a tal grado de fatiga retórica en los «debates intelectuales» que tiene uno ganas de gritar, glosando a un poeta de izquierdas, que no nos roben las palabras, pues son el último reducto contra el pensamiento único.

Un ejemplo prototípico de esto lo vemos con la palabra democracia. Es un término que se ha convertido en una etiqueta sumamente rentable para quienes no tienen mucho que decir, pero sí algo que «vender». El sentido que frecuentemente se adscribe a esta voz es de tal ambigüedad que debería asustar a los auténticos demócratas. En quienes la han pensado más en serio, la democracia es un sistema diseñado para desalojar pacíficamente al mal gobernante. Fruto de una larga y accidentada experiencia histórica, ha demostrado ser un instrumento eficaz en coyunturas delicadas; sabiamente empleado, puede ahorrar muchos esfuerzos y violencias. Ahora bien, pedirle a la democracia que fundamente y justifique la ética, la estética, la educación, la ciencia e incluso la gramática, es pedirle peras al olmo. La virtud de la democracia es la conciencia de su limitación, y la garantía de su eficacia radica en que se la emplee para lo que sirve, no que se la desnaturalice convirtiéndola en «chica para todo». Como todo artefacto técnicamente bien diseñado, posee unas utilidades y prestaciones determinadas, bien concretas, no universales. En su lamentable ingenuidad, algunos «intelectuales» no perciben cuán flaco servicio prestan a la democracia convirtiéndola en panacea universal, y degradando así el originario sentido de tan noble vocablo. Se sacan las cosas de su quicio cuando la «profesión de fe democrática», que razonablemente se exige a los políticos, significa suponerle a la democracia la mágica cualidad de resolver todos los problemas humanos y ponerla como metodología única –máthesis universalis– para toda discusión.

¿Y qué decir del término «valor»? Evidentemente, todos somos partidarios de los valores. ¡A ver quién no! Pero si se perfora la cáscara, parece que lo que muchos llaman «mis valores» no difiere esencialmente de lo que podrían denominar «mis caprichos».

La indefinición nos conduce a una paradójica tesitura. Por un lado hemos de quebrar los estrechos moldes del rigor y la definición, si queremos pensar libremente, pero por otro hemos de pagar una serie de peajes verdaderamente descerebrados para ser políticamente correctitos.

UN CASO SINGULAR LINGUÍSTICA: DE CORRUPCIÓN LA CIENCIA PARTISANA

En el campo de la biomedicina, incluso en el discurso bioético, tenemos una buena colección de eufemismos, algunos verdaderamente nauseabundos. Por ejemplo, «interrupción voluntaria del embarazo». Es una fórmula que, para referirse al aborto provocado, resulta análoga a designar el homicidio como «interrupción voluntaria de la función cardiorrespiratoria». Esa expresión escamotea una porción importante de la realidad mencionada, que más que revelar vela. Convalidada socialmente desculpabiliza el aborto provocado. Y no digamos nada si se pone en forma de acróstico, «IVE»: se tecnifica, incluso se medicaliza dándole la apariencia de una prestación sanitaria más.

Llamar «clínica» a un matadero de bebés, o «médico» al matarife que presta ahí sus «servicios», o «ley» al abastardamiento del derecho que supone el otorgar más valor al deseo – o capricho- de un ser humano que a la vida de otro… Eso sí que es tratar las palabras a martillazo limpio. Con ser algo completamente bellaco, la «pernada» medieval se parece más al derecho que el aborto provocado.

Otro ejemplo. La llamada «FIVET», como es bien sabido, es el acróstico de una expresión anglosajona cuya traducción literal es «fecundación in vitro seguida de transferencia embrional». Esto último es lo que en los procesos de fecundación artificial se produce empleando la pipeta para trasladar desde la placa de Petri el resultado de la fecundación —el embrión— hasta el útero. Queda así descrita la fabricación de seres humanos como un proceso técnico —por tanto, neutro—, pero se oculta lo que viene después, y como consecuencia, a saber, lo que se hace con los embriones sobrantes —los que no se transfieren—, que suelen estar en una proporción de 9 a 1 respecto del que se transfiere. En vez de hablar de eugenesia, que queda un poquito mal, pero que designa exactamente lo que en realidad se hace con los embriones huérfanos, para expresarlo disponemos de otro vocablo anestésico: reducción embrional. Resulta menos molesto que dar claramente a entender que aquellos embriones menos sanos, menos fuertes y capaces, son sencillamente abortados, o congelados para luego destinarlos a la investigación, como si fuesen ratones.

Aquí nos sale al paso la denominada clonación terapéutica. La quintaesencia del eufemismo es llamar «terapia» al desguace de un embrión con la excusa de aprovechar sus células-madre para la fabricación de medicamentos, o para cultivar tejidos a partir de sus líneas celulares y destinarlos a la medicina reparativa. Lo que mediante este truco lingüístico se soslaya es la evidencia ética de que el fin no justifica los medios. Esto, que en román paladino se llama canibalismo, la industria del aborto —que amasa fortunas en el primer mundo y pretende abrir también su mercado al segundo y al tercero— ha decidido llamarlo clonación terapéutica.

Para dar respetabilidad ética y curso legal a esta industria, hace ya años que una suerte de ciencia partisana —no al servicio de la investigación de la verdad, sino de otros intereses— acuñó el extraño concepto de «pre-embrión». Y lo hizo pese a todas las evidencias que obran a favor de considerar como un continuum —sin saltos cualitativos de ninguna especie— la integridad del desarrollo embrional desde el momento de la fecundación. Pero, claro, si se piensa que antes de los catorce días —medida enteramente arbitraria, desde el punto de vista embriológico— no hay aún individuo humano, fácilmente se conjuran los reparos éticos. Así hay más «libertad de investigación»; así se desarrolla mejor «la Ciencia» y, por supuesto —aunque esto no se dice tanto—, así reparten más dividendo las grandes firmas de la industria farmacéutica.

Otro recurso lingüístico ingenioso para edulcorar la realidad del negocio, es emplear la palabra «bioética» como sustitutiva de «biojurídica», o de «bioindustria». En efecto, algunas grandes firmas erigen fundaciones, o destinan dinero —el chocolate del loro— a «comités de bioética» en los que supuestos expertos suministran argumentos ideológicos para respaldar y dar respetabilidad al mafioso negocio del aborto, la fecundación in vitro, y la prometedora industria de la clonación.

Estremece comprobar el cinismo con el que algunos «expertos» pontifican sobre bioética habiendo olvidado el imperativo ético más esencial: no matarás. La evidencia inmediata de la que está provisto el deber de respetar la vida e integridad de todo ser humano, cualquiera que sea su edad o situación, se pervierte al intentar justificar lo injustificable, y se perturba con amagos de argumentación balbuciente, lógicamente patizamba, moralmente descerebrada. Sin haberlo leído —al menos da esa impresión— citan a Kant torpemente, pues soslayan el punto nuclear de toda su filosofía práctica: la idea de que el ser humano nunca debe ser tratado como mero instrumento. Cualquiera que se haya acercado al pensamiento del gran maestro alemán —que no es, por cierto, ningún padre de la Iglesia— sabe que en este imperativo —categórico, es decir, absoluto e incondicionado— resume Kant toda la ética.

Otro ejemplo: la cuestión de los «residuos biológicos». Hace poco se conoció la denuncia que pesa sobre un establecimiento autodenominado «clínica Isadora», en Madrid, por dejarlos en plena calle, en el cubo de la basura junto con historias clínicas de señoras que van allí a abortar. Ahí se habla de «residuos biológicos de la fecundación», o de «residuos obstétricos», en vez de restos humanos del aborto provocado, que es lo que son.

No digamos nada del llamado aborto ético. Así se menciona en la legislación española un supuesto de aborto despenalizado, el que se realiza con ocasión de una violación. Sin entrar en el drama que esto supone, téngase en cuenta que el adjetivo «ético» no es precisamente la mejor manera de calificar el despropósito de condenar a muerte no al agresor sino a una de sus víctimas.

O la «muerte digna». El discurso proclive a considerar la eutanasia como un derecho subjetivo a morir dignamente da por supuesta una identificación, sumamente problemática, entre dignidad y salud, o incluso calidad de vida.

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No pretendo proponer una solución sencilla —creo que no la hay— al reto que tenemos por delante, y que he tratado de presentar masivamente, pero me parece que una vía de solución es pensar la conveniencia de recuperar un ethos dialógico basado en un lenguaje significativo, bien diferenciado, que permita reabsorber y reconquistar, desde el entorno del mundo de la vida, ese terreno cedido a la tecnoestructura que impide que emerja y cunda lo más verdadero de las relaciones humanas. Los amigos hablan claro entre ellos. Alejandro Llano pone de manifiesto cómo algunas reacciones «antisistema» o «antiglobalización», pese a las formas irracionales en que a veces se producen, pueden explicarse desde la necesidad, vivida subjetivamente por mucha gente joven, de volver a un lenguaje en el que se digan cosas nítidas, que desafortunadamente no es el lenguaje que de manera ordinaria emplean los mercaderes, los medios de comunicación o la mayoría de los políticos.

Refiriéndose al tipo medio de ciudadano configurado según los parámetros culturales de lo que Spaemann denomina el nihilismo banal —hombres sin rostro definido, diferenciado, sin personalidad, que no «discutan»—, Claudio Magris afirma lo siguiente: «Emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos». Esa especie de «indiferencia soberana» y que algunos entienden como socialmente saludable, al menos para convivir democráticamente, es un peligro real que amenaza nuestra cultura.

Profesor titular de Filosofía