Joan Ridao. Profesor agregado de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y letrado del Parlamento de Cataluña. Director del Institut d’Estudis de l’Autogovern (Generalitat de Catalunya) entre 2021 y 2024.
Avance
El autor constata que, aunque la organización territorial que establece la Constitución tiene el potencial de dar cabida al autogobierno de Cataluña, su evolución hacia un modelo uniforme y jerárquico ha creado frustración y alimentado las aspiraciones independentistas en dicha comunidad.
El catalanismo político se caracterizó desde su aparición por la doble aspiración a regenerar el Estado y a lograr un mayor nivel de autogobierno. Durante la transición a la democracia se confió en conseguir un trato asimétrico, basado en la distinción constitucional entre nacionalidades y regiones, así como en el hecho de haber accedido a la autonomía desde un régimen pre-autonómico anterior a la Constitución de 1978.
Las posibilidades de desarrollo que parecía ofrecer la constitución de las comunidades autónomas se vieron pronto frustradas por la LOAPA y los pactos autonómicos PSOE-PP de 1992. Lo que llevó a que la mayoría de instituciones y fuerzas políticas catalanas convergieran en la necesidad de reformar el Estatuto de 1979 en aras de avanzar en los traspasos y reformar un sistema de financiación considerado injusto. Así, la reforma de 2005 se configuró como una nueva oferta de pacto al Estado para buscar una «dependencia» de Cataluña con España más cómoda o flexible. Y para el independentismo, en concreto, como la antesala, en caso de frustrarse, de la vía secesionista. Frustrada, en efecto, esa reforma por la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio, que anuló o reinterpretó parte de su contenido más relevante, nació un inédito movimiento de masas, intergeneracional, interclasista y plural que desembocaría en el referéndum de independencia y la —inmediatamente suspendida— declaración de independencia. Hechos que llevaron a la aplicación del artículo 155.
Consecuencias de aquel proceso fueron que la independencia pasara a un segundo plano y que se abriera un marco de «disenso político dialogado» que ha reconducido el conflicto a la senda política. Con las recientes elecciones de mayo de 2024 y la investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat, se abre una nueva etapa en la que el catalanismo político se plantea una nueva financiación sin renunciar a una consulta sobre el futuro político, acordada con el Estado. Sobre esta última, el Instituto de Estudios del Autogobierno propone una «vía singular» diferente de las vías escocesa o quebequesa, y recordando que el Tribunal Constitucional, en la STC 42/2014, admitió la posibilidad de una consulta fundamentada en los principios democrático, de legalidad y de protección de las minorías, apelando a los actores políticos a resolver estas cuestiones al margen de la jurisdicción.
Artículo
El objetivo de este artículo es analizar, desde la perspectiva del catalanismo político, la evolución del modelo territorial del Estado español desde la aprobación de la Constitución de 1978 hasta la actualidad. Se trata de una organización territorial que inicialmente tenía el potencial de dar cabida a la voluntad de autogobierno de la mayoría de la sociedad catalana, si bien su evolución posterior hacia un modelo uniforme y jerárquico contribuyó decisivamente a alimentar el sentimiento de frustración con la estructura actual y las aspiraciones a constituir un Estado propio en Cataluña.
Constitución de 1978: la uniformización del modelo autonómico
Desde su emergencia a finales del ochocientos y durante buena parte del siglo XX, el catalanismo político se había caracterizado por su vocación mayoritaria a favor de regenerar el Estado, considerado arcaizante y aislacionista. Pero también por su aspiración, desde posiciones gradualistas, a un mayor nivel de autogobierno y a determinados beneficios económicos a partir de reivindicaciones como la conservación del derecho civil o el proteccionismo de la industria autóctona. Así, durante la transición a la democracia (1977-1982) se mantuvo esta clásica voluntad de modernizar el Estado e influir vigorosamente en la política y en la economía españolas, a la vez que se confió en el potencial trato asimétrico derivado de la distinción constitucional entre nacionalidades y regiones, y en la prerrogativa de haber accedido a la autonomía desde un régimen pre-autonómico que había restaurado la histórica Generalitat de Catalunya (1977), antes incluso de que viera la luz la Constitución de 1978.
La recuperación de la autonomía durante este período supuso la restauración de las instituciones propias y la asunción de la capacidad de autogobierno de la Generalitat sobre ámbitos de particular trascendencia política y social que hasta ese momento habían sido competencia del Estado. No en vano, esta realidad fue consecuencia de la reivindicación exhibida, entre otros, por territorios como Cataluña, que tenía como antecedentes más inmediatos la experiencia de autogobierno de la Generalitat del período de la Segunda República (1931-1939). En conjunto, las reformas operadas en el modelo de organización territorial del Estado supusieron un profundo cambio en su estructura, especialmente si se tienen en cuenta los precedentes de fuerte centralización.
No obstante, debe observarse que, a diferencia de otros modelos federales o regionales que tienden hacia soluciones más precisas, en el caso español el principio dispositivo que inspiró la constitución de las comunidades autónomas, así como la remisión al estatuto particular de cada una de ellas del alcance de su autogobierno, constituyeron durante algún tiempo unas bases suficientemente flexibles que dejaron abiertas diferentes opciones dentro del marco constitucional, tanto en lo que se refiere a la implantación del régimen de autonomía, como en lo que se refiere a su posible desarrollo. Sin embargo, rápidamente se vio que el modelo tendía hacia una clara uniformización: primero, de la mano del intento de armonizar el proceso de descentralización por parte de los primeros pactos autonómicos (UCD-PSOE), que dieron como resultado la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA); y, segundo, por una progresiva e inexorable evolución hacia la igualación por encima de las competencias autonómicas, con el colofón de los segundos pactos autonómicos (PSOE-PP) en 1992.
De la reforma del Estatuto de 1979 al referéndum de independencia
Con el inicio del siglo XXI, la mayoría de instituciones y fuerzas políticas catalanas convergieron en la necesidad de reformar el Estatuto de 1979, debido a la constatación —por parte de amplios sectores políticos, económicos y sociales—de la creciente «administrativización» de la autonomía política: ralentización de los traspasos, expansión de la legislación básica, abuso de la noción de interés general o de la unidad de mercado; y, sobre todo, a un sistema de financiación injusto. Todo ello sumado al fracaso de las sucesivas tentativas de superación de la impotentia reformandi del Estado por la vía de la relectura constitucional o del uso de mecanismos de asunción extraestatutaria de competencias como el artículo 150.2 de la Constitución. Así, podría decirse que la reforma de 2005 se configuró como una nueva oferta de pacto al Estado para buscar una «dependencia» de Cataluña con España más cómoda o flexible. Para el independentismo, se trataba, también, de la «prueba del algodón federal», ya que, en caso de naufragio de esa enésima tentativa reformista, esto debía servir para demostrar que la secesión era la única alternativa viable.
La reforma del Estatuto tuvo como objetivo principal consolidar e impulsar el autogobierno, redefiniendo el universo simbólico y la identificación de Cataluña como comunidad política y cultural; dar un nuevo vigor al reparto competencial contenido en el bloque de la constitucionalidad, a partir de una redacción más prolija de las competencias y evitando la intervención del Estado en materias en las que no dispone de título para ello; y mejorar el sistema de financiación. Con la nueva ley fundamental catalana se quería garantizar también la presencia de la Generalitat en los órganos constitucionales y otros órganos generales del Estado, además de prever los mecanismos para que la Generalitat participara en la formación de la voluntad del Estado, procediendo a modificar los fundamentos sobre los que se había erigido un modelo autonómico que no había podido resolver satisfactoriamente las relaciones entre el gobierno central y los distintos territorios en la esfera interna stricto sensu y en el ámbito europeo.
Con todo, el hecho de que la propuesta aprobada por una amplia mayoría del Parlamento —120 votos favorables sobre los 135 posibles— fuese laminada durante su ulterior tramitación en las Cortes, como sobre todo la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio, que anuló o reinterpretó parte de su contenido más relevante, pusieron en cuestión la estrategia del pragmatismo pactista combinada con ciertos momentos de tensión identitaria. El catalanismo fue llevado a la casilla de salida en medio de un sentimiento colectivo de rabia y frustración que hizo nacer un inédito movimiento de masas, intergeneracional, interclasista y plural, que desde entonces atendería a las reiteradas citas a manifestarse para reivindicar la celebración de un referéndum de independencia.
La consulta sobre el futuro político de Catalunya venía muy condicionada por la experiencia de algunos estados liberal-democráticos como Canadá (Quebec) o Reino Unido (Escocia). Inspirada en la doctrina de la Corte Suprema de Canadá en relación a los referendos quebequeses, la Comisión Asesora para la Transición Nacional dibujó hasta cinco vías para la convocatoria legal de una consulta en Cataluña. Todas ellas fueron rechazadas por el gobierno español, algo que, sumado a la negativa a considerar cualquier otra alternativa en el marco de una negociación o diálogo formal, llevó al propio Gobierno de la Generalitat a convocar un referéndum unilateral de independencia el 1 de octubre de 2017, precedido de diversas consultas en el ámbito local y de un proceso participativo (9 de noviembre de 2014), así como de diferentes acuerdos y decisiones preparatorias por parte del Parlamento de Cataluña.
Tras el resultado favorable a la independencia en el referéndum de 2017, el presidente de la Generalitat hizo una declaración de independencia, que fue suspendida seguidamente, en busca de una mediación internacional que no llegó. A partir de ese momento se abrió una etapa caracterizada por la severa respuesta coercitiva del Estado: se activó el mecanismo coactivo del artículo 155 de la Constitución, lo que comportó, entre otras consecuencias, la destitución del Gobierno y la convocatoria de elecciones. Además, se pusieron en marcha un conjunto de acciones de carácter penal y de responsabilidad contable contra los dirigentes de las principales entidades soberanistas, los miembros del Gobierno y parte de la Mesa del Parlamento, que llevaron a su encarcelamiento o exilio.
De la respuesta punitiva del Estado al disenso dialogado
El impacto de la respuesta coercitiva del Estado estuvo en el origen del compás de espera en la definición de las estrategias del catalanismo, mientras se negociaban posibles salidas en forma de indultos —y más adelante de amnistía— a los condenados en las diversas causas penales. Esto se vio acompañado por el hecho de que la independencia pasó a un segundo plano en la jerarquía de intereses tanto del Gobierno como de la ciudadanía, según las encuestas, para priorizar aspectos como la gestión de las políticas públicas, la mejora de la financiación o hacer frente a crisis como la pandemia de COVID-19 (2020).
Superada la fase de excepcionalidad de la COVID-19, gran parte de los esfuerzos del Gobierno y de los partidos que lo componían estuvo centrada en poner fin a la represión y conseguir la liberación de los presos y el regreso de los exiliados. El independentismo mayoritario partía de la constatación, asumida por los gobiernos catalán y español en el marco de un organismo político no institucionalizado como la «mesa del diálogo», de la existencia de un conflicto político y de la necesidad de iniciar un diálogo efectivo en torno a su resolución. Sin embargo, el gobierno socialista del Estado, en medio de la hostilidad y afán vengativo de la derecha y la ultraderecha españolas, aunque admitió la existencia del conflicto, insistió en descartar cualquier eventual consulta por considerarla «divisiva».
Sin embargo, fue en este marco de «disenso político dialogado» que avanzó la desjudicialización del conflicto, para reconducirlo a la senda política, facilitando primero los indultos y después la aprobación de una ley de amnistía a todas las personas involucradas en el llamado Proceso a la independencia. Además, en el marco de la negociación para formar un nuevo gobierno en el Estado, el PSOE y las distintas minorías territoriales alcanzaron relevantes acuerdos en materia lingüística para posibilitar la plena oficialidad de las lenguas distintas del castellano en el Congreso de los Diputados y en la UE.
Las elecciones al Parlamento de Cataluña del 12 de mayo de 2024 estuvieron marcadas por la victoria del PSC (42 diputados) y el descenso en conjunto de las fuerzas independentistas, que quedaron lejos de la mayoría absoluta. Una vez investido Salvador Illa como nuevo presidente de la Generalitat, se abrió un tiempo de reflexión en el interior del independentismo: no estaba claro si la pérdida sostenida de voto soberanista en todo el ciclo electoral era el resultado de la impugnación de la estrategia de diálogo con el Estado, o una muestra de hartazgo ante algunos liderazgos y la falta de determinación para culminar el proceso iniciado en 2017. Lo que es seguro es que se había abierto una nueva fase, en la que no se podía desconocer la correlación de fuerzas.
Próximos objetivos: financiación justa y consulta acordada
En este contexto, dos cuestiones pasaron a ocupar la agenda más perentoria: por ese orden, una nueva financiación y una consulta sobre el futuro político, acordada con el Estado. En cuanto a financiación, la dilación de más de diez años en la revisión del modelo de 2009 ha contribuido a aumentar los problemas de suficiencia financiera y ha afectado negativamente a la calidad de los servicios públicos. El modelo propuesto recientemente por ERC partía de un diagnóstico ampliamente compartido a nivel académico y social sobre la necesidad de que el saldo económico sea suficiente, pero también que la descentralización política sea efectiva mediante el reconocimiento de un amplio grado de autonomía y responsabilidad fiscal. Propone que cada territorio diseñe un sistema tributario adaptado a las especificidades de su tejido productivo, con capacidad de decisión sobre los ingresos y el gasto, mejorando así la rendición de cuentas, eficiencia y disciplina presupuestaria y control de la deuda. Por eso plantea que todos los impuestos pasen a tener la condición de cedidos a la Generalitat y se respete el principio de ordinalidad mediante la nivelación, esto es, sin perder capacidad redistributiva, evitando pasar de ser la tercera comunidad en términos de capacidad fiscal a la décima.
Finalmente, en cuanto a la consulta, a partir de las conclusiones del informe emitido por el Consejo Académico para el Acuerdo de Claridad, el informe elaborado en 2024 por el Instituto de Estudios del Autogobierno (IEA) fijaba como supuesto a la consulta la consecución de un acuerdo previo con el Estado, siguiendo una «vía singular» que no se correspondía estrictamente ni con la vía escocesa ni con la quebequesa. Todo esto, siendo conscientes de que la principal diferencia entre los casos escocés y quebequés y el catalán es de cultura política: en los dos primeros casos, las instituciones centrales aceptaron la posible secesión de una comunidad territorial y permitieron la celebración de referendos, al contrario que en España, donde esto ha sido reprimido de forma airada y aceptando que se trataba de un «ensueño» o de un «engaño a la ciudadanía» (STS 459/2019). Esto hace prever que los contrarios a la consulta continuarán exhibiendo un marco constitucional refractario, en la línea de lo que argumentó el propio TC en el cénit del Proceso: el sujeto de la soberanía fue una cuestión cerrada a cal y canto durante el debate constituyente. Cabe recordar, no obstante, que años antes el alto tribunal reconoció, en la relevante STC 42/2014, la posibilidad de una consulta fundamentada en los principios democrático, de legalidad y de protección de las minorías, en línea con la vía quebequesa, apelando a los actores políticos a resolver estas cuestiones al margen de la jurisdicción. Se trataría, en este último caso, de dar respuesta política a una demanda legítima y largamente reivindicada desde el catalanismo político.
La foto de © Vladyslav Danilin (VladyslaV Travel photo) está incluida en el repositorio de Shutterstock y se puede consultar aquí.