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Hace ya algunos años contaba el Economist que James Carville, el spin doctor de las campañas electorales de Clinton, estaba inquieto sobre su futuro en «la otra vida». Durante mucho años, pensó que le gustaría volver al mundo como jefe de la Iglesia Católica. Sus amigos más progres y descreídos -probablemente también los creyentes- le hicieron ver la escasa oportunidad de esa reencarnación. Finalmente Carville decidió que su mejor destino sería transformarse en el mercado de bonos americano, «una realidad que había llegado a ser más poderosa que Dios», de acuerdo a sus palabras.

La anécdota -probablemente falsa- no tiene más interés que el poner de manifiesto una impresión que lleva camino de generalizarse: hemos comenzado una nueva era en la que los antiguos poderes -de forma especial el Estado- tienen escasa influencia frente a un mercado que impone sus normas. La nueva economía supone para muchos, en términos algo simples pero fácilmente comprensibles, sustituir la legitimidad democrática por la dictadura del mercado. La opinión pública no se resigna ante ese «golpe de Estado» económico. Y comienzan las revueltas. Hace unos meses en Seattle. Hace algo menos en la capital del Imperio, Washington.

LA NUEVA ECONOMÍA

Hay muchos en Europa que aceptan la nueva economía como un mal necesario. La nueva economía ha permitido -piensan- el crecimiento de Estados Unidos en la década pasada, un crecimiento que todavía no parece vaya a detenerse y que ha dejado impresionado incluso a los más contrarios a la economía del fast-food. Seguir la estela del gigante americano requiere, por tanto, incorporar todos los avances tecnológicos de la sociedad de la información, en especial Internet. Esa idea plantea, sin embargo, una cuestión fundamental: ¿realmente la economía americana ha crecido de forma continuada únicamente por Internet? ¿Son Internet y las nuevas tecnologías los componentes principales de esa nueva economía?

Lo de la nueva economía es un término que no deja de entusiasmar a los medios de comunicación, sobre todo por lo de «nueva», pero que genera cierta desazón en los economistas. Porque, desde que el ser humano utiliza la cabeza y los recursos con los que cuenta son escasos, se han descubierto muchas relaciones económicas, pero no se ha inventado ninguna: el individuo prefiere más de lo que considera bien que de lo que considera mal; y considera mejor dedicar los menores recursos posibles para obtener el mismo resultado. La nueva economía se asocia con el fenómeno de Internet, si bien probablemente tiene su origen en el desarrollo de las tecnologías de la información (ordenadores, soluciones informáticas y telecomunicaciones). Si ese recurso -la información- pasa a ser componente fundamental de la vida económica, parece claro que esas mejoras tecnológicas suponen una mejora sustancial en la productividad, es decir, en lo que podemos hacer con los recursos que contamos. Y la «vieja economía» -al menos desde tiempos de Adam Smith- nos dice que el crecimiento de las naciones depende de mejoras en la productividad, ya sean en forma de infraestructuras, de capital humano o de «punto com».

Visto desde otra perspectiva, las nuevas tecnologías de la información suponen una reducción sustancial de los costes de transacción, esos costes que -como puso de manifiesto Coase en 1937- impiden los acuerdos y generan situaciones de monopolio. Internet reduce costes, incrementa la competencia y mejora el funcionamiento del mecanismo de precios. Por eso no es casual que los mayores desarrollos de las nuevas tecnologías hayan tenido lugar en los países con mercados más competitivos. Y por eso el crecimiento continuado de Estados Unidos durante buena parte de los noventa no se debe únicamente a contar con una red por la que poder transmitir información de una forma más rápida y completa. Se debe al hecho de contar con unos mercados de bienes y servicios que transforman esa innovación en valor añadido. Y a unos factores coyunturales donde sin duda tiene especial importancia el descenso continuado del precio del petróleo. Resulta muy positivo comprobar cómo, en la última Cumbre de Lisboa, la Unión Europea decidió unir su apuesta por la nueva economía con la necesidad de continuar el proceso de liberalizaciones y de fomento del comercio.

EL REPARTO DE LA PROSPERIDAD

El hecho de que la nueva economía no sea portales en Internet, sino la «vieja economía» actuando más eficientemente, parece dar la razón a los que ven aquí el triunfo del mercado. La nueva economía sería un lugar en el que se crece más deprisa, pero a costa de repartir peor la prosperidad. Y las pruebas parecen irrefutables: en el país instalado en la nueva economía, Estados Unidos, han ido aumentando las diferencias entre los que más y menos tienen. Hoy los poderosos se aprovechan en mayor medida del sistema (o de los que menos tienen, dependiendo del que argumenta).

En estas circunstancias, lo que resulta más necesario es la función correctora de las desigualdades por parte del Estado. Pero aquí aparece la otra cara de la nueva economía: la globalización. Cuando los gobiernos tratan de aplicar su sistema fiscal progresivo a fin de reducir las desigualdades, se encuentran con que sus bases fiscales desaparecen. No pueden establecer impuestos sobre el capital porque con una transferencia electrónica los fondos se trasladan a un punto distinto del globo, transformando en realidad la competencia fiscal. Y lo mismo ocurre con los trabajadores altamente cualificados. Sólo los que cuentan con escasa formación pueden ser gravados, pero son ésos precisamente a los que se pretende mejorar. Si esta tendencia continúa, los poderes públicos serán incapaces de proveer bienes esenciales del Estado del bienestar, como sanidad o educación, retrocediendo en el progreso social a situaciones que no se conocían desde comienzos del siglo pasado. Hay que evitar llegar a esa situación -concluiría el argumento- antes de que sea demasiado tarde.

Analizar la coherencia de estas ideas requiere algunos párrafos que espero merezcan la pena, ya que las primeras van camino de convertirse en el auténtico pensamiento único.

Que la economía funcione más eficientemente, es decir, que a través de Internet o de otros avances tecnológicos nos acerquemos a las condiciones que los economistas denominan competencia perfecta, supone una mejora sustancial del bienestar de una sociedad. Cuando los mercados funcionan correctamente, los bienes se dirigen a las personas que los valoran en mayor medida. Poder adquirir un libro en inglés por Internet a un coste -no sólo económico, sino de tiempo- menor mejora el bienestar del que lo compra e indirectamente de su familia, sus amigos y de la sociedad en su conjunto. Las leyes del mercado no protegen a los ricos. Protegen de la discrecionalidad.

Las mejoras en la productividad que incorporan las tecnologías de la información se manifiestan, tarde o temprano, en un aumento de los salarios reales; y la mayor competencia, en una disminución de los beneficios excesivos de las empresas. ¿Pero no ha pasado lo contrario en Estados Unidos?

Es cierto que, en Estados Unidos, las diferencias entre los grupos que ganan más y ganan menos han aumentado desde hace más de una década. Ésta es, de hecho, una de las cuestiones sociales más estudiadas en ese país. Y la mayoría de esos estudios coinciden en señalar que el origen de ese fenómeno se encuentra no en unas oscuras leyes de mercado sino en las diferencias de capital humano, de empleabilidad que decimos en Europa, de su mano de obra. Y las dotaciones de capital humano no dependen fundamentalmente de la globalización o de Internet. Dependen de factores mucho más sencillos como la familia en la que se nace, el colegio al que se acude o la universidad a la que se tiene acceso. Por eso es importante tener Internet en las escuelas para el 2003, pero es más relevante a largo plazo -también desde el punto de vista económico- que los padres pueden hacer compatible su trabajo con sus obligaciones familiares.

NUEVA ECONOMÍA Y POLÍTICA FISCAL

Las dificultades para gravar personas y capitales, e indirectamente para poder ofrecer los bienes públicos propios del «modelo europeo», es una preocupación presente en casi todo los debates sobre la nueva economía. Los esfuerzos de armonización fiscal que de nuevo estamos viviendo en la Unión Europea se justifican, en gran medida, para evitar una competencia fiscal «perjudicial» de la que todos los países saldrían perdiendo.

¿Realmente la globalización pone en peligro -si no hay una eficaz intervención del Estado- los bienes públicos propios del Estado del bienestar? La respuesta acertada creo que es la negativa. Y por un doble motivo: porque la globalización tiene límites, aunque Internet sea gratis y vaya a la velocidad de la luz; y porque si hay bienes públicos es porque la gente los quiere.

El mundo hoy está más integrado que hace dos décadas, y los efectos externos -positivos o negativos- de acontecimientos que ocurren a miles de kilómetros nos afectan a tiempo real. Pero de ahí a pensar que no se podrá contar con bases fiscales para financiar los bienes públicos hay un salto cualitativo y no cuantitativo. Los capitales son plenamente móviles, lo que supone que hay pocas oportunidades de arbitraje, pero no hay un tipo de interés real en el mundo, porque las monedas -y las economías que las mantienen- no son plenamente sustitutivas. Y mucho menos móvil es una fábrica, una autopista o el capital humano de una región desarrollada. Sin contar, por supuesto, con las barreras culturales y legales. En un área tan integrada como la Unión Europea, conviven economías con diferencias de seis puntos en el crecimiento, siete en la inflación, cuatro en los tipos de interés, etc., lo que no se parece mucho a una zona plenamente «globalizada».

Además, en el supuesto de que se alcanzara el mayor nivel de globalización posible, seguiría habiendo impuestos. Sencillamente porque los individuos quieren los bienes que se financian mediante los tributos. Los ciudadanos desean contar con un buen nivel de educación, de sanidad, de pensiones o de subsidios a las personas con escasos recursos. Por eso fueron aprobados esos gastos en primer término y por eso se seguirían financiando en ese mundo integrado. Lo que la globalización sí puede hacer es acercarnos a ese ideal donde los ciudadanos pueden elegir el paquete de impuestos/gastos que mejor se adecúa a sus preferencias. Cada uno se situaría y situaría sus bienes en aquella circunscripción que mejor responda a sus deseos sobre con qué bienes públicos contar y con qué impuestos financiarlos. Habría una competencia fiscal «sana», es decir, en beneficio del individuo.

La existencia de esa competencia institucional, pese a los esfuerzos por controlarla, es hoy una realidad. Países y regiones compiten por inversiones -físicas o financieras-, por mercados, e incluso por el capital humano mejor formado. El efecto es un sistema fiscal más homogéneo, donde se tienden a gravar las bases menos móviles (es decir, más el trabajo y menos el capital), y donde la tributación se desplaza de la renta al consumo.

Una implicación relevante de este nuevo escenario es que se abandonan los propósitos redistributivos a través de unos impuestos altamente progresivos. No sólo porque generaban importantes desincentivos en la actividad económica, sino sobre todo porque era un mito. De los catorce millones de contribuyentes que había en España en 1996, el 91% (es decir, más de 11 millones) declaraba ganar menos de tres millones, lo que es probablemente cierto. Lo que resultaba más difícil de creer -al menos por el parque móvil- es que ese mismo año sólo hubiera 24.000 personas en todo el país que declararan obtener rentas superiores a 20 millones. El impuesto supuestamente más progresivo de nuestro sistema fiscal se había convertido en gran medida en un impuesto sobre nóminas, sobre todos aquéllos que no tenían oportunidad de reducir su factura fiscal de otra manera.

CONCLUSIÓN

La nueva economía es un modo de hacer la vieja economía más eficiente. La aprovecharán mejor los que sean capaces -a través de mercados más flexibles- de transformar los adelantos tecnológicos en valor añadido.

La nueva economía no es un «golpe de Estado» de las fuerzas del mercado, ni supone el final de los bienes públicos que incorpora el Estado del bienestar. Sí supone, por el contrario, mayor competencia institucional. En la nueva economía, el Estado está llamado a persuadir, no a imponer.

Director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA)