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Son muchos los que se preguntan sobre la utilidad de ciertas operaciones de paz, intervenciones militares o humanitarias, protagonizadas por las fuerzas armadas españolas en los últimos años. ¿Sirven para fortalecer la imagen exterior de España? ¿Ayudan a mejorar la percepción externa del gobierno de turno o del país en su conjunto? ¿Proporcionan un mejor conocimiento de nuestro país en el exterior, su cultura y virtudes o, simplemente, constituyen un pivote inevitable de nuestra diplomacia?

POLÉMICA EN MARCHA: POCAS RESPUESTAS

Militares, académicos, periodistas, diplomáticos, sociólogos y, por supuesto, agentes de inteligencia llevan devanándose los sesos en la última década sobre un asunto tan poco conocido por la opinión pública como poco popular entre quienes aseguran que las fuerzas armadas y de seguridad tienen determinadas misiones que cumplir —casi todas ellas especificadas con claridad en la legislación vigente— pero en modo alguno pueden reconvertirse en una organización humanitaria o en una ONG.

Quienes se muestran críticos con tales experiencias reconocen, sin embargo, que estas nuevas misiones exteriores se dirigían desde el principio a mejorar la imagen de las fuerzas armadas y de seguridad, bastante deteriorada por razones históricas. De paso, deberían servir para que la imagen exterior del país se aquilatara. No hay prueba hasta ahora de que así haya sido.

ENCUESTAS Y RESPUESTAS

La imagen interna de las fuerzas armadas ha mejorado sin duda desde los años ochenta —eso al menos reflejan casi todas las encuestas; sobre su seriedad tengo fundadas dudas—, sobre todo desde que el servicio militar obligatorio desapareció y estos menesteres tienen carácter profesional.

Claro que ni todas las misiones humanitarias, de paz, de separación de fuerzas, de instrucción y control territorial son iguales ni los argumentos facilitados para justificarlas tienen el más mínimo parecido. No es lo mismo enviar soldados y material de transporte a Afganistán en el marco de una operación inspirada y dirigida por la OTAN que enviar policías o guardias civiles a Haití o a Centroamérica.

No es lo mismo tampoco destacar a Cachemira fuerzas de asistencia humanitaria, hospitales de campaña o bomberos para luchar contra las consecuencias de un terremoto que situar a «nuestro chicos» en Diwaniya en plena guerra de Irak pese al carácter «hortofrutícola» del territorio ocupado según aclaró el ministro Trillo en aquella circunstancia.

A NADIE LE IMPORTA MUCHO

A nadie le importa mucho —en España o fuera de ella— que los médicos y enfermeros militares españoles trabajen entre la población cachemir, salven vidas en Filipinas o controlen las bandas de descamisados («quimeras», vaya nombre) en el Haití post-Aristide. En cambio sí importó —el tiempo se encargó de probarlo— que nuestras tropas formaran parte de la coalición occidental en la segunda guerra de Irak. El gobierno de José María Aznar debió entonces enfrentar una creciente ola de protestas y críticas sabiamente instrumentalizadas por la izquierda que tendrían indudable influencia en los resultados electorales del 14-M aunque obviamente no los hubiera condicionado como algunos aseguran y proclaman.

¿Sirvió el compromiso español en Irak para mejorar su imagen internacional? Según y cómo. En Estados Unidos, Reino Unido y otros países de la coalición, sin lugar a dudas. En otros países del Tercer Mundo, del mundo islámico, africano o asiático se asumió con sorpresa y no disimulado malhumor. Y en ciertos países europeos, socios y aliados como Francia o Alemania (aunque hostiles a cualquier compromiso con la coalición liderada por los EE.UU.) la imagen del gobierno español sufrió un claro deterioro. No podía ser de otro modo si se tiene en cuenta que Francia basa sus relaciones exteriores en la sumisión a su cada día más decaído papel internacional pero sobre todo en la obediencia debida de descolonizados, vecinos y socios menores.

ESPAÑA EN LA «NUEVA EUROPA»

La inserción de España en lo que el secretario de Defensa, Rumsfeld, llamó la «nueva Europa» no entusiasmó precisamente a Chirac y a Schroeder, convertidos en la punta de lanza crítica de la intervención americana en Irak.

El momento álgido de la entonces cordial relación hispano-norteamericana podría situarse en la intervención de Aznar ante la Cámara de Representantes y el Senado norteamericanos cuando fue jaleado en varias ocasiones por un auditorio puesto en pie. Nunca, se dijo entonces, las perspectivas de la relación bilateral habían sido mejores.

ESPAÑA-EE.UU: BAJO MÍNIMOS

Las tornas cambiaron radicalmente meses después tras el triunfo socialista y la retirada un tanto patosa —mal y pronto— de las tropas en cumplimiento de una promesa electoral de Rodríguez Zapatero. La retirada se produjo sin tino ni sentido común. La Administración norteamericana y la opinión pública del país reaccionaron como cabía de esperar: acusando al nuevo gobierno español de traición y cobardía. Las relaciones bilaterales entraron —y no han salido todavía— en una etapa de mínimos.

Lo que empezó siendo una operación de apoyo militar terminó convirtiéndose en una acción irresponsable y contraproducente que el inefable ministro Moratinos apañó diciendo en Washington que las relaciones eran, sin embargo, «cordiales y excelentes».

La recomposición de las relaciones entre los respectivos gobiernos de Washington y Madrid tardará todavía muchos meses, años incluso: la reciente negativa de Estados Unidos a permitir que España venda a Venezuela aviones y fragatas con tecnología militar norteamericana constituye apenas un ejemplo de lo que el gobierno de Rodríguez Zapatero arriesgó rompiendo unilateralmente una relación mutuamente beneficiosa. Si a eso añadimos el disparatado «eje» Madrid-La Habana-Caracas y ¡ahora! La Paz. Podemos colegir hasta qué punto el «amigo americano» está que trina.

POCA REFLEXIÓN: NULA IMAGEN

A lo largo de la última década los sucesivos gobiernos españoles han podido comprobar que el envío de tropas o contingentes de seguridad a países lejanos con los que España no tiene relaciones de proximidad política, cultural, geográfica o económica se justifica mal y desde el punto de vista de su imagen exterior no ayudan a mejorarla.

Tomemos el caso de la presencia española en la lejana provincia afgana de Herat dentro de una misión promovida por la Alianza Atlántica en el marco de una operación de lucha contra el terrorismo tras el 11-S, supuestamente dirigida a la consolidación política (elecciones) y ayuda humanitaria al régimen afgano nacido al socaire de la intervención norteamericana en aquellas latitudes. Aparte del coste material y humano (caída de un helicóptero y muerte de su tripulación, entre otras cosas) está por ver para qué sirve esta aventura en tierras tan lejanas como ajenas. Lo mismo cabe decir del contingente enviado a Pakistán tras el terremoto con el agravante de que finalmente no fue la Alianza Atlántica quien pagó la operación como previamente se había comprometido sino el ministerio de Defensa como José Bono, hecho un basilisco, reclamó.

BUENOS Y MALOS RESULTADOS

Los gobiernos sucesivos tal vez deberían preguntarse antes de decidir este tipo de operaciones hasta qué punto pueden servir para mejorar la suerte de las poblaciones o territorios involucrados. No estoy seguro de que esto se haya hecho de un modo sistemático. No hay la menor duda de que cuanto más próximo se halla cultural, histórica o políticamente el lugar o lugares donde estas misiones se van a desarrollar, mejores resultados obtendrán y mejor recuerdo dejarán.

Recordemos al respecto los excelentes resultados conseguidos por nuestras tropas y agentes de seguridad (guardia civil y policía) enviados en los años ochenta a Centroamérica en plena recomposición política de la región. Estas operaciones se produjeron de acuerdo con la OEA (Organización de Estados Americanos), el Grupo de Contadora u otras plataformas de carácter regional. Nuestras tropas se encontraron en aquellos parajes como en casa (todo ayudaba: el idioma, las costumbres, la religión, el carácter nacional, una opinión pública favorable) y su recuerdo todavía hoy perdura. Dudo mucho que esto vaya a suceder mañana en lugares como Bosnia, Kosovo o Afganistán.

Con respecto a Bosnia recuerdo un viaje a Mostar en el que asistí a un espectáculo significativo y un tanto irritante: mientras un grupo de soldados españoles tendía en la zona urbana la electricidad y abría zanjas para el alcantarillado, un grupo de lugareños jugaba al lado al dominó como si la cosa no les afectara ni les interesara. Obviamente este tipo de ayudas y cooperación para nada ayudan ni a los que las reciben ni a quienes generosamente las prestan. Tal vez ha llegado la hora de pasar al peine fino estas decisiones.

Un ejemplo de eficacia fue, por ejemplo, el envío —también en la década de los ochenta y noventa— de varios contingentes a Mozambique y Angola, dos países que salían de una guerra sangrienta y que se encontraban entonces en una situación de caos y desamparo terrible. La presencia de la guardia civil y de nuestros soldados en las excolonias portuguesas abrieron una etapa de cooperación que todavía hoy —pienso en Mozambique, un país que ha experimentado una clara mejoría pese a que sigue siendo uno de los más pobres de África— sigue funcionando.

Es obvio, pues, que las misiones de ayuda, separación de fuerzas, cooperación humanitaria, apoyo en el terreno de las infraestructuras deben ser objeto de un seguimiento posterior. Veo difícil, por ejemplo, que tras nuestra presencia en Afganistán quede algo, si acaso algún hospital de campaña, alguna línea eléctrica o de alcantarillado, y pare usted de contar. Por supuesto siempre podrá alegarse que la misión española en este país tenía límites muy concretos y objetivos clarísimos aunque modestos y limitados.

ENTRE AFGANISTÁN Y HAITÍ

El caso es que tras la evacuación de nuestras tropas todo indica que la provincia en la que están instaladas volverá a las andadas como está volviendo todo el país ante el asombro un tanto pánfilo de la OTAN y de Estados Unidos: han vuelto los «señores de la guerra» y los «talibanes», la producción de opio y heroína sigue encabezando el ranking mundial, la inseguridad y el bandidismo dominan las tres cuartas partes del territorio. Y por supuesto, el país sigue inmerso en una cultura religiosa medieval y social donde el islamismo más radical se desarrolla sin obstáculos. Un simple vistazo a lo que hoy es Afganistán tal y como vemos por televisión a diario debería llevarnos a preguntar qué hacen nuestras tropas allí, hasta cuándo estarán y para qué sirve su presencia.

La retórica al uso de implementar la democracia, combatir al terrorismo o acabar con la producción drogas, sinceramente no sirve. Cualquiera de los participantes en esta misión a su regreso a España (he hablado con bastantes) se hace la misma pregunta que muchos españoles: ¿qué hacemos allí, por qué y para qué?

Tanto en el caso de Afganistán como de Haití — a donde fuimos por petición expresa de dos países latinoamericanos, Chile y Brasil— puede argumentarse que España tiene obligaciones internacionales que cumplir tanto en el caso de Naciones Unidas como de otras organizaciones multilaterales de las que forma parte. Pero de lo que se trata es de dilucidar y reflexionar sobre este tipo de aventuras, no de explicarlas formalmente con pretextos diplomáticos.

En una democracia consolidada estas iniciativas se discuten en sede parlamentaria, en comisiones ad hoc o entre expertos. En España es el Gobierno quien decide, previa comunicación al Parlamento, este tipo de acciones. Probablemente para nada serviría una discusión abierta sobre tales misiones: ahí funcionaría una vez más lo políticamente correcto o incorrecto. ¿Quién se atrevería, por ejemplo, a discutir la viabilidad o sensatez de enviar a un departamento haitiano al continente cuyo único objetivo era, aparentemente, salvaguardar el orden público y facilitar unas elecciones que, naturalmente, fueron caóticas y opacas?

¿Se atreverá el Gobierno actual —tras haber anunciado con fecha fija cuándo estas tropas volverán a España— a rechazar la petición del representante de Chile ante Naciones unidas, Juan Gabriel Valdés, para que la misión se mantenga, tal vez de forma indefinida? Tengo mis dudas. Guste o no al Gobierno socialista, la presencia española en Haití fue irrelevante, costosa y sin resultados.

EL PAPEL DE LA FUERZAS ARMADAS

Claro que tras este tipo de misiones militares o de seguridad late una realidad que a lo largo de los veinte años ha sido imposible de aclarar y ahí derecha e izquierda tienen responsabilidades semejantes: qué papel deben jugar las fuerzas armadas, dentro y fuera del país. ¿Deben dedicarse, como a veces parece, a participar en operaciones inspiradas por la comunidad internacional (OTAN, ONU, UE) o los países amigos y aliados (Estados Unidos: es dudoso que para el actual gobierno siga siéndolo) o simplemente reducirán su despliegue exterior a labores de carácter humanitario o de cooperación? Aparte de lo que dice y define la Constitución ¿deben ser una «ONG» o un apéndice humanitario del Estado? Muchos han querido ver en esta desviación del papel constitucional de las fuerzas armadas un pretexto para neutralizarlas evitando así que se ocupen de temas domésticos, mucho más polémicos: he aquí un buen asunto para discutir en el futuro en caso de que alguien se atreva. Debe ser la sociedad civil quien se ocupe de ello y es improbable que lo haga.

A estas alturas, conviene ser relativamente escéptico si de lo que se trata es de calibrar la aportación de las misiones militares exteriores al «mejoramiento» de la imagen de España. Sólo en condiciones muy favorables y en operaciones muy concretas, esta imagen sale ganando. Lo demás me parece, sinceramente, retórica.

Periodista