En la década de los noventa se inició en América Latina un período de reformas de carácter liberal que deberían suponer el gran salto adelante en la zona. Se logró entonces la integración regional del Mercosur, y hubo otros intentos similares en el área andina y en Centroamérica; aparecieron las Cumbres Iberoamericanas y las relaciones con la Administración americana, entonces presidida por Bill Clinton, lograron normalizarse.
Fue esta Administración la que impulsó las reformas de las políticas públicas de los países de la región, con objeto de generalizar la exitosa experiencia del modelo chileno. Con el apoyo de instituciones internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se transformaron los sistemas financieros y de pensiones, la seguridad social, se estabilizaron las cuentas públicas de la mayor parte de los países y se atrajo mayor y más diversificada inversión extranjera. Este período reformista hizo concebir esperanzas de que la hiperinflación, las bancarrotas y las crisis económicas no reaparecerían más, o al menos, no en la magnitud de los años setenta y ochenta, y que el desarrollo era posible para Latinoamérica.
A pesar del enorme crédito político y económico que se invirtió, después de quince años la región se halla en una delicadísima situación. Estas políticas de ajuste, que desde 1995 se han venido denominando por sus críticos el «Consenso de Washington», a pesar de restaurar la credibilidad y solvencia internacional de Iberoamérica y de recuperar para ella el equilibro macroeconómico, no han traído todo el desarrollo esperado sino que han incrementado más bien las ya enormes distancias sociales entre ricos y pobres.
Es cierto que la ortodoxia con que en muchos casos se ejecutaron las recomendaciones de los organismos internacionales es más que dudosa, ya que se mantuvieron e incrementaron en muchas ocasiones las redes clientelares y la corrupción, y que los ajustes no se acompañaron de mayor transparencia o al menos con el impulso de organismos independientes de control. Además, las medidas económicas no se siguieron de otras reformas estructurales de carácter político y social imprescindibles. También hubo, quizás, un exceso de expectativas.
A partir de 1998 las malas noticias se acumularon para Latinoamérica. Las crisis económicas del sudeste asiático de finales de los noventa produjo enorme desconfianza e inquietud en los inversores internacionales. Junto a ello, en Estados Unidos se inició una recesión económica a partir de octubre de 2000, que se agudizó con los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. A partir de ese instante el objetivo principal de la Administración Bush se ha concentrado en el mundo árabe, lo que ha dejado a la región y su crisis en un muy segundo plano. Este ha sido abandonado sólo fugazmente con las negociaciones en México del proyecto de Libre Área de las Américas, ocasión que sirvió para mostrar a las claras las enormes dificultades que existen para llegar a ese acuerdo.
Al mismo tiempo, se han experimentado algunos de los efectos perversos de la globalización. Ella ha producido un notable incremento de la competencia internacional para la región, especialmente a cuenta del sudeste asiático, tanto en el terreno de la producción agrícola y de materias primas como en las manufacturas para los mercados europeo y americano. La región sudasiática está consiguiendo incluso ser productor de servicios para empresas de países desarrollados, cosa nunca oída en el caso latinoaméricano.
A ello se suma la debilidad de las instituciones estatales, especialmente de las administrativas, y un sistema electoral que favorece la disgregación de los partidos políticos y que lleva a la debilidad de los gobiernos.
Ante este panorama, el clima político en marzo de 2004 presenta una doble realidad. Por un lado, un descrédito casi total de los partidos y dirigentes políticos tradicionales, que concurren con unos movimientos populares que son capaces de derrumbar gobiernos elegidos democráticamente. Así ha ocurrido en Bolivia y en Haití y puede ocurrir también en Ecuador.
En esta atmósfera de inestabilidad, la izquierda ha sabido encontrar un referente e icono en Luiz Ignacio Lula da Silva, líder del Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil y un enemigo al que hacer frente: «el Consenso de Washington». Lula, al mismo tiempo que ha insistido en la necesidad de hacer profundas reformas que terminen con las enormes desigualdades sociales en su país, ha sabido realizar una activa campaña internacional buscando enfrentamientos puntuales con Estados Unidos, como sucedió en la reunión de Cancón de la Organización Mundial de Comercio, o en la negociación del Área de Libre Comercio de las Américas, pero sin llegar tampoco a estériles rupturas. En el interior del país, a pesar de las manifestaciones a las que tuvo que hacer frente por sus reformas de las pensiones de los funcionarios o la crisis por algún caso de corrupción por parte de un asesor de su Gobierno, ha conseguido incrementar su popularidad. Incluso el sector financiero, no sólo brasileño sino también internacional, que en un momento vio con temor la llegada de Lula al poder, ha acogido con satisfacción las reformas que ha llevado a cabo, algunas de ellas presentadas con anterioridad por Fernando Herique Cardoso.
Lo que es indudable es que Lula es en estos momentos el gran referente en Latinoamérica. Además, su papel es o será determinante para resolver crisis como la de Venezuela, la transición en Cuba o el fin de la violencia en Colombia. El impulso a la alianza estratégica con Argentina supone una manifestación más del papel internacional que está dispuesto a seguir jugando.
Mientras que la izquierda ha sabido encontrar un referente, pues, el centro derecha no consigue esbozar un discurso moderno. La descomposición de la que durante muchas décadas fue su principal etiqueta —la democracia cristiana— es un hecho en todo el continente. El COPEI de Venezuela es inexistente; en Centroamérica y en el área andina ha desaparecido y en Chile es actualmente el socio minoritario de una concertación presidida por el socialista Lagos. Lo ocurrido en Panamá, donde para la supervivencia del partido se ha buscado una alianza con el PRD de Torrijos, es quizás un síntoma más del agotamiento ideológico del que hablamos.
El fracaso de Vicente Fox y del Partido de Acción Nacional en las elecciones de julio de 2003, que incrementaron la mayoría legislativa del PRI, y los actuales movimientos del PAN que le han llevado a la alianza con el PRD en algunos Estados, son síntomas claros de una crisis de identidad y de referencias políticas.
Quizá el líder que ha mostrado mayor solvencia ha sido Alvaro Uribe, quien, a pesar de algunos tropiezos, cuenta con un gran respaldo interno. Su consolidación internacional pasa no obstante por su capacidad de poner fin al conflicto con las FARC.
Aunque Oscar Berger, en Guatemala, ha triunfado en las elecciones con una alianza circunstancial de partidos (GANA), el futuro inmediato no se presenta prometedor para el centro derecha. En El Salvador, el presidente Francisco Flores no tiene todas consigo sobre si el candidato de ARENA será el próximo presiente, pues el FLMN está subiendo en todas las encuestas y la campaña se ve muy apretada. En Panamá se da por segura la victoria del miembro del PRD Torrijos y en la República Dominicana las encuestas dan por segura la vuelta de Leonel Fernández al poder.
Se da la contradicción de que los movimientos de centro derecha más solventes e interesantes o están todavía en fase inicial, como el de López Murphy en Argentina; o los problemas internos de su nación impiden su definitiva conformación, como sucede en el caso de Primero Justicia en Venezuela o la UDI chilena, que no podrá ocupar un espacio de «normalidad» en el marco del centro derecha latinoamericano mientras continúe presente la sombra de Pinochet.
Ante este panorama es necesario reconocer que el centro derecha en Latinoamérica necesita un refundación para hacer frente a los retos del presente.
Y el que podemos denominar como «efecto Lula» en la región está favoreciendo también la aparición de una nueva izquierda, al margen de los partidos convencionalmente socialistas o socialdemócratas. Esto se puede ver en el ascenso de los cocaleros de Evo Morales, la descomposición del proyecto político de Alejandro Toledo en Perú y las dificultades por las que atraviesa el Gobierno de Lucio Gutiérrez. Aunque en ocasiones se acusa a Castro o Chávez de ser instigadores de estos movimientos, es claro que sin la referencia de Lula y el nuevo auge de la izquierda, las consideraciones serían distintas.
La crisis de los partidos tradicionales, las diferencias sociales, el indigenismo y los efectos negativos de algunos aspectos de la globalización son un caldo de cultivo para respuestas populistas en una sociedad que el propio Latinobarómetro demuestra que está en estado de descomposición, por la desconfianza interna existente.
Ante estos problemas se hace necesario la presencia de programas no sólo que restauren la confianza social y que fortalezcan las instituciones democráticas sino que sean capaces de exprimir todas las oportunidades que están disponibles en la era de la globalización. La reconstrucción de partidos en torno a liderazgos claros, que no caudillismos, con programas económicos de modernización y apertura exterior, sin dejar de hacer frente al hondo problema social, deben servir para preparar a la región para afrontar los retos de un mundo en rápido proceso de transformación.
Perder el tren de la globalización puede suponer para Latinoamérica un nuevo salto hacia atrás. Nos encontramos en uno de esos momentos de la historia en el que o la sociedad apuesta por un gran salto adelante, con todos los costos y sacrificios que ello conlleva, o la distancia económica y cultural con las naciones más avanzadas continuará incrementándose. Hemos visto cómo naciones atrasadas en distintas regiones de Europa (Portugal, Grecia y la misma España), este de Asia (Corea, Indonesia, Taiwan, Singapur y en estos momentos Vietnam y la misma China) y en la región latinoamericana el caso chileno; han demostrado que el desarrollo y el progreso es posible si se apuesta por el crecimiento, la apertura y la modernización.
La última cumbre de la Organización de Mundial de Comercio en Cancún, en el marco de una complejísima negociación que incluía la reforma de los subsidios agrarios de los países desarrollados, pero también la necesidad de incrementar la transparencia, la seguridad jurídica y reducir la aleatoriedad de las decisiones gubernamentales de cara a las inversiones internacionales (lo que se conocía como «Agenda de Shangai»), ha demostrado cómo la mayor parte de mandatarios latinoamericanos se enrocaban en posiciones proteccionistas. La historia es tozuda; desde la antigua Grecia, el desarrollo y prosperidad ha pasado siempre por la apertura al comercio internacional.
De espaldas a la realidad, muchos han pensado en una suerte de resurrección del realismo mágico en lo político, gracias al cual llegarían a existir «tercera vías» o de vías alternativas a la hora de afrontar el reto de la globalización: unos sueños que pueden ser fatales para la región. Como ha señalado recientemente Jagdish Bhagwati, miembro del Council on Foreign Relations y profesor de la Universidad de Columbia, la globalización exige dar pasos «óptimos», lo que no quiere decir «rápidos»; pero sólo el crecimiento y la apertura de la economía ha mostrado ser un instrumento eficaz para reducir la pobreza.
Todavía hay margen para la esperanza. Existen instrumentos ideológicos y políticos para dar la vuelta a una complicada situación. Es posible encontrar nuevos referentes y paradigmas —la globalización es el régimen de las oportunidades—; lo que sería lamentable es que Latinoamérica siguiera contando el tiempo en razón de décadas perdidas, en lugar de oportunidades aprovechadas. La respuesta está en las manos de los latinoamericanos.