Tiempo de lectura: 5 min.

México es una de las más extensas y pobladas naciones de Occidente, y España una de las más antiguas. La superficie de la república americana es casi cuatro veces la de España y sus habitantes son más del doble. La historia hispana documentada, desde que se aunan y organizan los pueblos de la península bajo la dominación romana, es, por sus dos mil años de antigüedad, más larga que la de México. La mexicana de antes de la conquista y de Cortés se conoce, o se vislumbra, por las huellas que descubre la arqueología y los resquicios que abren tradiciones y leyendas. Ese pasado no tiene nada que ver con el de Europa. Pero luego, durante tres siglos, México y España compartieron soberanos, leyes, religión, letras y Administración. Ahora tienen en común, como continuación de todo aquello, lengua, civilización, cultura -en el más amplio y moderno sentido de la palabra-, valores espirituales de raíces cristianas y, además, en los últimos lustros y en proporciones crecientes, comercio, finanzas, industrias -desde las de la energía hasta las de la comunicación y el ocio-.

La riqueza natural y humana de México es grande y sus potencialidades en los órdenes económico y cultural cada vez mayores. El país está abierto a los dos grandes océanos del planeta: el Atlántico, al que se ha llamado «el Mediterráneo de la Edad Moderna»; y el Pacífico, del que probablemente se podrá decir algo parecido en el recién empezado siglo XXI. Su emplazamiento geográfico hace de México el eje de todas las presentes y futuras comunicaciones por tierra entre la América anglosajona del norte y la ibérica del centro y sur del continente.

La historia de México no ha sido fácil ni cómoda. Ha conocido numerosos conflictos interiores (que, en algunos casos, llegaron a ser guerras civiles, mayores o menores): desde los que enfrentaban a los pueblos «indios» prehispánicos, hasta las penosas contiendas políticas, sociales y religiosas del primer tercio de la última centuria, pasando por las guerras de independencia, las cruentas consecuencias de los ensayos «imperiales», etc. Pero a lo largo de su ya dilatada-y en tantos momentos crispada- historia, en el conjunto del país se ha desarrollado un proceso de integración étnica, cultural, espiritual y humana que ha dado como fruto la indiscutida existencia de la identidad nacional mexicana.

La época hispánica tuvo ciertamente algo que ver con todo ello. Funcionó, con eficacia inusual en aquellos tiempos, una organización política, merced a la que, junto con las asociaciones étnicas del mestizaje, un cierto sistema escolar, la adopción de la lengua castellana y la cristianización de las poblaciones, se evitaron los riesgos de una fragmentación como las que han troceado otros espacios del continente americano. Después México perdió en el norte territorios y pueblos en las guerras con los Estados Unidos. Pero la extensa conservación de hábitos culturales y modos de vida, más la emigración de los «hispanos», que en una especie de play-back de la historia inundan los Estados del sur de su gran vecino, han abierto camino para la expansión de la cultura hispana -o más bien mexicana- por el otro lado del Río Grande.

Después de los desencuentros y convulsiones de finales del siglo XIX y primer tercio del XX, el México político ha estado dominado por la absoluta hegemonía del partido que en sus fases más recientes ha llevado -y lleva- un nombre que parece una contradicción -«Partido Revolucinario Institucional»-. Sus siglas acronímicas, PRI, han llegado a formar parte del léxico político universal, al menos entre las democracias. Ese peculiar sistema ha sido objeto de la atenta observación y análisis por parte de los estudiosos de la política mexicana y de la política comparada, y se ha hablado de él siempre que se trataba del paso de un régimen autoritario o dictatorial a una situación transicional.

Para algunos lo de México era una dictadura de partido con formas y doctrinas teóricamente democráticas, pero sin que el apretado y eficaz aparato de poder monocolor permitiera la formación de una verdadera alternativa. En ello el México del PRI se asemejaría formalmente a los fascismos o «parafascismos» europeos y a los regímenes de «descolonización» asiática o africana. Era, decían ellos, un régimen de «partido predominante». El presidente, para las cuestiones capitales, era una especie de jefe absoluto, cuyo poder de hecho sólo estaba limitado por el principio de la «no-reeleccion».

Para otros, el sistema era -o llegaría algún día a ser- el preludio de una verdadera democracia o la puerta que abriera paso a su instauración. Ultimamente se ha cumplido esto segundo, de una forma más plena que en un régimen que tantas veces se comparó con el de México, el de la república turca de después de la Primera Guerra y el «reinado» de Ataturk.

En España, México ha interesado siempre mucho a todo el mundo, y España en México también ha sido centro de interés. Los antiguos «gachupines» son en nuestros días méxicanos de cuerpo entero y aquí a nadie se le ocurre llamar «indio» más que a aquel mago del cine que se apellidaba Fernández. Pero probablemente en México se sabe más de España que en España de México. Al necesario y prometedor entendimiento entre los dos pueblos y sus culturas, que en el fondo son una sola, es a lo que quiere servir Nueva Revista con este número monográfico de 2002.

Nuestras dos naciones quedaron casi incomunicadas oficialmente después de la guerra civil española. Para el Estado mexicano el Gobierno de España era el de los «republicanos exiliados» y la cultura española la de los otros «transterrados» intelectuales, escritores y artistas. Tanto el Gobierno mexicano como algunos de estos emigrados forzosos pensaban -o soñaban- que la historia española emprendería en algún momento una marcha atrás, que eliminaría del poder a los vencedores de la guerra civil y a sus sucesores, y que devolvería las instituciones a las izquierdas republicanas de 1936. Eso no podía ocurrir y no ocurrió. La historia, a diferencia de la naturaleza, a veces «procede por saltos». Pero en muy pocas ocasiones son hacia atrás. «Lo que no puede ser -como se cuenta que solía decir el torero filósofo– no puede ser y además es imposible». Pero el desencuentro político, que llegaba hasta el absurdo de tener que solicitar en un tercer país el visado de los pasaportes para ir de una de las dos naciones a la otra, no pudo quebrar la profunda afinidad entre ambas. Los «exiliados» republicanos españolizaron la cultura y la educación mexicana. Libros editados en México eran manuales en las Facultades españolas. La colonia española en México era poderosa e influyente en los círculos económicos y en los literarios. Las industrias del ocio y el mundo de los espectáculos (el indio Fernández, María Félix, Cantinflas, Arruza, otros mil que podrían añadirse a esta lista) eran tan populares aquí como allí. El boom de la literatura americana en España empezó o creció con los escritores mexicanos. Por encima y por debajo de la política, que durante casi cuarenta años parecía haber convertido el Atlántico en una sima infranqueable, la sangre del espíritu, y también la de la economía y de los negocios, que eran sangre común de los dos pueblos, circulaban indistintamente por ellos sin extrañar el organismo que en cada momento la albergaba.

Desde que culminó la transición española, las dos grandes naciones de cultura, lengua y hábitos hispánicos, que no dejan de compartir -además de sus demostradas virtudes- también defectos históricos, están más cerca que nunca. La primera visita a México del rey Don Juan Carlos consagró la renacida hermandad. También en la ciudad de México ciertos actos simbólicos del monarca fueron un expresivo colofón del proceso de superación de las fracturas políticas y morales de la nación española.

En este principio de siglo y de milenio, los acercamientos -o, mejor dicho, las cooperaciones- entre México y España en los campos de la cultura, del arte, de las letras, de la economía, y nuestro común sentimiento de pertenencia a esa singular comunidad internacional que es Iberoamérica, enriquecen nuestro presente y nos hacen vislumbrar un luminoso futuro.

Fundador de Nueva Revista