Cuando Alexis de Tocqueville escribe La democracia en América su objetivo es mostrar la radical innovación que, desde el punto de vista de la filosofía y la práctica políticas, significaba el experimento democrático americano. América estaba intentando llevar a cabo algo que hasta ese momento resultaba completamente ajeno al imaginario político: la creación de una república en un territorio continental, es decir, la proyección de la tríada de la democracia liberal -equilibrio de poderes, protección de las minorías frente al principio mayoritario y defensa de las libertades fundamentales a través del control de los jueces- en el vasto espacio americano.
Se trababa de hacer patente que la democracia americana estaba alumbrando un nuevo concepto de ciudadanía y una nueva visión de la identidad política, cuyo eje consistía en la participación en el espacio público a partir de la separación entre el individuo y la comunidad.
El humanismo cívico renacentista y el republicanismo cosmopolita de la Ilustración habían hecho posible una reescritura del carácter heroico de la polis griega. El parlamentarismo británico como antecedente histórico inmediato había colocado en el centro del debate jurídicopolítico la relevancia del principio de self-government, y la dimensión constitucional de un politic body basado en los usos y costumbres y en la generación del consenso a través del discurso. El término clave para identificar la nueva realidad política fue el de Constitución.
Todo ello -ciudadanía, subsidiariedad, derechos fundamentales, distribución del poder entre el centro y la periferia, consolidación de una cultura política común, Constitución- son los grandes temas que atañen en estos momentos a la construcción europea. De ahí la relevancia de los paralelismos -y también de las diferencias- entre la creación de la democracia americana a finales del siglo XVIII y la arquitectura de la democracia europea en los albores del siglo XXI.
REPUBLICANISMO DE LA CIUDAD IDEAL
En estos momentos, la palabra Constitución en relación con Europa también ha dejado de ser un tabú, y la idea de una soberanía compartida o el ejercicio común de la soberanía a través de lo que tradicionalmente se ha denominado la puesta en común o pooling de soberanías a través de las instituciones europeas, se ha convertido en el fundamento de las diversas visiones sobre Europa que se han ido proponiendo a lo largo de los dos últimos años. Los cuatro puntos abiertos para el debate público por la Declaración sobre el futuro de la Unión del último Consej o Europeo de N iza son el quicio en torno al cual se articulan los problemas principales que lleva aparejada la elaboración de un texto constitucional europeo. Pero la cuestión del reparto de poderes entre Bruselas y los Estados nacionales, del estatuto de la Carta de Derechos Fundamentales, de la participación de los parlamentos nacionales en la creación de las leyes comunes europeas, o de la clarificación de los actuales Tratados, es también en realidad una discusión sobre la configuración de la democracia en Europa.
La transformación progresiva de las Comunidades Europeas, desde una organización internacional con finalidades limitadas a la integración económica a una nueva entidad política, ha planteado abiertamente el problema de la relación de esta nueva forma política europea con las Constituciones de los Estados miembro y su estructura de naturaleza estatal. La cuestión de la Constitución europea hace por tanto referencia no solamente a la simplificación de los Tratados comunitarios, o al reconocimiento de que el actual sistema comunitario presenta ya los rasgos y los caracteres, tal y como ha declarado en varias ocasiones el Tribunal de Justicia de Luxemburgo, de una Constitución, al menos desde el punto de vista material. Lo que se está planteando con la discusión sobre la Constitución europea es la cuestión de un orden constitucional europeo, es decir, la «europeización» de los derechos constitucionales, de las Constituciones y de los Tribunales Constitucionales de los Estados nacionales, o dicho con otras palabras, el problema de las relaciones entre el sistema comunitario europeo y los sistemas constitucionales de los Estados miembro en la perspectiva de un ordenamiento constitucional común de un sistema político conjunto.
Ello implica el reconocimiento de una profunda transformación de lo que ha sido hasta ahora la Unión Europea. De aquí también la complejidad de las tareas abiertas por la Declaración sobre el futuro de la Unión y las dificultades de trasladar este debate a la opinión pública. La Unión Europea cuenta ya con una Constitución. Y esta «Constitución europea» es un sistema necesariamente abierto, integrado por dos niveles constitucionales complementarios que son los formados por los ordenamientos constitucionales de los Estados miembro y el propio ordenamiento constitucional comunitario, dos niveles constitucionales entre los que existe una interrelación e interconexión permanente.
Son los Estados miembro los que siguen teniendo el poder de reformar los Tratados comunitarios e incidir de manera central en el proceso de constitucionalización europea, pero a su vez es también el ordenamiento supranacional de la Unión el que influye permanentemente sobre las -el supranacional de la Unión Constituciones y las estructuras admiy el nacional de los Estados- nistrativas y estatales de los Estados miembro, trasformándolas sin necesidad de que se lleve a cabo una reforma constitucional. Cuando hablamos de Constitución europea estamos por tanto hablando de algo que va mucho más allá de un texto constitucional en el sentido tradicional. De lo que se trata es de la interrelación entre dos niveles constitucionales distintos -el de la Unión Europea y el de los Estados miembro- o si se quiere, de dos tipos de sistemas políticos distintos -el supranacional de la Unión y el nacional de los Estados-.
Si se admite que la Unión Europea tiene en estos momentos ya una Constitución propia, al menos en el sentido formal, lo que tiene que intentar resolver entonces la pregunta sobre la Constitución europea es cómo mejorar el funcionamiento de esa interconexión entre el sistema político de la Unión y los sistemas políticos de los Estados y cómo ello puede redundar en beneficio del conjunto no sólo de éstos, sino de los ciudadanos europeos. Lo que se trata, en definitiva, es de pensar sobre la forma específica de la democracia europea.
Desde esta perspectiva, las dudas que se han planteado sobre la posibilidad de una Constitución europea tienen menos fundamento de lo que a primer vista podría parecer. El argumento de que al no existir un pueblo europeo, un demos, con capacidad de encarnar el poder constituyente de una forma unitaria y homogénea, o la objeción de que cualquier texto constitucional europeo debería requerir necesariamente la ratificación a través de un referéndum por parte de ese mismo inexistente pueblo constituyente, así como el recurso tradicional a seguir considerando de forma bastante ficticia a los Estados como «señores de los Tratados», responden a una situación que ya no es la actual.
Es obvio que las funciones de los Estados han cambiado. En la era posnacional de la globalización los Estados se hallan limitados para cumplir aisladamente sus funciones clásicas: la salvaguarda de la paz, la seguridad interior y exterior, la protección de las libertades y del bienestar de los ciudadanos. El pasado 11 de septiembre ha vuelto a poner de manifiesto la necesidad de una estrategia común frente a las amenazas a la seguridad interior. La integración europea es la consecuencia de este déficit y de la prosecución de instrumentos complementarios en la búsqueda del bien común. Por ello es preciso definir el proceso de constitucionalización de una manera mucho más abierta.
Desde el siglo XIX el Estado y la Constitución han vivido en una permanente tensión interna. En realidad, en cierto sentido lo que ha llevado a cabo el Estado constitucional o Estado de Derecho ha sido la civilización jurídica y democrática del Estado absoluto, de la soberanía estatal. Nuestros ordenamientos jurídicos constitucionales no hubieran podido existir sin la forma estatal. Gracias a la estructura de la soberanía nacional se ha hecho posible el desarrollo de un sistema de protección de los derechos del ciudadano frente a ese propio Estado; la división constitucional de poderes ha actuado de forma consistente contra la ficción de una soberanía estatal entendida como concentración y monopolio del poder. De forma similar, la estructura constitucional de los Estados miembro aparece ahora como la base necesaria para que pueda desarrollarse el orden, a la vez nacional y supranacional, de la Constitución europea.
Al mismo tiempo, es indudable que el sistema europeo depende para su existencia y su buen funcionamiento de las instituciones democráticas y las estructuras administrativas y estatales de los Estados miembro, no sólo para la aplicación de la legislación comunitaria y su ejecución administrativa, sino también porque los Estados son, a todos los niveles, parte integral de los órganos, de las instituciones y del propio funcionamiento comunitario.
Los Tratados comunitarios se basan en las Constituciones y en las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembro, y a la vez, son complementarios de éstas. Los ordenamientos constitucionales de los Estados miembro no pueden ya ser considerados de forma unilateral, no cabe una visión completa sobre los mismos si no se tiene en cuenta el conjunto de la Constitución europea, la complementariedad de las Constituciones nacionales que llevan a cabo los Tratados comunitarios y la acción común del orden constitucional -nacional y supranacional- comunitario.
Existen por tanto dos fuentes de legitimación de la Unión Europea, complementarias entre sí, que se influyen mutuamente de forma continuada, la legitimidad nacional que procede de los Estados miembro y la legitimidad supranacional o comunitaria que se articula en la acción conjunta entre los Estados y las instituciones comunitarias.
Los Estados nacionales son Estados «miembros» de la Unión. No son sólo los recipiendarios, sino también los actores principales de la acción comunitaria. La democracia europea debe reflejar esta legitimación dual y la existencia de un sistema constitucional común entre los sistemas constitucionales de los Estados miembro y el sistema constitucional de la Unión.
Es desde esta perspectiva como se puede entender el alcance de los cuatro temas planteados por la Cumbre de Niza, pues lo que aquí está en juego no es la mejora de una organización internacional o de una asociación (incluso, confederación de Estados), sino el reconocimiento de una nueva forma de organización política que está trascendiendo la forma estatal y cuyo objetivo final es una nueva organización social cuya naturaleza es transnacional.
Por eso con la cuestión de la democracia europea lo que se está planteando es el tema de la «finalidad» de la Unión y del propio proceso de construcción europea. ¿Cuál es esa finalidad de la construcción europea?
El objetivo de la integración europea es la creación de una nueva forma de organización social, la sociedad transnacional, una nueva forma de convivencia en común derivada de la especificidad del nomos europeo y cuyo rasgo más novedoso es el reforzamiento, a la vez, de la identidad nacional y de la identidad supranacional. La sociedad transnacional europea es una forma de organización política y social en la que conviven dos ciudadanías, la ciudadanía nacional y la ciudadanía europea, ésta desligada de aquélla y con su propio estatuto de derechos y obligaciones extensibles a los residentes de terceros países legalmente establecidos en la Comunidad. La imagen constitutiva de la sociedad transnacional europea no es el melting pot americano ni la asimilación, sino la integración, esto es, la ciudadanía dual. Parte esencial del reconocimiento de esta ciudadanía abierta es el debate sobre la Carta de Derechos Fundamentales.
LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO EXPRESIÓN DE UNA CULTURA POLÍTICA COMÚN
Durante la última Cumbre europea de Niza, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión fue proclamada solemnemente por las instituciones y los Estados miembros. La Carta tiene su origen inmediato en los Consejos de Colonia y Tampere y fue redactada, a través de intensas negociaciones, por un órgano novedoso, una Convención, de la que formaban parte representantes de los parlamentos nacionales, de los gobiernos nacionales, parlamentarios europeos, y un delegado del presidente de la Comisión. El objetivo de la Convención no era redactar una Carta que estableciera nuevos derechos en favor de los ciudadanos europeos, sino principalmente hacer más visible de forma solemne los «valores comunes» de los pueblos europeos y los derechos fundamentales que vinculan a las instituciones y la acción de la Unión Europea, esto es, la existencia de una cultura política común, basada en una tradición común de defensa y promoción de los derechos del individuo como ciudadano de la polis europea. La Carta refleja efectivamente la unidad básica del orden constitucional común que se manifiesta precisamente en esta expresión de valores europeos compartidos.
Como el propio Tocqueville había observado a raíz de las revoluciones europeas de 1830, la protección judicial de los derechos es el arma más poderosa con que contamos para la defensa de la democracia liberal frente a la perversión populista de la democracia, que se deriva de la aplicación ilimitada del principio de las mayorías, el triunfo irrestricto de la sociedad de masas.
Ahora bien, de las tres vías a través de las cuales una Constitución influye directamente en la vida cotidiana de los ciudadanos -la separación de poderes, la distribución de competencias entre el centro y la periferia, la protección judicial de los derechos- ninguna es tan poderosa como la interpretación y aplicación de los derechos fundamentales.
La inclusión de la Carta con plena eficacia jurídica en un futuro texto constitucional europeo será posiblemente uno de los actos de mayor significación desde el punto de vista del proceso de constitucionalización en Europa y también de una aplicación próxima al ciudadano de las políticas y del derecho comunitario. En el momento en que los tribunales nacionales tengan en cuenta la Carta y los derechos allí protegidos como valores y principios orientadores de la interpretación y la aplicación del derecho comunitario -que, no lo olvidemos, impregna de una manera cada vez más capilar el conjunto de las legislaciones nacionales- lo que se estará produciendo de hecho es una situación muy similar a la que tiene lugar en los países de tradición anglosajona cuando son los tribunales ordinarios los que realizan una función cuasi-constitucional de interpretación y validez de la legislación vigente en relación con los derechos fundamentales.
Es decir, es previsible que nos dirijamos en Europa hacia un sistema de protección de constitucionalidad difusa, cuyo efecto, además del ya indicado, será el de acercar de una forma más transparente y más eficaz las políticas comunitarias a los ciudadanos, quienes tendrán la capacidad de plantear y ver reconocidos sus derechos en relación con las políticas comunitarias -y las políticas nacionales en la medida en que se vean crecientemente afectadas por decisiones y materias comunitarias- ante los propios tribunales nacionales. La aplicación extensiva de la Carta de Derechos Fundamentales por los órganos judiciales de los Estados miembro tendrá como consecuencia un notable efecto de subsidiariedad y de republicanización -en el sentido de una expresión política de la ciudadanía- de la democracia europea.
LA DISTRIBUCIÓN DEL PODER EN UN ESPACIO HETEROGÉNEO
La segunda cuestión suscitada por la Declaración de la Cumbre de Niza es el reparto de competencias. Esta cuestión tiene varias dimensiones.
En primer lugar, se trata de la expresión de un conflicto político legítimo, en el que la dificultad de establecer líneas divisorias estrictas -una lista de competencias exclusivas y competencias compartidas- entre Bruselas y los Estados miembros choca con el grado de integración alcanzado y con la propia dinámica hacia la creación de una sociedad con ciudadanía plural.
En segundo lugar, se trata de clarificar de manera más precisa que la actual quién es responsable, de qué materias y bajo qué condiciones. La interrelación creciente entre la acción de las instituciones comunitarias y la acción que llevan a cabo los Estados nacionales ha llevado a una situación en la cual la ampliación sucesiva de los campos de acción comunitarios han creado en determinados ámbitos la sensación de una invasión comunitaria dentro de espacios tradicionalmente reservados a los Estados, o incluso dependientes, como en el caso de Alemania, de la propia estructura federal del Estado alemán. La utilización sistemática de la llamada cláusula de competencias implícitas durante los años 70 y 80 para poner en marcha nuevas políticas comunitarias, unida al paso de la mayoría cualificada en el Acta Unica Europea para gran parte de las materias de realización del mercado interior, condujeron a una significativa expansión del campo de acción de las Comunidades durante los años 90. El propio Tribunal Constitucional alemán recogió en su sentencia sobre el Tratado de Maastricht la famosa afirmación de Jacques Delors, sin duda exagerada, según la cual el 80% de las materias económicas y sociales de los Estados miembro estaban supeditadas a las decisiones comunitarias.
A lo largo de este proceso de ampliación de competencias se ha producido también un cambio sustancial de los mecanismos utilizados para la integración de los nuevos ámbitos de políticas nacionales para los que se preveía una intervención comunitaria. Con notorias excepciones -sobre todo, la creación de la Unión Monetaria como una materia plenamente comunitarizada- podría decirse que la intensidad de los mecanismos de intervención de la Comunidad ha ido decreciendo conforme se realizaba la expansión de ámbitos competenciales. Y así se ha pasado desde la plena comunitarización de las políticas agrícola o comercial, y de los mecanismos de armonización plena y reconocimiento mutuo de legislaciones, hasta instrumentos mucho mas flexibles, menos constriñentes, como son la supervisión multilateral o las fórmulas de coordinación.
Lo que ha ocurrido es que la gradación de la intensidad de la intervención comunitaria puede ser ahora enormemente variada, coexistiendo diferencias ya no sólo entre las diferentes partes del Tratado -las áreas de mayor comunitarización como el primer pilar (mercado interior y políticas comunes) junto con las áreas de cooperación intergubernamental del segundo (política exterior y de seguridad) y del tercer pilar (justicia e interior)- sino también dentro de cada una de estas áreas, en donde conviven diferentes sistemas de intervención.
Es el caso, por ejemplo, de la política social, donde coexisten muy diferentes mecanismos de actuación comunitaria, desde los más obligatorios, como la armonización a través de reglamentos o de directivas de aproximación, hasta los más flexibles, como las directrices u orientaciones generales.
Ello puede suceder incluso a la hora de regular una misma cuestión, que puede estar sometida a diferentes regímenes jurídicos, en muchas ocasiones no justificados por la razón del contenido de dicha materia o la diferenciación de la misma, sino más bien como resultado de las negociaciones políticas que en su momento tuvieran lugar durante las sucesivas reformas de los Tratados.
Desde este punto de vista, la clarificación de los mecanismos de integración, de cómo interviene la Comunidad y cómo intervienen los Estados miembro y las Administraciones nacionales en sus diferentes niveles, en el desarrollo y aplicación del derecho y las políticas comunitarias, puede ser sin duda eficaz y necesario.
También parece conveniente la clarificación dentro de los Tratados de lo que se debe entender como derecho primario constitucional y el derecho reglamentario o de ejecución, que debería quedar fuera de texto constitucional.
Una delimitación más precisa de los diferentes procedimientos legislativos y la participación de los Estados miembro en las instituciones comunitarias a lo largo de los mismos pertenece asimismo al terreno de lo que parece claramente necesario.
Cuestión muy distinta es sin embargo la exigencia de un catálogo positivo de reparto de competencias entre las instituciones comunitarias y los Estados miembro. El origen de esta cuestión hay que situarla en el hecho de que el avance de la construcción europea necesariamente incide sobre las competencias y los ámbitos de acción no sólo de los Estados, sino también de las unidades subestatales, en particular en aquellos Estados como Alemania que se hallan organizados de forma federal. Este ha sido el punto central que ha originado en los últimos años una crítica creciente por parte de determinados Länder alemanes, que han considerado que la expansión comunitaria afectaba directamente a sus competencias y les imponía condiciones que limitaban su libertad de acción. A ello se añadiría el hecho de que, al ser el principal interlocutor de las instancias comunitarias la Administración nacional, este hecho repercutiría negativamente contra los Länder, quienes habrían visto así mermadas en los últimos años sus competencias constitucionales por la acción centrífuga de la legislación comunitaria y la consecuente centralización a favor tanto de Bruselas como de las capitales nacionales.
Es evidente que en gran medida esta reacción viene dada de forma lógica por el propio desarrollo de la integración. Sin duda, el margen de maniobra de las autoridades públicas se ve limitada cuando se aplica el régimen comunitario de ayudas de Estado o se llevan a cabo, por ejemplo, las medidas de liberalización y desregulación, de apertura de mercados y de introducción de mayor competencia en sectores regulados, algo que evidentemente afecta también a intereses locales. La discusión entre Bruselas y los responsables de algunos Länder alemanes sobre las subvenciones a los bancos públicos regionales es un buen ejemplo de este problema.
Sin embargo, como se ha puesto de manifiesto repetidamente, la exigencia de un reparto estricto de competencias en realidad lo que lleva implícito es una limitación de las competencias europeas y una renacionalización de las políticas comunitarias, empezando por las más sensibles a los principios de solidaridad y convergencia económica, como los fondos estructurales o la política agrícola.
Hay que tener en cuenta que la consecuencia principal de un catálogo positivo que estableciera, si es que eso fuera posible, una línea divisoria entre las competencias exclusivas de la Unión y los Estados miembro, y las competencias concurrentes entre ambos, sería la de solidificar el proceso de integración comunitaria en una foto fija. Esto significaría sencillamente el fin de la dinámica de la integración y la puesta en cuestión del objetivo principal de los propios Tratados, que no es otro sino «una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa». La democracia europea se diferencia radicalmente de una Constitución clásica por su carácter de transformación constitucional abierta.
En definitiva, lo que sí parece útil desde la perspectiva del reparto de competencias es delimitar más claramente qué materias comunitarias son de administración directa, cuáles lo son de administración indirecta a través de los Estados miembro, y distinguir estas materias de aquellas otras en donde lo que se produce son funciones de coordinación o de supervisión multilateral de las políticas nacionales o de mero apoyo por parte de las instituciones o de cooperación entre los Estados miembro.
Al llevar a cabo esta ordenación, parece también necesario que se efectúe la fusión de los tres pilares dentro del Tratado. Esto debería verse acompañado por una definición más precisa de los procedimientos legislativos y de las materias sometidas a cada uno de ellos, de manera que pudiera establecerse como principio general el procedimiento de codecisión y la mayoría cualificada en el Consejo.
Lo que también sería eficaz finalmente es introducir una cláusula negativa de reparto de competencias, es decir, fijar aquellas materias en las que no deba producirse la intervención comunitaria, como por ejemplo, la educación, la cultura, la sanidad y seguridad social, o determinadas cuestiones vinculadas al empleo. No parece sin embargo ni necesario ni eficaz el establecimiento de nuevos órganos como una «Cámara parlamentaria de la subsidiariedad», que no haría sino convertir en todavía más opaco el sistema institucional actualmente vigente.
EL CONTROL DEMOCRÁTICO A TRAVÉS DE LOS PARLAMENTOS NACIONALES
Los parlamentos nacionales son un elemento central en la legitimación democrática de la Unión. El mayor control de la acción de la Unión Europea a través de los parlamentos nacionales es una exigencia primordial de la democracia. Aunque tradicionalmente se haya entendido que el déficit democrático era sobre todo una consecuencia de la inexistencia de un Parlamento Europeo con suficiente capacidad legislativa como para servir de contrapeso al Consejo, lo cierto es que la legitimidad democrática del Consejo procede de los parlamentos nacionales, y si se quiere avanzar en la eliminación de las carencias democráticas de la Unión es indudable que el reforzamiento de los parlamentos nacionales como órganos de control y en su caso, de participación en el procedimiento legislativo, constituye un aspecto importante.
Pero en realidad hay que plantearse si el papel que los parlamentos nacionales deben jugar en el sistema de la Unión Europea es una cuestión que atañe a la Unión o más bien a los propios Estados. ¿Por qué debe establecerse un mecanismo homogéneo de participación de los parlamentos nacionales?
Si se analiza con detenimiento, se observará que cada Parlamento nacional responde a una historia constitucional y a una estructura política distintas. El Bundestag o la Cámara de los Comunes, el Congreso español o la Cámara de Diputados francesa, el Folketing danés o el Parlamento irlandés, todos ellos responden a orígenes diversos y realizan unas funciones distintas dentro de los sistemas constitucionales internos. ¿No es ésta una materia precisamente propia de la subsidiariedad? ¿No se debería dejar a cada estado miembro la decisión sobre la manera en la que desea articular su participación parlamentaria en el proceso de construcción europea y en el procedimiento de elaboración y aplicación de las normas?
Una propuesta que se ha discutido es la creación de una nueva Cámara parlamentaria conjunta, que reuniera a parlamentarios nacionales y europeos. La función de esta Cámara o «Comité parlamentario de la subsidiariedad», una de las propuestas concretas realizadas por Tony Blair en su conferencia de Varsóvia, sería la de realizar una función efectiva de control sobre los límites de la Comunidad europea, y se requeriría su asentimiento por ejemplo cada vez que se propusiera una medida amparada en la cláusula de competencias implícitas.
Se ha hablado también de un modelo en el que los parlamentos nacionales pasaran a tener mayor participación en el proceso legislativo a través de la creación de un órgano parlamentario que reuniera a parlamentarios nacionales de diferentes Estados miembro, o a través de la participación de todos los parlamentos nacionales, como una especie de Senado virtual, de manera que las Cámaras nacionales participaran habitualmente en el proceso de elaboración y aprobación de la legislación comunitaria.
Es obvio también que estos esquemas, tanto el de la segunda Cámara formada con representantes de los parlamentos nacionales, como la participación de parlamentos nacionales en una especie de Senado conjunto, plantean serias dudas sobre su eficiencia, agilidad y transparencia.
Queda la posibilidad, menos innovadora, pero quizá más eficaz y práctica, de aumentar la participación de los parlamentos nacionales en el procedimiento legislativo comunitario por medio de los Comités parlamentarios sobre la Unión Europea que existen ya en todos los parlamentos nacionales y de la Conferencia que reúne a dichos Comités de asuntos europeos. Una opción posible sería la de ampliar las competencias de estos Comités parlamentarios nacionales, así como la posibilidad de que su órgano común pudiera emitir opiniones o realizar preguntas y ejercer determinadas funciones de control de las instituciones de la Unión. El papel de estos Comités parlamentarios nacionales debería verse reforzado sobre todo en relación con un aspecto central en la ejecución de las normas comunitarias que es el de su transposición a la normativa nacional.
El debate sobre temas europeos en el Parlamento europeo se vería finalmente también reforzado si las reuniones del Consejo en las que éste actúa como legislador comunitario pasarán a ser siempre públicas, facilitando así un escrutinio más directo de la elaboración de la legislación comunitaria a través de los ciudadanos y los parlamentos nacionales, quienes ejercerían un control más directo y eficaz sobre los ministros de cada país.
CONSTRUIR LA DEMOCRACIA EUROPEA
Independientemente de que a la reforma de los tratados que tenga lugar en 2004 se le otorgue el título de Constitución, el proceso de constitucionalización europea seguirá estando abierto. La creación progresiva de la democracia europea precisará de nuevas adecuaciones futuras de los textos.
La imbricación cada vez mayor entre los sistemas políticos nacionales y el sistema de la Unión hasta la formación progresiva de un ordenamiento constitucional común requerirá de nuevas modificaciones. Es difícil imaginar que en el año 2004 pueda llegarse a diseñar una estructura constitucional que sea capaz de plasmar la enorme complejidad de las relaciones entre los Estados miembro de la Unión, en la perspectiva además de la ampliación.
Lo que sí parece más realista es avanzar en la muy necesaria simplificación y clarificación de los Tratados actuales. Esa clarificación debería incluir a los dos pilares intergubernamentales existentes -la política exterior común y la cooperación judicial en materia penal- dentro del pilar comunitario, sometidos por tanto al control parlamentario y judicial del que en estos momentos carecen.
Debería realizarse también una unificación de los procedimientos legislativos, generalizando el procedimiento de codecisión con mayoría cualificada, y establecerse un régimen de cláusulas generales para la intervención comunitaria, en la que se especificaran de forma precisa los tres o cuatro métodos o mecanismos de intervención y sus diferentes graduaciones de intensidad. Es posible también que deban establecerse unas cláusulas negativas de competencia exclusiva de los Estados miembro. Y sobre todo sería necesario aligerar los Tratados comunitarios de todas aquellas normas que constituyen en realidad normas de derecho secundario y que deberían por tanto ser trasladadas a textos de ejecución, reglamentos comunitarios o incluso directivas de aproximación de las legislaciones nacionales.
La inserción de la Carta de Derechos Fundamentales en la primera parte de los Tratados o de un futuro Tratado constitucional europeo podría verse acompañada de una sistematización del resto del texto, en el que cabe pensar en otras tres o cuatro partes además de la inicial: sistema institucional, elaboración de normas, acción de la Comunidad, disposiciones generales. No parece sin embargo que fuera de gran utilidad adoptar las sugerencias realizadas en el sentido de establecer la separación de las normas comunitarias entre un tratado básico y una segunda parte que contuviera las normas menos sustanciales. Es dudoso que esta previsible duplicación ayudara a superar la confusión y la falta de transparencia actualmente reinantes.
Es evidente que la simplificación no será únicamente formal, y que las modificaciones que se lleven a cabo en los Tratados serán también sustanciales. Lo que parece claro es que la reforma de los Tratados en 2004 deberá tener como objetivo principal llevar a la práctica los principios constitucionales de la Unión de más transparencia, más eficiencia y más control democrático.
En el horizonte de la futura reforma de 2004 la pregunta fundamental no es sobre la conveniencia o no de elaborar una Constitución. Los cuatro temas planteados en Niza y la discusión sobre el alcance de un sistema constitucional europeo común, basado en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión, van sin duda más allá de una cuestión más o menos semántica. La reforma de la Unión Europea exige volver a reflexionar sobre los fundamentos que dieron origen al proceso de integración y sobre la finalidad de construir una auténtica democracia europea.