Tiempo de lectura: 20 min.

El siglo XX proclamó en repetidas ocasiones el fin de las ideologías y terminó acomodándose a la idea de pensamiento único. El siglo XXI -marcado en sus inicios por el terror de un modo dramático, como un brutal desafio lanzado por el fanatismo religioso contra los espíritus conformistas- se encuentra comprometido a lograr una revitalización de las ideas. La coyuntura actual conmina a los tres grandes referentes ideológicos contemporáneos -conservadurismo, liberalismo y socialismo- a revisar su identidad y, prescindiendo de viejos soliloquios, a ajustar sus respuestas a los nuevos interrogantes. La bandera del Centro -reconocida hoy en las marcas oficiales internacionales- puede ser signo, según quien la ostente, de fortaleza política o de debilidad ideológica. Pero ¿existen realmente ideas de centro? El debate conviene de forma particular a España, más allá de la periódica celebración de conferencias o congresos políticos. Esta es la perspectiva que adopta Juan María Sánchez-Prieto al comentar algunas obras recientes de Seco Serrano, Marco, Burdiel, Varela Ortega, Julia y Sassoon.


Los sucesos del 11 de septiembre han devuelto actualidad a la crítica que Aron dirigió al término de la II Guerra Mundial a las ideologías entendidas como religiones seculares, que conducen a los totalitarismos y a la ruina de la libertad. Ante la nueva amenaza vertida contra la cultura democrática, urge restablecer el significado original y positivo de la ideología como conocimiento superior y socialmente útil, generador de las virtudes cívicas imprescindibles para la estabilidad política: la ciencia de las ideas que concibió Destutt de Traçy en 1796.


En España esa necesidad de revitalizar las ideas políticas ha venido dificultada por los condicionantes del franquismo. La misma naturaleza ideológica del régimen siguiente a la guerra civil introdujo una profunda deformación en la consideración histórica de las ideologías. La propaganda franquista negó la Ilustración y el Liberalismo para enlazar directamente con los tiempos y valores del Siglo de Oro; redujo el conservadurismo al compendio del nacional-catolicismo o la extrema derecha y satanizó al socialismo identificándolo de forma apocalíptica con la bestia del marxismo. El centro fue referido tardíamente como el reformismo dentro del régimen. La recuperación del diálogo con esas tradiciones desde la transición y la necesidad urgente de legitimar partidos o políticas actuales ha podido contrarrestar esos efectos, pero no ha dejado de introducir en algunas ocasiones -en los planos intelectual y político- nuevos excesos, que es preciso ponderar.


CÁNOVAS Y AZAÑA


La Historia del conservadurismo español (Madrid: Temas de Hoy, 2000) de Carlos Seco Serrano, recorre los distintos esfuerzos de conciliación política realizados desde los inicios de la revolución liberal en España. Se trata de una línea de integración política afirmada durante el siglo XIX y que busca alejarse por igual de los extremos, es decir, tanto de la derecha inmovilista y combativa representada por el carlismo, como del progresismo «estimulado por las corrientes democráticas llegadas de Francia», que comprometían mediante sus asaltos el proceso de construcción y la estabilidad del Estado. Seco destaca en ese proceso el justo medio de Martínez de la Rosa, el sistema de 1845 del general Narváez y la Unión Liberal donde se inició Cánovas del Castillo. Pero el centro integrador -subraya Seco- no se precipitó realmente en un sistema centro hasta 1875. Lo que hasta ese momento había sido una historia fallida, encuentra asiento durante la Restauración gracias a un rey constitucional como Alfonso XII (muy distinto de Fernando VII e Isabel II) y a un estadista de la talla de Cánovas (el «definitivo artífice de la auténtica línea integradora»). Cánovas afianzó en España el sistema representativo al arbitrar un bipartidismo constructivo basado en la lealtad a la Monarquía y a la Constitución, como pilares firmes de una «empresa política de paz».


lycsde1.jpgEl análisis de Seco, centrado en el grueso del XIX, se proyecta bruscamente hacia delante para concluir cómo tras la crisis de fin de siglo y la guerra civil sería necesaria la llegada de una «nueva Restauración», de un nuevo sistema centro, atento al equilibrio conciliador entre extremos antagónicos, para que se hiciese efectiva la democracia en España. De modo implícito, y proyectando sobre ellos el modelo y la mente de Cánovas, Seco atribuye a los grandes artífices de la transición y de la democracia el mérito de haber reanudado la historia de España, aunque posiblemente no todos los mentores del Centro después de 1975 se reconozcan en la galería de ancestros presentada por Seco.


Sorprende, y parece una contradicción de fondo, que se subraye desde una historia del conservadurismo los orígenes y la actualidad del centro. Atendiendo a ese hilo -a los orígenes y desenvolvimiento de la tercera España, en definitiva- resulta llamativa la fuerte contraposición entre Cánovas y Azaña, que realiza Seco en el epílogo del libro. En contraste con las claves de la política de Cánovas, transacción y compromiso, Seco destaca en Azaña la intransigencia autocomplaciente, el desprecio del adversario, la seguridad que empequeñece los problemas, y un designio de ruptura que se formulaba en la explícita voluntad de no pactar, lo cual no podía llevar sino a un «modelo de inconvivencia» en el que se cifrarían todos los males de la República, Ciertamente la política azañista supuso la apertura a la izquierda y un nuevo pacto, el pacto con el socialismo, pero el significado del «pacto con los marxistas» apuntaba en la mente del líder republicano a una «auténtica revolución», señala Seco. Azaña lo entendía como el mejor medio para marginar o excluir dentro de la república a la «España posibilista» procedente en buena parte de los viejos cuadros de la Restauración.


Seco obvia lo que constituye la raíz del discurso revolucionario de Azaña: la aceptación por parte de Alfonso XIII del golpe Primo de Rivera en 1923, un pacto entre monarquía y dictadura que -al analizarlo intelectualmente en los términos históricos de la revolución liberal- volvía a sumergir a España en las oscuridades del Antiguo Régimen. Seco justifica la oportunidad de la dictadura de Primo de Rivera por su sentido regeneracionista, significado negado por Azaña y los principales intelectuales de la generación de 1914, que a partir de ese momento abandonaron cualquier esperanza de democratización del sistema político por la vía monárquica.


La visión crítica de Azaña y de la segunda república que transmite Seco se explica desde la experiencia personal de la guerra civil y de la reflexión consiguiente sobre ella, que subyace de modo inevitable en la obra historiográfica de la primera generación de contemporáneos españoles. En la obra de Seco -uno de esos grandes maestros- late particularmente la consideración efectuada por Salvador de Madariaga, en su célebre ensayo España, a propósito de la ausencia de un Centro en la Segunda República como causa de la guerra civil. Seco discute de hecho esa tesis al sostener -de modo más abierto en otros trabajos suyos- la existencia no sólo de un centro sino de dos durante la República, representados por Lerroux y la CEDA de Gil Robles (como «alternativa dentro de la república»), haciendo recaer en Azaña, alineado con uno de los extremos, la responsabilidad última de la guerra. Azaña fue el «contramodelo de Canóvas».


El libro de Seco, en cualquier caso, constituye un loable esfuerzo por recuperar la memoria de la primera mitad del XIX español, un período oscurecido como consecuencia de la crítica regeneracionista de fin de siglo, y que la historiografía del siglo XX -con algunas notables excepciones- apenas ha sabido reconsiderar. Conviene recordar, no obstante, que fueron los hombres de la generación de 1914, Ortega y el propio Azaña, los primeros que -aun desde el anticanovismo militante del momento- supieron ofrecer una visión positiva de aquella generación romántica anterior1.


El elogio de la Restauración y su legado realizado por Seco resulta paralelo a algunas reflexiones sobre los referentes históricos e ideológicos del centro político cercanas al partido gobernante, recogidas en el volumen coordinado por José María Marco, Genealogía del liberalismo español, 1759-1931, y que edita FAES (Madrid, 1998). Varios de estos ensayos muestran algunas divergencias con las ideas de Serrano, pero la tesis desarrollada en los capítulos finales, que dedican un espacio importante a la decadencia (Bernaldo de Quirós), crisis y destrucción del orden liberal (Marco) en el primer tercio del siglo XX, se halla recogida de forma sintética en la obra de Seco, aunque proyectada sobre el XIX.


Lo hace así cuando enfatiza el papel desestabilizador de los liberales progresistas y demócratas en el sistema político español (los «asaltos maximalistas de la izquierda», reeditados en los tiempos de la Segunda República por el «maximalismo revolucionario de los socialistas»). Esta cara oculta del XIX aflora en una colección de biografías, de diversos autores, coordinada por Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma, Liberales, agitadores y conspiradores (Madrid: Espasa, 2000 366 páginas), y que provoca cierta sorpresa. Avinareta, el héroe barojiano, paradigma del conspirador ochocentista, admirador de los comuneros del siglo XVI durante el levantamiento de 1820, detuvo sus ínfulas revolucionarias ante la Constitución de 1837 (lo cual le acarreó la burla de ser el inventor de un «tercer partido», anota García Rovira), convirtiéndose en conspirador anticarlista y espía al servicio directo de Marta Cristina. Mendizábal, el desamortizador, ejemplo de gobernante revolucionario, aunó negocios y política e hizo patente la contradicción entre la moderación de su discurso y la posición radical de su acción política, lo que le hizo finalmente coincidir en buena medida con el moderantismo respecto a los límites de la revolución (Pan Montojo). Espartero -símbolo progresista e incluso de la lucha obrera- tuvo la lealtad a la monarquía y a la libertad, consideradas de forma enlazada, como constante de su pensamiento y proceder político (Shubert). Prim -mentor de la monarquía democrática tras la caída de Isabel II- equiparada por los radicales catalanes de 1843 a la reina Cristina y Narváez, y fue de hecho abanderado del nacionalismo español durante el gobierno largo de la Unión Liberal, el héroe de Tetuán, arrastrando consigo a la sociedad catalana; al aproximarse 1868, y pese a su directa implicación, será un espectador pasivo del movimiento revolucionario (Fradera). En fin, la Restauración de 1875 marcó un claro antes y después en la trayectoria de Ruiz Zorilla, el político radical comprometido con Amadeo de Saboya: del ejercicio del poder pasó al combate contra el Estado; de la defensa de una solución monárquica, a una opción radicalmente republicana: «el hombre de Estado cedió su lugar al conspirador compulsivo» (Jordi Canal). El siglo XIX requiere aún mucha reflexión.


EL PERFIL DE LA GENERACIÓN DE 1914


Atendiendo a la crisis de entresiglos, la tesis de Bernaldo de Quirós en el volumen de FAES sostiene que la descomposición final y la quiebra del régimen parlamentario en España no obedeció a la supuesta incapacidad de la Restauración para abrirse a las nuevas fuerzas sociales y políticas, sino a «la rendición política e intelectual de quienes debían haber sostenido el orden liberal», al igual que sucede en otros países europeos. La responsabilidad recae en primer lugar sobre los distintos 98, costistas y noventayochistas, cuya crítica regeneracionista no contenía un verdadero proyecto nacional. Pero la generación de 1914 no merece una mejor valoración: su concepto de libertad no fue más que un hálito espiritual sin concreción política, según ilustra la evolución de Ortega, cuya distinción entre la España vital y la oficial es tan brillante como imprecisa, anota Bernaldo de Quirós.


Destaca asimismo la actitud del PSOE ante la crisis del sistema. El socialismo español, a diferencia de otros partidos socialistas europeos -dispuestos a trabajar con lealtad dentro del sistema parlamentario- tuvo una orientación fundamentalmente revolucionaria y siempre que pudo recurrió a la violencia para imponer su programa máximo. Cualquier concesión posibilista (la conjunción republicano-socialista) fue una corrección táctica y ese mismo talante llevó al PSOE y a UGT a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera. Unos y otros hicieron imposible el reequilibramiento del sistema político de la Restauración. De esta manera, estima Bernaldo de Quirós, la república y la guerra civil (consideradas en bloque) fueron la consecuencia de la «radicalización que la izquierda y la derecha impusieron de manera acelerada a la vida española».


La semana trágica de 1909, la crisis de 1917, la derrota de Annual en 1921, como otros momentos fuertes de la secuencia iniciada en el 98 y que conduce al golpe de 1923 y a la catástrofe de 1936, fijan el telón de fondo del capítulo más incisivo de Marco sobre la responsabilidad de los intelectuales en la demolición del régimen liberal, en que reitera algunas tesis de su libro La libertad traicionada (Barcelona: Planeta, 1997), publicado como preparación del centenario del 98, aunque en realidad atendía al de Cánovas. Forzando los límites, Marco contempla a Costa como el gran inventor del mito del 98, irresponsable en la utilización de las palabras y simple expendedor de recetarios técnicos y administrativos, que se vuelven contra la acción política misma. Ese es el balance del regeneracionismo: la anteposición de la destrucción de la política a cualquier progreso. No hay inocentes en este juego. La actitud de Unamuno («clamando por la guerra civil como un nuevo profeta, negando cualquier propuesta positiva») resultó arrasadora.


Por su parte, el más político de los noventayochistas, Maeztu, eficaz corresponsal del nuevo liberalismo de tendencia social surgido en la Inglaterra de principios de siglo, acabó convirtiéndose con relativa rapidez en el gran ariete antiliberal español. Ése fue el drama de la generación de 1914 para Marco, haciendo girar su trayectoria en torno a la crítica del liberalismo, una crítica, recalca, que no ofreció elementos consistentes para superarlo, aunque tampoco lo defienda como tal.


El nuevo liberalismo patrocinado por Ortega en Vieja y nueva política no es, en su opinión, más que una «combinación de socialismo y buenas intenciones». La ruptura con el liberalismo clásico condujo a un terreno ambiguo donde se podía «ir mucho más allá del liberalismo, e incluso empezar a poner en duda los principios políticos del parlamentarismo liberal». Marco identifica la crítica de Cánovas y del sistema de la Restauración con una crítica radical del liberalismo y del régimen liberal que sólo podía conducir a una dictadura autoritaria o al totalitarismo. El interés de Ortega por el socialismo se acompaña de otros nombres de la generación del 14 educados en la Institución Libre de Enseñanza y que se afiliaron al PSOE. Fernando de los Ríos, «socialista a fuer de liberal», según decía de sí mismo, que concibió la conciliación con el socialismo como el deber de una generación, recuerda Marco. Julián Besteiro, reticente a la colaboración con los partidos liberales y opuesto igualmente a la integración del PSOE en la Internacional Comunista, y cuya imagen última en el Madrid de 1939 -partidario de negociar con Franco antes que seguir cediendo a los comunistas- fue la rúbrica de un «terrible fracaso». Y Negrín, prestándose, en fin, a presidir un Gobierno manejado por los comunistas, como otro punto límite de esa generación de intelectuales fascinados por la «superación del horizonte liberal». Una «fascinación por la vanguardia y su halo de supuesta eficacia» (hasta dejarse seducir por la «aureola de eficacia del comunismo»), muy del siglo XX, que en España, observa Marco, remite al magisterio de Ortega y a su actitud ante el capitalismo. Dentro de esa trayectoria generacional, sitúa Marco la personalidad de Azaña y su apuesta por los socialistas a la hora de elegir socios de Gobierno en 1931, clave última de la demolición del liberalismo.


En el mejor de los casos, el liberalismo intransigente de Azaña -remedo del liberalismo exaltado y ausente de crítica con respecto al «fracaso de la tradición progresista» (Marco ignora el diálogo más amplio que establece Azaña con el liberalismo romántico del siglo XIX)- intentó integrar a las masas en el sistema liberal, pero acabó siendo rehén, voluntario en el fondo, del partido socialista. Azaña como reflejo invertido de Cánovas (el contramodelo y el «gran descubrimiento de la izquierda», según Seco). No se oculta el móvil de la argumentación. La imagen orteguiana de la Restauración como «tablado de fantasmas» (Cánovas el «gran empresario de la fantasmagoría») que causó la «destrucción de la vida nacional», se aplica al propio Ortega y a la generación de 1914. Hipercrítica por hipercrítica, la realizada por el 98 se dirige, cien años después, contra sus principales intelectuales y más directos herederos. Marco adopta una posición más resuelta que Bernaldo de Quirós. Si lo hubo, el fracaso de la Restauración, y de la convivencia en España, fue responsabilidad de la izquierda (e incluso del PSOE) y, ante todo, el fracaso de la generación de 1914.


Marco extraña particularmente que cuando se defiende la existencia de una tercera España, se pase por alto la España de la Restauración y hasta la de los liberales del siglo XIX, y no le faltan razones para protestar. Pero tanto él como Bernaldo de Quirós desdibujan el perfil de la generación del 14 al convertirla en seguidilla del 98. La generación de Ortega reaccionó contra el pesimismo del 98, transformando el mensaje de Costa, anclado al final en el cirujano de hierro, en un proyecto de modernización para España, esperanzado y de claro sentido democratizador, una nueva España que a raíz del golpe de 1923 (el pacto monarquía-dictadura, que rompía el pacto constitucional), quedó emplazado para la república. El reto y las dificultades del nuevo régimen resultaron evidentes: «enseñar a vivir en democracia», consignó Azaña en sus diarios, dialogando con Alfonso XIII ante el espejo. Es cierto que Ortega y el propio Azaña expresaron antes o después sus distancias (dudas y errores) y el rechazo final a la república, pero ese hecho no es tanto el reflejo de una conciencia angustiada por la responsabilidad personal respecto de lo sucedido (según apunta Marco), como la constatación de algo que supera el ámbito estrictamente individual: el liberalismo y la segunda república sucumbieron frente al tirón de los extremos (como señala Bernaldo de Quirós referido exclusivamente al final de la monarquía), representados por las generaciones más jóvenes (anarco-comunistas y fascistas), sin que los hombres del 14 pudieran llegar a evitarlo. Esta generación posterior, en ese sentido, no fue filosocialista sino centrista (al igual que la generación de 1830, defensora a un tiempo de la revolución y de la tradición, como decía Azaña de sí mismo) y, en su nómina fundamental, profundamente liberal. En su conjunto, lejos de orquestar la crítica del liberalismo, significó el principal esfuerzo por sostenerlo ante el auge de los totalitarismos, de uno u otro signo.


La tesis de Marco es significativa desde su condición de estudioso de Azaña. Comisario de la exposición de 1990, con motivo del cincuentenario de su muerte, y autor de una biografía sobre él, entre otros trabajos, Marco fue uno de los restauradores de la imagen de Azaña coincidiendo con la presencia de Aznar al frente del PP, que comenzó a reinvindicar su figura para escándalo de algunos dentro de su partido y molestia del PSOE (aunque la primera víctima de ese movimiento fue Adolfo Suárez, que se había esforzado, con el concurso de Raúl Morodo, en hacer del neoazañismo la bandera ideológica del Centro Democrático y Social). El centenario de Cánovas (1997), después de la llegada del PP al gobierno, favoreció el cambio de discurso y el elogio de la Restauración. Del mito de Azaña al mito de Cánovas. La segunda edición (1998) de la biografía de Azaña escrita por Marco introduce de hecho un tono mucho más crítico para con el personaje.


LA VERDAD DE LA RESTAURACIÓN


La verdad de la Restauración (alejada tanto la hipercrítica del 98 como del nuevo mito de Cánovas) ha ido depurándose en los estudios de Varela Ortega. Su última entrega, Elecciones, alternancia y democracia (Madrid: Biblioteca Nueva, 2000, 304 páginas) ofrece una visión reflexiva de historia comparada, bien documentada y con potencial explicativo, no únicamente para ese período. Lo que conocemos como democracia plena no es fruto repentino de un acontecimiento sino resultado de un proceso instalado en la longue durée. Con contadas excepciones, y hasta la guerra de 1914 por lo menos, los sistemas políticos europeos son representativos, pero no democráticos. España no es una excepción. La política de la primera mitad del XIX está marcada por el problema de la recomposición del Estado. Allí se dirige el esfuerzo de los doctrinarios y la eficacia misma del régimen de Narváez establecido con la Constitución de 1845, que sentó las bases de la Administración como instrumento del poder Ejecutivo. La praxis liberal irá confundiendo progresivamente la sociedad con el Estado, la Administración con el Ejecutivo, el Ministerio con el partido político, y éste se identificará a su vez con una red de clientelas e intereses personales, atentos al Gobierno, que lo era casi todo. Entre 1845 y 1875 la elección (de los candidatos oficiales y adictos) se hizo por imposición administrativa del partido gobernante (sistema de elecciones administrativas o encasillado). Moderados y progresistas, enfrentados básicamente por la lucha por el poder, no fueron capaces de articular un mecanismo de cambio en el Gobierno, más allá de la conspiración, el pronunciamiento o la revolución. Habían resuelto el problema de Estado, pero generaron otro de gobierno o alternancia. Ese (garantizar la alternancia) y no otro (el de la democracia, por ejemplo) es el problema que logró resolver la generación de la Restauración, dando satisfacción alternativa a los profesionales de la política y a sus clientelas mediante el tumo (la Corona como mecanismo de cambio) y la idea de un encasillado por negociación (lo que llevaba a la inexistencia de un poder legislativo propiamente dicho en España, como señaló Costa). Solución que se entiende mejor -recalca Varela- a la luz de la experiencia del sexenio (1868-74), que resucitó el miedo a la anarquía y al enemigo común, los carlistas, actuando éstos como bomberos de la revolución. En ese escenario, Cánovas pudo presentarse como el campeón de las doctrinas medias.


Frente a la imagen costista de la Restauración como sistema de oligarcas y caciques, Varela Ortega sugiere una comprensión de éstos no ya en términos de amigos políticos (como hizo en su estudio de 1977) sino de empresarios políticos. En un sistema caracterizado por la invasión del poder ejecutivo, el caciquismo representaba un progreso por cuanto articulaba la representación de intereses a través del legislativo. Las mismas tropelías pandillescas o el fraude del sistema electoral certificaban que existía vida social, mercado, juego de oferta pública y demanda ciudadana. El cacique se encuentra primordialmente en los lugares económica y socialmente más activos del país (no en el medio rural, fuera de la variante señorial, reliquia de otro tiempo), y por ello rentabilizaba, a un alto precio de corrupción y subordinación, unos servicios de gestión intermediaria, necesarios y costosos por la creciente centralización y artificiosidad administrativa. De este modo, el cacique es una manifestación del costo que se pagaba por una determinada y desequilibrada distribución de poderes. El remedio estaba en independizar y separar, y no -como planteará la crítica regeneracionista- en reforzar el Ejecutivo, que constituía precisamente la raíz del problema.


El avance entre 1890 y 1914 de una Administración meritocrática e independiente, menos manipulable, combinada con un parlamento con diputados liberados o apropiados por caciques (que no tan encasillado por el Ejecutivo), tuvo efectos demoledores para el mecanismo pactista y clientelar del régimen -lleva a considerar Varela- al privar al sistema de la Restauración de su combustible en el preciso momento en que la dinámica económica propia de la segunda industrialización multiplicaba las expectativas y las demandas, y la necesidad de articular intereses (ya fuese por vía caciquil o democrática). Estas disfunciones en el sistema producidas por la modernización se interpretaron de modo erróneo. Lo caótico se confundió con el cambio mismo (el progreso modernizador) y el problema fue identificado con lo que comenzaba a cambiar (la independencia y separación de poderes). De ahí a considerar que el problema (la invasión del Ejecutivo) era la solución, no había más que un paso. Primo de Rivera se presentó como el cirujano de hierro de Costa.


El problema de la democracia será acometido por la transición, retomando el proyecto de la generación del 14. Pero no debe ignorarse la herencia del regeneracionismo esencialista -contempla Valera-, presente como programa en las obras públicas de la dictadura de Primo de Rivera, en el énfasis pedagógico de la segunda república, en la política de industrialización del franquismo o en la vocación europeísta de los gobiernos de la democracia; e incluso en la obsesión del último Felipe González por librarse de la pesadilla de un supuesto parlamentarismo faccionalista (aunque durante los gobiernos socialistas lo más cercano a tiempos pasados fuese el poder concentrado y descontrolado como causa de la corrupción).


LA EVOLUCIÓN DEL SOCIALISMO


El PSOE es el único partido de la democracia española, junto al PNV, que hunde sus raíces en el siglo XIX. No siente la necesidad de envejecer ni de inventar una tradición, pero la continuidad de las siglas no significa necesariamente permanencia ni coherencia en la trayectoria histórica y política. En su análisis, Santos Juliá (Los socialistas en la política española, Madrid: Taurus, 1997, 650 páginas) se esfuerza en «nombrar las cosas por su nombre». El contexto general (imprescindible para intentar comprender los debates y posiciones del PSOE en algunos momentos cruciales de la historia contemporánea española) está reconstruido minuciosamente en la obra de Donald Sassoon, Cien años de Socialismo (Barcelona: Edhasa, 2001,1096 páginas), que contiene también un apéndice sobre el socialismo español debido a José Luis Martín Ramos.


La primera opción del PSOE fue el aislamiento, el «rechazo casi neurótico de todo contacto con otros partidos y otras organizaciones obreras», escribe Julia. A resultas de la semana trágica decidió entrar de veras en politica, aceptando alianzas con partidos republicanos (hasta 1947), y con el compromiso firme de «echar abajo la monarquía» (Iglesias), considerada como principal obstáculo para el desenvolvimiento del país. El PSOE estuvo contra la monarquía en 1917 y con la dictadura en 1923, formula claramente Juliá. Con la organización de la huelga revolucionaria de 1917 y el recurso a la violencia se buscó, en palabras de Araquistain, «lo que nunca sale de las urnas: el triunfo del poder civil sobre las oligarquías civiles». La convulsión dentro del partido, con motivo del debate sobre la Tercera Internacional, conducirá como en otros países a la escisión comunista. Y fue la retracción hacia el corporativismo obrerista, respirando la atmósfera europea del momento, lo que llevó la mayoría de los dirigentes socialistas a la aceptación de la dictadura, mientras creyeron en sus posibilidades de institucionalización (es lo que Martín Ramos denomina el «retroceso del socialismo político en beneficio del socialismo obrero»). El debate entre políticos y sindicales, su divergencia, se vuelve crucial durante la República y la guerra, analiza en detalle Juliá. Los primeros (Prieto, De los Ríos) representaban la tendencia más próxima al nuevo liberalismo definido por Ortega y fueron los aliados de Azaña, resistiéndose en 1933 a la estrategia de conquista del poder a cualquier precio, la revolución proletaria, lanzada por los segundos (Largo Caballero), lo que dio alas a los comunistas y anarquistas. Tras la revolución de Asturias, el empeño del sector Prieto (considerado «centrista» por las Juventudes Socialistas) será construir junto a Azaña una amplia coalición dotada de un programa de «gran radicalismo político y de gran hondura social» (el Frente Popular) con la expresa finalidad de evitar el riesgo de un nuevo movimiento revolucionario.


El PSOE que se alza con el poder en 1982 no es una mera continuidad: ha experimentado todo un proceso de refundación y «gran conversión» ideológica, según valora Juliá, que no le distingue en ese sentido de los esfuerzos de articulación realizados por otras fuerzas o partidos durante la Transición, y aun después, como es el caso del actual PP. La verdadera historia del PP no arranca evidentemente de la Restauración, aunque tampoco se reduce a Fraga; es un compendio de toda la aventura democrática del Centro, iniciada a partir de aquel primer PP de 1976 (Pío Cabanillas en contacto con Suárez), que se convertiría en el núcleo originario de UCD.


LA IDEOLOGÍA DE CENTRO


La democracia española ha hecho valer las posiciones, actitudes e ideas de centro, atrayendo hacia ellas a la derecha y a la izquierda. El Centro se ha disputado como un mar de ganancia de votos, pero ha establecido también una amplia zona de convergencia ideológica entre distintas fuerzas políticas. Se trata de un terreno interideológico, pero no necesariamente ambiguo, como reprocha Marco al liberalismo de la generación de 1914. Aquel nuevo liberalismo es el que subyace en el liberalismo social que se abrió paso después de 1945, recogiendo la impronta del personalismo cristiano de entreguerras. El que reivindicó Aron en el marco del espíritu de la resistencia contra los totalitarismos, y se concretó en la Francia de la IV República (la llamada República del Centro) dentro de la Troisiéme Forcé, o más tarde en el liberalismo del actual presidente de la Convención europea (y frecuente invitado de los mítines de Aznar en los 90), Giscard d´Estaing. Ese liberalismo social constituye hoy el núcleo ideológico del centro y sin duda establece una frontera porosa con la socialdemocracia liberal, si se atiende a la evolución más reciente del socialismo (exhaustivamente tratada en la obra de Sassoon). El asentamiento del Estado democrático y de bienestar no ha sido el logro exclusivo de ninguna fuerza sino el fruto fundamental de un proceso abierto con el consenso ideológico y político de posguerra y continuado después del gran boom de los treinta gloriosos hasta definir un modelo de capitalismo europeo distinto del americano, como se hizo visible tras 1989 (Sassoon hace del fracaso del socialismo real el éxito mismo del socialismo, haber civilizado el capital).


El centro encarna un concepto de ideología suave, alejada de los dogmatismos de las religiones seculares. La imagen del PP en el XIV Congreso, sin complejos, liberado de la preocupación de franquear la barrera franquista, ha respondido fundamentalmente a esos parámetros. El propio acento del PSOE desde su última Conferencia política en el republicanismo cívico, calificado como un desplazamiento a la izquierda renunciando a la batalla del Centro (más aún después de la elección de Aznar como presidente de la Internacional Demócrata de Centro), no pretende resucitar viejos radicalismos, cuestionar el papel de la Monarquía o volver sobre la memoria de Azaña, sino recalcar básicamente el sustrato democrático y liberal dentro del partido. PSOE y PP, sin necesidad de pactar un sistema centro, han de afrontar lo que se antoja como el problema de nuestro tiempo (Fusi, Varela Ortega): hacer compatible la alternancia democrática estable con una articulación territorial, viable, funcional y compartida. El concepto de patriotismo constitucional, de matriz habermasiana, introducido por el PP en su Congreso y anteriormente manejado por el PSOE, responde mayormente a la voluntad política de concertar estrategias conjuntas contra el nacionalismo, una vía que la crisis reciente del socialismo vasco parece desbaratar. Defiende, en cualquier caso, una idea de nación plural (Azaña en detrimento de Cánovas) que establece con claridad las distancias teóricas con el federalismo, donde recala de forma periódica el PSOE, y a quien el PP pretende reconducir con su nueva propuesta de segunda descentralización. Acertar o no en este problema constituye hoy la clave de una política de centro.


NOTAS


1 Ortega, precisando la mente de su Vieja y nueva política (1914), hizo notar la cercanía emocional de los hombres de su generación con la España anterior a la Restauración, reivindicando expresamente los años 1830-68, vistos como un período «risible y sin valor para España», lamentaba él, cuando había mucho que aprender de ellos, incluso en el orden técnico y de la Administración. Valoración que en La rebelión de las masas (1929) se extiende a las fuentes francesas, haciendo un encendido elogio de los liberales doctrinarios de 1830, con Guizot a la cabeza, como lo más valioso en la política del continente durante el siglo XIX. Azaña, por su parte, hizo en Tres generaciones del Ateneo (1930) una sutil distinción entre el liberalismo doctrinario y el moderantismo político. No ahorró elogios a los primeros liberales románticos (el duque de Rivas, Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa), que supieron sellar «sin desmentir su origen liberal» el más íntimo acuerdo entre la política y las letras al servicio del Estado («nunca el Estado ha tenido servidores más brillantes»). 1848 define para Azaña un punto de inflexión dentro del «apasionante dramatismo» del XIX español, y la línea que consagra el moderantismo político de Narváez a Cánovas. Una línea de demarcación en la evolución del liberalismo al conservadurismo, señalada de modo expreso por los hombres de 1914, que ven reflejadas en los ancestros de 1830 sus mismas inquietudes y ambiciones, particularmente la construcción de un nuevo Estado.






lycsde2.jpgEn este volumen dedicado al liberalismo español, muchos son los autores que tratan, en capítulos independientes, los distintos momentos que esta corriente política ha atravesado en dos siglos de historia de España,


Morales Moya remonta con mayor lirio los orígenes, Jovellanos como eminente antepasado ilustrado.


Carlos Plá se detiene en las Cortes de Cádiz y en los grupos actuantes para reconocer las tendencias que precipitan en el Trienio Liberal, moderados y exaltados, y que más adelante, en los años 1833-37, protagonizaron la «primera transición política de la España contemporánea».


José Luis Prieto profundiza en el grupo de los puritanos -Borrego, Pacheco, Pastor Díaz. Ríos Rosas-, y los Estudios Sociales principal exponente de un liberalismo templado (o centrado), defensor del consenso de 1837, oponiéndose a la reforma de la Constitución, y que proclamaba una política de principios fundada en la legalidad -siguiendo las pautas de Guizot- contra el pragmatismo y la arbitrariedad exclusivista del régimen de Narváez inaugurado en 1845 (la visión que proporciona Prieto en este punto contrasta con la de Seco; la idea de alternancia en el poder de los dos grandes partidos liberales, que realizará Cánovas, es de matriz puritana).


Luis Arranz se detiene en la Restauración para celebrar el «triunfo del liberalismo integrado:» de Cánovas y Silvela; sus logros económicos (y la personalidad de Laureano Figuerola, como principal impulsor de la libertad económica), son analizados por Victoriano Martín.

Profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Pública de Navarra