Disuelta la VII Legislatura de las Cortes Generales el día 19 de enero de 2004, los ciudadanos españoles son llamados a las urnas por novena vez en la historia de nuestra actual democracia para elegir el nuevo Parlamento. Pero esta vez con unas ofertas por un lado claras y por otro confusas y claudicantes. El Partido Popular (PP), con aspiraciones mayoritarias, aparece como favorito en las diversas encuestas de intención de voto y de previsión de resultados» Con su nuevo liderazgo se propone mantener la ventajosa situación parlamentaria de la última legislatura. Los analistas sociológicos y los periodistas políticos, en su mayor parte, consideran que en las actuales circunstancias esa pretensión no sólo es realizable sino altamente probable.
Del PP se sabe lose propone hacer si conserva la confianza de los electores y con ella el gobierno de la nación. En los ocho años de los dos mandatos del presidente Asnar, el PP ha ejercido el poder ejecutivo nacional con una administración limpia, apenas rozada en algunos lugares menores y concretos por irregularidades en la gestión pública o sospechas casi nunca confirmadas de escándalos menores. Se ha mantenido sustancialmente la paz social y se ha llegado habitualmente a acuerdos consensuados o aproximaciones a ellos entre los «interlocutores sociales». Cuentan en el haber del periodo Aznar una Hacienda pública sin déficit y una más que aceptable asimilación de las implicaciones que traía consigo la sustitución de nuestro signo monetario, al tiempo que se ha observado una leal disciplina con las directivas económicas acordadas en el seno de la Unión Europea.
Con el Gobierno Aznar se cerraron, además, algunos acuerdos con el Partido Socialista en cuestiones de Estado, como el pacto antiterrorista, el pacto por la justicia y el acuerdo autonómico. Si bien parece que estos dos últimos son ahora rehusados por el PSOE, quizá más por oportunismo electoralista que por verdadera disconformidad.
En el orden político exterior se ha reafirmado la vocación atlantista de España sin quiebra de nuestra buena relación con los países de ese «segundo mundo» de ahora, que son los Estados islámicos. Las diferencias con nuestros «socios carolingios» de la Unión son, en la práctica, menores de lo que parece, como prueba la colaboración hispanofrancesa en la lucha contra el terrorismo. Y en los casos que a veces suenan más -como el reparto de poder en la futura Constitución europea- se deben a que el Gobierno español tiene obligación de velar por los intereses políticos y económicos nacionales. Al defenderlos, España ha mostrado su más abierta disposición para el entendimiento con nuestros socios de la Unión, sin las arrogancias, en el fondo neocolonialistas, de algunos de los Estados «veteranos» de la antigua CEE. La imagen de un centro y una periferia en la UE refleja una realidad histórica y del momento presente. No se trata de una «vieja» y una «nueva» Europa, porque todo el continente a estos efectos es igual de antiguo; sino de una Europa solidaria pero compuesta de naciones independientes, frente a la idea de un continente hegemonizado por algunos de los Estados miembros.
Los gobiernos de estos últimos años han mantenido y fomentado las libertades públicas sin presiones del poder. Basta recordar la existencia de importantes medios de comunicación (periódicos, radios y televisiones nacionales, e incluso regionales) que, más que críticos, son hostiles al Gobierno y a su partido político.
Con el PP en el poder se ha fomentado la libertad de enseñanza y no se han cerrado, ni entornado siquiera, las puertas a la presencia de la sociedad en la educación, que no es entendida como un monopolio del Gobierno, sino una responsabilidad de Estado como lo son la defensa nacional o la Hacienda pública.
Parece que el programa de los «populares», que todavía no se ha hecho oficialmente público cuando se escriben estas líneas, es de una continuación sin mimetismos «continuistas» de la etapa anterior, pero también sin los improvisados aventurismos de los que propugnan mutaciones constitucionales que podrían atentar contra la unidad del Estado, que es la unidad de la nación.
Frente a la opción del PP no parece que se vaya a presentar en este marzo del 2004 un partido de izquierdas capaz de atraer con su programa a una mayoría del electorado. Habrá ciertamente unas candidaturas socialistas que con el eco de su nombre, por ideología o por tradición, arrastrarán una muy estimable cantidad de papeletas. Pero buena parte de ellas serán más «votos contra» el PP, que a favor de un proyecto no realizable por un partido sin mayoría. Los programas socialistas serán programas de partido, pero no de gobierno. Estos habrían de ser pactados después -a la catalana o a la aragonesa o a la cántabra (o incluso a la balear)- con programas que se deben a otras doctrinas políticas y a otros conceptos de España como Estado y como nación, diferentes y aun opuestos a los de los socialistas de siempre en nuestro país: no sólo el PSOE de la República, sino el de los González, Guerra, Rubial, Solana, etc. -de la Constitución del 78-. Los parlamentarios socialistas, para sostener un Gobierno misceláneo encabezado por su partido, tendrían que pagar peaje a las políticas de los comunistas, del PC o sólo de IU, a «independentistas» -radicales o templados-, a «verdes» e incluso quizá a algún pintoresco diputado suelto de esos que siempre hay, pero que hoy colonizan la franja izquierda del espectro político.
En estas elecciones de marzo la mayor parte de los electores responsables, y que quieren para su patria un futuro próspero, estable y políticamente pacífico, puede tener bien claro lo que es mejor para los próximos cuatro años de la vida nacional. O un proyecto que no sólo es bueno, sino consistente y que está avalado por la continuidad democrática y liberal de la experiencia de estas dos últimas legislaturas; o la aventura que representaría un posible gobierno «arco iris» con todos los colores calientes y fríos del espectro político y social. La opción no es dudosa para quien conozca España y el último cuarto de siglo de su historia y sepa cuáles son los riesgos y aventuras que acechan a nuestro país en estos primeros años del nuevo milenio, vigésimo primer siglo de la era cristiana.