Tanto en Maastricht, como posteriormente con el Tratado de Amsterdam, el punto central, junto a la unión monetaria, fue la ampliación del terreno de la cooperación europea a ámbitos del núcleo duro de la soberanía estatal: a la política exterior y de seguridad y a las cuestiones de justicia e interior. Sin embargo, la cooperación en estas áreas se ha considerado desde su inicio que debía realizarse fuera del marco supranacional constitutido por las instituciones comunitarias y el sometimiento al derecho comunitario y a las decisiones del Tribunal de Justicia de Luxemburgo. Estas nuevas políticas de «cooperación íntergubernamental» han creado su propio marco de actuación, más cercano de la cooperación transnacional entre Estados que de la integración supranacional de soberanías estatales. Este hecho, unido al desplazamiento del centro de gravedad del poder institucional hacia el Consejo Europeo y el paralelo debilitamiento de la Comisión, ha hecho que, desde el punto de vista institucional, se muestre hasta qué punto la organización del poder en la nueva Europa se halla todavía en estado de fluctuación.
LA REUBICACIÓN DE ALEMANIA
Lo que se ha producido con el fin de la guerra fría y la unificación alemana es una profunda modificación de la bases geopolíticas sobre las que se asentaba el orden reconstruido en Europa después de la Segunda Guerra mundial. Las tres Comunidades Europeas, la CECA, la CEE y el Euratom, tenían como objetivo principal arbitrar una solución para «la cuestión alemana», tal y como se planteaba después de la Guerra. Como muestra la historia de la CECA, para Francia y Gran Bretaña, así como para los países del Benelux, de lo que se trataba a través de las primeras formas de integración europea era tanto de contener a Alemania como de obtener la satisfacción de intereses nacionales que ya no podían ser satisfechos fuera de un marco común. Sin embargo, el desarrollo histórico de la CEE muestra que la supranacionalidad únicamente ha funcionado durante períodos muy limitados; de hecho, la votación por mayoría cualificada sólo comenzó a generalizarse durante el período que va de 1987 a 1992, con motivo del programa de realización del mercado único, etapa que coincide con la consolidación de la Comisión como órgano central del sistema, con Jacques Delors como presidente. Esa época de ejercicio de la supranacionalidad es paradójicamente también la que puso de manifiesto a los Estados miembros la necesidad de encauzar el proceso desde una perspectiva más intergubernamental, y donde tiene su origen el sistemático debilitamiento al que se le ha sometido a la Comisión en los últimos años.
Tras el fin de la guerra fría y la transformación de la Unión Soviética y los países del Este, tras la reunificación de las dos Alemanias, el problema de la reubicación de Alemania en la nueva Europa vuelve a surgir con todas sus consecuencias. No es extraño por ello que la Cumbre de Niza, que debería haber solventado la cuestión de las reformas institucionales de cara a la ampliación al Este, se haya visto superada por el debate para los próximos cuatro años sobre la futura forma política de Europa y el modelo que se quiere para la Unión Europea, y que ese debate haya sido puesto en circulación hace pocos meses desde Berlín por un gobierno alemán entre cuyos objetivos se encuentra romper con las ataduras psicológicas de la política exterior alemana con el período de posguerra.
PERIODO CONSTITUYENTE
Aunque por estrategia política no se quiera hablar abiertamente de ello, nos encontramos después de Niza en un período constituyente que debería conducir hacia la elaboración y aprobación de un Tratado fundamental o Constitución europea. De acuerdo con la tradición constitucional continental, ese texto jurídico debería establecer no sólo el marco, sino también los contenidos de la organización del poder europeo, no sólo regular las relaciones de los órganos en los diferentes niveles de la acción pública europea, sino también las relaciones de los ciudadanos con esos órganos. Debería por tanto contener lo que tradicionalmente se llama una parte dogmática, o código de derechos fundamentales que vinculen en su actuación a los órganos públicos y puedan ser invocados por los ciudadanos ante los tribunales; y una parte orgánica, que establezca el reparto de competencias y los mecanismos de resolución de conflictos entre los órganos principales en los diferentes niveles de aplicación del poder europeo. Éste es básicamente el modelo que Alemania -proyectando su propio sistema de organización federal y de «federalismo cooperativo» hacia el conjunto de la Unión- propone como esquema para ser discutido antes de la futura Conferencia Intergubernamental que se celebrará en 2004.
Aunque resulta difícil evaluar en estos momentos el grado de aceptación que un modelo federal alemán a escala europea pueda encontrar entre el resto de los países miembros o, en su caso, de algunos de los países miembros, esta propuesta ha venido a situar en el centro de la discusión el problema de la relación entre la Unión Europea y los Estados nacionales, es decir, la cuestión de los límites o finalidad de la integración europea y su relación con las soberanías y culturas nacionales.
INTEGRACIÓN SUPRANACIONAL
La base primordial de la legitimidad de la Unión deberá seguir derivando primordialmente de los Estados nacionales, dado que son éstos los que continuarán siendo la fuente principal tanto de la identidad como de la ciudadanía. No es extraño que de nuevo -no solo en Europa, sino en casi todas partes- las naciones estén ocupadas en reconsiderar su identidad y reinterpretar su pasado. Y es previsible que durante no poco tiempo todavía el apoyo popular a la Unión Europea dependa principalmente de si los ciudadanos están convencidos de que con ello se beneficia a las comunidades nacionales, en términos de democracia, seguridad y desarrollo económico.
Pero es evidente también que esos Estados nacionales seguirán viéndose esencialmente transformados por una Unión Europea, en la que se hace cotidianamente patente que el ejercicio de la soberanía en la emergente polis europea es un ejercicio permanente de superación del carácter antitético de las soberanías nacionales -de la dialéctica amigo-enemigo que late en su interior-, por una forma de soberanía compartida que es justamente el núcleo de la integración europea.
Lo que la nueva fase de construcción de la forma política europea pone entonces de manifiesto es la necesidad de volver a pensar lo que significa el fenómeno de la integración desde la perspectiva de la vinculación entre identidades nacionales e identidad europea. ¿En qué consiste el proceso de integración? Es un fenómeno complejo con múltiples facetas. De alguna manera, la integración aparece como un proceso abierto, pero también como el objetivo final y como el método del mismo proceso. El objetivo de la construcción europea es, tal y como formulan los Tratados con una conocida fórmula, una «unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa». Esa finalidad es la que, hasta la fecha, ha dado sentido a la acción de las instituciones y a la interpretación teleológica del Tribunal de Justicia. La «unión cada vez más estrecha» ha conferido desde el principio a la construcción europea su carácter dinámico y expansivo, su carencia aparente de límites. Es difícil imaginar que el objetivo último de la integración pueda ser otro que la interpenetración progresiva de las soberanías nacionales y la interculturización de las sociedades europeas. Ambas acciones se realizan precisamente a través de un permanente ejercicio de puesta en común de las soberanías nacionales en favor de la consecución de los fines de la integración, a saber: «la unión más estrecha entre los pueblos de Europa».
PERDER PARA GANAR
Desde su mismo origen la integración tiene una naturaleza dual: necesariamente a la vez supranacional e intergubernamental. Similarmente a como el interés comunitario es el resultado y no la simple adición de los intereses nacionales. El ejercicio de la supranacionalidad se constituye de hecho en un proceso de toma de decisiones conducido por la idea de que el interés común no es el simple balance entre los intereses nacionales (y, por tanto, un juego de suma cero determinado por la mera relación coste/beneficio) sino una extrapolación de los intereses nacionales, en la que a medio y largo plazo todos los participantes ganan.
Un ejemplo de esta doble funcionalidad del proceso de integración es el Consejo de Ministros. En el Consejo, los ministros actúan como representantes de sus Estados respectivos y defienden por tanto el interés nacional, pero son, a la vez, miembros del Consejo, forman parte de una institución comunitaria, cuyas decisiones no son -gracias también a la participación de la Comisión y del Parlamento- la mera adición mecánica de los intereses nacionales.
Lo mismo ocurre, aunque a la inversa, en la Comisión, órgano de formulación del interés común, pero en el que -de forma paradójica frente a la intención original- tampoco los comisarios pueden escapar del ejercicio de una cierta función nacional, integrando así la doble componente, supranacional e intergubernamental.
El ejercicio de esta doble función del poder europeo se hace particularmente patente en el papel que juegan los Estados y las administraciones nacionales. Lejos de ser los enemigos de un sistema que limita su soberanía, los Estados nacionales son sus actores privilegiados.
LA DOBLE FUNCIÓN DE LOS ESTADOS MIEMBROS
Los Estados son la materia de la integración. Son materia de la integración, primero, en sentido histórico, en cuanto que la identidad europea es resultado de un desarrollo en el que los Estados nacionales han supuesto un estadio fundamental en la consolidación y preservación de los valores que definen esa identidad europea, en primer término a través de la protección de los derechos humanos que garantizan las constituciones democráticas de los Estados miembros. Todavía hoy, los avances en la integración son posibles en gran medida gracias a la reserva de legitimidad democrático-constitucional de los Estados nacionales, de los que el sistema comunitario sigue dependiendo para su evolución.
La integración europea parte de los niveles de evolución jurídica que la experiencia histórica del principio de soberanía nacional y su constitucionalización en el Estado de derecho a partir del siglo XIX y en su desarrollo a lo largo del siglo XX nos ha legado como uno de los elementos centrales de la identidad europea. Curiosamente, la tensión que define en estos momentos al proceso de integración comunitaria es similar a la posición del constitucionalismo clásico (Locke) frente a los teóricos del absolutismo estatal (Hobbes). El concepto de soberanía absoluta, primero, y el de soberanía nacional, después, han sido necesarios para que su estructura conceptual pudiera ser asumida e históricamente superada por el Estado constitucional.
Se trata de la misma tensión que recorre el proceso de positivización de los derechos humanos y la noción de ciudadanía. La protección de los derechos del ciudadano frente al poder del Estado fue históricamente el resultado de un compromiso entre la idea de soberanía nacional y el proyecto universalista de los derechos humanos. La conversión de los derechos cosmopolitas de la Ilustración en derechos del ciudadano de un Estado nacional concreto fue posible merced a una ficción jurídica que limitaba el poder absoluto de la soberanía a través de la tríada de la división de poderes. La teoría de la división de la soberanía y su transformación en poderes constitucionalizados creaba el espacio jurídico necesario para que el ciudadano pudiera ser protegido por determinados órganos estatales frente al propio Estado.
La paradoja actual de la integración comunitaria es que no podemos prescindir de la realidad de la ciudadanía nacional y de la legitimidad democrática vinculada a los Estados nación, pero a la vez el statu quo de un demos definido por su identidad nacional es el mayor obstáculo para la plena realización de los derechos del ciudadano (y del residente en Europa, no nacional, de los Estados miembros).
La legitimidad de las democracias europeas parece hoy esencialmente vinculada a la realidad política de los Estados nación, y, a la vez, el futuro de la Constitución europea requiere de esa misma realidad política como la materia a partir de la cual se produce el fenómeno de la integración. Este hecho confirma la visión de Ortega: las sociedades nacionales están hechas de Europa, pero no es menos cierto que Europa está hecha de la experiencia histórica y de la realidad política de las sociedades nacionales.
Pero es no sólo en los niveles de la legitimidad democrática y de la estructura constitucional donde los Estados realizan una función de actores privilegiados. Los Estados son también actores privilegiados de la integración a través de su participación institucional en la dinámica comunitaria y en la aplicación del derecho comunitario. En virtud del proceso de integración y de la dogmática jurídica creada por los jueces de Luxemburgo, las estructuras administrativas y judiciales de los Estados miembros realizan una función básicamente dual. Las Administraciones nacionales y los jueces ordinarios son, junto a los operadores económicos, el factor más decisivo de la integración. Las Administraciones y los jueces nacionales, así como los operadores privados, son actores y factores de la integración. La mayor parte de la aplicación del derecho europeo tiene lugar por vía de administración indirecta, a través de los diferentes niveles de la Administración estatal, regional y local. Son estos diferentes niveles y los propios funcionarios estatales los que ejecutan el derecho y las políticas europeas, haciéndoles, por una parte, inseparables de las políticas nacionales y, de otra, manteniendo el horizonte dinámico y de futuro de la integración. La vitalidad del proceso de integración, su legitimidad de ejercicio, depende así del grado de aplicación por los jueces y las Administraciones nacionales del derecho y las políticas comunitarias.
En cierto sentido, podría decirse que la naturaleza bifronte del Consejo que más arriba hemos señalado, su doble funcionalidad como representación de los Estados miembros y como fuente de generación del interés comunitario, se realiza también a todos los niveles del poder del Estado, y de manera particular a través de los jueces nacionales, que son quienes aseguran la coherencia del derecho comunitario y su plena integración con los derechos nacionales. Es a través de ellos como se realiza de forma capilarizada la alquimia de la integración. La aprobación de una Carta de Derechos fundamentales como parte del Tratado supondría por ello uno de los mayores efectos catalizadores de la integración. Implicaría también un gran avance en el proceso de constitucionalización del derecho y de las políticas europeas, y, a través de la aplicación descentralizada que llevan a cabo los jueces, se haría posible la protección efectiva de los derechos de los ciudadanos.
LA LÓGICA DE LA INTEGRACIÓN
Ahora bien, la integración no es un camino unidireccional, sino de doble sentido. De la misma manera que la integración precisa de la lógica estatal y la presupone, también los Estados participan de la lógica de la integración y se ven legitimados por ella. En cierto sentido, como ha señalado Andrea Manzella, la lógica de la integración es excluyente. Absorbe el pasado histórico de los Estados-Nación, pero también prefigura su futuro.
Una de las tesis más sugerentes de los últimos años sobre las relaciones entre los Estados miembros y la construcción europea ha señalado precisamente el hecho de que la construcción europea, lejos de debilitar a los Estados miembros, ha hecho posible la supervivencia de los Estados de bienestar europeos, otorgándoles nuevas fuentes de legitimación y más amplios campos de acción. Gracias a las Comunidades Europeas, el peso político y económico, por ejemplo, de los países del Benelux, ha resultado multiplicado, y sus economías han prosperado exponencialmente al grado de integración alcanzado con las otras economías comunitarias. Lo mismo sucede con un número muy amplio de ejemplos que podrían citarse: gran parte del desarrollo político de Alemania hasta llegar a la reunificación hubiera sido difícilmente posible sin que este país estuviera plenamente inmerso en las estructuras comunitarias y occidentales. Sin las presiones liberalizadoras de sus vecinos, la tradición dirigista de la economía francesa hubiera conducido a Francia a un aislamiento del comercio internacional y a un anquilosamiento de sus instituciones y su estructura social. Fuera de las Comunidades y de la Unión hubiera resultado casi impensable para España la consolidación de sus instituciones democráticas, y desde luego parece difícilmente imaginable que se hubiera podido llevar a cabo una política exterior y de presencia económica en Iberoamérica similar a la que nuestra pertenencia a Europa ha hecho posible.
Es decir, con el avance del proceso de integración, lo que se produce no es la desaparición del Estado, sino su transformación. Los Estados nacionales se convierten en los sujetos parciales de un orden constitucional más amplio, una organización que es más extensa que la suma de cada una de las áreas nacionales incluidas en la Unión Europea.
LA SUPRANACIONALIDAD
Lo que emerge progresivamente es un «espacio constitucional común», un «poder público europeo», en el que los derechos de los ciudadanos y los procesos de toma de decisión se hacen realidad a través de procedimientos en los que participan tanto las instituciones de la Unión como las instituciones de los Estados nacionales. El engarce entre el poder público de los Estados y el espacio público europeo lo constituye la supranacionalidad.
La supranacionalidad aparece como la forma del poder público europeo que realiza progresivamente el paso de una organización de tipo internacional a una organización de tipo constitucional. Los ordenamientos estatales y la emergente Constitución supranacional se integran en una forma política nueva que no coincide con el ordenamiento soberano de una institución estatal, pues no se trata ciertamente de un «Super-Estado», ni tampoco del simple conjunto de los Estados nacionales.
El fenómeno de un «constitucionalismo sin Estado» se convierte así progresivamente en la seña de identidad de la nueva forma política europea. Ello no quiere decir en ningún caso que los Estados nacionales se vean disminuidos en su identidad nacional, sino que más bien el Estado se transforma en el sujeto parcial de un ordenamiento más extenso que la suma de cada una de las áreas nacionales que forman parte de la Comunidad.
El problema actual para Europa es, por tanto, definir el punto fundamental de equilibrio para esta dinámica de integración que incluye poderes supranacionales, poderes estatales y poderes subestatales, es decir, la cuestión principal es la búsqueda de una estructura constitucional en un sistema por naturaleza dinámico y policéntrico.
EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD
El punto de conexión entre lo estatal, lo supraestatal, y lo subestatal, se ha querido hallar en el principio de subsidiariedad, que desde el Tratado de Maastricht ha sido elevado a la categoría de clave de la bóveda constitucional comunitaria. Con la consagración de la subsidiariedad como principio de interconexión se ha reforzado el papel central de los Estados nacionales. Los Estados son ahora los pilares de un ordenamiento en red sin instituciones centrales, un espacio público abierto a la negociación y la decisión conjuntas. Son los Estados miembros los que deben impedir tanto las tensiones centrípetas (la presión hacia la excesiva centralización), como las tensiones centrífugas (la tendencia hacia la fragmentación). Este es el estado actual de maduración de la polis europea, situación que la introducción del euro no ha hecho sino acentuar.
La introducción del euro ha vuelto a poner en evidencia el carácter dual del proceso de integración. Pues en paralelo al fuerte avance en la supranacionalidad que ha supuesto la creación del Banco Central Europeo, se ha ido configurando el núcleo de un «Gobierno económico de la Unión». Las mismas fórmulas de los Tratados que han atribuido al Consejo de Ministros de Economía y Hacienda (el Ecofin) deberes de coordinación económica y de supervisión recíproca de los presupuestos y las políticas económicas de los Estados miembros muestran en qué medida lo que se ha creado es una auténtica responsabilidad común sobre la política económica. Es decir: la forma de ejercicio del poder en el espacio europeo es común, se realiza de forma conjunta a todos los niveles entre los Estados y entre los Estados y las instituciones europeas. No se trata de una soberanía dividida, sino de soberanías compartidas. Por ello un debate sobre la división de competencias entre la Unión y los Estados miembros está abocada al fracaso.
IDENTIDAD NACIONAL Y SUPRANACIONAL
La identidad europea y las identidades nacionales de los Estados miembros son dos realidades entrelazadas entre sí, dependientes la una de la otra, inextricables y a la vez en abierta competencia. En ellas se refleja el pasado histórico común y la tendencia de futuro hacia la constitución de una organización de convivencia colectiva basada en la autonomía de las sociedades nacionales europeas. En preservar estos dos polos de la identidad de los ciudadanos europeos y a la vez hacer posible su interrelación mutua estriba la virtualidad del método de la integración. Pues de la correcta interpretación de la autonomía y la interdependencia mutua de las identidades nacional y europea depende la articulación entre los conceptos de ciudadanía europea y ciudadanía nacional, y la eficacia del principio de cooperación y lealtad mutua entre las instituciones comunitarias y entre las instituciones y los órganos de los Estados miembros.
La cuestión de la identidad europea plantea también los interrogantes sobre lo que Europa es, sobre lo que vincula entre sí a los Estados miembros, y lo que les diferencia -y les abre- al resto del mundo. En el debate académico de los últimos años, la discusión ha girado en torno a la cuestión de si con la introducción de elementos de separación identitaria respecto al mundo exterior (una política exterior y de seguridad común; una cooperación progresivamente más estrecha en los temas de justicia e interior, incluyendo normas comunes sobre asilo, inmigración, libre circulación, etc.; el reconocimiento de un patrimonio cultural común) no se estaría en realidad violando el espíritu y los valores originarios de la construcción europea al reintroducir de nuevo aquellos elementos de la soberanía estatal que la idea de la comunidad supranacional pretendía precisamente superar. No en vano la Comunidad Europea, como específica comunidad supranacional, surgió como rechazo universalista a los muy negativos efectos de los nacionalismos europeos y de las nacionalidades homogéneas.
En mi opinión, la inserción de una cláusula en el Tratado de Amsterdam obligando a la Unión Europea a «respetar la identidad nacional» de sus Estados miembros se halla vinculada a la idea de subsidiariedad y de descentralización en la aplicación de las políticas comunitarias. La conexión entre identidad europea e identidad nacional resulta entonces dada por el principio de subsidiariedad, verdadero eje del nuevo sistema creado a partir de Maastricht. Las identidades nacionales pueden entonces aparecer como garantes de la identidad europea -y también a la inversa, la identidad europea es garante de la identidad nacional- siempre y cuando el poder público común europeo esté regido por la cercanía de las políticas comunitarias al ciudadano, la descentralización y el fomento de la diversidad de las culturas europeas. Un análisis más detallado de los nuevos equilibrios desde Maastricht puede hacer ver cómo con la introducción de la obligación de respeto de la identidad nacional de los Estados miembros (artículo 6.3), se pretendía crear un contrapeso frente a los nuevos objetivos de una identidad a nivel internacional y de una ciudadanía de la Unión, y con ello resaltar la dualidad esencial (Estados-Unión) del sistema.
DIVERSIDAD NACIONAL Y REGIONAL
Junto al reforzamiento de mecanismos de mayor centralización – política exterior y de seguridad común, ciudadanía de la Unión, moneda única, etc.- se potenciaba también paralelamente el fomento de una mayor diversidad. La mayor centralización fruto de la creación de la moneda única debía ser equilibrada con una afirmación rotunda de la identidad nacional de los Estados miembros y de su diversidad cultural. A la vez, la protección de la identidad nacional de los Estados miembros debía servir como límite frente al creciente poder de las regiones. Según el Tratado de Maastricht, y posteriormente en Amsterdam, la Unión Europea aparece como garante no sólo frente al propio proceso de unificación europea, sino también frente a las tendencias centrífugas internas de los propios Estados. La Unión vive y se desarrolla como tal a través de la diversidad de sus Estados nacionales y de sus regiones, y a la vez su función consiste también en preservar tanto la estatalidad (nacional) como su diferenciación cultural. Por ello, en los capítulos dedicados a la política cultural de la Unión lo que se establece es que la Comunidad debe contribuir al florecimiento de las culturas de los Estados miembros dentro del respeto de su diversidad nacional y regional, poniendo de relieve al mismo tiempo el patrimonio cultural común (art. 151, Tdo. de Amsterdam). Es decir, la diversidad nacional y la preservación de las identidades nacionales debe ser puesta en conexión no sólo con la diversidad regional sino también con el patrimonio cultural europeo común, con su «significado europeo». Ese patrimonio cultural común, que procede de la historia común y de las experiencias y formas de vida comunes, se pone también de manifiesto -y de manera muy principal- a través del fomento de las culturas de los Estados miembros.
Justamente la unidad de la cultura europea procede de un pasado común que se expresa en la diversidad de sus culturas nacionales y regionales. Con palabras de Ortega, la identidad europea no es sólo un término ad quem, sino también un término a quo. No es solamente un horizonte de futuro hacia el que tiende la integración, sino también una historia a través de la cual se ha ido conformando un patrimonio cultural común y una diversidad de Estados nacionales y de culturas. Los Estados y las culturas nacionales y regionales no son opuestas a la identidad europea, sino que son su propia sustancia. Es significativo en este contexto la actualidad de la idea de nación en Ortega. Las sociedades nacionales son parte de la común sociedad europea, y de la misma manera que esa «sociedad europea» es el precipitado de sus Estados y culturas nacionales y regionales, la diversidad de Estados y culturas recibe su legitimidad histórica y de futuro del propio proceso de unidad europea. Toda la acción de la Comunidad debe de estar impregnada, según el art. 151.4 del Tratado, del respeto y del fomento de la diversidad de sus culturas.
Por otra parte, el núcleo de identidad constitucional de los Estados miembros ya no es sólo nacional. Los principios democráticos de libertad, respeto de los derechos humanos y libertades fundamentales, comunes a los Estados miembros, han sido también asumidos por la Unión. Es más, con el Tratado de Amsterdam se ha llevado a cabo un cambio cualitativo radical al establecer la posibilidad de que la Unión realice una función supervisora y aun sancionadora de los Estados miembros que no respeten los principios constitucionales de la Unión. No solamente se han instituido en el art. 6 estándares comunes para todos los sujetos de soberanía estatal dentro del sistema constitucional de la Unión. Lo que se ha creado con estas disposiciones es una política de derechos humanos y de promoción de la democracia cuyo titular es la Unión frente a los Estados nacionales.
Irónicamente, es difícil imaginar una mayor inversión de la carga de la prueba en el debate sobre el déficit democrático de las Comunidades. Pues el Tratado de Amsterdam convirtió a la Unión en el garante de la constitucionalidad democrática y, con ello, del conjunto del sistema normativo de los Estados miembros. En definitiva, las formas del ejercicio del poder dentro y por medio de la Unión ponen de manifiesto hasta qué punto el ejercicio de la soberanía en la Unión Europea difiere radicalmente de la soberanía estatal. Esa especificidad de la Unión deriva de la peculiar integración entre unidad y diversidad que el sistema comunitario realiza. La emergente forma política europea se articula a través de la creación de un sistema policéntrico y pluridimensional, cuyo grado de interrelación a muy diversos niveles establece una diferencia esencial con la tesis del monopolio del poder que define a los Estados nacionales. Unidad y diferenciación en un sistema de red: la unidad de Europa depende del grado de su diversidad y pluralidad. Y la «europeización» sigue siendo, en estos momentos más que nunca, la clave definitoria de la identidad de los Estados nacionales europeos.