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Sergio Ramírez. Nacido en Masapete (Nicaragua) en 1942, Ramírez es un novelista de éxito, ensayista, periodista, abogado y exvicepresidente de Nicaragua, país ahora gobernado por un dictador que lo persigue. Ramírez ganó el Premio Cervantes en 2017.


Avance

La primera regla del narrador es creer en la autenticidad de lo que cuenta, afirma Sergio Ramírez en este artículo, que leyó como ponencia en las I Jornadas de Literaturas Hispánicas. Lo importante es que la veracidad quede establecida frente a los ojos del lector.

Una técnica adicional del escritor es el rigor escrupuloso a la hora de narrar hechos. La novela Diario del año de la peste de Daniel Defoe, que se publicó en 1722, finge ser un reportaje verídico sobre la peste del cólera en Londres (1665). El artificio debe inducir a pensar que la imaginación nunca ha existido, y que lo que leemos no es sino la realidad.

Si nos centramos en la narración de la historia, siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos de ese velo subjetivo que cambia las imágenes. Nunca habrá dos visiones iguales. Los diarios y cartas de relación de los descubridores y conquistadores, y los textos de los cronistas de Indias tienen, por su propia naturaleza, esa calidad imaginativa que va relatando lo visto y experimentado con un disfraz de verdad.

Ramírez destaca la exageración como «esa otra calidad esplendorosa de un continente donde todo es desafuero, empezando por su geografía, y donde la historia es siempre desmesura», un espacio donde con frecuencia se produce la anomalía de que las leyes justas pasan a ser la mentira y el arbitrio del poder sin contrapesos pasa a ser la realidad.

Citando a Vargas Llosa, nos recuerda el autor de Margarita, está linda la mar que la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y «los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña».

Más sobre el oficio de escribir: los cronistas contemporáneos, cuando escriben con ánimo literario, saben entrar en la relevancia de los acontecimientos que merece la pena relatar, discriminando entre los materiales a mano, igual que lo hace un novelista que sabe registrar los detalles. Un escritor no narra los hechos desnudos de todo matiz, sino que se fija en aquello que podría parecer irrelevante, pero que en realidad da vida a la narración.

La literatura de invenciones presta sus procedimientos y ardides a la crónica moderna. Novela no solo es, así, el relato donde se cuentan hechos ficticios, sino el relato contado con las técnicas de una novela: trampas y ardides.


Artículo

Heródoto, quien vivió tres mil quinientos años atrás, ha pasado a la posteridad como el primero de los historiadores, pero en realidad fue mucho más que eso. O eso, y además narrador literario, y periodista, tres virtudes fundamentales que en sus Nueve libros de la Historia vienen a ser una sola; y cuando digo periodista estoy hablando de sus calidades de reportero y cronista, oficios que entonces estaban lejos de ser reconocidos como tales; y, por si fuera poco, explorador, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólogo, pues al adentrarse en territorios entonces desconocidos, registraba de manera acuciosa y metódica todo lo visto y oído.

Ponencias del 29/6/23, donde intervino Sergio Ramírez

La historia, contada entonces como epopeya, se hallaba al amparo de la musa Clío, dispensadora de la gloria; mientras tanto la narración se hallaba confiada a su hermana Calíope, y se expresaba por medio de la canción épica. Calíope, la de la trompeta en la mano, hija de la Memoria, y la más poderosa de las musas, tendría hoy la égida del relato literario y a la vez del relato de los acontecimientos dignos de ser comunicados. Es decir, del relato periodístico. 

En aquel tiempo no era posible distinguir entre quien contaba hechos auténticos, vistos o vividos, y quien contaba historias hijas de la invención, pues no existían reglas para medir las distancias entre verdades y mentiras. Historia, novela y mitología, son entonces una misma cosa porque las fronteras del mundo son difusas y distantes, y esa bruma de la lejanía desconocida crea la duda, el asombro y el misterio, pero también la curiosidad. 

La primera regla del narrador es creer en la autenticidad de lo que cuenta, no importa que parezcan hechos fantasiosos; y cuando no los ha visto con sus propios ojos, acude a testigos que puedan ofrecer testimonios creíbles o verificables, no importa tampoco que esos hechos parezcan más mentiras que verdades. Es lo que hace Heródoto. Su pretensión es que la veracidad quede establecida frente a los ojos del lector. 

Heródoto nunca pretende la mentira, y la descarta paso a paso. Frente a la oscuridad que entonces representa lo inexplorado, pues lo conocido es un territorio aún exiguo, la verdad objetiva se convierte en un deber del cronista, aunque la imaginación no deje de enseñar sus vestiduras extravagantes en el relato. ¿Cómo dilucidar en aquella penumbra lo que está del lado de la realidad y lo que está del lado de la imaginación? No se ponía en duda entonces que los héroes y los reyes eran fruto de las excursiones sexuales que hacían entre los humanos los dioses volubles y rijosos, y para un cronista de verdades se trataba de un asunto en extremo delicado de dilucidar, ya no digamos desmentir. 

Constantin Kavafis recuerda en su poema Uno de sus dioses esta volubilidad, cuando uno de ellos, «esbelto y de perfecta belleza», baja a visitar desde el Olimpo los prostíbulos de Seleucia, ante el asombro de quienes lo ven pasar:

…y mientras se perdía bajo los pórticos,
entre las sombras y las luces del crepúsculo,
dirigiéndose al barrio que sólo de noche
vive, entre orgías y vicios,
y toda suerte de embriaguez y de lujuria,
se preguntaban pensativos cuál de Ellos podría ser…

El rigor escrupuloso a la hora de narrar hechos es un procedimiento que la literatura de invención ha llegado a copiar de la crónica que pretende narrar verdades. La novela Diario del año de la peste de Daniel Defoe, que se publicó en 1722, finge ser un reportaje verídico y acucioso sobre la peste de cólera que asoló Londres en 1665. 

En este caso, la pretensión del novelista es establecer la veracidad de lo que cuenta frente a los ojos del lector, disfrazando la imaginación con un aparato de hechos falsos en el que hay documentos oficiales, tablas estadísticas y testimonios fabricados. El artificio tiene que inducirnos a pensar que la imaginación nunca ha existido, y lo que tenemos frente a los ojos no es sino la realidad. La mentira queda borrada bajo su fehaciente apariencia de veracidad. 

Tras el paso de tantos siglos, tampoco podemos afirmar hoy, cuando nos abruma el exceso de información, que los hechos que se nos comunican han ganado una calidad verificable, suficiente como para ubicarse sin reparos en el terreno de la verdad objetiva. Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.

Por mucho tiempo la historia se escribió a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del interesado; sino recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar sus fueros en México, otra vez como gobernador todopoderoso, y para eso necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan. 

Esta pretensión mueve a reaccionar a Bernal Diaz del Castillo, un anciano soldado de Cortés, que vive retirado en Guatemala, quien al leer el libro de López de Gómara se asombra de la manera en que cuenta los hechos alguien que nunca ha cruzado el mar y estuvo, por tanto, lejos de ellos. Lo ve como una superchería. Entonces decide escribir su propio relato, y de allí resulta un monumento de narración, La verdadera relación de la conquista.

Pero es, de todas maneras, su visión de los hechos. Nunca habrá dos visiones iguales. Los diarios y cartas de relación de los descubridores y conquistadores, y los textos de los cronistas de indias tienen, por su propia naturaleza, esa calidad imaginativa que va relatando lo visto y experimentado con un disfraz de verdad, pero que deja percibir todo lo que tienen de inventiva. La memoria es a la vez invención. Se altera lo que se recuerda. Y lo que se recuerda un día de una manera, será diferente un año, una década después. 

Los conquistadores, y los cronistas, eran hijos de los libros de caballería y sus cabezas estaban llenas de fantasías tenaces que eran parte de su visión del mundo, y, de alguna manera, de la realidad, bajo esa bruma incierta que también perturbaba el mundo de Heródoto; pero también hay mucho asombro en sus mentes, y no poca inocencia, cuando oímos al cronista Fernández de Oviedo dar noticia de la naturaleza tan pródiga del nuevo mundo como si se tratara del primer día de la creación, y así describe el cacao, lejos de cualquier fantasía: 

«Echan por fruto unas mazorcas verdes y alumbradas en parte de un color rojo, y son tan grandes como un palmo y menos, y gruesas como la muñeca del brazo, y menos y más en proporción de su grandeza…».

El más descollante de entre aquellos protagonistas imaginativos es el propio Colón. Desde el primero de sus viajes da noticia de «hombres de un ojo y otros con hocicos de perros que comían hombres, y que en tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura»; y otros «que tienen cola como los perros, de un palmo de longitud; estos hombres con rabo no habitan en las ciudades, sino en los montes…».

Y lo mismo asegura que «hay también muchos unicornios y otros muchos animales a maravilla»… y que «el unicornio tiene pelo de búfalo, cara parecida a la del elefante y cabeza como el jabalí, que siempre lleva inclinada hacia el suelo; hace su cubil con preferencia en lodazales y es animal muy sucio. En medio de su frente sobresale un único cuerno, muy grueso y negro; tiene la lengua espinosa, erizada de grandes y gruesas púas, con las que causa muchas heridas a hombres y animales…».

Pero aún dio fe de mucho más. Gente que tenía un solo ojo en medio de la frente, como los viejos cíclopes de la Odisea, según cita en su diario, y sirenas de las que en una ocasión vio tres que salieron bien alto de la mar, pero que no eran tan hermosas como las pintan, pues en alguna manera tenían forma de hombre en la cara. 

Y en otros parajes se avistaron esternocéfalos, con los ojos, la boca y la nariz en el pecho, como los había en la Guyana. Éstos eran de naturaleza melancólica, mientras quienes los llevaban en la espalda eran alegres de carácter y dados a la risa; o los gastrocéfalos, que los tenían en el estómago, y que según la Relación Universal del abate Botero, para poder ver, oír, hablar, oler y respirar iban desnudos, menos de sus partes vergonzosas, y se amparaban de los rigores del sol de incendio de los trópicos bajo las generosas alas de un sombrero. Y los nativos que tenían los pies al revés, con los talones adelante y los dedos atrás, que Cristóbal de Acuña vio en las selvas del Amazonas.

Tres siglos más tarde, Humboldt describirá en sus Cartas Americanas su viaje por las selvas del Alto Orinoco, ya no desde la imaginación que afiebra la razón, sino desde la constancia del investigador que no se deja sobornar por visiones. Pero, de todas maneras, la textura de su relato se tiñe de colores parecidos a aquellos otros de los primeros exploradores ambiciosos: «¡Qué variedad de razas indígenas!», dice, «todas libres, se autogobiernan y se entre devoran, desde los guaicas de Geheta, (una nación pigmea cuyos individuos más grandes tienen cuatro pies dos pulgadas), hasta los guajaribos blancos (que realmente tienen la blancura de los europeos)…».

En las Mil y una noches, quienes han inventado las historias que Scherezada cuenta cada noche al sultán Shahriar son los arrieros de las caravanas, los cocineros de fondas, los mozos de cordel de los zocos, los aguadores de los baños públicos, los barberos y los sastres, los eunucos de los harenes, las esclavas y amas de llaves de los palacios; y movidos por la necesidad, se encarnan en los personajes que fabrican.  

Y quisieran un día ser transportados lejos de sus penurias en una alfombra voladora, quisieran que un genio encerrado en una botella saliera a construirles un palacio en un abrir y cerrar de ojos, quisieran conocer las palabras mágicas para abrir una cueva rebosante de tesoros. Y los eunucos no se resignan a su triste suerte, y quisiera que un efrit les diera una potencia sexual que asombrara al mundo.

Ahora son esta ralea de aventureros, pastores de cabras de Castilla, porquerizos de Extremadura, marineros de las costas andaluzas, hidalgos sin fortuna y nobles arruinados, misioneros y capellanes, tramposos, fulleros y buscones como don Pablos, a quien Quevedo embarca hacia las Indias, quienes buscan remediar su pobreza y se dejan guiar por los desafueros felices de su imaginación.

Los inventores de historias están por primera vez en la historia, son protagonistas reales, y la imaginación tiene, también por primera vez, una oportunidad de transformar la vida de quien inventa. Los bosques donde los árboles dan frutos de oro macizo son posibles. La fuente de la eterna juventud existe en las selvas. La historia se crea y a la vez se cree. La necesidad pasa a tener una virtud nunca antes sospechada. 

Una cauda incandescente de hechos que rozan con la epopeya, e iniquidades, crueldades y abusos de poder, se extenderá luego a lo largo de los siglos de la colonia, y tampoco entonces podremos saber cuánto es verdad y cuánto es mentira en las ocurrencias de nuestra historia, que se prepara para ser antesala de la novela, o ser la novela misma. 

Y el lenguaje elíptico en que se escriben las crónicas, los pliegos burocráticos, los juicios de residencia y las actas judiciales, pasará a ser una herencia retórica de la escritura, que llegará hasta las páginas de Yo, el Supremo, de Roa Bastos y hasta las de Cien años de soledad, de García Márquez junto con la exageración, esa otra calidad esplendorosa de un continente donde todo es desafuero, empezando por su geografía, y donde la historia es siempre desmesura.

Y a la hora de vivir los hechos de la independencia, a la exageración se agregará la anormalidad que no dejará de marcar en adelante la historia, y por tanto, la manera de contarla y tomar provecho de ella desde la literatura. La epopeya se disolverá entre el humo de las batallas y las disputas de poder, las inquinas y las discordias enseñarán sus cabezas hidrópicas y sus jorobas de fenómenos de circo, y los proyectos de nuevas repúblicas democráticas fracasarán en el caudillismo y en las dictaduras, primero ilustradas y luego cerriles, y veremos a los próceres acabar traicionados, como Francisco de Miranda, en el exilio como San Martín y O’Higgins, en el ostracismo como Bolívar, o en el paredón de fusilamiento como el general Morazán, abanderado de la unión centroamericana.  A los próceres se les concedía, nada más, un último favor: dar ellos mismos la orden de fuego, si se sentían en ánimo para ello, o ser fusilados sentados en una sillón que era traído desde alguna casa vecina.

La anormalidad, que nace del desajuste siempre presente entre el ideal y la realidad, entre la propuesta de sociedad que queda asentada en la letra muerta de las constituciones y la sociedad de opresión y miseria que de verdad existe; la anomalía de que las leyes justas pasan a ser la mentira y el arbitrio del poder sin contrapesos pasa a ser la realidad. Y esa paradoja lo que produce es infelicidad, donde la literatura abreva. «La materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña», escribe Vargas Llosa. Montañas de carroña en nuestro paisaje.

Cuando el poder se vuelve anormal, y por tanto adquiere un peso desmedido, o injusto, sobre los individuos, actúa como una deidad funesta que violenta el curso de las vidas, y al trastocarlas, separa y divide, hace posible la soledad de las prisiones y el desamparo del destierro, castiga a su arbitrio y premia también a su arbitrio, corrompe y envilece, crea el miedo y el silencio, engendra la sumisión y el ridículo, y alimenta el alma de los serviles con la adulación; pero termina creando, también, la rebeldía. 

Historia, entre nosotros, es una palabra que sigue siendo demasiado genérica. Es el pasado, y lo que queda del pasado en la memoria tramposa, y podemos entenderla, además, desde un múltiple carácter documental: un diario, una carta de relación, los folios de un acta, una memoria de vida, una colección de cartas, los pliegos de un testamento, piezas que llegan a caber en el texto del relato o de la novela. Y también son la historia las crónicas vistas como obras literarias por sí mismas; y de allí llegamos hasta la historia como disciplina de las ciencias sociales y como materia académica, que tienen ya una naturaleza más moderna porque ese concepto data apenas del siglo diecinueve. 

Los cronistas, y hablo ahora de los contemporáneos, cuando escriben con ánimo literario saben entrar en la relevancia de los acontecimientos que merece la pena relatar, discriminando entre los materiales a mano, igual que lo hace un novelista que sabe registrar los detalles, en el entendido de que la literatura no se ocupa de lo general, sino de lo específico; y se comporta como un curioso insaciable, un voyeur, porque sabe que el lector es otro curioso insaciable, deseoso de enterarse de la manera más completa posible de los hechos que se le cuentan. 

Es aquí, en esta doble identidad de informador e informado, dos curiosos que mutuamente se necesitan, donde reside la esencia de la escritura. Heródoto dejó memoria de lo visto a través de sus viajes, y no lo confió al aire, porque pretendía comunicarlo a alguien, al lector sin rostro que esperaba por sus escritos, en aquel tiempo o en este; el lector que siempre necesitará enterarse, aunque sepa que lo que s ele cuenta son verdades a medias, mentiras disfrazadas; pero, en todo caso, mentiras bien contadas.

En Vida de los Doce Césares, Suetonio prueba su agudo sentido de observación y no descuida los detalles, cualidades de la escritura literaria; se comporta como un escritor, no porque busque contar mentiras, sino porque utiliza los procedimientos para convencer que la literatura presta al cronista.

Nos informa que Julio César «daba mucha importancia al cuidado de su cuerpo, y no contento con que le cortasen el pelo y afeitasen con frecuencia, hacíase arrancar el vello, según le censuraban, y no soportaba con paciencia la calvicie, que le expuso más de una vez a las burlas de sus enemigos…». 

Y cuando describe su asesinato, nos da los detalles que como lectores curiosos buscamos: «Recibió veintitrés heridas, y solamente a la primera lanzó un gemido, sin pronunciar palabra»; y no olvida agregar que el cadáver «quedó por algún tiempo tendido en el suelo, hasta que al fin tres esclavos le llevaron a su casa en una litera, de la que pendía un brazo. Según testimonio del médico Antistio, entre tantas heridas, solamente era mortal la segunda, recibida en el pecho…».

Esto es lo que hace un escritor, no narrar los hechos desnudos de todo matiz, sino fijarse en aquello que podría parecer irrelevante, pero que en realidad da vida a la narración. La mano pendía de la litera; tres esclavos condujeron la litera, lo que no parece normal. Lo normal serían cuatro. De tantas heridas que recibió, solamente la segunda era mortal.

Y fueron veintitrés heridas. En el número preciso está lo específico. Que recibió «heridas», simplemente, hubiera pasado a ser lo general. Siempre recordaremos a García Márquez diciéndonos con precisión implacable que sobre Macondo llovió cuatro años, once meses y dos días. «Llovió por años», también hubiera pasado a ser lo general.

El doctor Johnson, nos relata Boswell, su biógrafo, acostumbraba guardar cáscaras secas de naranja en los bolsillos. Y cuando Platón narra la ejecución de Sócrates por boca de Fedón, volvemos a esta calidad de los detalles, que nos ofrecen la imagen de lo que es singular, por inusitado: «Y ya es tiempo de que me vaya al baño», dice Sócrates, «porque me parece que es mejor no beber el veneno hasta después de haberme bañado, y ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar mi cadáver».

Hay en esos textos un afán de informar exhaustivamente, con precisión, como lo hace Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera de la Conquista, cuando nos da el número de soldados muertos en una batalla, y de ser posible la lista de sus nombres apellidos, oficios anteriores y edades. Y Humboldt explica en una de sus cartas a su amigo Delambre cuánto comían de tierra arcillosa, su único alimento, lo indios otomacos del Alto Orinoco: libra y media per cápita por día.

Se trata de préstamos mutuos que estos tres oficios que narran se hacen entre ellos. Y así, la literatura de invenciones presta sus procedimientos y ardides a la crónica moderna que relata hechos: la administración adecuada de la información, de modo que el lector sepa de los asuntos que se cuentan en el momento oportuno, nunca antes ni nunca después, una manera de preservar la tensión del relato; el ambiente de suspenso, el desenlace sorpresivos, la recreación de diálogos, recursos todos que son llevados al filo divisorio entre verdad e imaginación en la real fiction propuesta por Truman Capote en A sangre fría.

No debemos olvidar que esta mezcla articulada de géneros pertenece al concepto de novela heredado por Cervantes, que legítima en la literatura todo lo que tiene que ver con la vida y la naturaleza, y que a su vez heredaría Lawrence Sterne en Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy.

Novela no sólo es, así, el relato donde se cuentan hechos ficticios, sino el relato contado con las técnicas de una novela, vale decir, sus trampas y ardides, la manera en que se administra la información que se va suministrando al lector, los suspenses, aunque se trate de hechos ciertos. 

La novela como campo experimental sin fronteras que descoyunta el tiempo y el espacio y da cabida a lo inverosímil. La novela que se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe, autobiografía y biografía, documentación histórica, opúsculos científicos, informes estadísticos, gacetillas de periódicos, y digresiones de cualquier clase, como Moby Dick de Herman Melville, con su inventario de citas de autores clásicos sobre la ballena, y su breviario de sus nombres en todas las lenguas, que toman las primeras 25 páginas, más un capítulo entero dedicado a las medidas de su esqueleto, y otro sobre los fósiles de ballena. O Víctor Huego, que, en Nuestra Señora de París, se detiene para dedicar capítulos enteros a la historia medioeval de la ciudad, a su arquitectura.

Es el cajón de gavetas múltiples e intercambiables que heredamos en Rayuela de Julio Cortázar, o la «novela total» de escenarios diversos, la saga concertada en planos distantes pero coherentes, que es 2666 de Roberto Bolaño, y que marca la literatura latinoamericana del siglo veintiuno.

Las novelas seguirán saliendo de la entraña de los hechos anómalos de la historia, como los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez que fueron a dar a las páginas de 2666, o las vidas de los reyes de baraja que se sientan en retretes de oro y coronan reinas de belleza mientras van poblando de víctimas los cementerios clandestinos, que son los caudillos del narcotráfico. 

Se trata de asuntos que siendo contemporáneos quedan a la vista en el registro cotidiano de las noticias; y también, asuntos escondidos en archivos olvidados que el escritor explora, como lo haría un arqueólogo, siempre en busca de sus cualidades singulares, de su anormalidad y su extrañeza, de su capacidad de causar asombro, desazón, sentimiento de injusticias no reparadas, e indignidades ocultas; y las galerías interminables de personajes oscuros que el ojo del novelista es capaz de iluminar en la historia, héroes falsos a los que poner en evidencia, o héroes verdaderos relegados a los rincones más desolados de la memoria. 

Pero antes de lo moderno, y lo postmoderno, existió el modernismo, y existieron los modernistas, que fueron periodistas tan buenos como fueron a la vez poetas y narradores; una pléyade deslumbrante de corresponsales de los periódicos latinoamericanos en Europa y Estados Unidos, que encabezó Rubén Darío, y que formaban, entre otros, José Martí, Amado Nervo, Vargas Vila, Gutiérrez Nájera, Gómez Carrillo. 

Esas crónicas de finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte, solían ser extensas, como no es posible verlas hoy en los diarios, hasta dos mil palabras; arrancaban en la primera página, y cuando pasaban a formar un libro se sostenían con la fuerza y la armonía que les daba su calidad de piezas literarias, y por eso podían sobrevivir al diario que envejece y muere al día siguiente. 

Pero el fenómeno literario del modernismo, que cambiaría de raíz la lengua, ocurría en tiempo de invenciones tecnológicas que marcaban un cambio equivalente al que hoy vivimos en la era digital. El cable submarino, extendido en el lecho de los mares para enlazar todos los continentes, era el vehículo de los despachos de prensa transmitidos por el telégrafo radioeléctrico. En aquellos despachos, porque debían atenerse a la brevedad, dominaban las frases cortas divididas por el punto y seguido, y esta necesidad vino a determinar un nuevo estilo, preciso y conciso, porque el instrumento que los transmitía imponía la brevedad, y la celeridad. No pierden su calidad literaria, sino que cambia la naturaleza de la calidad literaria que tienen las crónicas extensas. Advertimos allí el pespunteo nervioso que impone el telégrafo, la velocidad y el nerviosismo de la modernidad, que es lo que a fin de cuentas viene a ser el modernismo. 

Tanto Darío como García Márquez, fueron a la vez escritores y cronistas, y también reporteros desde sus inicios juveniles en la escritura, una manera de formarse en los rigores de la nota roja y el suceso cotidiano, como aprendió Darío en Santiago cubriendo sucesos policiacos en el diario La Época, y como la haría García Márquez en El Universal de Cartagena y en El Heraldo de Barranquilla. Ambos, inventores de un lenguaje propio distinguible desde lejos, a la hora de trasladarse al terreno de la crónica periodística supieron despojarla de toda parafernalia en beneficio de la narración desnuda de los hechos.

La crónica de hoy día tiene que ver con la anormalidad, igual que la novela. Las nuevas dictaduras mesiánicas. El poder social de las pandillas de las Maras en Centroamérica, basado en el terror y el crimen despiadado; las exhumaciones de los cadáveres de los desaparecidos por las dictaduras militares del cono sur; las comunidades indígenas que ven arrasadas las selvas donde viven y sus ríos envenenados; los reyes del narcotráfico, que se disputan inmensos territorios, donde ejercen el papel que corresponde al estado; los emigrantes centroamericanos perseguidos y chantajeados por las bandas de los Zetas a lo largo de toda la ruta a través de México, y que terminan dejando sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político en América Latina, cualquiera que sea su signo ideológico.

También estos son temas que la novela reclama para sí, y disputa con la crónica. No pocas veces, ambas se juntan en un nuevo género híbrido, que es, otra vez, cervantino. En aguas tan revueltas, los hechos de la crónica sustituyen a veces a las presunciones de verdad que tratan de establecer las novelas, aún por encima de la historia, a la que, también no pocas veces, la novela busca sustituir. 

La historia que parece escrita por los novelistas, y la crónica que parece copiar a la novela porque los hechos que cuenta parecen increíbles; y la novela misma, que busca parecerse a la realidad, imitándola, y ser aún más deslumbrante que la realidad.

Un oficio por el que vale la pena pagar cualquier precio, aún que te quiten el país en que naciste. De todas maneras, la literatura te estará devolviendo siempre, de manera incesante, a ese país indeleble. 

Porque, tal como reclama la regla del cronista de Indias, Antonio de Herrera, «non debe el chronista dejar facer su oficio». 

Nacido en Masapete (Nicaragua) en 1942, Ramírez es un novelista de éxito, ensayista, periodista, abogado y exvicepresidente de Nicaragua, país ahora gobernado por un dictador que lo persigue. Ramírez ganó el Premio Cervantes en 2017.