Tiempo de lectura: 13 min.

Gregorio Luri es maestro, licenciado en Pedagogía y doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, ha trabajado en todos los niveles educativos y ha sido formador de docentes. Ensayista reconocido con varios galardones, su último libro publicado es En busca del tiempo en que vivimos (Deusto).


Avance

El autor parte de la experiencia cotidiana para vincular la identidad al pronombre personal “yo”. Cuando me preguntan “¿has sido tú?” sé que puedo responder que he sido (o no he sido) yo. Pero a lo largo de la vida cambiamos, sin dejar de ser idénticos a nosotros mismos. Luri recurre, entonces, a la distinción de Paul Ricoeur entre identidad idem e identidad ipse. La identidad idem es la de la igualdad absoluta de algo consigo mismo, que se mantiene inalterada con el paso del tiempo; en tanto que la identidad ipse es la que es capaz de reconocerse a sí misma en el paso del tiempo e identificar lo propio como propio, manteniendo una relación consigo misma que es distinta a la que se mantiene con cualquier otro. En el mundo de la vida la identidad ipse funciona en la práctica cotidiana como identidad idem para la conciencia inmediata. Gregorio Luri analiza cinco elementos que refuerzan esa identificación: la evocación humana del tiempo, la prudencia, el perdón, la fidelidad y la vergüenza. Sobre la evocación del tiempo apunta que el yo que ahora soy puede verse a sí mismo como pasado o como futuro y nombrarse, en cada caso, «yo», porque siente su biografía como suya. Al aprendizaje de la relación entre experiencia pasada, esperanza, circunspección, acción y resultados es a lo que llamamos prudencia. Puesto que somos seres históricos y vivimos, a la vez, en el tiempo corto y en el tiempo largo, el perdón y la fidelidad suponen y afirman una identidad. Así, el perdón sería la forma de rehacer en el tiempo largo lo que hemos hecho mal en el tiempo corto. No es fácil perdonar lo imperdonable, de ahí la vigencia de la creencia en Dios y la excentricidad existencial de lo que Luri llama héroes morales. Y la fidelidad se podría entender como una incorporación del futuro a nuestra conducta presente. El autor pone el ejemplo de unos antiguos vecinos suyos: el marido que trata con delicadeza y ternura a su mujer, que ha perdido la razón y que solo tiene una máscara. El se mantiene fiel a la promesa que le hizo a la mujer que fue, de seguir a su lado en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad… Lo que está haciendo el marido ‒considera Luri‒ es preservar la identidad de su mujer contra la tozudez del tiempo; y su amor firme hacia ella preserva la identidad de ambos. Por otro lado, la mirada de los demás nos puede conducir a la vergüenza o al orgullo, dos sentimientos que refuerzan nuestra identidad. Y señala que pocas cosas recordamos con más insistencia que las circunstancias en que tiramos nuestro honor por la borda de un capricho; la  vergüenza es como un ancla encallada en el pasado.  

Y si algún día ‒concluye Luri‒ los científicos dictaminaran que el yo es un mito, habría que replicarles que, si es así, es un mito imprescindible para organizar la vida en común. 


Artículo

El mundo de la vida se mantiene en pie gracias, fundamentalmente, a la gramática y, más en concreto, gracias a la gramática de los pronombres personales, comenzando por el de primera persona del singular. Los pronombres personales son como las bisagras del mundo de la vida. Los usamos cotidianamente casi mecánicamente, sin equívocos. Cuando decimos «yo» los demás nos entienden y cuando una persona me pregunta «¿Has sido tú?» Sé que puedo responder que he sido (o no he sido) yo. Ni tan siquiera los sutilísimos filósofos de la mente tienen dudas a la hora de usar los pronombres personales en su vida vivida, a pesar de lo mucho que se les resisten en su vida pensada. Si problematizamos el concepto de sujeto en la vida pensada, nos metemos en un lío conceptual; si eliminamos el concepto de sujeto en la vida vivida, nos metemos en un lío existencial y nos quedamos sin mundo de la vida.[1]

Gregorio Luri: En busca del tiempo en que vivimos. Deusto, 2023.

En el mundo de la vida, cuando decimos «yo» no nos detenemos a pensar si nuestra conciencia es una propiedad más o menos compleja de la estructura y función de nuestro organismo.[2] Ni se nos ocurre sustituir un «yo he sido» por un «mi materia (o mi mente) se siente responsable de…» Aceptamos con naturalidad que somos a la vez una cosa del mundo (un objeto) y la conciencia de nosotros mismos como alguien en el mundo (un sujeto).

Lo que yo quiero decir cuando digo «yo», puede necesitar explicación para el filósofo que se mira en el espejo, pero no para el hombre de la calle que actúa entre otros hombres.

No descartemos que lo que el filósofo sabe espontáneamente de sí mismo cuando dice «yo» en una conversación informal, se le oculte cuando intenta observar su «yo» bajo la lupa del principio de identidad.

El filósofo o el neurólogo nos pueden asegurar que el yo no es nunca una realidad estática, pero cuando yo digo «yo», sé que estoy refiriéndome al que en este caso (con esta cara) soy yo, un ser al que le va su propio ser en los actos que realiza como «yo». Lo que es doxa para el filósofo, para el hombre corriente es vida (orthé doxa). Es más que posible que este hombre no tenga ninguna teoría sobre la entidad de su «yo», pero le sobra experiencia sobre las consecuencias de su uso y sabe muy bien qué está ocurriendo —excepto en el caso de ciertos graves trastornos mentales— cuando levanta la mano en público, dice «yo» y las miradas de los otros se fijan en él. Posiblemente también intuya (aunque sea de forma vaga), que su alma es más extensa y compleja que su yo. Por eso puede dudar de la forma de su alma, porque no puede captarla en una figura precisa, pero no de su yo, porque con él topa a cada paso.

De la misma manera que el hombre corriente usa espontáneamente los pronombres personales, acepta que las personas poseen su propia identidad. No le cuesta creer que seguimos siendo lo que venimos siendo (a pesar de los cambios que el tiempo se encarga de registrar en cada uno); ni que nuestra madre seguirá siendo (excepto imprevistos excepcionales) nuestra madre mañana; ni que nuestros amigos seguirán siendo (probablemente) nuestros amigos; ni que el magnífico delantero centro de nuestro equipo de fútbol continuará dándonos alegrías (si las lesiones lo respetan)… en definitiva, que las personas nos parecemos tanto a nosotros mismos, a pesar de ser históricas y teatrales, que podemos decir que seguimos siendo el mismo en el transcurso del tiempo.

«Identidad idem» e «identidad ipse»

Hace siglos que sabemos que la incapacidad para permanecer idéntica a sí misma no es un capricho del alma, sino la transparencia de su temporalidad. Pero nunca hemos dejado de esperar que en las personas arraiguen ciertas permanencias. Nos gusta vivir en un mundo en el que cada uno se manifiesta de acuerdo con ciertas expectativas (que se expresan en su máscara), porque quien es siempre diferente de sí mismo, pronto se queda solo, por una razón muy sencilla: no es previsible y, por lo tanto, tampoco es de fiar. Es nuestra realidad histórica la que nos exige anclajes ahistóricos de nuestra identidad.

Nadie es el mismo a los 6 años que a los 26, a los 40 que a los 80. Pero sabemos también que lo que me pasó a los 6, a los 26 o a los 40 años me pasó a mí y solo a mí y que hay cosas de mi pasado que sólo yo conozco porque algo de mí sigue siendo lo que fue. Traigo conmigo lo que hizo conmigo el tiempo porque hay en mí, como observaba san Agustín, algo más permanente que el tiempo, puesto que es capaz de medirlo. Soy, pues, yo mismo sin por ello ser idéntico a mí mismo. Para pensar esta complejidad, Paul Ricoeur distinguía entre «identidad idem» e «identidad ipse». [3]

La identidad idem es la de la igualdad absoluta de algo consigo mismo, que se mantiene inalterada con el paso del tiempo. Es una identidad antitética al movimiento,[4] un concepto sin tiempo. La identidad ipse es la que es capaz de reconocerse a sí misma en el paso del tiempo (es un concepto impregnado de tiempo) e identificar lo propio como propio, manteniendo una relación consigo misma que es distinta a la que se mantiene con cualquier otro. Es la relación de la familiaridad más íntima. No afirma que hoy seamos idénticos al que fuimos ayer, sino que estamos hechos con lo que fuimos ayer y que mi identidad de propietario exclusivo de todo cuanto a mí me pasa se mantiene intacta. La identidad ipse nos dice que el cambio siempre le sucede a algo o a alguien que, en mi caso, soy yo. Sin sujeto que cambia, no hay cambio.

[…]

Prudencia, un aprendizaje histórico

En el mundo de la vida —y este es uno de sus rasgos característicos— la identidad ipse, ignorando el principio de identidad, funciona en la práctica cotidiana como identidad idem para la conciencia inmediata. Y no ocurre esto por casualidad. Hay una serie de elementos estructurantes de la identidad que refuerzan la espontaneidad de esta identificación. Nos detendremos en los siguientes: la evocación humana del tiempo, la prudencia, el perdón, la fidelidad y la vergüenza.

El yo que ahora soy puede evocar el pasado que fui y traerlo al presente, de manera que me veo a mí mismo en la actualización de lo que fui, reteniéndome a mí mismo en la presencia de lo pasado. Lo mismo ocurre con la actualización de un futuro imaginado si lo traigo al presente como espera en la que anticipo mi propio ser como posibilidad. En toda rememoración y en toda expectación se encuentra alguna diferencia con lo que soy (el juego de máscaras siempre está presente), pero, sin embargo, el pasado, el presente y el futuro cohabitan habitualmente en mí sin problemas. El yo que ahora soy puede verse a sí mismo como pasado o como futuro y nombrarse en cada caso, sin reticencias, «yo», porque siente de tal manera su biografía como suya, que el tiempo no es un objeto de su saber, sino una dimensión de su ser.[5]

El yo que ahora soy ha llegado a ser lo que es porque sólo él tiene su pasado en propiedad y unas expectativas intransferibles que están en él.

No se ha hecho a sí mismo en el presente, sino que viene haciéndose en un presente continuo desde su nacimiento en su proyección hacia el futuro.

Ya sabemos que todo cambia, pero el sujeto que registra el cambio no se modifica como el resto de cosas. Cambia aprendiendo, es decir, incorporando su experiencia del pasado a la elucidación de su situación presente y a su proyección hacia el futuro. Siempre tiene movilizado en él tanto su presente como su pasado. Al aprendizaje, siempre provisorio y nunca definitivo, de la relación entre experiencia pasada, esperanza, circunspección, acción y resultados es a lo que llamamos prudencia.

Seres diversamente históricos

Actuamos y no podemos dejar de actuar, porque hasta nuestra pasividad y nuestra inhibición son formas de nuestra presencia activa y secuencial en el mundo y, por eso mismo, nunca disponemos de todos los datos de la situación. La vida no puede controlar sus variables como lo hace un científico en un laboratorio. A pesar de ello, con frecuencia nos vemos a nosotros mismos como zorros que intentan burlar al león (a la Naturaleza).

Ni podemos hacer reversible el tiempo, ni podemos entregarnos fatalmente a su irreversibilidad. No somos solo históricos. Somos diversamente históricos. Vivimos, a la vez, en el tiempo corto y en el tiempo largo, lo cual nos proporciona la posibilidad de jugar con la diversidad de tiempos de nuestra vida, de manera que lo que hacemos en el tiempo corto pueda servir de reconstrucción del tiempo largo. Y esto nos conduce hasta el perdón y la fidelidad como posibilidades de acción que suponen y al mismo tiempo afirman una identidad, y al suponerla y afirmarla, la (re)construyen.

Presente en acción contra el pasado: el perdón

Los seres humanos hemos hallado una forma de rehacer en el tiempo largo lo que hemos hecho mal en el tiempo corto. Es el perdón. En cierta forma, la facultad de perdonar le permite a la persona que ha sido perjudicada conducir de la mano a la persona que la ha perjudicado hasta un reinicio de la acción y, aunque no puede librarlo de su responsabilidad sobre las consecuencias nocivas de sus actos, sí puede disminuirle o incluso anularle el sentimiento de culpa. Obviamente para que el perjudicado perdone, debe ser generoso y no un adicto a la emotivista exhibición de sus heridas. Puede darse el caso de que perdone una monstruosidad que a la mayoría nos parezca imperdonable. Para corresponder al perdón de forma verosímil, no hay otra que el fortalecimiento de nuestra fidelidad, porque el perdón nunca está garantizado. No es fácil perdonar lo imperdonable. Por eso la vigencia de la creencia en Dios y la excentricidad existencial de los héroes morales.

El héroe moral no solo es capaz de perdonar lo imperdonable, sino que puede hacerlo a cambio de nada. Los que somos meros héroes triviales solemos pedir a cambio de nuestro perdón el compromiso de que algo no volverá a ocurrir, una promesa de fidelidad con lo irrepetible. Esta es la manera habitual de reconstruir los nexos dañados y fortalecer la confianza mutua.

Lo admirable no es que cambiemos, sino que, cambiando, sigamos siendo predecibles, fiables, capaces de perdonar y de mantener nuestra fidelidad a la palabra dada.

La fidelidad puede entenderse como una incorporación del futuro a nuestra conducta presente.

Es un anclaje de nuestra posibilidad en nuestra realidad y, por esta razón, la manifestación más diáfana del círculo moral de la autonomía (la capacidad para darnos a nosotros mismos una regla de conducta) que avanza al paso de la experiencia de lo que significa el deber. La fidelidad es un ejercicio constante de la voluntad, que actúa como atractor central del entrambos, como un imán que, fuera de nosotros, condiciona moralmente nuestros movimientos al exigirnos la entrega a una trayectoria.

Recientemente me encontré con una pareja que durante unos años fueron muy buenos vecinos míos. Rondan los setenta años y a ella ya le ha abandonado la razón. Te mira con cara inexpresiva que no modifica su inexpresividad cuando te dice que sí a cualquier pregunta que le hagas. A su lado, su admirable marido la trata con una delicadeza, una atención, un cariño, un cuidado… Cada gesto, cada palabra que le dirige es una manifestación de ternura. ¿Pero a quién va dirigida toda esa ternura? Evidentemente ella ya no es, material ni intelectualmente, la mujer con la que se casó. Hace tiempo que dejó de serlo. Es otra. Tan otra que incluso vive enajenada de sí misma. Solo tiene una máscara, con la mirada vacía. Y, sin embargo, él se mantiene fiel a la promesa que le hizo a la mujer que fue, de seguir a su lado en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y amarla y respetarla todos los días de su vida hasta que la muerte, que en su caso ya va de avanzada, los separe. Nadie lo criticaría si decidiera recluirla en un centro asistencial, pero no lo hará. Eso sí, ha contratado a una asistenta para que pase por las tardes un par de horas con ella y así puede salir a dar una vuelta por el barrio y despejarse un poco. Precisamente porque nadie lo criticaría si lo hiciera, todos lo admiramos porque no lo hace. A mi modo de ver, está preservando la identidad de su mujer contra viento y marea, contra la tozudez del tiempo, de la enfermedad y de los pasos cada vez más cercanos de la muerte. Aunque ella ha cambiado, el amor de él hacia ella se mantiene firme y este amor preserva la identidad de ambos. No conozco personalmente un ejemplo más diáfano de lo que es capaz de construir la mirada erótica.

Añado de forma marginal que el ejemplo de esta pareja me ayuda entender lo que quiere decir Aristóteles cuando escribe en la Ética a Nicómaco que el hombre es syndiastikós.[6] Podemos traducir este término como «emparejado», pero en griego el nexo de unión de la pareja está reforzado por el prefijo «syn-» (que ya nos ha aparecido en symploké) y la raíz «-dúo-» (dos). Estas son las palabras de Aristóteles: «La relación (philía) entre marido y mujer parece darse por naturaleza. El hombre, por naturaleza, es antes un syndiastikós que un politikós».

Mi antiguo vecino ha adaptado su posibilidad a su realidad y, de esta manera, se resiste —y esto es lo propio del héroe—, a rendir su humanidad al tiempo.

Somos seres débiles, finitos, complejos, fragmentarios, volubles, tocados por la muerte… pero si somos capaces de mantener nuestra fidelidad, entonces somos capaces de afirmar la soberanía de nuestra identidad sobre nuestra estricta ipseidad. Sí, esa soberanía es un instante efímero en el Todo del tiempo cósmico, pero eso es lo que la hace, a mi modo de ver, milagrosa. Ese humilde gesto humaniza el Todo.

Sin fidelidad no hay identidad personal y sin identidad personal no hay lazos de copertenencia. Pero con la fidelidad, como ocurre con el perdón, lo meritorio es no entregarse a lo fácil. Así como el perdón es tanto más valioso cuanto más imperdonable es aquello que debemos perdonar, la fidelidad es tanto más valiosa cuanto más conscientes somos de las imperfecciones de la persona o de la causa con la que nos comprometemos.

Señales de permanecia: «tu cara me suena»

La identidad y la ipseidad en ningún sitio muestran mejor su relación que en el rostro de una persona. En el «tu cara me suena» se esboza la permanencia de la identidad bajo los rasgos que la edad ha ido alterando. Podemos añadir la permanencia de las miradas que las personas que apreciamos (padres, hermanos, pareja, hijos, amigos…) nos dirigen, proyectando determinadas expectativas sobre nuestras máscaras.

La mirada de los otros a la vez que —como hemos visto— nos impone una cierta identidad (como niño, como adulto, como anciano, como ágil, como locuaz, etc.), se dirige a nosotros como propietarios naturales de unas determinadas permanencias. Precisamente porque hay permanencias es explicable la sorpresa ante la conducta inesperada de alguien.

No somos los únicos constructores de nuestra identidad porque también la construyen las expectativas confirmadas o frustradas de los otros.

Todos cuantos me rodean creen de buena fe que soy el único ejemplar existente de mí mismo y que son capaces de reconocer mis permanencias y mis cambios.

Ya hemos visto que ante la mirada de la persona amada salen a flor de piel intimidades de nosotros mismos, que nos pueden conducir a la vergüenza o al orgullo. Los dos sentimientos refuerzan nuestra identidad. Pocas cosas recordamos con más insistencia y con mayor detalle que las circunstancias en que tiramos nuestro honor por la borda de un capricho. La vergüenza es como un ancla encallada en el pasado.

El yo, un mito imprescindible

En definitiva: si algún día los científicos dictaminaran que el yo es un mito, habría que replicarles que, si es así, es un mito imprescindible para organizar la vida en común. Lo mismo podríamos decir de la constitución de la realidad. Si fuera cierto que lo real no es ese conjunto de cosas que vemos con sus colores y movimientos, sino algo mucho menos rico, algo así como un espacio barrido por radiaciones electromagnéticas, esta certeza nos serviría de muy poco a la hora de comer un huevo frito. Y ¿quién no cree que el huevo frito es real cuando se lo está comiendo? Si un científico nos asegurase que nuestra conciencia de lo que estamos haciendo al untar un trozo de pan en la yema del huevo está radicalmente falseada por nuestros sentidos,[7] haríamos bien en pedirle que nos deje en paz con nuestro pequeño placer y que no nos amargue la comida.

Volvamos a repetirlo: el mundo de la vida no es comprensible si se lo observa con el prejuicio de la homogeneidad noética del todo. La probidad de la física no es menor que la probidad del mundo de la vida. La experiencia inmediata, en todas sus formas, no deja de proporcionarnos informaciones relevantes sobre este último. Tantas, que no hay realidad sobre la que hayamos acumulado más datos y experiencias.

La imagen que nuestra cultura occidental proyecta sobre sí misma ha dado forma al Partenón, la Capilla Sixtina y la Novena sinfonía de Beethoven, pero, sobre todo, ha permitido la creación de un determinado sentido de la copertenencia y ha asegurado la pervivencia del consenso en torno a unos ciertos valores. Si un día permitimos que la neurociencia disuelva nuestra imagen del ser humano, asegurémonos antes de que contamos con algo que nos permita mantener cohesionada la sociedad en el mundo de la vida, porque «un vacío antropológico y ético podría estar pisándole los talones al desarrollo de la neurociencia».[8]

No renunciamos a nuestra libertad cuando nos sometemos a la identidad, sino que afirmamos ambas en nuestra responsabilidad.

[1] Descombes, Vincent, Le complément de sujet, Gallimard, París (Francia), 2004.

[2] Edelman, G. y Tononi, G., El universo de la conciencia, Crítica, Barcelona, 2002.

[3] Ricoeur, Paul, Sí mismo como otro, Siglo xxi, Madrid, 1996.

[4] Millán Puelles, Antonio, Ontología de la existencia histórica, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1953.

[5] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, Planeta-Agostini, Barcelona, 1985.

[6] Aristóteles, Ética a Nicómaco 1162a.

[7] Churchland, P., «Eliminative Materialism and the Propositional Attitudes», Journal of Philosophy 78 (2), (1981), pp. 67-90.

[8] Metzinger, Thomas, El túnel del yo, Enclave, Madrid, 2018, pp. 287-8.

Maestro, licenciado en Pedagogía y doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, ha trabajado en todos los niveles educativos y ha sido formador de docentes. Ensayista reconocido con varios galardones, su último libro publicado es «En busca del tiempo en que vivimos» (Deusto).