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José María Jover Zamora (Cartagena, 1920), historiador de renombre internacional, autor de obras ya clásicas que han renovado sustancialmente nuestra historiografía.  Desde  1975, dirige, ampliando su plan general, la Historia de España, fundada por don Ramón Menéndez Pidal, obra monumental a la que es difícil encontrar parangón fuera de nuestras fronteras. En la tensa Universidad española de los años sesenta y setenta supo hacer de sus clases un ámbito de rigor académico, tolerancia y libertad. Sus discípulos recordaremos siempre su preocupación permanente  por insertar la peculiaridad de nuestra historia en coordenadas peninsulares, europeas y universales y el rigor y brillantez  de su docencia, pero también su cordialidad y su capacidad inigualable para estimular sin halagar.

Antonio  Morales  (A.M. ) – Profesor  Jover,  ¿cómo despertó  su interés por  la Historia?
José Mª Jover (JMªJ.) – Sin duda, como consecuencia de la guerra civil, que sobreviene cuando acababa de cumplir mis dieciséis años. Por tradición familiar, y en buena parte por mi vocación de adolescente, yo estaba destinado a ser médico. Las ciencias naturales fueron mis asignaturas predilectas en el bachillerato. Pero la guerra civil -en la que afortunadamente no llegué a participarme hizo vivir la historia como algo infinitamente más complejo, dramático y real de lo que dejaban traslucir los relatos convencionales y memorísticos de los manuales. Los aspectos políticos, internacionales, éticos y humanos de la guerra me conmovieron profundamente; me dieron materia de reflexión para el resto de mi vida, y me empujaron, decidida-mente, hacia el estudio de las Humanidades y de la Historia. El 1 de septiembre de 1939 -fecha difícil de olvidar ingresaba en la Universidad de Murcia, y poco después comenzaba en ella mis estudios de Filosofía y Letras.

A.M.- Hablemos de los años de aprendizaje. ¿Empezamos por los maestros?
J.MªJ.– Sí, quiero empezar recordando a aquellos jóvenes profe­sores de la Universidad de Murcia -José María Sobejano, José Andreo, Antonio de Hoyos… -, que hicieron el milagro de convertir unos «cursos intensivos » de posguerra (1939-40) en un auténtico curso de iniciación universitaria, del que conservo el mejor  recuerdo.  Entre mis profesores de la Universidad Central, donde cursé los dos años de estudios  especiales de la sección  de Historia, recuerdo  especialmente a don Antonio de la Torre, a don Cayetano Alcázar, a don Jesús Pabón. Con el primero trabajé como becario, una vez concluida la licenciatura, en el Instituto Jerónimo Zurita del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; bajo la dirección del segundo, inicié mi carrera docente como profesor ayudante de la cátedra de Historia Moderna y preparé mi tesis de doctorado; en cuanto al profesor Pabón, contribuyó decisivamente, a través de sus clases, a incrementar el atractivo que siempre ejerció sobre mí la historia contemporánea de Europa. Muchos años después me cupo el honor de suceder en sus cátedras respectivas tanto al profesor Alcázar tras su prematura muerte (1963), como a don Jesús Pabón tras su jubilación (1974). Por lo demás, mi aprendizaje de aquellos años no se circunscribió a la Facultad de Filosofía y Letras. Las conferencias y los libros del entonces joven profesor Pedro Laín, que me estimularon a ahondar mis lecturas de Ortega; las lecciones escuchadas en  determinadas  cátedras de la Facultad de Derecho fueron para mí un complemento precioso de las enseñanzas recibidas en mi Facultad.

A.M.- Sigamos con las lecturas. Tiempos difíciles, mundo ce­rrado, escasos libros…
J.MªJ. – En efecto, mis lecturas tendieron desde muy pronto a ensanchar horizontes que la difícil situación de la Universidad española en aquellos primeros años de posguerra y la imposibilidad de contar con Europa para ampliar estudios, habían dejado fuera de mi alcance. El deseo de un mejor conocimiento de mi lengua castellana y de su historia -aquel Oliver Asín y aquel Menéndez Pidal que puso en mis manos José María Sobejano-; la avidez de penetrar en la entraña de una historia contemporánea solo estudiada oficialmente en sus aspectos «externos», fueron motores que potenciaron mi ya entonces añeja devoción y mis lecturas de Galdós, de los novelistas de la Restauración, de los grandes escritores del 98. Así se afianzó una de las tendencias más visibles en mi ulterior trabajo de historiador: la utilización de la literatura como fuente histórica. Por los mismos años, la necesidad de sistematizar en conceptos y en definiciones precisas un saber histórico frecuentemente recibido como mera sucesión de hechos, me condujo a una limitada pero fecunda aproximación a la Facultad de Derecho, paredaña por entonces de la nuestra en el edificio de la calle de San Bernardo. Las lecciones y los libros de Historia del Derecho, de Derecho romano, de Derecho político, de Derecho internacional, allanaron y prepararon los caminos para posteriores incursiones por los aspectos institucionales, sociales o internacionales del hecho histórico. Soy deudor .al Derecho romano de Serafini, que conservo en mi biblioteca como uno de mis clásicos, de la pasión, que no he abandonado, por las definiciones precisas, claras y expresadas con el menor numero posible de palabras.

Mi tercera excursión de posgraduado tuvo por ámbito la Geografía; mas bien consistió en una inmersión -plena de consecuencias en mi futuro de historiador en la entonces pujante escuela francesa de Geografía humana. El fundamento me fue proporcionado por otro de mis clásicos: el monumental Traité de Géographie Physique de Enmanuel de Martonne. Una obra de 1909 que continuaba ofreciendo un modelo de conducción de la mente a través del escenario de la historia; es decir, a través de la superficie viva, en incesante y lento movimiento, de la Tierra. De hecho la lectura de Vidal de la Blache, de Demangeon, de Brunhes y de tantos otros me predispusieron para una adopción, a partir de los primeros años cincuenta, del magisterio de Lucien Febvre, de Braudel y de los historiadores franceses que tanto hicieron durante aquellas décadas por alumbrar nuevos puntos de mira para el enfoque de la historia moderna de España.

En fin, a mis años de aprendizaje corresponde algo que ya no puedo calificar de excursión, puesto que consistió más bien en una incursión en profundidad en el más estricto territorio de la Historia. Me refiero a la que podría llamar «etapa barroca» en mi currículum de historiador. Etapa iniciada con mi tesis doctoral (1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación ), y proseguida en una nutrida serie de monografías y de proyectos inéditos. Entre éstas últimas, hay una que ha influido bastante en mi trayectoria posterior: Sobre los conceptos de Monarquía y nación en el pensamiento político español del XVII, que publicó don Clatidio Sánchez-Albornoz en sus Cuadernos de Historia de España (1950).

A.M.- Por fin,  en 1949, la cátedra en la Universidad de Valencia.
J.MªJ. – Mi acceso a la cátedra de Historia Universal Moderna y Contemporánea en la Universidad de Valencia (noviembre de 1949) cierra la etapa de aprendizaje, en la medida en que la meta de ésta última se desplaza, desde la realización de un proyecto de formación personal, a la responsabilidad de contribuir a la formación de unos alumnos precisamente a través de la materia cuya enseñanza me había sido confiada; y ello en tanto comenzaba a dejarse sentir en el panorama de la historiografía española un creciente interés por la historia del siglo XIX. Fue así como mi trabajo de cátedra hubo de orientarse principalmente hacia la historia europea del Ochocientos, y mi investigación personal hacia una historia contemporánea de España, integrada siempre en sus coordenadas europeas. Quizá el testimonio más significativo de este cambio que aparece en mi currículum sea Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea, una conferencia leída en el Ateneo de Madrid en abril de 1951, y reeditada varias veces desde entonces.

Y creo que con esto terminan los que hemos convenido en llamar «mis años de aprendizaje». Lo que viene después es una larga vida de trabajo repartida entre las Universidades de Valencia y Madrid, con estancias más o menos prolongadas en Lisboa, París, Roma, Friburgo, Londres y Oxford. Y así, hasta el 30 de septiembre de 1986 en que sobreviene mi jubilación anticipada, y da comienzo una nueva etapa en mi actividad de historiador. No he podido resistir la tentación de extenderme sobre unos años de formación, de escasa proyección sobre el currículum, pero que quizá sirvan como testimonio de una generación de historiadores españoles, no ya astillada, sino partida por la guerra civil, que llegó demasiado tarde a la vida española para integrarse en el clima intelectual de la Edad de Plata, y demasiado pronto para beneficiarse de la apertura al mundo exterior apreciable desde mediados los años cincuenta. Los historiadores del futuro distinguirán tal vez, en la historiografía española del tramo central de nuestro siglo, tres fases o conjuntos generacionales presididos respectivamente por la hegemonía de modelos germánicos, franceses y anglosajones. Yo pertenezco, por mi circunstancia histórica y por mi personal opción, a la promoción intermedia de las tres apuntadas. Instalado en ella, me ha cabido la fortuna de no despreciar jamás aquello que he ignorado, procurando siempre, en la medida en que me ha sido posible, ensanchar mi propio horizonte con la visión y las aportaciones de mis complementarios.

A.M.Profesor Jover, quiero hacerle una pregunta, se la hice también, en su momento a Miguel Arto/a, que creo especialmente importante para muchos de nosotros, ¿qué significa  hoy ser liberal?
J.MªJ. – Me parece muy oportuno ese adverbio -«hoy» que intercala usted en su pregunta. La significación de las palabras que forman parte de un vocabulario político cambia con las situaciones históricas, con el transcurso del tiempo. Y hoy, en este final de siglo, «ser liberal» significa algo distinto, conlleva compromisos más anchos y hondos que los que gravitaron sobre los liberales del siglo XIX. El liberalismo histórico ha legado a los españoles de nuestro tiempo una herencia preciosa e irrenunciable: una tradición constitucional y parlamentaria; una formulación y reconocimiento formal de los derechos de la persona; una sólida tradición jurídica cimentada en la obra de un conjunto de expertos en las distintas ramas del Derecho; la experiencia de un conjunto de hombres de Estado que, partiendo de posiciones políticas diversas, se esforzaron en racionalizar y, en la medida de lo posible, de reformar la estructura y el funcionamiento del Estado y de la Administración. Todo ello ha conformado una tradición histórica, de fundamento liberal, en que la inmensa mayoría de los españoles nos sentimos instalados. Pero quien pretenda ser liberal en 1996 ha de comenzar por asumir la crítica que del funcionamiento real de nuestro liberalismo histórico viene haciéndose desde hace un siglo aproximadamente, que tal fue la hazaña  del regeneracionismo. La desdichada manera de abordar el problema campesino a través de unas desamortizaciones realizadas en beneficio de unos pocos; la increíble situación de la instrucción pública, puesta crudamente de manifiesto por el mismo Romanones ya desde nuestro siglo; la implantación de una centralización cartesiana, inadecuada a la realidad histórica de España, semillero de unas guerras civiles que han sido el cáncer de nuestra historia contemporánea; la política colonial basada en el régimen de «leyes especiales» (1837), en la negación de toda autonomía a las provincias de Ultramar, en el mantenimiento de la esclavitud en Cuba hasta los años ochenta del siglo XIX, y culminada en la absurda guerra con los Estados Unidos. Si añadimos a todo ello la exención del servicio militar -en un siglo de guerras civiles y coloniales en favor de los mozos que pudieran liberarse mediante el pago de 1500 ó 2000 pesetas, y la falsificación sistemática del sufragio, clave y fundamento de todo régimen representativo, llegamos a la conclusión de que el modelo de liberalismo español que nos ofrece el siglo XIX adolece de una radical  ambivalencia, que obliga a plantearse muy críticamente la traducción, aquí y ahora, de un adjetivo de tan noble progenie en nuestra lengua.

A.M.¿ Y su sentido actual, en este momento histórico?
J.MªJ. – Cierto, su pregunta está ahí, y no puedo ni quiero dejarla sin respuesta. La palabra «liberal» tiene , en el ámbito económico, una significación precisa a la que no creo que haga referencia su pregunta. En el ámbito político, ha recaído sobre la palabra una cierta evanescencia, que deja muy inciertos  sus perfiles. Es muy expresivo el hecho de que los principales partidos que protagonizan la vida política española de nuestros días se autodefinan a través de su populismo, de su centrismo, de su socialismo, de su comunismo o de su nacionalismo; la palabra «liberal» se ha eclipsado del vocabulario político, yo no sé si porque todos dan por obvia la vigencia de su contenido, o porque su significación ha derivado, en determinado argot, hacia acepciones que no recoge el Diccionario de la Academia.

Como bien saben los lectores de Cervantes, y según define el Diccionario de Autoridades (1732), «liberal» equivale en buen castellano -como antes en latín a «generoso, bizarro y que, sin fin particular ni tocar en el extremo de prodigalidad, graciosamente da y socorre, no solo a los menesterosos, sino a los que no lo son tanto, haciéndoles todo bien». El eslabón que enlaza esta definición clásica con la que se afirmará cuando lleguen los tiempos de la lucha contra el absolutismo puede situarse en el famoso artículo 6° de la Constitución de Cádiz, que señala corno una de las principales obligaciones de los españoles la de ser «justos y benéficos».

En fin, yo no me atrevería a definir formalmente lo que significa hoy ser liberal; todo lo que puedo decirle es lo que yo entiendo por tal, teniendo en cuenta la significación implícita en la palabra misma, lo que ha sido -en sus utopías, sus logros y sus fallos la realidad histórica española acogida a tal connotación, y sobre todo el horizonte histórico real que tenernos ante nosotros en este final de siglo. Sobre estas bases, estimo que hoy ser liberal implica:

  1. una creencia, sincera y operativa, en la dignidad humana inherente a todo hombre y a toda mujer, cualquiera que sea su raza, su religión o su situación social. Esta afirmación de la dignidad del otro debe manifestarse prioritariamente en una ayuda a los grupos más desvalidos; también en el lenguaje utilizado al referirse al adversario, de palabra o por escrito.
  2. una promoción de la democracia, sobre la base de que esta promoción se identifica con la de una ciudadanía provista de los necesarios medios de subsistencia y de la instrucción necesaria para emitir libremente su opinión, así como de la seguridad -física y jurídica indispensable para ello.
  3. un restablecimiento  de la civilización corno valor social distinto y complementario de la cultura. Hoy se habla mucho -nunca se hablará demasiado de «cultura»; pero se habla muy poco de «civilización». Se puede ser muy culto y manifestar, a través de los comportamientos, escasa civilización, y viceversa. La civilización se manifiesta en la convivencia cotidiana, en el lenguaje utilizado con el discrepante, en la ayuda prestada al que se encuentra en una situación difícil, en la humanidad. La parábola del buen samaritano -un forastero que hizo, por humanidad, lo que el culto sacerdote y el culto levita eludieron, por comodidad, dando un rodeo constituye un egregio ejemplo de que cultura y civilización no son siempre compañeros inseparables. La civilización es también amor y respeto a la civitas, a la convivencia ciudadana, a los entornos históricos tradicionales de la ciudad -y no solo a sus viejos  monumentos  exentos que alimentan la continuidad entre las generaciones y dan a cada conjunto urbano su fisonomía  peculiar.  También  es civilización  cuidar  de la naturaleza, de la limpieza de la tierra, de los ríos y del aire que son de todos; también de nuestros hijos y de las generaciones que vengan tras de las nuestras. Signos inequívocos de civilización que tantas veces admiramos en otros pueblos, con una envidia que tiene sus puntadas de vergüenza propia.

A.M.Le agradezco  mucho profesor  Jover  la amplitud  con queme ha contestado, lo que acentúa el interés de su respuesta. Ahora, una pregunta inevitable, ¿cómo vive Vd. su prematura jubila­ción de la Universidad española?
J.MªJ.- Bien, he sido un jubilado afortunado. La cálida despedida de mis alumnos, que nunca olvidaré; la continuación de mi labor docente durante seis años en la Universidad como profesor emérito, y actualmente como conferenciante en el Colegio Libre de Eméritos, son circunstancias que han neutralizado el traumatismo de la jubilación oficial. Quizá lo peor fue el tiempo que medió entre su inesperado anuncio, y mi nombramiento como emérito. Tampoco fue de mi agrado cierto papel relacionado con mi nueva condición de catedrático jubilado, en cuyo reverso se invitaba a mi presunta viuda a comunicar la fecha y circunstancias de mi fallecimiento. El condenado documento parecía traslucir cierta impaciencia administrativa por promoverme,  siempre anticipadamente, a la situación «c».

Pero bromas aparte, no puedo dejar de pensar en el dislate y en la pérdida que supuso para la Universidad española la famosa «jubilación anticipada», hoy rectificada felizmente. En mi experiencia, este segmento de vida humana que transcurre entre los 65 y los 75 años no solo mantiene la capacidad de trabajo y de creación de los años que anteceden, sino que se manifiesta particularmente propicio para una reflexión crítica acerca de la propia vida y hacia el conjunto de la propia obra, que puede llegar a tiempo para suscitar fecundas rectificaciones y aun nuevos derroteros en una y otra.

A.M.- ¿ Y sus publicaciones de estos años?
J.Mª J. – Mis publicaciones de estos años han  girado en tomo a varios temas, cuatro de ellos correspondientes a líneas de investigación iniciadas tiempo atrás, y otros dos que me han salido al paso en tiempo de mi jubilación. Recuerdo, en primer lugar, mi edición de la novela  de Sender, Míster  Witt en  el  Cantón  (1987),  último  ensayo -hasta la fecha de análisis histórico de un texto literario, al que debo una doble y honda satisfacción. Primero, la que me deparó la movilización del arsenal de recuerdos, vivencias y noticias relativas a mi ciudad natal que me salían al paso en cada línea del texto analizado; después -y no fue menor esta satisfacción la que me produjo escuchar de labios de doña Asunción Sender que había acertado a reconstruir la situación de ánimo de su hermano en vísperas de la guerra civil.

Por lo demás, como Vd. bien sabe los tres temas más frecuentados por mí a lo largo de mi vida de historiador han sido, por este orden, el papel de España en su contexto europeo, los caracteres históricos de la nación y del nacionalismo  españoles,  y el sexenio democrático,  y en particular, la experiencia federal de 1873. A este último tema he puesto punto final hace no mucho tiempo con una monografía sobre Federalismo en España. Cara y cruz de una experiencia histórica (1994). Raíces más hondas y más prolongada dedicación tiene y ha requerido de mí el tema apasionante de la consistencia de la nación española, a la que definí hace muchos  años como «nación de naciones»; tema al que dediqué un par de monografías publicadas en 1992 (Menéndez Pida! y la historiografía  española de su tiempo e Historia e historiadores españoles en el siglo XX), que espero reeditar en breve ampliando aspectos que allí dejé insuficientemente tratados; una relectura de Américo Castro a la luz de la historia española de nuestro propio siglo se ha manifestado extraordinariamente rica en sugerencias. Por otra parte, el síndrome de «decadencia», de gran nación venida a menos que ha manifestado insistentemente la conciencia nacional de los españoles, es un tema estrechamente ligado al nacionalismo español desde que el joven Cánovas del Castillo publicara en 1854 su Historia de la Decadencia española, «tan digna de un estudio histórico -cito de memoria como la clásica Decadencia romana» según el mismo Cánovas; la vigencia activa de tal componente en nuestra conciencia nacional alcanza, grosso modo, hasta los años veinte de nuestro  siglo. A los fundamentos históricos de tal mentalidad dediqué un artículo sobre Auge y Decadencia de España. Trayectoria de una mitología histórica en el pensamiento español (1994). Continuación de este artículo ha sido otro más extenso, Sobre la con­ciencia histórica de la España liberal, 1854-1898, leído en la Academia de la Historia en marzo de 1995; de redacción más reciente es un tercer artículo sobre Historiografía y conciencia histórica de los españoles en tiempo de Alfonso xm, en el cual analizo el papel de los manuales escolares en la difusión de la mentalidad de referencia. Estos tres artículos están destinados a vertebrar un libro sobre «la idea de decadencia en el nacionalismo español contemporáneo» .

A.M.Permítame, profesor Jover, que insista en su concepto de España como «nación de naciones».
J.Mª J.– Si, ciertamente la clave de mis reflexiones y de mis eventuales  futuros  trabajos  sobre  el  nacionalismo  español  continúa siendo  la concepción  de España  como  «nación  de  naciones»,  en  la que pretendo  conjugar dos evidencias históricas.  En primer lugar, la realidad de España como nación, que no es una creación de los Reyes Católicos,  sino una creación romana y visigoda,  latente como utopía durante la Edad Media y restaurada  en el Renacimiento  gracias a la política peninsular de los Reyes Católicos. En efecto, Hispania, como Italia,  Gallia  o Francia,  Britannia,  Germania  o Helvetia  son patrias, naciones  occidentales tan viejas como Europa y consustanciales  con ella; naciones  de muy difícil homologación  con los Estados plurinacionales creados precipitadamente  en  1919 -Checoslovaquia,  Yugoslavia,  la  Gran  Polonia …cuya  atormentada  historia  contemporánea no dice mucho en favor del acierto de los artífices de la Paz de París. El Diccionario  de la Academia  define la «nación», en sus dos primeras acepciones,  como  «conjunto  de los habitantes  de un  país regido por el mismo  gobierno» y como «territorio de ese mismo país». Pero más castiza y arraigada en el genio de nuestra lengua española es la que aparece allí como cuarta acepción de la palabra: nación es también el «conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común». En efecto, esta última definición está en la línea de la que ofrece el Diccionario  de  Autoridades   de  la  misma  Academia  (1732),  «colección de los habitadores en alguna provincia, país o reino», y sobre todo de la formulada por Antonio de Nebrija en 1492, según la cual nación es gente «que por  lengua  se distingue».  Hablar,  pues,  de España  como «nación  de  naciones»  no  encierra  ninguna  contradicción;  más  bien supone, a mi manera de ver, una manera adecuada de expresar en tres palabras  la complementariedad  y recíproco encaje existente entre España y el conjunto de regiones y naciones  que la integran, definidas  estas últimas por su lengua y tradición histórica peculiares, así como por la voluntad de conservar y desarrollar su respectiva personalidad en el marco de una realidad histórica, no solo estatal, que las trasciende: España. Respetemos la palabra «nacionalidad» que utiliza nuestra Constitución para designar las que nuestros clásicos del siglo xvn llamaron «las naciones de España»; pero recordemos que el Diccionario de la Academia define la nacionalidad como «condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación»: definición impecable. En resumen: creo que los castellanos -en el más amplio sentido de la palabra obraremos cuerdamente y contribuiremos mejor a edificar la España del futuro si superamos de raíz el atávico impulso espontáneo a identificar «lo español» con «lo castellano». Pero creo también que todos debemos tener en cuenta que España no es solo un Estado, sino también y sobre todo una gran nación, si es que las hay en Europa Occidental, cuya grandeza consiste precisamente en la diversidad de tradiciones y lenguas que comprende. Y recordemos también que el peligro de España no está en la «helvetización», sino en la «balcanización», cuyas consecuencias para las pequeñas naciones ha demostrado cumplidamente el siglo que estamos acabando.

A.M.- ¿Y sus proyectos?
J.Mª J.- Hablar a los 75 años de proyectos -es decir, de proyección de la voluntad creadora hacia el futuro requiere una buena dosis de sentido del humor, que afortunadamente no me falta, y sobre todo la resolución de permanecer sobre el camino trazado mientras Dios lo quiera. Hablemos, pues, de proyectos. En primer lugar está el designio de poner remate a la Historia de España fundada por don Ramón Menéndez Pidal, cuya dirección me fue confiada hace veinte años. Ello requiere la movilización de los volúmenes todavía pendientes de publicación, y la preparación de un epílogo simétrico, salvando las considerables diferencias de altura, del prólogo que don Ramón puso a la cabeza del tomo primero de su Historia. La verdad es que me siento satisfecho de haber contribuido con mi esfuerzo de muchos años a la edificación de esta magna obra, levantada por la experiencia y el trabajo de más de tres centenares de historiadores, que constituye hoy por hoy -nadie podrá negarlo una de las más completas y ambiciosas  historias  nacionales  con que cuenta la historiografía europea.

Mi segundo proyecto consiste en dar su redacción final a un estudio emprendido a comienzos de los años ochenta y cuya conformación definitiva ha ido esbozándose a través de numerosas conferencias y cursos monográficos. Me refiero a la crisis de fin de siglo o, más exactamente, a la transición intersecular del XIX al XX. Muy recientemente he tratado el tema en la conferencia inaugural de un Congreso sobre «Orígenes y antecedentes de la crisis del 98», organizado por la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense, y habré de volver sobre él en abril de 1996 al redactar mi ponencia sobre El contexto histórico del 98 español para el Simposio Internacional sobre «1898. Enfoques y perspectivas» que prepara la Universidad de Puerto Rico. Espero que la publicación de ambos trabajos -complementarios en sus contenidos respectivos preceda de cerca a la publicación de un libro sobre los aspectos más relevantes que la transición del siglo XIX al XX (c. 1885- c. 1914) presenta en el ámbito de la civilización española.

Mi tercer proyecto, que en la situación actual de la historiografía española tiene algo de revolucionario, consiste en reactivar en esta última los estudios de Historia de la Civilización. Me he extendido demasiado en mi respuesta a sus preguntas anteriores, y no quisiera llevar mi prolijidad hasta el mismo final de su entrevista. En el extenso capítulo «Por una historia de la civilización española» (1992) que cierra mi libro sobre La civilización española a mediados del siglo XIX, así como en el capítulo dedicado a «Rafael Altamira y la Historia de la Civilización» (en AA.VV., Catedráticos en la Academia y Acadé­micos en la Universidad , 1994), expuse los motivos que, a mi entender, avalan la resurrección de un concepto -el de civilización requerida, no solo por la aspiración de nuestros planes de estudio a una historia integral, sino también y sobre todo por la sociedad en función de cuyas necesidades han de ser diseñados tales planes.

A.M.Muchas gracias, don José María. Deseamos que todos sus proyectos, ya tan maduros, se realicen, culminando una obra que, permítame que la califique así, es ya esencial para conocer nuestro pasado y para iluminar nuestro presente.

OBRAS  FUNDAMENTALES

-1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación (1949), Premio Menéndez Pelayo del CSIC,
-Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea (1952).
-Política mediterránea y política  atlántica en la España de Feijoo (1956).
Carlos V y  los españoles ( 1963). Premio Nacional  de Literatura.
-Política, diplomacia y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en el siglo XIX  (1976).
1898.Teoría y práctica de la redistribución colonial (1979).
-Prólogo a La era isabelina y el sexenio democrático, 1834-1874, tomo XXXIV de la Historia de España Menéndez Pidal. Premio Nacional de Historia de España (1981).2ª edic. ampliada del prólogo mencionado con el título La civilización española a mediados del siglo XIX ( 1992).
-«La época de la Restauración. Panorama político-social, 1875-1902», en AA.VV., Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1923), t. vm de la Historia de España dirigida por Manuel Tuñón de Lara (1981).
-La imagen de la Primera República en la España de la Restauración. Discurso de recepción en la Real Academia de la Historia ( 1982). 2ª edic. ampliada: Realidad y mito de la Primera República ( 1991).
-En colaboración con Elena Hernández Sandoica, «España y los tratados de Utrecht», en La época de los primeros Barbones, t. XXIX-1 de la Historia de España Menéndez Pida! (1985).
-En colaboración con María Victoria López-Cordón, «La imagen de Europa y el pensamiento político-internacional», en El siglo del Quijote (15801680), t. XXVI-2 de la Historia de España Menéndez Pidal.
-Edición, notas y estudio introductorio de Míster Witt en el Cantón, de Ramón J. Sender (1986).
-Federalismo en España: cara y cruz de una experiencia histórica ( 1993).
-«Después del 98. Horizonte internacional de la España de Alfonso XIII». Introducción a La España de Alfonso XIII.  El Estado y la política  ( 1902-1931 ),
t. XXXVIII-I de la Historia de España Menéndez Pida! (en prensa).
-Ultramaren la Monarquía  española del siglo XIX  (en preparación).

Catedrático Emérito de Historia Contemporánea, Universidad Carlos III