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El deporte de elite en general y el fútbol profesional en particular se han convertido en la actualidad en un auténtico negocio. Como cualquier otra actividad humana, la deportiva necesita recursos económicos que deben procurarse a partir de ella misma como contraprestación al servicio de entretenimiento que presta. Nada, pues, habría de criticable en la consideración económica del deporte si los negocios en que se tradujera fuesen limpia y transparentemente referidos a las necesidades de la práctica deportiva en sí misma.

Pero la realidad hoy en día es otra muy distinta. En el plano profesional los clubes de fútbol se han convertido en empresas mercantiles que persiguen objetivos muy diferentes a los deseados por los socioaficionados de esos clubes. Hoy por hoy, los equipos más importantes del mundo están en manos de conspicuos hombres de negocios, empresarios muy influyentes en la sociedad, que buscan, mediante la dirección de esos clubes, obtener prestigio, fama y una influencia social que se traduce en poder, lo cual no les viene nada mal para sus «otros» negocios particulares. Como dijera en su día, el que fuera presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza, «en cualquier país del mundo te reciben antes y mejor si eres presidente del Madrid que si eres un ministro de España». Una consideración así se produce quizá en el mejor de los casos, pero, en otros muchos, los directivos no sólo consiguen [[wysiwyg_imageupload:1290:height=144,width=180]]mayores éxitos en su actividad profesional propia por la fama e influencia que les proporciona el cargo, sino que utilizan ese pedestal para establecer relaciones contractuales con empresas que les benefician económicamente de forma directa, por participar también en ellas o incluso por pertenecerles.

El fútbol profesional pierde su sentido al desconectarse de su finalidad natural, la estrictamente deportiva. En el fondo, no ocurre en este caso nada distinto de lo que sucede en tantas otras vertientes de la realidad; por razones bien conocidas en las que no podemos explayarnos, aquéllas se emancipan del orden o la esfera que da cuenta de su verdad, y por lo tanto de su sentido, con la consiguiente subversión de la jerarquía entre los distintos órdenes del mundo humano, que se torna así arbitrario. En el deporte de elite el puesto que se confiere a la economía se ha elevado al primer rango de la jerarquía, posponiendo el de su verdad como medio de educación o formación de la persona, en especial durante su juventud. El tradicional apotegma mens sana in corpore

sano expresa con acierto la unidad de la persona, integrada por su espíritu y su cuerpo, que es el sujeto a cuyo servicio se pone la finalidad formativa del deporte. Éste siempre ha sido parte constitutiva de la paideia. Nótese que la dimensión individual del deporte no excluye, como es lógico, su trascendencia en el ámbito público o colectivo. Será suficiente recordar el significado de los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia y su importancia para las relaciones entre las ciudades. El cometido formativo del deporte en el doble ámbito indicado marca su fin esencial, su verdadera naturaleza.

La deportividad es el resultado de una formación que resume muchos hábitos de comportamiento, es decir, de verdaderas virtudes. Así, la lealtad, la obediencia, el espíritu de sacrificio y el esfuerzo, la fidelidad a los compromisos, la modestia, la generosidad, la serenidad e incluso la paciencia que entraña una asunción del factor temporal necesario para el verdadero progreso deportivo.

La consideración de la verdadera naturaleza del deporte nos lo manifiesta situado en el mundo del ocio, precisamente contrario al negocio. Cierto que en el deporte de elite y, en particular, en el fútbol profesional, el aspecto formativo personal cede ante su carácter espectacular. Sin embargo, la condición de espectáculo no desnaturaliza al deporte; éste siempre ha sido un espectáculo, lo que lo hace trascender al ámbito social y lo pone al servicio del entretenimiento. En el deporte como espectáculo se produce una cierta transferencia de parte de cada espectador al grupo selecto de atletas o futbolistas integrados en un club, en virtud de la cual cada uno participa de los hábitos de comportamiento de aquéllos; en este sentido el deporte-espectáculo no excluye su función formativa personal, por otra parte, ni mucho menos el entretenimiento es algo negativo, y ni siquiera indiferente, pues viene requerido por la condición humana. Sin embargo, el deporte como espectáculo, ineludiblemente se traduce en [[wysiwyg_imageupload:1291:height=104,width=180]]estructuras técnicas de organización y burocracia, tanto en el plano nacional como en el internacional. Se plantea entonces un difícil equilibrio entre la naturaleza de la actividad deportiva orientada inequívocamente a la persona y las necesidades derivadas de las estructuras organizativas para procurar el espectáculo, también dirigido a satisfacer a la persona. Pero se acrecienta el riesgo de subvertir la jerarquía de los órdenes a los que el deporte se adscribe, con la consecuencia de que el rango conferido a la economía sea más elevado con respecto a cualquier otro.

Podemos llegar a creer que no sucede nada que no sea desgraciadamente común respecto de cualquier otra dimensión de la realidad, especialmente cuando se rompe y desarticula la armonía de la que depende la integridad de la persona. No parece lógico, pues, que tantos comentaristas se sorprendan sobre todo con ocasión del mal papel de la selección absoluta de fútbol en sus últimas actuaciones. Subrayan esta circunstancia poniéndola en comparación con los éxitos de la selección de baloncesto, sin reparar en que este deporte no ha llegado hasta ahora a la desnaturalización sufrida por el fútbol.

La conversión de éste en negocio, su pérdida de sentido, en definitiva, su corrupción, tiene efectos perversos en diferentes aspectos. ¿Para qué se crea un club de fútbol? Está claro que el dinero es necesario para llevar a cabo los proyectos que los hombres se proponen en la vida. También es imprescindible cuando el proyecto es un club de fútbol. Pero obtener dinero no debe ser el objetivo social del club y menos que los dirigentes se enriquezcan directa o indirectamente. Éstos deben procurar que la economía del club sea lo más sana posible, pero siempre al servicio de los verdaderos fines, es decir, los deportivos. El dinero debe ser el preciso para que su falta no impida lograrlos.[[wysiwyg_imageupload:1292:height=90,width=180]]

Detrás de cada equipo, en la mayoría de los casos con el nombre de su ciudad, hay una afición y normalmente un pueblo que se siente identificado con sus «colores». Ese pueblo está deseando que llegue el domingo para olvidarse de sus muchos problemas y preocupaciones económicas, familiares, laborales, etc. Acude al estadio y desea con todas sus fuerzas que su equipo, su ciudad, consiga vencer al rival. Es su momento de desahogo. Si el equipo gana, los aficionados son felices, vuelven a casa y sus preocupaciones, aunque permanezcan, las afrontan con mayor optimismo o, por lo menos, las han olvidado durante un rato. En ese momento esa ciudad tiene un sentimiento de felicidad común. En cambio, cuando el equipo juega mal y pierde, el pueblo queda decepcionado, siente dolor y pena; pero aun, en esos casos uno o dos días después la afición se levanta y vuelve a ilusionarse con el próximo partido. El fútbol es un sentimiento. Y aunque pueda parecer que es propio de hombres inmaduros o de bajo nivel cultural darle tanta importancia a algo que aparentemente no la tiene, no lo creemos así. El hombre necesita del entretenimiento, de la fiesta, del juego. El pueblo se reúne y comparte un sentimiento durante algunas horas. Todos vuelcan sus esperanzas en unos mismos hombres, los futbolistas, sus héroes durante ese rato, que quedan inscritos en el imaginario local hasta el próximo partido. Les exigen porque en ese momento sus ilusiones están en sus manos —en sus pies, mejor dicho—, especialmente las de los niños, que los elevan a categoría de héroes dignos de emulación.

La centralidad economicista lleva a los dirigentes de los clubes y de las organizaciones deportivas a expropiar a los miembros del club los fines propios de éste, con desprecio además del imaginario colectivo. No es infrecuente en la actualidad que la dirección de los clubes recaiga en personas con indiscutidas cualificaciones mercantiles, aunque a ellas se sacrifiquen los objetivos deportivos, e incluso aunque así se acabe con la «gallina de los huevos de oro», pues una de las consecuencias perversas del economicismo es la desconsideración del factor temporal en los procesos de perfeccionamiento. En el deporte, estos procesos han de estar permanentemente abiertos; de ahí la trascendencia de la virtud de la paciencia que el deporte potencia.

De otra parte, no es escaso el número de futbolistas al servicio del club que ya no se identifican con sus colores sino que preferentemente se ocupan de la cotización de sus suculentas fichas. A esta finalidad sacrificarán también el proceso de su perfeccionamiento procurando quemar etapas para gozar cuanto antes de los placeres del éxito momentáneo y de la «buena vida». Los propios atletas, olvidándose de los aspectos formativos de la práctica de su deporte y contagiados de la finalidad economicista, descuidan su aportación al imaginario colectivo de los miembros de su club, y, desde luego, se olvidan de su responsabilidad sobre todo ante los niños, que ya no deberían idealizarlos sino verlos, quizá, como simples ídolos en sentido estricto y con pies de barro dada la falta de autenticidad de sus vidas.

En este contexto se entiende e incluso es razonable que no resulte raro el lamentable fenómeno del dopaje, puesto que, como lúcidamente se ha afirmado, si gracias al dopaje se consigue dar mayor espectáculo y sólo en el espectáculo se cifra el valor del deporte, ¿qué razón puede haber para condenarlo en el ámbito deportivo cuando no se lo condena en el de la producción literaria o en el de cualquiera de las ramas del arte? La decepción de los niños y de los adolescentes no puede ser mayor. Los más pequeños sueñan con llegar a poder defender los colores de su club, lo que más desean es llegar a formar parte del vestuario de sus «ídolos» y poder defender con ellos el orgullo de su ciudad. Piensan en una lucha sana, verdaderamente deportiva. Pero este sentimiento, que por ser humano no es en modo alguno irracional, deja de estar justificado con el dopaje por medio, creemos que no se debe jugar en este aspecto con la arbitrariedad con que se actúa.

Incluso los perversos efectos de la corrupción o pérdida del sentido del deporte se dejan sentir en el grupo de los aficionados. Claro está que probablemente en este ámbito la corrupción del deporte se concilia además con la generalizada subversión de los órdenes de la realidad a los que antes nos hemos referido. Entre otras cosas, se presenta la vertiente lúdica del hombre como aturdimiento que le distrae de su quehacer más propio e indeclinable de hacerse a sí mismo hasta alcanzar lo que tiene que ser. El conjunto de partidarios de un club, prescindiendo también de la ponderación del factor temporal, quieren ver traducida en un éxito inmediato la actuación buena o mala de los jugadores.

Es muy significativo el viejo y humorístico dicho de que se desea que el equipo «gane en el último minuto y de penalti injusto». Pese a su apariencia humorística este dicho encierra una profunda realidad de enorme gravedad. Es expresivo en último término de la violencia con la que se asiste a los espectáculos deportivos de masas y de cómo en lugar de fomentar la sana rivalidad se fomenta la enemistad, el cantonalismo y la sinrazón. El sentimiento de felicidad que emana de un triunfo legítimo se sustituye por la sensación instantánea de poder o dominio que procura el resultar vencedor. Deja sin importancia no sólo el que el serlo se haya logrado por méritos propios o no sino incluso legítima o ilegítimamente.

Es necesario, es urgente que principalmente los líderes de los clubes y organizaciones deportivas sean conscientes de su enorme responsabilidad en el ejercicio de sus capacidades directivas del deporte. No me estoy refiriendo a ningún tipo de «responsabilidad social». Me estoy refiriendo a la responsabilidad personal que emana del deber ético que impone la norma de moralidad de que nada se desvirtúe o desnaturalice respecto de su verdadero sentido o, dicho positivamente, de que la manifestación humana consistente en el deporte responda a su verdadero sentido, que es el determinado por la referencia a la persona.

Abogado de I.C. de Las Palmas