«La autorización administrativa para regular el empleo o la subvención para proteger a un sector amenazado por la competencia internacional son políticas del pasado, que resultan inefectivas y muy costosas. Sobre todo porque envían el mensaje erróneo: que lo de fuera es el enemigo cuando precisamente lo de fuera es lo que puede permitir la supervivencia de nuestro tejido productivo»
Las decisiones estratégicas que se adopten en los próximos cinco años determinarán nuestro lugar en el escenario económico mundial de la primera parte de este siglo. España presenta catorce años de crecimiento ininterrumpido; la etapa de crecimiento económico más larga que las estadísticas fiables pueden verificar. Este crecimiento ha sido el resultado de un conjunto de factores que probablemente no se volverán a repetir, al menos con esta intensidad, en las próximas décadas. Hoy el contexto económico es ya muy distinto al de los comienzos de la década de los noventa y por tanto las respuestas también deben modificarse.
EL MILAGRO ESPAÑOL
Junto a Irlanda y Finlandia, el caso de nuestro país es considerado como un ejemplo de éxito, un «milagro» en el panorama algo desolador que dibujan las economías europeas en el final del siglo XX. ¿Cuáles fueron los factores que han permitido disfrutar este periodo de prosperidad? En primer lugar y aunque parezca paradójico, la intensidad de la crisis del 93, probablemente la más importante desde el comienzo de la democracia, con una destrucción muy intensa del empleo.
Esta crisis saneó nuestro tejido productivo, permitió flexibilizar nuestro mercado de trabajo -anclado en normativas franquistas- mediante la generalización de los contratos temporales, e incorporó la moderación salarial como un elemento indispensable para evitar caer en una nueva crisis. Después de este borrón y cuenta nueva, las sucesivas devaluaciones de la peseta (1992, 1993 y 1995) nos situaron como un lugar muy atractivo donde invertir: pleno de potencialidad, con unos salarios relativamente bajos y contenidos, y con un diferencial por el tipo de cambio que nos presentaba como un país barato. Muchos de los ingredientes que hoy presentan los países del Este, un aspecto al que volveremos más adelante.
La apuesta del nuevo gobierno en la mitad de los noventa por el saneamiento presupuestario permitió contar con la segunda palanca de este periodo: la credibilidad de las autoridades económicas. El gobierno se hace creíble en materia presupuestaria, y lo que es más importante, previsible. Estas certezas arrojan dividendos y permiten alcanzar, casi en la última estación, el tren de la UEM. España ya no es sólo el país de las oportunidades, sino que además tiene al Bundesbank, por entonces el mejor guardián de la ortodoxia económica, como nuestra principal autoridad ¿Qué más se puede pedir? Pues unos pocos fondos. La intensidad de los fondos europeos (que aportan alrededor de medio punto al PIB anualmente) permiten desarrollar un programa de inversiones muy elevado, al tiempo que disciplina el gasto de las diferentes Administraciones.
Llegamos así al comienzo del nuevo siglo donde las estrecheces de nuestra economía parecían abocarnos a un nuevo final de período (el Programa de Estabilidad presentado por España a la UE en el año 99 indicaba un suave descenso en los años siguientes). Sin embargo, esto que muchos detestan y que se llama globalización, nos salvó cuando ya tocaban la campana. Las mismas señales que indicaban recalentamiento fueron interpretadas por muchos en diferentes partes del mundo, especialmente en Latinoamérica, como una oportunidad. Y nuestra ausencia de política inmigratoria, lógica en un país con tradición de enviar mano de obra, no de recibirla, permitió al mercado superar sus escaseces. La inmigración ha sido relevante no sólo por proporcionarnos mano de obra que necesitábamos para continuar creciendo sino también por hacer viables proyectos que de otra forma no lo hubieran sido; y especialmente, por permitir -ahora ya parece que definitivamente- la incorporación de la mujer al mercado de trabajo. Hemos necesitado veinte siglos y un pequeño empujón desde fuera.
ESPAÑA EN EL ESCENARIO INTERNACIONAL
Mientras esto ocurre en España, en el resto del mundo se han producido importantes cambios. Ha cambiado la geografía de la economía mundial, quién produce y quién consume; han cambiado los actores, los que toman las decisiones más relevantes; y como resultado han cambiado los tiempos, es decir, el modo en el que los diferentes acontecimientos se reflejan en la realidad económica de los países.
En este momento es ya bastante evidente y no sólo unas previsiones de algunos aventurados, que se ha producido un desplazamiento -cada vez más intenso- de la actividad económica hacia el Pacífico: el sureste asíatico, China y la India. No sólo se trata de que los países de esa zona crezcan más deprisa, sino que allí se localiza ya buena parte de la actividad económica mundial. Si en Asía, a comienzos de siglo, apenas se situaba el 10% del PIB mundial, para 2025, está previsto que se localice el 25%. Hoy nos sentimos muy orgullosos por ser la octava potencia económica del mundo, pero lo cierto es que merece la pena que lo disfrutemos bien porque va a durar poco. Para el 2010, India, Corea del Sur y Brasil probablemente nos superarán; y con seguridad, para el 2015 estos tres países, junto a nuestro querido Méjico.
La geografía en Europa también ha cambiado. En una Europa a 27, nuestras ventajas comparativas se diluyen. Lo que eran nuestras grandes fortalezas, una mano de obra productiva y barata, y una lluvia de fondos europeos que permitían financiar cualquier proyecto, se han trasladado a otras latitudes. Si el coste de una hora de trabajo ajustada por productividad en España hoy es 100, en Polonia es 36.
omo comentábamos al comienzo de este apartado, también han cambiado los actores. Resulta significativo comprobar que en las páginas de economía de los periódicos occidentales, las noticias las ocupan las empresas, no las autoridades económicas. No es España versus Bolivia, sino Repsol versus Bolivia. Seguramente es bastante más conocido, también en círculos ilustrados, Manuel Pizarro que David Vegara, por poner dos nombres propios de los últimos tiempos. Esto no era así hace unos años, y refleja que la eliminación de barreras que ha supuesto la globalización supone una limitación muy relevante de las competencias que tradicionalmente ostentaban las autoridades de política económica. En nuestro país, además, las CCAA han asumido competencias consideradas no directamente ligadas a la economía pero que resultan trascendentales en este nuevo escenario como la educación o el medio ambiente, debilitando todavía más el papel de las autoridades centrales. ¿Qué política industrial puede hacerse, por ejemplo, desde un ministerio cuando la cuestión más relevante en este sector es el medio ambiente, competencia exclusiva de las CCAA? Dicho de otra forma, hoy el gobierno central podría tener bastante claro lo que se debe hacer en el nuevo contexto pero carece -por motivos externos e internos- de gran parte de los medios para lograrlo.
Los tiempos también han cambiado en una doble dimensión. Por un lado, desequilibrios que en otros tiempos hubieran puesto a cualquier economía contra las cuerdas, hoy nos afectan ligeramente. Asumimos una elevación de los precios del petróleo similar a la que se vivió en la crisis del setenta y tres, sin que la actividad se resienta gravemente. Convivimos con un déficit exterior de enorme magnitud, sin que parezca tener relevancia, al menos en el corto plazo, probablemente porque las definiciones de corto y largo plazo han cambiado.
Volvamos por un segundo a una de las señales de alarma que llevan largo tiempo encendidas en nuestra economía: el déficit exterior. En el «mundo anterior», ya habríamos vivido un par de devaluaciones con el fin de limitar su alcance. Hoy esto no es posible y podemos seguir comprando alegremente en el exterior, sin que nos veamos afectados. Pero esto no significa que no importe. A largo plazo esta situación no es sostenible. Porque si nosotros compramos fuera más de lo que otros nos compran a nosotros, ¿qué hacemos con lo que producimos?, y sobre todo, ¿qué hacemos con los que se dedican a producirlo? Lo interesante es que esta situación hoy no se presenta de forma urgente; no requiere una actuación inmediata, y por tanto puede quedarse largo tiempo sin resolverse.
Por otro lado, los ciclos económicos, los crecimientos o reducciones de la demanda no afectan por igual a toda la economía. Hay ya numerosas empresas españolas con mercados diversificados, y por tanto de alguna forma inmunes a un cambio en el ciclo interno. Para estas empresas, los tiempos en forma de ciclos también han cambiado.
UNA NUEVA POLÍTICA ECONÓMICA
La conclusión fundamental de los dos apartados anteriores es que los motivos que han permitido progresar estos años de poco sirven en la nueva situación. Dicho de otro modo, tratar de solventar los problemas actuales con recetas antiguas no funciona. La prensa diaria nos ofrece buenos ejemplos. Leíamos hace unos días que la Junta de Andalucía -y eso que no están en período electoral- está estudiando abrir diligencias penales por la decisión de la empresa Delphi (General Motors) de trasladarse a otro país. Resolver los problemas de la deslocalización de empresas a base de código penal es probablemente uno de los modos más eficaces para que ninguna empresa extranjera en el futuro decida establecerse en nuestro país. Es claro que lo que se busca es conseguir mayores indemnizaciones para los trabajadores y no acabar con los responsables de esa empresa en la cárcel; pero también eso, es decir, un expediente de regulación de empleo en el que se tripliquen las indemnizaciones, es letal para el futuro.
Lo más probable es que, si no cambian mucho las decisiones, el caso de Delphi no sea un hecho aislado. Los sectores del textil, de la piel, de la cerámica, de los aparatos eléctricos, la química básica, el automóvil tienen un alto riesgo de deslocalización porque otros pueden hacerlo igual de bien y de forma más económica. La respuesta más inteligente en estos casos probablemente no sea recurrir a nuestro ordenamiento jurídico para elevar la factura de salida; sino aprovecharse como hacen otros, de las ventajas de esos nuevos mercados. Las empresas españolas más importantes, también en sectores problemáticos, el caso siempre citado es el de Zara, ya no concentran en nuestro país las tareas de producción. Sería un suicidio que lo hicieran. Pero conservan numerosas actividades de valor añadido, es decir, aquellas donde les sigue siendo rentable continuar en nuestro país.
La autorización administrativa para regular el empleo o la subvención para proteger a un sector amenazado por la competencia internacional son políticas del pasado, que resultan inefectivas y muy costosas. Sobre todo porque envían el mensaje erróneo: que lo de fuera es el enemigo cuando precisamente lo de fuera es lo que puede permitir la supervivencia de nuestro tejido productivo.
Hace falta seguramente una nueva política económica acorde con la nueva situación. Una política económica que aborde algunas de las cuestiones tradicionales como por ejemplo la política fiscal donde nuestro país se está quedando claramente en desventaja respecto a las reformas fiscales que se están realizando en otros países. Pero que sobre todo, asuma como propias parcelas consideradas durante bastante tiempo como ajenas a la economía, como la educación o el medio ambiente. En un país como el nuestro, las cuestiones más relevantes para las empresas ya no son las de financiación o las relativas a las materias primas. Ahora el factor escaso es el talento, es decir, la carencia de personal cualificado para realizar las tareas que nos toca abordar en este nuevo reparto de papeles. Nuestro sistema educativo es mediocre, con una generaciones cada vez peor formadas, donde no se valora la excelencia. Un problema que probablemente no se resuelve con nuevas leyes -ya llevamos bastantes- sino con mayores dosis de libertad y el establecimiento de los incentivos adecuados.