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«I like a view, but I like to sit with my back to it»
Gertrude Stein


Esto ha sucedido en sólo doce años de participación española en el proceso de integración. Sin embargo, tal alteración de los fundamentos de nuestra vida colectiva y democrática no ha supuesto ningún trauma, tal vez por los efectos beneficiosos que en conjunto ha supuesto la pertenencia de España a la UE y por la afortunada falta de cristalización de la Unión en un Estado europeo, que ha renovado la actualidad de sus Estados miembros. En todo caso, llaman la atención la falta de reflexión teórica al respecto y la ausencia de una conciencia ciudadana extendida de estas mutaciones.


En las siguientes líneas trataré de comentar, en primer lugar, algunas de las principales paradojas de la europeización de la vida constitucional española. Lo hago subrayando las ventajas prácticas de que no sean resueltas y sin dejar de reconocer los problemas que también plantean. A este repaso breve de cuestiones abiertas y bien conocidas, añadiré una reflexión sobre la actual crisis constitucional de la propia Unión Europea. Entiendo que los problemas de legitimidad de la nueva polis europea podrían hacer inservible a medio plazo la situación de provisionalidad teórica en la que nos encontramos y que hasta ahora nos ha permitido reconciliar, echando mano de invocaciones pragmáticas, la buena salud de la Constitución española con el dinamismo siempre sorprendente de la integración.


CONSTITUCIÓN Y PROCESO DE INTEGRACIÓN: VENTAJAS Y PROBLEMAS


A los siete años de aprobarse la Constitución, España se adhirió a las Comunidades Europeas. La inclusión de España en el proyecto de integración europea era una aspiración extendida entre la ciudadanía. Nos situaba junto a la mayoría de los países de Europa Occidental, democráticos, prósperos y con voluntad de integración en una unidad mayor (sin que estas cualidades de los Estados miembros de la Unión eximan al proceso europeo de ambigüedades y crisis periódicas).


España tuvo que hacer una serie de importantes concesiones económicas en la negociación de su adhesión. A partir de su ingreso, estas condiciones adversas y el propio escenario europeo de oportunidades, competencia y regulación bruselense han llevado al país a realizar esfuerzos con mejor o peor fortuna de modernización económica y mayor competitividad, así como a tratar de extraer de la Unión transferencias que compensen los efectos negativos del mercado interior y faciliten la elevación del nivel de renta, hasta alcanzar la media europea. Cualquier observador que mire hacia atrás coincide en señalar la profundidad del cambio económico y social que ha supuesto nuestra participación en el proyecto europeo y suele advertir la transformación que se producirá, con el euro y sus -esperemos- admirables secuelas.


El cambio constitucional en virtud de nuestro ingreso en las Comunidades no fue menor. España adaptó su ordenamiento jurídico y su vida administrativa a lo dictado por Bruselas en todos los años anteriores a 1986, de acuerdo con los Tratados comunitarios. A la vez, se dispuso a participar en las instituciones europeas como miembro de pleno derecho y a aplicar lo legislado con su concurso en adelante. Esta adaptación jurídica y administrativa distaba mucho de ser un rutinario o superficial encaje de nuevas obligaciones internacionales.


Y es que nuestro país se subía a un proyecto ya en marcha y con vida propia, en el que sus componentes (instituciones europeas y Estados miembros) habían decidido, de modo gradual y a lo largo de tres décadas, que las Comunidades eran más que una organización internacional, no sólo porque lo pretendiese la letra y el espíritu de los Tratados. En efecto, cuando se adhirió España, estaba bien establecido que el derecho comunitario en la práctica era supremo y se aplicaba por los jueces nacionales de preferencia sobre el derecho nacional, incluida la Constitución. En 1987, además, la toma de decisiones en el Consejo de Ministros de las Comunidades empezaba a ser por mayoría de modo generalizado, tal y como lo habían dispuesto los Tratados originales, al perder vigencia defacto el compromiso de Luxemburgo, que había impuesto largo tiempo una cultura de consenso y llevado a una cierta euroesclerosis. Las instituciones europeas llamadas supranacionales (Comisión y Parlamento) comenzaban a ser más independientes que nunca y adquirían nuevos poderes. El presupuesto comunitario crecía y se convertía en superior al de sus tres Estados miembros menos desarrollados.


Pero, sobre todo, al tiempo de la incorporación española, las Comunidades ya tenían una virtual competencia general, es decir, una carencia de límites visibles a la hora de extender sus normas a nuevos ámbitos de la vida económica y social. Lo que en 1951 y 1957 había nacido siendo una organización de poderes limitados, susceptibles de enumeración, se había transformado en una comunidad política que podía regularlo casi todo a través de un derecho supremo, siempre que hubiese una mayoría de Estados a favor.


Con participación española, en los últimos años la Comunidad ha seguido experimentado un crecimiento dramático, en la dirección de aumentar su territorio (la cuarta ampliación a Austria, Finlandia y Suecia y el inicio de negociaciones de la quinta con diez candidatos más) o de seguir multiplicando sus competencias: tanto la reforma de Maastricht como la de Amsterdam otorgan nuevos poderes a la UE (moneda única, salud, cultura, educación, empleo), si bien es cierto que los actores comunitarios son cada vez más conscientes de la necesidad de encontrar límites a la capacidad reguladora de la Unión.


No obstante, la actitud más extendida en España es la de no teorizar sobre los fundamentos constitucionales de nuestra integración en la Unión y reducirlo todo a una cuestión práctica y apabullante: cualquier Estado europeo tiene más que ganar, en términos económicos y sociales, dentro de la Unión Europea que fuera, por muchas que sean las mutaciones, paradojas y ambigüedades que produzca esta subordinación.


Como mucho, todavía se suele intentar reconciliar la evolución de las reglas del juego europeas y su fuerza expansiva dentro del ordenamiento español con la vida democrática regulada por nuestra Constitución, haciendo la siguiente lectura de la misma: España ratificó unos tratados en virtud de una decisión política unánime de las Cámaras y, de acuerdo con su artículo 93, la cláusula de apertura establecida en la propia Constitución. Esta disposición permite atribuir a organizaciones o instituciones internacionales, mediante ley orgánica, «el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución». De este modo, la validez del derecho comunitario y del poder de las instituciones europeas está fundamentada en la Carta Magna.


Sin embargo, la propia Constitución, tal vez para hacer frente en el plano teórico a esta incómoda situación de crecimiento competencial continuo de la Comunidad, parece no poner límite a cuáles son los poderes derivados de la Constitución cuyo ejercicio se puede atribuir a una organización internacional, ni tampoco señala los valores o finalidades que deberían orientar o condicionar esta atribución (A. Mangas Martín).


Nada dice tampoco sobre el posible límite de las competencias transferidas o transferibles a las Comunidades Autónomas. Por supuesto, hay competencias referidas a la organización constitucional del Estado respecto a las cuales parece imposible ceder su ejercicio. Pero, a partir de ahí, la incertidumbre es muy grande. ¿Existe un núcleo duro de valores constitucionales cuyo respeto por la Comunidad es imprescindible? ¿Hay prohibiciones constitucionales – o falta de autorizaciones- que priman sobre lo que diga el Tratado de la Unión Europea, mientras no se reforme el texto de la Carta Magna?


Así parece indicarlo el artículo 95 de la Constitución y, de hecho, ésta fue la decisión de 1992, la única reforma constitucional hasta la fecha, en la que el artículo 13 de la Constitución fue modificado para adaptarlo a una de las exigencias del nuevo Tratado europeo. Nuestro Tribunal Constitucional provocó la reforma al declarar que el artículo 93, base de la atribución del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución a la UE, no es cauce legítimo para la reforma implícita o tácita constitucional y que al preservar en el proceso de integración la titularidad de sus competencias el Estado, no hay posibilidad de que los Tratados europeos contraríen los imperativos constitucionales, pues mediaría antes la reforma expresa de la Constitución.


Por ello, cabe argumentar -en contra de lo insinuado por el Tribunal de Luxemburgo- que la UE no es titular de sus competencias y que tan sólo sirve de foro para el ejercicio de competencias estatales. En este sentido, el origen formal de la Comunidad en unos Tratados internacionales también es razón para mantener que las competencias europeas no pueden ser más que de atribución y que de ningún modo son originarias.


Más aún, si consideramos la soberanía como una categoría objetiva y no como algo descriptivo de la fuerza de una organización, los Estados miembros siguen siendo soberanos: son los que aceptan en Bruselas distintas obligaciones y los que las aplican en su territorio, donde siguen teniendo el monopolio de la fuerza física.


Pero aunque se argumente así, el razonamiento acaba siendo forzado e imperfecto a la hora de dar cuenta de lo esencial, el que la polis y la Constitución, en sentido material, han transcendido el límite del Estado, sin dar lugar a un nuevo Estado (M. Maduro). En los noventa, la Unión Europea no se puede explicar a fondo a partir de un esquema internacionalista, a través de la delegación constitucional de poderes y la participación de los Estados miembros en su gestión en el plano europeo y en la ejecución de las normas europeas. Estamos ante una nueva forma de organizar el poder (F. Rubio Llorente), que trata de prescindir de cuestiones teóricas, y sin duda apasionantes, como si la soberanía es divisible y si se puede compartir, quién decide en el momento excepcional o hasta qué punto es irreversible la participación de un Estado en el proceso de integración -al fin y al cabo, nada dura para siempre.


Rubio Llorente recuerda en ese sentido que «esa entidad (el Estado) se ve alterada profundamente al incorporarse al proceso de integración, porque esa alteración es la finalidad inmediata de la integración, en cuanto implica una reducción de la soberanía; una reducción, además, potencialmente indefinida, tanto por la reforma de los Tratados fundacionales como, al margen de ésta, a través de la interpretación expansiva de las competencias que esos Tratados atribuyen a la Comunidad».


El esquema internacionalista de delegación de competencias no tiene en cuenta que la integración europea modifica el equilibrio de poderes interno previsto en la Constitución, la sede y la forma del ejercicio de los poderes del Estado, sus límites y los controles sobre los gobernantes que gestionan la cosa pública. Por ello, es difícil negar una cierta pérdida de soberanía del pueblo español, en el sentido de capacidad de gobernarse a sí mismo, que es por otra parte inherente a todo proceso de integración en una unidad mayor. Cuando se decide desde Bruselas, se hace de acuerdo con intereses generales europeos, no coincidentes con frecuencia con el interés general español. Esto se pone de modo especial de relieve cuando un gobierno que representa a la mayoría de los españoles queda en una votación europea en minoría y, por supuesto, tiene que aceptar y aplicar las normas contra las que ha votado en contra.


Pero, aunque las tesis del gobierno español prevalezcan en todas las votaciones europeas, la integración modifica el equilibrio de poderes interno establecido por la Constitución. En Bruselas, los ejecutivos se convierten en legisladores principales y aprueban normas sin los controles y el grado de transparencia que existe en sus capitales nacionales. De hecho, la opacidad y falta de mecanismos de control y para exigir responsabilidades ha podido ser un incentivo para que crezca el número de asuntos decididos desde la Unión. Del mismo modo, las administraciones nacionales se benefician en buena medida de lo que se puede calificar de verdadero sistema de franquicia, en el que la imagen de marca de la Unión les permite obtener regulaciones que les convienen. Los ministros de los gobiernos nacionales sólo negocian una parte muy pequeña de las normas aprobadas. Los distintos funcionarios nacionales en los grupos de trabajo del Consejo adquieren un poder que con frecuencia no tienen en el plano nacional, protegidos por el secretismo, la naturaleza laberíntica, la dispersión y la complejidad propia de muchos asuntos comunitarios. Otro grupo de actores que resulta beneficiado por las peculiaridades de las instituciones europeas son los representantes de intereses, siempre que estén bien organizados y dispongan de recursos para ejercer su influencia. Por el contrario, los parlamentos nacionales han perdido con la integración europea, y de hecho cumplen una función parecida a la de una administración comunitaria, que aplica un derecho en cuya elaboración no ha intervenido.


Es cierto que este fortalecimiento de los ejecutivos, las administraciones o los lobbies a costa de los Parlamentos se da también en el plano interno de cualquier Estado miembro, como parte de la evolución del Estado post-industrial y por la mayor complejidad y fragmentación de la sociedad a la que sirve. En la Unión simplemente se exacerban estos problemas de control y falta de representación. Si bien poco a poco se han mejorado los mecanismos a través de los cuales el Parlamento Europeo ejerce cierto control sobre la Comisión y el Consejo, y los parlamentos nacionales tienen hoy más capacidad que antes de controlar a los ejecutivos y los administradores cuando éstos legislan desde Bruselas, todavía no se ha reconocido de forma suficiente en la Unión el valor y el simbolismo del voto no agregado, de aquéllos que no se organizan para hacer oír sus reivindicaciones y sólo participan en el proceso político mediante el voto en las elecciones, nacionales o europeas.


En este somero análisis cabe también hacer una referencia a los jueces nacionales, que el proceso de integración convierte en jueces comunitarios, encargados de aplicar el derecho europeo como fuente de derechos individuales y con preferencia sobre el nacional. La colaboración de los jueces nacionales con el Tribunal de Luxemburgo ha sido y es decisiva para la efectividad del derecho comunitario. A través de una interpretación creativa del mecanismo de la cuestión preliminar del artículo 177, el Tribunal de Luxemburgo ha sabido establecer incentivos para que los jueces nacionales apliquen de modo uniforme y preferente el derecho comunitario, ya que así pueden dejar sin aplicación normas nacionales por ser contrarias al mismo. De este modo, sus sentencias, siempre que recojan lo establecido por Luxemburgo, no pueden ser corregidas por tribunales nacionales superiores.


Por último, hay que añadir que, en el caso español, las Comunidades Autónomas han visto cómo no pocas de sus competencias las ejercen las instituciones comunitarias y ellas se limitan a aplicar las normas europeas, o, como mucho, a desarrollarlas. Su capacidad de maniobra y representación en la Unión es además muy limitada, pero un cálculo racional muestra que salen ganando con la representación por el Estado de sus intereses, una vez arbitrados y definidos con el concurso de representantes autonómicos.


Es posible imaginar que esta modificación de los equilibrios internos constitucionales y este nuevo reparto de poder que provoca la integración europea son queridos por los españoles, que de hecho hemos elegido cada cierto tiempo a representantes con firmes convicciones europeístas, los cuales han votado afirmativamente la adhesión y la reforma sustancial de los Tratados pactada en Maastricht, y están a punto de hacer lo mismo con la concluida en Amsterdam. Pero, a la vez, es difícil negar que estamos ante un panorama de mutación constitucional, que afecta a nuestra democracia en el sentido literal del término y, como discutiré más adelante, a la legitimidad de la misma Unión.


Sin ánimo de complicar más este embrollo, a todo esto hay que sumar una proposición poco común, pero no por ello menos cierta. La Unión Europea supone un déficit democrático en algunos aspectos de la vida interna de cada Estado miembro. No obstante, en otros, lejos de ser neutral, produce un aumento de democracia. La noción de superávit democrático es muy reciente y básicamente pretende describir algunos efectos beneficiosos de la tensión entre la Unión y sus Estados miembros en cuanto a la limitación de poderes dentro de cada Estado y aún de la propia Unión (M. Maduro). El que exista la posibilidad de regular distintas materias en el plano europeo, en el nacional, o dejarlas a la autorregulación de los agentes del mercado europeo, puede servir para que minorías o mayorías que legítimamente deben prevalecer en el plano nacional o europeo, encuentren protección o satisfacción de sus pretensiones, que de otra manera no serían tomadas en cuenta. Un ejemplo: en el plano nacional, una mayoría de ciudadanos puede quedar presa de una minoría, que arteramente consigue elevar los precios de un servicio público. Gracias a la posibilidad de legislar sobre lo mismo en el plano europeo o de litigar sobre ello, la mayoría nacional puede hacer valer sus derechos. Otra situación que ilustra el superávit democrático: una minoría es injustamente privada de sus derechos en el plano nacional: gracias al plano europeo, obtiene protección, bien por recibir el respaldo de la mayoría europea a través de una norma, o bien por obtener una decisión del Tribunal de Luxemburgo interpretando el derecho comunitario. A todo esto hay que sumar el efecto beneficioso que puede producir la existencia de un mercado europeo y mundial, en el que agentes económicos y sociales, mediante la posibilidad de elegir entre distintas jurisdicciones para efectuar sus transacciones, hacen presión sobre los legisladores nacionales y europeos para que adopten las normas más eficaces, limiten la intervención pública, fomenten la competencia o simplemente desrregulen.


La justificación de los cambios en el contenido material de la Constitución y la modificación de los equilibrios internos no es completa sin una referencia a la utopía que aún alienta en el proyecto europeo. La Comunidad ha servido para preservar, limitar y renovar las identidades nacionales y disciplinar a los Estados, y todavía cumple esta función. La parte más evidente del proyecto de vida en común que se llama España sigue siendo, por paradójico que suene, la integración en una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. La participación de España en una nueva comunidad política hace que su propia identidad sea más interesante, y la aparición de un contrato social europeo no resta, sino que añade valor a una lealtad ilustrada y sentida hacia nuestra patria.


LA CRISIS DE LEGITIMIDAD DE LA UE EN LOS NOVENTA


El problema de la fundamentación constitucional de la integración es distinto si lo observamos desde el plano europeo. Durante mucho tiempo, cualquier cuestión de legitimidad de la Comunidad se ha solventado mediante una visión internacionalista, que esgrime como argumento principal el consenso entre todos los Estados miembros sobre las cuestiones básicas europeas. Junto al pacto interestatal se invoca una «lógica de la integración», que justifica la autonomía y la primacía del derecho comunitario y el poder de las instituciones europeas sin casi elaboración teórica, a través de una ideología que combina un funcionalismo nada científico con un determinismo económico poco contrastado con la realidad.


Mientras tanto, la Comunidad se ha dotado de una constitución en sentido material, formada por los Tratados, la interpretación de los mismos hecha por el Tribunal de Luxemburgo y el conjunto de prácticas institucionales que le permiten ejercer cada vez más poder, según un modelo más federal que de organización internacional. Pero la Comunidad ha ido también más allá del paradigma de un Estado y de la noción de ley en el sentido clásico de nuestra cultura política occidental. Con razón se puede calificar a la polis europea de «un orden constitucional sin fundamentos constitucionales» (Weiler), puesto que el poder europeo y la justificación de su ejercicio no descansan en una noción de pueblo o de sociedad europea preexistente.


En la década de los noventa, se puede afirmar que la Comunidad ha ganado en democracia, al haber sido aprobada la reforma de los Tratados pactada en Maastricht en las instituciones europeas representativas y en los distintos parlamentos nacionales o mediante referendos, y al estar casi concluida la aprobación de la reforma de Amsterdam, y al haberse introducido en el funcionamiento de las instituciones algunas mejoras en el sistema europeo de pesos y contrapesos, y en lo que se refiere a la transparencia con la que actúan. Sin embargo, en estos años se han agudizado los problemas de legitimidad de la polis europea (Weiler).


En efecto, desde que tuvo lugar el largo debate con motivo de la ratificación del Tratado de Maastricht, existe cierta desconfianza de fondo por parte de los ciudadanos hacia las instituciones de la Unión, que son percibidas más que en ninguna otra época como lejanas, herméticas y, aunque suene paradójico, a la vez demasiado poderosas y ajenas a sus preocupaciones reales. Una manera de explicar estas dudas sobre el proceso europeo es sugerir que la Unión está siendo víctima de su propio éxito: su crecimiento espectacular en número de Estados miembros y en la cantidad de poderes que ejerce ha sido tan rápido que no ha habido tiempo de crear nuevas vías para reforzar su legitimidad.


Este refuerzo de la legitimidad europea parece necesario en dos vertientes. La primera, un aumento de legitimidad moral, mediante la elaboración de una estimativa o conjunto de valores que guíen la conducta de la Unión por encima de los intereses en juego o los cálculos coste-beneficio de los principales actores europeos, y movilicen y seduzcan a sus ciudadanos. La segunda tarea pendiente en cuestiones de legitimidad europea es acrecentar la llamada legitimidad social, en el sentido de la capacidad de la Unión de representar las aspiraciones y de conectar con los problemas de los distintos pueblos que conforman esta peculiar polis.


La tarea no es nada sencilla. Los problemas institucionales que acucian a la Unión son muy serios: a la concentración de poder en las instituciones europeas y la falta de controles suficientes y de mecanismos para exigir responsabilidades a los gobernantes europeos, se suma la ausencia de una legitimación suficiente. Los dos grandes proyectos europeos en marcha, la moneda única y la ampliación al Este complican este panorama, haciéndolo aún más complejo. Ambos dossiers son además utilizados por aquellos partidarios de la huida hacia delante para retrasar un debate constitucional europeo, que lleve a una reforma sustancial de las instituciones.


Sin embargo, tal debate ya ha comenzado al menos en un aspecto crucial de la integración europea. Se trata de la extensión material de los poderes de la Unión o, dicho de otra manera, qué hacer ante la falta de límites de la capacidad reguladora de Bruselas. Durante décadas, las reglas del juego europeo han favorecido que la Comunidad haya acumulado cada vez más poderes, al principio de modo lento y luego, desde mediados de los ochenta, aceleradamente, a través de la toma de decisiones por mayoría. Desde hace quince años no hay núcleo de soberanía nacional que no pueda quedar afectado por una acción europea, es decir, no existe lo que los franceses llaman dominio reservado o lo que los anglosajones denominarían la posibilidad de dibujar una raya o un límite, sea jurídico o político.


En la reforma de los tratados pactada en Maastricht se consagró el respeto a la subsidiariedad como obligación de las instituciones europeas. Es difícil definir qué significa este principio, y sus desarrollos posteriores (en Edimburgo y Amsterdam) no han alterado sus ambigüedades. Algunos europeos siguen usando la subsidiariedad para poner pegas a la financiación de las políticas comunitarias y para justificar las barreras al mercado interior mediante normas nacionales proteccionistas. Hay, por otra parte, una dimensión regional complicada en la aplicación de la subsidiariedad europea, puesto que con frecuencia la UE entra en áreas en las que las competencias, de acuerdo con algunas Constituciones nacionales, también corresponden a los Länder o a las Comunidades Autónomas, mientras que en otros Estados miembros no hay este reparto interno de poderes.


En todo caso, al final de la década de los noventa, la Unión necesita demostrar que sus competencias no son generales, para ganar en legitimidad, al diferenciarse de lo que es un Estado y respetar algo tan profundo en la conciencia liberal europea como es la limitación de poderes. De poco sirve la elaboración de listas de competencias, europeas y estatales, que serían muy difíciles de redactar y quedarían pronto periclitadas. La Unión debe preservar su flexibilidad para actuar cuando sea necesario. Por ello, lo que urge es reformar el proceso político europeo, añadiéndole transparencia, controles y mejorando su sistema de pesos y contrapesos, de modo que no favorezca una y otra vez la actuación europea.


El Tribunal de Luxemburgo debe cooperar en este proceso de autolimitación, revisando sus interpretaciones pro-integracionistas en materia de poderes implícitos o de utilización de distintas bases jurídicas europeas para legislar (no es lo mismo hacerlo por mayoría o por unanimidad). Y es que este debate está ya planteado no sólo a través de las distintas iniciativas alemanas y británicas para reinterpretar el principio de subsidiariedad, de modo que permita la renacionalización de algunas políticas europeas. Al menos cuatro de los tribunales constitucionales o supremos de los Estados miembros de la Unión, empezando por el alemán, han dado a entender en recientes sentencias que la limitación de poderes de la polis europea es parte de un contrato social implícito, por el cual ellos reconocen las características federales del derecho comunitario (efecto directo, primacía, protección de derechos fundamentales y, sobre todo, interpretación única del alcance de estas doctrinas por el propio Tribunal de Luxemburgo). Si la Unión no respeta estos límites materiales, los altos tribunales nacionales pueden reclamar para sí la competencia sobre la delimitación de competencias europeas, haciendo una lectura unilateral (pero constitucional) de hasta dónde llega la capacidad de actuación de la Unión, lo cual haría entrar en crisis a la actual arquitectura jurídico-constitucional europea.


Por otra parte, hay un concepto en el Tratado de la Unión Europea, la ciudadanía europea, aún en estado embrionario, que podría ser desarrollado para contribuir a una revisión constructiva de las reglas del juego europeo. Sólo los ciudadanos pueden completar en una relación directa con las instituciones europeas la legitimidad que le falta a Bruselas, a través del ejercicio de verdaderos derechos civiles y políticos. España propuso incluir un capítulo sobre ciudadanía en Maastricht, allá por 1991. Se consiguió una definición de ciudadanía grandilocuente, pero fue seguida por una enumeración de derechos del ciudadano europeo trivial y nada alentadora. Luego, la noción de ciudadanía europea ha quedado aparcada e incluso ha provocado airadas reacciones en contra por parte de euroescépticos. También ha sido objeto de una manipulación publicitaria por parte de euroentusiastas, hasta convertirla en un eslogan vacío.


Si se quisiera resucitar el concepto de ciudadanía europea, sería fundamental tomarse en serio su contenido, pero hacerlo con la siguiente cautela, señalada por Joseph Weiler: conseguir que significase en el ámbito europeo algo distinto que en el plano nacional. Se trataría de separar la ciudadanía europea de expresiones propias de la vida política de los Estados miembros como nacionalidad, Estado o pueblo. De este modo, la ciudadanía europea no entraría en competencia con la identidad nacional o con la regional. Serviría sobre todo para que los europeos compartiésemos una serie de derechos y deberes sustantivos, derivados de una visión de valores cívicos que fuera guía de las instituciones europeas. Esto daría lugar a una lealtad europea, que reforzaría y civilizaría la sentida hacia la patria grande o chica. Los europeos, por definición, serían personas de distinta nacionalidad, la Unión no caería en la tentación de evolucionar hacia una estatalidad innecesaria y la diversidad de pueblos europeos quedaría preservada.


CONCLUSIONES


La política europea se encuentra ante el reto de encontrar nuevas maneras de limitar el poder europeo, al tiempo que éste crece en algunos ámbitos y aumenta el territorio en el que se ejerce. Igualmente, parece urgente encontrar mejores justificaciones de la autoridad con la que Bruselas legisla, yendo más allá de la anticuada visión de unos tratados internacionales que expresan una delegación de poderes de cada Estado miembro. Tal esquema internacionalista es sencillamente insuficiente hoy para dar cuenta de la cantidad de poder que se ha transferido a las instituciones europeas y la libertad con la que éste se administra.


Sin embargo, la Unión Europea no es un Estado y el que no lo sea es parte de su valor añadido o, si se quiere, del deber ser del proyecto europeo. Pero tras cuatro décadas de integración, los problemas de legitimación de la Unión hoy en día son similares a los de un Estado (Weiler) y por eso han de ser abordados desde una perspectiva constitucional europea. Las viejas teorías que todavía sirven para establecer y perfeccionar la forma del poder en los distintos Estados miembros son las que, aplicadas a la reforma de las instituciones europeas y de su capacidad de actuación, permitirán mejorar la legitimidad de la Unión Europea.


Es cierto que para ello hay que adaptar el pensamiento constitucional a la realidad social europea, más compleja, plural y fragmentada que la de cada Estado miembro. Así, extender aún más la toma de decisiones por mayoría en la UE no significa necesariamente un aumento de democracia, y dotar a sus instituciones de una expresa competencia general tampoco fortalecería su legitimidad.


En nuestro plano interno, la provisionalidad teórica con la que se explica la relación de la Constitución española con el proceso la integración europea se hace más evidente y difícil de mantener a medida que los habitantes de la polis europea nos preguntamos por la legitimidad con la que ésta actúa. La contemplación en el tiempo y en el espacio que hace de sí misma la sociedad europea de nuestros días es un nuevo proceso de constitucionalización. Los españoles estamos en el centro de ese debate europeo, que estimula nuestra reflexión colectiva sobre qué significa ser Estado miembro de una Unión Europea en plena maduración, cuyo ejercicio del poder ya no puede ser descrito como avant garde.

José M. de Areilza es Licenciado en Derecho con Premio Extraordinario de Licenciatura por la Universidad Complutense de Madrid, Doctor en Derecho y Master en Derecho por la Universidad de Harvard y Master en Relaciones Internacionales por The Fletcher School of Law and Diplomacy. Actualmente es profesor ordinario en el Departamento de Derecho y en el Departamento de Dirección General y Estrategia de ESADE. Asimismo, desde 2013 es titular de la Cátedra Jean Monnet en ESADE, otorgada por la Comisión Europea. Secretario General de Aspen Institute España.