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José María Beneyto. Catedrático de Derecho Internacional Público, Derecho Comunitario Europeo y Relaciones Internacionales de la Universidad San Pablo CEU. Es titular de la Cátedra Jean Monnet «ad personam» de la Unión Europea (Derecho Europeo e Identidad cultural europea). Doctor en Derecho y en Filosofía y Letras por la Universidad de Münster.


Avance

José María Beneyto: «La conquista, el imperio y la paz». Cátedra, 2024

El descubrimiento de América no solo provocó el debate autocrítico que conocemos, sino que cambió la percepción que se tenía del mundo. De un lado, reavivó el sueño de una monarquía cristiana universal, para la que había un buen candidato: Carlos V. Pero, sobre todo, el debate —dentro de una crisis de conciencia colectiva de los españoles— dio pie a reflexiones que siguen siendo actuales. El teólogo y jurista Francisco de Vitoria tuvo un papel destacado en aquel proceso. Inauguró una nueva manera de unir la teología a las cuestiones jurídicas y políticas y replanteó principios básicos de la teoría política de su tiempo, imaginando por primera vez una comunidad humana planetaria y fundando la concepción moderna del orden internacional basado en normas y derecho.

Junto a esos asuntos, las primeras décadas del siglo XVI asistieron a una acentuación de las ansias de renovación espiritual que perseguían un cristianismo más auténtico e interior. Erasmo de Rotterdam, una de las personalidades que expresó más adecuadamente la sensibilidad de su época y otro gran protagonista del periodo y del libro de José María Beneyto, influyó decisivamente en ese espíritu renovador que acabaría descarrilando con la Reforma luterana.

Tampoco cuajó el sueño de la monarquía universal. Sin embargo, el debate americano daría frutos importantes. A propósito de la legitimidad de la conquista y del trato otorgado a los indios, Vitoria, armado de una concepción de la teología como depósito de los argumentos racionales y autoridad superior a la del poder y la política, plasmó ideas sobre la universalidad del derecho que siguen vigentes. Contribuyó a la reinvención del derecho de gentes, creando un incipiente derecho internacional en el que eran esenciales las libertades de circulación y comunicación. Justificó también la intervención de terceros para defender a personas inocentes contra príncipes tiránicos, claro precedente de lo que hoy se conoce como intervención humanitaria. Vitoria anticipó o confirmó muchos derechos humanos sin usar propiamente el término, situando la igual dignidad y libertad de todos los seres humanos como núcleo esencial. Más allá, distinguió claramente por primera vez el ius ad bellum, el ius in bello y el ius post bellum (derecho a la guerra o para hacerla, derecho en la guerra y después de la guerra). Todo lo anterior le convierte en el primer pensador de la globalización en clave moderna.


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El descubrimiento y la conquista de América marcaron un punto de inflexión en la historia, no solo la de España. El descubrimiento cambió el mundo, la percepción que se tenía de él; la conquista provocó un análisis, un debate y una autocrítica. Aquel complejo proceso se vio acompañado de un nuevo capítulo de la larga lucha entre el papado y el imperio cuyo momento álgido en estos años fue el saco de Roma por tropas que obedecían al emperador Carlos V. Este —rey de España como Carlos I y emperador del Sacro Imperio como Carlos V— es uno de los protagonistas de este trabajo que su autor define como «una intensa y dramática historia de historias». En efecto, entran en él, además de los asuntos citados, otros como la emergencia de la Reforma o —consecuencia del nuevo mundo globalizado— el debate sobre las causas y los límites de la guerra. Fue un momento fundacional de la modernidad, un cambio radical de época, y, junto al emperador, completan la terna protagonista del libro el teólogo y jurista Francisco de Vitoria y el filósofo Erasmo de Rotterdam.

De estos dos últimos presenta el trabajo de José María Beneyto un acabado retrato. Vitoria se distinguía por un carácter retraído, contenido, y una permanente cautela. Será ese carácter lo que le haga no apresurarse a dar su opinión cuando empiecen a llegar de América preocupantes noticias sobre el trato que los conquistadores y colonos daban a los indios. Aquellas noticias, y este es un punto de partida del libro, tuvieron el efecto de «una gran losa moral» sobre la conciencia colectiva de los españoles; hasta el punto de crear «una especie de depresión colectiva y de desánimo» ante la continuación de la empresa americana.

Otra característica del periodo estudiado, las primeras décadas del siglo XVI, y, por tanto, otro hilo argumental del trabajo, fueron las ansias de renovación espiritual de la época que, por un lado, llevaron a la Reforma luterana y, por otro, dieron pie a una apertura intelectual.

Vitoria y Erasmo

Antes de entrar en las cuestiones de fondo, presentemos a los dos protagonistas. A Vitoria, dominico y catedrático de Teología de Salamanca, le interesaban, sobre todo, las cuestiones de teoría política y teología moral, tales como el origen del poder, las prerrogativas del papa y del emperador o la autonomía de las comunidades políticas. Inauguró una nueva manera de unir la teología a las cuestiones jurídicas y políticas. No fue ajeno a los vientos del humanismo transalpino (Lorenzo Valla o el propio Erasmo), aunque nunca se consideró propiamente un humanista de escuela. Austero y reacio a publicar, se le conoció como «el Sócrates español» por su insistencia en la enseñanza oral. En la encrucijada intelectual marcada por el enfrentamiento entre humanistas y escolásticos, que fue crucial para él, optó por una renovación de la escolástica. Vitoria replanteó principios básicos de la teoría política de su tiempo e imaginó por primera vez una comunidad humana planetaria, fundando la concepción moderna del orden internacional, basado en normas y derecho.

Erasmo, aunque fue ordenado sacerdote, vivió al margen de la disciplina y la vida monástica, hasta conseguir la dispensa eclesiástica. Es una de las personalidades que mejor comprendió el espíritu de sus contemporáneos y expresó más adecuadamente la sensibilidad de su época. Trabajador infatigable y muy rápido, puso en circulación el espíritu clásico, de modo que el humanismo dejó de ser el privilegio de unos pocos. De espíritu rebelde y un tanto provocador, en su prosa, llena de chispa y no siempre amablemente bienintencionada, el estilo se erigía en sustancia. «Pasó a ser el centro de una comunidad internacional de hombres de letras del que parecían depender la civilización y el buen gusto de su tiempo». Pacifista a ultranza, hizo gala de prudencia y afán conciliador, buscando el término medio, lo que le llevó a quedar en tierra de nadie.

El impacto de América

«La singularidad y la extravagancia del descubrimiento de un mundo totalmente nuevo e inesperado», escribe el autor, «fue un acontecimiento decisivo en el origen de la modernidad», que tuvo un impacto en varios aspectos. Para empezar, daba un nuevo sentido a la vieja idea de la monarquía universal. El viejo ideal de la unidad cristiana bajo el gobierno de un monarca universal, además de cobrar una nueva dimensión con el continente americano, pareció encontrar a la persona destinada a encarnarlo. España sería el sostén de un nuevo imperio y no eran pocos los que veían a Carlos V como un nuevo Carlomagno, un instrumento de la providencia. Y para la tarea de encabezar esa nueva concepción del imperio universal, las riquezas de América y el propio territorio eran indispensables. Lo cierto es que la visión mística de la renovación interior de la cristiandad y la utopía de las Indias se retroalimentaron mutuamente.

Entre quienes fomentaban el proyecto, destacaban los llamados erasmistas imperiales, un grupo de intelectuales instalados en el núcleo del poder, como la facción del consejero Mercurino Gattinara, en la que se integraría el prominente humanista Alfonso de Valdés. El propio Carlos se convenció de que su misión consistía en inscribir los destinos de su familia y España en el espacio y en el tiempo. Curiosamente, el propio Erasmo no coincidía con los erasmistas imperiales, no se identificó con ese renovado ideal del imperio ni con el sueño de hegemonía universal; a él le parecía más importante la paz entre los cristianos que la unidad del imperio. En cualquier caso, ese ideal y ese sueño quedarían en nada. Como cada dinastía europea (destacadamente, los reyes de Francia e Inglaterra) quería encarnarlo y representarlo, la lucha por el mando de la república cristiana llevó a la destrucción del ideal de unidad.

Lo que sí tuvo consecuencias fue el prolongado y arduo debate a que dio lugar la conquista de América (es decir, el título o causa justa para apropiarse de las tierras y los bienes) y el trato dado a los indios. Las noticias de las violencias cometidas por los conquistadores en América alarmaron a muchos, entre ellos, al padre Vitoria. Este tardaría en pronunciarse, pero, cuando lo hizo, provocó una conmoción, una gran crisis de la conciencia nacional, y cambió el curso de los acontecimientos políticos. El debate se entreveraba con cuestiones de calado en una España en que lo espiritual y lo mundano iban muy de la mano. Cuestiones como el origen de la autoridad política. Una tradición muy arraigada en los dominicos (la orden de Vitoria) situaba ese origen en el pueblo, aunque procediera en última instancia de Dios. Esa idea fue parte fundamental de la teoría política de Vitoria. Los dominicos, por su parte, fueron los principales críticos de la empresa americana; rechazaban, por ejemplo, las bulas papales que legitimaban la conquista.

A este respecto, el libro de José María Beneyto puede verse como un aporte más a un asunto complejo —el papel de España en América— que ha cobrado renovada actualidad en los últimos años. La cuestión, por supuesto, no admite respuestas simplistas. El autor del libro se refiere, por ejemplo, a la ambivalencia de los conquistadores y colonos, a los que movía tanto el impulso providencialista como el ansia de riqueza (oro, gloria y Dios, era su triple motor) y que, desde luego, cometieron crueldades. A la vez, hubo conquistadores y encomenderos que, movidos por cargos de conciencia y con propósito de hacer penitencia por el mal cometido, acabaron entrando en religión.

Un debate cargado de futuro

Pero, por encima de acciones individuales, el debate que se dio en España —el único caso en que un imperio hizo autocrítica— apuntaba a la legalidad y la moralidad de la conquista y las acciones que conllevaba. Si no estaban moral y legalmente justificadas, las acciones de conquista eran una violación de las leyes divinas y obligaban a restituir lo robado. Se extendió un clima de censura que hizo que los conquistadores pasaran de héroes a villanos. En el entorno de los consejos reales llegó a haber una mayoría contraria a la política indiana, y se tomaron medidas defensivas que censuraban escritos o declaraciones públicas (sobre todo desde el púlpito) que se pronunciaran sobre la legitimidad de la presencia española en América. En 1573, se prohibieron las acciones de conquista, y se restringieron las causas para declarar la guerra a los indígenas.

En el terreno extremadamente resbaladizo de este debate jugó Vitoria un papel esencial e innovador, aun cuando tuvo una actitud zigzagueante. La teología, a la que reconocía un gran potencial, era su arma, también para hablar de asuntos temporales. El terreno de la teología era el de la argumentación racional, y eran los teólogos los que disponían del depósito de los argumentos racionales. Para él, la teología debía emitir un juicio sobre la licitud moral de lo que ocurría, y la autoridad del teólogo moral debía prevalecer sobre el poder y la política.

Vitoria argumentó que la evangelización debía ser pacífica, pero que tampoco podían impedir los indios el derecho legítimo de los españoles a predicar el Evangelio, de modo que podría usarse la fuerza si aquellos rechazaban activa y militantemente la fe cristiana. El trasfondo de todo el debate era cómo crear un orden político y social en el Nuevo Mundo, lo que llevó a una reflexión renovada sobre el derecho y sobre su universalidad. Y en las ideas que aportó Vitoria había semillas que no han dejado de germinar al paso de los siglos. Así, su defensa de las libertades de circulación y comunicación como pilares del orden global. O su justificación de la intervención de terceros para defender a personas inocentes contra príncipes tiránicos, una formulación inicial de lo que hoy se conoce como intervención humanitaria.

Vitoria contribuyó destacadamente a la reinvención del derecho de gentes, creando un incipiente derecho internacional. Estableció un marco teórico que permitió una perspectiva secularizada al vincular el reconocimiento de los derechos con su universalidad. Vitoria anticipó o confirmó muchos derechos humanos sin usar propiamente el término. Formuló de forma clara lo que hoy consideramos derechos fundamentales del procedimiento judicial y situó la igual dignidad y libertad de todos los seres humanos como núcleo esencial. Fue el primer pensador de una comunidad global, en correspondencia con la experiencia vital de su época y del país en que vivió. Su originalidad radicó en que el derecho de gentes que él renovó era un derecho positivo, con fuerza de ley, que procedía del derecho natural. Y distinguió claramente por primera vez el ius ad bellum, el ius in bello y el ius post bellum (derecho a la guerra o para hacerla, derecho en la guerra y después de la guerra).

La Reforma

Todo ese debate multiforme coincidió en el tiempo con la sacudida que fue la Reforma luterana. Lo que en principio pudo verse como una manifestación más de las ansias de renovación espiritual de amplios sectores, acabaría en un cisma total. Erasmo y Vitoria también estuvieron presentes en ese proceso. Erasmo, que, por muchos motivos, puede ser visto como un precursor de la Reforma, fue solicitado por los dos bandos. Pese a su voluntad de mantenerse en un término medio, pero dentro de la ortodoxia cristiana, pronto quedó sobrepasado por el fragor de la contienda y su postura conciliadora resultó insostenible. Y aunque fue tomando partido por las posiciones más tradicionales, aceptando la autoridad de la Iglesia y refirmándose como católico, la Inquisición castellana acabó condenando sus escritos.

Su pensamiento y su ortodoxia fueron sometidos a debate en una junta en Valladolid en 1527. Vitoria, uno de los participantes, llegó a refutar explícitamente lo que consideró arriesgadas especulaciones teológicas de Erasmo. Y este, que había sido muy influyente en España (a través, por ejemplo, de su Manual del soldado cristiano) entre quienes querían renovar la espiritualidad y vivir un cristianismo más interior y espiritual (espirituales, iluminados, alumbrados), vio cómo el erasmismo quedaba identificado en el habla popular con el protestantismo y el luteranismo.

Erasmo y Vitoria discrepaban, dentro del mutuo respeto que se profesaban. Erasmo, por decirlo así, era ahistórico, nunca se interesó por las Indias ni por la idea del imperio universal ni por lo relacionado con el derecho, que era el tema de Vitoria. Mostraba un fuerte sentimiento opuesto a lo institucional, al Estado, un cierto desprecio de la ley y del derecho. Vitoria, por el contrario, dentro de la historia, persiguió articular la nueva base jurídica para el mundo secular emergente, y reformuló las relaciones entre lo teológico y lo político. Elaboró una teoría sobre el derecho de gentes, ideando una comunidad universal gobernada por leyes globales, con libre comunicación y circulación de personas, ideas y bienes. No es exagerado verle como el primer pensador de la globalización en clave moderna.


Foto de cabecera: Grabado con retrato de Erasmo de Rotterdam por Frans Huys. CC Wikimedia Commons.

Periodista cultural.