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El estetoscopio aplicado al conjunto de la sociedad catalana detecta Earritmias, inhibiciones y una creciente pasividad. Aunque tarde, algunos núcleos empresariales lo van comprendiendo, con mayor diligencia que una clase política paralizada y catatónica, refugiada en los ámbitos simbólicos del viejo nacionalismo, en las inercias de la izquierda o en ambas cosas. En la oposición, Convergencia muestra los efectos devastadores de la pérdida del poder después de los largos años del pujolismo hasta el punto de olvidarse de sus antiguos anclajes y sustituir la apariencia autonomista por la retórica soberanista. Teme que ERC le quite esos votos secesionistas, revelando así una clamorosa falta de personalidad política que los alevines pujolistas agravan todos los días. Su aliada Unió opera con planteamientos más racionales pero hasta ahora nunca se supo con cuántos votos contaría realmente el partido de Duran Lleida. Ocupa la vasta centralidad del poder el PSC-PSOE, superando notablemente el control mediático que tuvo Pujol, tanto en medios privados como públicos. De Montilla se supuso que puliría los arrebatos de Maragall y atajaría lo que se ha llamado «transversalismo» del catalanismo en la política catalana, un invento que más bien significó opacidad, «omerta» y reparto de opinión por cuotas. Si se esperaba que Montilla pusiera en su lugar a ERC y a los ecocomunistas de IC-Verds, de momento la respuesta no es afirmativa aunque parece mantener por ahora sus expectativas de voto.

Tras el cuantioso abstencionismo en el referéndum del nuevo estatuto de autonomía, la sociedad catalana ha ido viéndose sometida a un régimen de duchas escocesas que pasan por la inoperatividad del aeropuerto del Prat, los apagones espectaculares, las disfunciones en la red de cercanías y luego los socavones en el trazado del AVE hasta implicar de forma más que metafórica la integridad arquitectónica de la Sagrada Familia. Es un contraste pungente con el ensueño anestésico de la Barcelona posolímpica. La respuesta política ha consistido una vez más en culpar al Estado y a la falta de una dotación presupuestaria idónea para que Cataluña disponga de infraestructuras suficientes. En verdad, ha sido tal el grado de estupefacción general que la opinión pública no reaccionaba de forma significativa. En ERC dijeron «Cataluña se va»; Montilla habló de «desapego». Simultáneamente, comenzó la quema de banderas con la efigie del Rey don Juan Carlos.

El Círculo de Economía ha tardado mucho en hacer un llamamiento para evitar «un enfrentamiento perjudicial entre España y Cataluña». Ese llamamiento ya tenía justificación cuando menos al constituirse el primer tripartito. El mito de la Cataluña emprendedora perdía energía simbólica. Ganaba terreno la Cataluña a la vez victimista y autocomplaciente. De entre los rescoldos deterministas del nacionalismo identitario lo que sobreviven son los intereses de los partidos y los largos años de falta real de pluralismo crítico. Todo un establishment políticoinstitucional se entrega a los enjuagues del victimismo particularista, aunque sin potencial suficiente para ejercer aquella megalomanía que consistió en ofrecerse para regenerar y modernizar a toda España en razón de un grado más alto de europeidad.

El ciudadano padece pasivamente las ineficiencias estructurales cuyos cimientos no son de anteayer sino de mucho tiempo atrás. Queda algo averiada la tesis del rol modélico de CiU pactando presupuestos en la Carrera de San Jerónimo. Cabe poner en duda los favores del felipismo a la inversión en Cataluña. Tal vez CiU no ató bien los pactos del Majestic. También es posible que la Generalitat gestionase de forma defectuosa y «amateur». Son suposiciones que uno puede hacer al constatar la ineficiencia estructural de la Cataluña de principios del siglo XXI.

A la espera de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, la precampaña electoral lo va a deglutir todo hasta la total obstrucción intestinal. Por el momento, los movimientos cívicos que surgieron como reacción frente a la hegemonía nacionalista no han tomado suficiente cuerpo. Se sabe poco de lo que piensan amplias franjas de la sociedad catalana. Su descontento es notorio pero se ignora cuáles serán, en las urnas, los chivos expiatorios.

Lo que queda patente es que la clase política catalana lleva tiempo hurtándole el cuerpo a la constatación de la realidad. El trazado del AVE, por ejemplo, tuvo componentes de comedia de enredo y el afán del Ayuntamiento de Barcelona por superar toda cota de progresismo ya alcanza dimensiones de parodia. Ese radicalismo emblemático de la izquierda se une y confunde con la fuerza negativa de la deslealtad que aporta la radicalización nacionalista. Entre errores y obcecaciones, entre partidismos y «okupas» institucionalizados, la improbable salida de la zona de arenas movedizas sólo podría ser superada por la aparición gradual de un nuevo «demos», lo cual requiere la previa configuración de unas nuevas élites. Mientras tanto, la sociedad catalana la que fuera representada por Antonio de Capmany en las Cortes de Cádiz no puede autorrepresentarse legítimamente como sociedad civil. Pierde vinculación, capacidad competitiva y visión de futuro.

Que las culpas sean todas de Madrid es algo que la mayoría de los catalanes acabarán por desestimar en mayor o menor grado. Es un proceso que tomará su tiempo. El nacionalismo opondrá sus resistencias, pero con una severa pérdida de capital simbólico. CiU intentará refundar el catalanismo, pero no es empresa fácil después de haber generado un mapa político en el que la abstención ocupa tanto espacio. De hecho, no estamos ante una de tantas crisis del nacionalismo catalán: más bien se trata de una crisis de la sociedad catalana y, por lo tanto, más honda y de difícil diagnóstico. El estetoscopio no lo capta todo. De todos modos, no pocas radiografías coinciden en que para saber lo que es la Cataluña de ahora mismo hará falta ver retirado lo que queda del andamiaje nacionalista.