El esquema Constitución presentado este otoño por Giscard d’Estaing ha sido bien aceptado dentro y fuera de la Convención Europea. En parte, esta buena acogida se debe a la habilidad negociadora del viejo político francés. Pero, más importante aún, hay que explicar que en el borrador de Giscard talta casi todo, empezando por los dos elementos clave de cualquier reforma del Tratado de la Unión Europea: el reparto del poder entre las instituciones y los posibles límites materiales a la actuación europea.
No obstante, la publicación del primer borrador ha servido para crear más cohesión y una cierta conciencia de misión histórica entre los ciento cinco convencionales. Asimismo, los trabajos de la Convención Europea empiezan a impeler a las opiniones públicas hacia este debate constitucional, que no puede quedar reservado a los especialistas, como ha ocurrido hasta ahora con las sucesivas mutaciones de las reglas del juego en la UE. Tal vez se cumpla en 2003 la profecía de los mejores analistas europeos, quienes, a la vista del extendido descontento ciudadano con las instituciones comunitarias, predecían la llegada de un momento constituyente.
Todo empezó con la insatisfacción alemana tras la penosa negociación del Tratado de Niza en diciembre de 2000, cinco días y cinco noches para consensuar una reforma institucional de mínimos, que hizo naufragar al tóndem franco-alemán y enfrentó gravemente a Estados grandes y pequeños. Al final de la batalla, los alemanes exigieron una nueva reforma institucional en 2004. A pesar del ya famoso discurso de Joschka Fischer en la universidad Humboldt, desde entonces el Gobierno de Berlín no ha hecho más que algunas propuestas realmente federales (bicameralismo y un gobierno europeo responsable ante las cámaras), al mismo tiempo que niega la dimensión federal al presupuesto de la Unión o la capacidad de Bruselas para definir el alcance de sus propios poderes, en buena medida por la presión de los Länder, celosos de sus competencias.
La gran novedad surgió cuando los gobiernos de los quince aceptaron en el Consejo Europeo de Laeken que no negociarían el contenido de la siguiente reforma hasta que una Convención de representantes políticos de instituciones europeas y nacionales no hubiesen debatido y preparado un borrador. Dicha Convención tenía su antecedente inmediato en la que elaboró la Carta Europea de Derechos Fundamentales en el 2000 y su inspiración remota, nada menos, en la Convención de Filadélfia que entre mayo y septiembre de 1787 redactó la Constitución de los Estados Unidos de América.
Desde marzo de 2002 hasta la próxima primavera, la Convención está preparando un proyecto de nuevo tratado, que se llamaría Constitución europea. En sus debates se han hecho propuestas para seguir avanzando por la senda comunitaria (al fin y al cabo, el comunitarismo es la versión del federalismo que los europeos occidentales hemos inventado en el último siglo). Pero junto con estos previsibles pequeños pasos, se han puesto encima de la mesa otras iniciativas copiadas del federalismo alemán y también no pocas ideas que cabría calificar como antifederalistas, la mayoría de ellas capitaneadas por el Reino Unido y por Francia, cada vez más aislada y abiertamente nacionalista.
La versión europea de la Convención de Filadélfia de 1787 está siendo mucho más discreta: los convencionales europeos han pasado bastante inadvertidos en sus primeros meses de trabajo y no han provocado los asaltos al edificio en el que se deliberaba y los desórdenes públicos que desató en su día la Convención que redactó la Constitución norteamericana. En todo caso, el famoso debate en suelo yanqui sobre la democracia representativa y la limitación del poder, a través de los artículos federalistas y antifederalistas, se produjo una vez cerrado el texto constitucional, cuando fue sometido a la ratificación de los Estados en el año 1788.
La difusión del anteproyecto de Giscard puede dar alas a la Convención. Su texto evita pronunciarse por ahora sobre las cuestiones más difíciles, pero sugiere algunas cosas importantes. Propone un tratado que establezca una Constitución europea basada en una Unión de Estados con políticas de cooperación y otras netamente federales. La Unión según este primer texto no avanzaría mucho en su política exterior y de seguridad, ni tampoco en cuestiones de justicia e interior, todas ellas sometidas al control férreo de los gobiernos nacionales, lo cual puede decepcionar a muchos ciudadanos europeos (y desde luego a los españoles). Pero tendría personalidad jurídica única, un catálogo de derechos fundamentales y contaría con la participación de parlamentarios nacionales en la delimitación de hasta dónde deben llegar las actuaciones europeas.
Del mismo modo, parece que hay consenso en el seno de la Convención sobre la necesidad de elegir a un presidente europeo, que supere el sistema de presidencias semestrales rotatorias y aporte visibilidad, eficacia y continuidad a las iniciativas políticas de la Unión. Dejando a un lado el previsible concurso de belleza para este puesto, el riesgo es que para fortalecer el poder ejecutivo en la UE no pocos Estados miembros quieren prescindir de la Comisión, que lleva cincuenta años realizando tareas de gobierno europeo y sin la cual no hay, ni habrá, integración. Si el futuro presidente sólo lo es del Consejo de Ministros, la Comisión se convertirá en un rebelde sin causa o, lo que es peor, en un devaluado secretariado, desprovisto de su papel arbitral e independiente, con lo que se multiplicarán las muy perjudiciales batallas entre Estados grandes y pequeños.
Una manera de evitar este paso atrás en la integración europea es que la más alta instancia ejecutiva de la UE sea un Gabinete europeo, compuesto en partes iguales por miembros de la Comisión, su presidente incluido, y miembros nombrados por el Consejo Europeo. La futura Comisión seguiría conservando sus importantes prerrogativas y haciendo de motor de la integración, pero bajo la dirección de un Gabinete. A cambio, la cúpula de la Comisión estaría presente y pesaría mucho en las más altas decisiones ejecutivas de la UE. Por su parte, el Consejo Europeo seguiría reuniéndose dos veces por semestre, pero delegaría en el Gabinete su autoridad final para que garantizase una eficaz supervisión del día a día. Los Consejos de Ministros continuarían decidiendo y aprobando legislación de acuerdo con las reglas del juego previstas en los tratados, aunque presididos por los distintos miembros del Gabinete europeo. El nuevo órgano ejecutivo sería un híbrido entre un gobierno federal y un consejo confederal y reflejaría la tensión política con la que se ha construido Europa.
En paralelo a estos trabajos de reforma constitucional, las negociaciones de ampliación de la Unión Europea a diez países se han concluido este semestre y con toda probabilidad el 1 de enero de 2004 entrarán en una Unión de veinticinco Estados miembros. Lo ocurrido con esta histórica ampliación es ilustrativo de un espíritu antifederalista preocupante y merece una reseña final.
Berlín quería una ampliación cuanto antes, por razones económicas y de seguridad pero no quería dejar fuera del primer bloque de países admitidos a Polonia. Después de hacer sus cálculos, ha hecho un pacto con París sobre la factura de esta operación, que ambos han logrado imponer luego al resto de los líderes europeos. Los alemanes no ponen un euro de más hasta el 2007, pero no consiguen una reforma a corto plazo de la Política Agrícola Común. Los franceses salvan su ventajosa participación en la Política Agrícola Común también hasta 2007, aunque aceptan una congelación del gasto agrícola a partir de entonces y leves retoques desde el año que viene. Los que pierden son los países candidatos, que no serán miembros plenos de la PAC hasta el 2013 y entran en una UE que no pone recursos adicionales para crecer de quince a veinticinco socios, a pesar de que la mayoría de los candidatos son sensiblemente menos prósperos y no están preparados para competir en un mercado interior europeo con políticas de cohesión económica y social sólo incipientes. La Unión que les abre sus puertas, no obstante, se ha dotado de mecanismos para aprobar normas europeas aplicables sólo a un grupo de Estados, y esta amenaza de la Europa a varias velocidades seguirá esgrimiéndose aun cuando los candidatos sean miembros de pleno derecho de la UE.
La aceleración de los compases finales de la ampliación no debe extrañar: en ella ha prevalecido una lectura política sobre la negociación técnica. Se han cerrado la mayoría de los capítulos de forma condicional, sujetos a múltiples compromisos y a cláusulas de salvaguardia dentro del nuevo tratado, algo sin precedentes históricos. El precio que pagan los diez países aspirantes por haber usado el fast track no es sólo su preparación insuficiente para competir en la Unión y aplicar el Derecho Comunitario, sino la docilidad con la que no exigen su participación plena en la actual reforma del tratado. Atareados en negociar la ampliación, los países candidatos han sido excluidos del núcleo decisorio de la Convención Europea y estarán ausentes de la Conferencia Intergubernamental de 2003, ya que ésta concluirá unos minutos antes de que jurídicamente entren a formar parte de la nueva Unión.