En París, en la Sorbona, en el mes de mayo de 1882, Ernest Renan pronunció una conferencia con el título ¿Qué es una nación? Para el polígrafo francés, el fundamento último de la nación no era la raza, la lengua, la geografía o la religión, sino los intereses comunes de un pueblo.
«Una nación —decía Renan— es un alma, un principio espiritual. Dos cosas, que a decir verdad, no son más que una, constituyen esta alma. Una está en el pasado, la otra en el presente. La una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido, indivisa».
Como puede verse, Renan hacía referencia al pasado, a un legado de cosas objetivas que serían condición necesaria, pero no suficiente, del concepto de nación. Pero lo que sobre todo acentuaba era un elemento subjetivo: la voluntad de sus integrantes. «La existencia de una nación —decía Renan— es un plebiscito de todos los días, del mismo modo que la existencia del individuo es una perpetua afirmación de vida».
Pero esa voluntad, expresa o tácita, de caminar por la senda del futuro, exigiría, claro está, un estímulo funcional, lo que Ortega postuló como «un proyecto sugestivo de vida en común». Ortega pensaba en lo que la nación tiene de empresa colectiva, por lo tanto, de un proyecto abierto hacia el futuro, de una energía central que estimulara a vivir «como partes de un todo y no como todos aparte». Lo que me interesa subrayar es que la viabilidad de una nación tiene mucho más que ver con el futuro que con el pasado. Ahora bien, por lo mismo que el presente es, a la vez, novedad y rememoración, el porvenir está también, en buena parte, contenido en el pasado.
Como el conductor que va hacia adelante sin dejar de mirar de soslayo el espejo retrovisor, así deben avanzar las sociedades, con la lógica retroprogresiva, buscando nuevas ubicaciones en el escenario de la Historia, pero sin olvidar las enseñanzas adquiridas por circunstancias anteriores. En ese sentido conviene, pues, dejar sentado que, con independencia de su origen, una nación es, sobre todo, un proyecto incitador de voluntades. Los particularismos son siempre un fenómeno reactivo, y el síntoma de que no se vislumbra un futuro lo bastante seductor.
La nacionalidad es la manifestación ideológica del Estado, forjada voluntariamente mediante la educación o el culto de algunos símbolos. La nación es un hecho político producto de la fuerza o del pacto, pero artificial en todo caso. Un resultado, pues, de la voluntad, no de la Providencia.
Es difícil concebir la idea de nación sin remontarse a algunos orígenes más o menos míticos, pero, desde luego, ese componente histórico es poco importante al lado de una voluntad o de un proyecto hacia el futuro. Las naciones las hacen los hombres y solo ellos; la historia es libertad, no destino.
Historia, lengua, geografía incluso, si tuvieran algún fundamento las tesis de Federico Ratzel, son condicionantes objetivos o simbólicos del destino de la formaciones nacionales. Pero, por encima de todo, la nación es una vocación de serlo. Por lo tanto, considero irrelevante a la hora de proyectar nuestro futuro mirar hacia el pasado más atrás de lo conveniente.
La primera identidad nacional de España se produjo, como en Francia o en Gran Bretaña, a lo largo del siglo XVIII. La creación de las Reales Academias marca el comienzo de este proceso. Todavía bajo Carlos m había políticos extranjeros al frente de los designios españoles. No hubo bandera nacional hasta 1843, aunque sí el germen de un sentimiento de comunidad nacional auspiciado por cierto chovinismo que se enfrentó a Esquilache o ensalzó al Goya de majos y manolas o promovió manifestaciones contra Alemania por la ocupación de las islas Carolinas. La integración de mercados, el desarrollo de un sistema educativo común, la fundación del Banco de España y el sistema fiscal unificado tendrán que esperar hasta la segunda mitad del XIX. El control del Estado sobre la sociedad no se refuerza hasta la creación de la Guardia Civil en 1844. También la unificación del Derecho arranca por esas mismas fechas. Sin embargo, el localismo dominó la vida social, económica, cultural y política española hasta bien entrado el siglo xx. En 1910, todavía había más de 4.000 pueblos sin comunicación de un total de 9.266, es decir, la quinta parte de la población estaba aislada.
Pero hemos hecho muchas cosas en poco tiempo. La aceleración de los acontecimientos sociales y técnicos es pasmosa, a veces casi aterradora.
El escenario, pues, ha cambiado y ha cambiado el atrezzo y debería cambiar la obra. ¿Por qué, pues, el necesario destino de vertebrar una comunidad española transregional no acaba de hacerse realidad? ¿Por qué con la boca pequeña o a las claras se sigue cuestionando la pertinencia de construir el orteguiano sugestivo proyecto de vida en común? Las respuestas que en el pasado encontró esa pregunta no sirven ya para el momento presente. Las discrepancias religioso-ideológicas que alumbraron el marbete de «las dos Españas» están amortizadas. Las desigualdades sociales que resultaban potencialmente explosivas se han atemperado bastante. Las galopantes globalizaciones de los procesos económicos, políticos y mediáticos hacen insolventes las autarquías nacionales y, desde luego, altamente peligrosas porque la determinación de la nación a partir de realidades lingüísticas o étnicas teñiría los mapas de incoherencia.
Bien, por más que la nación española tiene una fecha menos antigua que la propia conciencia española, es evidente que proponer un proyecto nacional español es la solución mejor y más justa para los pueblos concretos de sus diversas partes. Especialmente ahora que el mestizaje de las Españas se ha convertido en un dato más relevante de cara al futuro que otros acontecimientos históricos del pasado. Nunca como ahora se han dado las condiciones para que España alcance un alto grado de vertebración y una elevada integración cultural. Las provincias, que fueron la única realidad diferencial durante siglos, son hoy circunstancias administrativas que acogen conciencias intercambiables. Nunca como hoy las condiciones sociales, culturales y económicas resultan tan favorables para consumar un proyecto compartido. Por ello, desde ese escenario objetivo procede construir lo que Tocqueville llamaba un «patriotismo reflexivo», una conciencia inclusiva que permita sentirse español siendo vasco o catalán, aragonés o asturiano, andaluz o gallego.
Mirando hacia el futuro, trataré de explicar por qué la España invertebrada de Ortega ha dejado de ser una realidad. En este fin de siglo, España es un país plenamente europeo, con la novena economía de mercado del mundo en términos de su Producto Interior Bruto, con una tasa de crecimiento económico en las tres últimas décadas solo superada por Japón entre los países de la OCDE. Tras largos años de aislamiento, una nueva España se ha presentado en sociedad como nación democrática, moderna, próspera y estable, capaz de conjurar los demonios de su historia. Repasaré algunos rasgos significativos de las mutaciones recientes.
Los cambios demográficos y sociales
Desde el punto de vista territorial, España es un país eminentemente urbano y con una población crecientemente metropolitana. Tomando el límite de los 5.000 habitantes como definitorio de los núcleos rurales, en 1960 el 71,1% de la población podía considerarse como urbana, mientras que en 1991 la población que vivía en municipios mayores de 5.000 habitantes había pasado a ser el 83,3%. Además, la población que habitaba ciudades de más de 100.000 habitantes era tan solo del 27,8% en 1960, mientras que en 1991 ésa era la condición del 42,4% de los españoles. Pero la población se distribuye muy desigualmente sobre el territorio. Los datos de 1991 vuelven a poner de manifiesto la consabida dicotomía entre la España interior y la España periférica. Resulta contundente la oposición entre una España periférica, más Madrid, que engloba nada menos que al 71% del total de la población y una España interior con apenas el 29%. Pero más significativo es el hecho de que la distribución espacial de la población española se caracteriza por su fuerte concentración en unas determinadas áreas. Las cuatro grandes áreas dinámicas del país -Madrid, Cataluña, País Vasco y Comunidad Valenciana-, con tan solo el 14% del territorio nacional y 11 provincias, albergan nada menos que el 43,22% de los habitantes, mientras que sobre el 86% restante, en 13 comunidades autónomas, residía el 56,7%. Este proceso de concentración se inicia relativamente temprano ya que en 1900 las provincias de Madrid, Barcelona, Vizcaya y Guipúzcoa albergaban al 15% de la población, para en 1950 superar el 20%. Este proceso se agudiza a partir de los años cincuenta como consecuencia de la dinarnización de la economía española, que consolida plenamente un modelo de desarrollo altamente polarizado en unas pocas áreas del país, La consolidación de este modelo ha traído como resultado la pervivencia de profundos desequilibrios demográficos, con cifras tan distantes como los 598 habitantes/km2 de Madrid y los escasos 26 habítantes/km2 de Extremadura. Sin embargo, el descenso desigual de la tasa de natalidad está propiciando una mayor homogeneización entre las distintas regiones. Las regiones que tenían una mayor tasa de natalidad han sufrido el mayor retroceso. Es el caso de Murcia y Canarias, dos Comunidades que tradicionalmente han presentado tasas muy altas dada la estructura joven de su población; pero también el caso, más significativo, de Madrid, País Vasco, Cataluña, Comunidad Valenciana y Baleares, centros dinámicos donde la inmigración rejuveneció una estructura de la población en vías de envejecimiento y que desde 1975 han visto hundirse espectacularmente sus tasas hasta situarse en algunos casos por debajo de la tasa nacional. Por el contrario, los descensos más pequeños aparecen en aquellas regiones que presentaban en 1975 las tasas más bajas de natalidad.
La transformación de la estructura ocupacional es aún más profunda. Los españoles trabajan hoy en actividades muy diferentes a las que eran mayoritarias hace 40 años. Por ello, el perfil social de España es muy semejante al de la media europea, con todo lo que ello comporta como homogeneización de las formas de vida. En 1950, casi la mitad de la población trabajaba en la agricultura; en 1994 la proporción se había reducido al 8,6%.
Paralelamente al descenso de la ruralidad, los trabajadores industriales aumentaron de forma significativa durante la primera fase del despegue económico, pasando del 25% en 1950 al 37% en 1970, para luego decaer hasta el 28% en 1994, como consecuencia de la crisis y de una política de reindustrialización insuficiente durante la década de los ochenta. Pero, como en todas las sociedades desarrolladas, son las actividades de servicios las que han ido empleando a una proporción creciente de la población, aumentando desde un 25% en 1950 al 54% en 1994.
La modernización de la estructura social ha significado, paralelamente, un notable incremento en el grado de aceptación del sistema, es decir, una mayor cohesión social en el consenso básico de la sociedad. Consideremos, como hace Víctor Pérez Díaz (La primacía de la sociedad civil) el caso de las actitudes morales de los trabajadores en relación a la economía de mercado, las empresas y los sindicatos. En España, como en la Europa de posguerra, los obreros rechazaron la versión extremadamente negativa del capitalismo que articuló la tradición marxista; y, sobre todo, así lo demostraron en su conducta. A escala microsocial, los trabajadores aceptaron la empresa, del mismo modo que habían aceptado la economía de mercado, lo cual es un indicio claro de cohesión.
Al tiempo que se producía un vuelco en la estructura social y se consolidaba el consenso básico, el modelo demográfico español ha pasado de un perfil de sociedad semi-tradicional a una población estabilizada y madura que se diferencia aún de sus vecinos europeos por su mayor proporción de jóvenes (que, sin embargo, se reduce de forma cada vez más intensa), teniendo en cuenta la fecha más tardía en la que España adoptó un comportamiento restrictivo en términos de natalidad. Junto al descenso de las tasas de mortalidad típico de las sociedades desarrolladas, la demografía española de los últimos años se caracteriza por otros rasgos directamente relacionados: el descenso de la fecundidad y natalidad y el descenso del crecimiento natural de la población.
Por ese reciente, aunque brusco, cambio de las tendencias demográficas, la población española aún sigue siendo relativamente joven. Las consecuencias del desplome de la natalidad en España empezarán a sentirse sobre todo hacia finales de la primera década del siglo XXI. Pero ese escenario cargado de potencialidades negativas no es ineluctable. España, por tener una pirámide de edades más equilibrada que la de la mayoría de los países de la UE, dispone aún de cierto periodo de tiempo hasta llegar a situaciones críticas en la reproducción de las clases de edad más jóvenes y podría aún cambiar de nuevo la tendencia, evolucionando hacia tasas de fecundidad y natalidad más altas. En efecto, el descenso de la natalidad puede ser una tendencia reversible en las sociedades desarrolladas. Las pautas recientes de las sociedades escandinavas prueban esta posibilidad de la que también nosotros empezamos a tener indicios.
Bien, no es preciso ser muy perspicaz para concluir de estos datos que acabo de repasar que el referente de España que Ortega tenía in mente cuando en 1921 dio a la imprenta su España invertebrada, poco tiene que ver con la España de la que hoy disfrutamos, cuyo dato más relevante podría ser éste: nuestro Producto Interior Bruto (Pm) se ha multiplicado en términos reales cuatro veces desde 1960. Pero, por sí mismo, este registro apenas dice algo en términos de vertebración del país. De un país, por otra parte, de una variedad cultural tal, que es capaz de abarcar desde manifestaciones celtas en Galicia hasta afinidades caribeñas en las islas Canarias. Para medir el grado de vertebración, es decir, de articulación y, por lo tanto, de armonía funcional, debemos considerar tanto los desequilibrios territoriales como las desigualdades sociales. Y a ello dedicaré las próximas líneas.
Desequilibrios territoriales y desigualdades sociales
La concentración desigual del poder del Estado y de los centros industriales y financieros a lo largo de nuestra historia produjo desde finales del XIX el predominio económico de Madrid, Cataluña y el País Vasco sobre las otras regiones españolas, mientras que Andalucía y Extremadura, dominadas por el latifundio, y Galicia, castigada por el minifundio, se constituían en la periferia española. Tal desequilibrio tuvo como efecto principal grandes movimientos migratorios desde las zonas rurales hacia los centros urbano-industriales y desde las regiones más pobres hacia las más ricas. Como consecuencia de dicho proceso de igualación relativa de las condiciones de vida de la población residente en cada región (mediante el traslado de los más pobres de las regiones pobres a las regiones ricas), la desigualdad entre las regiones españolas en los años ochenta no es mucho mayor que la de otros países europeos.
En este proceso de igualación han desempeñado un papel esencial los efectos redistributivos del sistema de financiación autonómica.
La financiación de las Administraciones autónomas tiene lugar por tres vías: las transferencias presupuestarias, el Fondo de Compensación Interterritorial y los fondos comunitarios procedentes de la UE. El Fondo de Compensación Interterritorial, establecido en aplicación del principio constitucional de solidaridad interregional, ha desempeñado un papel notable en la redistribución de recursos, en la medida en que son las Comunidades de menor desarrollo relativo las que han recibido mayor financiación por habitante. Por Ley de 23 de diciembre de 1985, se puso en práctica una nueva política de incentivos regionales que se inició en la práctica a finales de 1988. Los resultados obtenidos hasta el momento parecen indicar que estas medidas pueden tener efectos positivos en las regiones más deprimidas, ya que son las que están recibiendo proyectos más incentivados.
Para financiar las políticas estructurales, la Unión Europea cuenta con tres grandes fondos: el Fondo Europeo de Orientación y Garantía Agrícola (FEOGA), el Fondo Social Europeo (FSE) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).
Pues bien, con independencia de los frutos que hasta la fecha hayan dado estas estrategias de corrección de desequilibrios territoriales, la entrada en vigor del Acta Única y la previsible duplicación de estos fondos estructurales nos autorizan a ser optimistas sobre un futuro a medio plazo.
Por otro lado, la investigación demuestra que los sistemas de financiación autonómica tienen un efecto positivo sobre la redistribución regional de la renta. Por tanto, el Estado de las Autonomías es un factor de reequilibrio territorial y de disminución de la desigualdad entre las regiones. Ello no implica automáticamente, sin embargo, una disminución de la desigualdad social para los ciudadanos, lo que hace plantear la necesidad de distinguir entre los objetivos de la política regional y los esfuerzos para paliar las desigualdades sociales.
España se ha caracterizado históricamente por un alto grado de desigualdad social, en comparación con los países de su entorno. Esa realidad ha estado en la base de las tensiones que han convulsionado la sociedad. Pero es preciso recordar que la desigualdad social es un rasgo permanente de toda estructura social históricamente conocida.
Ahora bien, la tendencia a una mayor desigualdad social no es equivalente por sí misma a un incremento de la pobreza en el país o a la aparición de una sociedad dual, como a veces se argumenta. En teoría al menos, en un país se puede producir un aumento de la desigualdad y al mismo tiempo una mejora de la situación de la mayoría de sus ciudadanos. Solo hay dualidad en estricto sentido y, por lo tanto, riesgo de desvertebración, cuando los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres en términos absolutos y no solo relativos. Ese no es, afortunadamente, el caso de España. Sin embargo, la rapidez del crecimiento económico, del cambio estructural del sistema productivo, de los valores culturales y de las instituciones democráticas no ha sido acompañada (por falta de recursos suficientes y por las constricciones de la política económica, que ha dado prioridad a la lucha contra la inflación y al equipamiento productivo) de una generación de mecanismos económicos e institucionales suficientes para la plena inserción de la población. No es ésta la ocasión de detenerme en el riesgo de desvertebración que para las sociedades supone el fenómeno de la exclusión o de la marginación, pero sí quiero apuntar un par de riesgos emergentes en el escenario de las sociedades desarrolladas que empiezan a manifestarse también en España y que explican, de paso, el papel de los nacionalismos en el seno de Estados consolidados.
Sin perjuicio de la permanencia de ciertas constantes históricas, el nacionalismo sufre una transformación notable en sus objetivos y justificaciones con el paso del xrx al xx. Dellegitimismo organicista y antiliberal evoluciona hacia una forma de hacer política, es decir, hacia un uso astuto de la conciencia de singularidad con el objetivo de obtener poder político en algunos territorios. Los irredentismos casticistas ceden en favor de fenómenos apegados a la lucha por el poder. El aroma inconfundible de la patria chica, de la «nación cultural», lo descubren los poetas y lo explotan los políticos en beneficio de grupos sociales que se sirven del propio campanario más como medios que como fines de sus actuaciones.
Lo malo es que la explotación política de estos hechos diferenciales convive con particularismos de nuevo cuño que coadyuvan a la desvertebración social. Me refiero a los fenómenos del comunitarismo y del victimismo. A ambos les dedicaré un par de líneas porque los considero un episodio de alto riesgo para la autoridad del Estado y para su capacidad de redistribución de los recursos, conditio sine qua non de la paz social.
Edward Luttwak, especialista en estrategia y consejero del Pentágono, ha bautizado con el nombre de «comunitarismo» a un conjunto de impulsos localistas y ecologistas. Son dos fuerzas distintas puesto que la una nace de la defensa de las ventajas, privilegios o calidad de un solo lugar (por ejemplo, el movimiento norteamericano de los nimby —acrónimo que resume la expresión «not in my back yanf’, es decir, «Hacedlo donde queráis, pero no en mi patio trasero»— y la otra se propone objetivos planetarios (salvar las pluviselvas brasileñas, defender la atmósfera de la Tierra). Pero, en sus manifestaciones más radicales, localismo y ecologismo están destinados a unirse porque los localistas tienen necesidad de una bandera ecológica que prohíba todo aquello que consideren indeseable en su propia casa, y los ecologistas deben dedicar sus reivindicaciones, una por una, a un territorio. La convergencia de estas dos fuerzas plantea un reto muy duro. Propone como modelo el presente, que debe congelarse, igual que una imagen en la moviola, a costa de desposeer, no a la generación que vendrá después, sino a la que ahora tiene el poder democrático.
El motor, la reserva energética y la estructuración de la mentalidad de estos colectivos encuentran su combustible en una impostura que Pascal Bruckner llama «victimización». Se trata, dice Bruckner, de «esa tendencia del ciudadano mimado del paraíso capitalista a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema». Los comunitaristas, los localistas, estos nuevos particularistas, una vez travestidos de víctimas, consagran la paradoja del individuo contemporáneo pendiente hasta la náusea de su independencia pero que al mismo tiempo reclama cuidados y asistencia. Los antiguos conflictos de la modernidad giraban sobre todo en tomo a la inclusión de los que hasta ese momento habían quedado excluidos, se tratara del derecho de sufragio, al principio, o de los sistemas de protección social, después. Los nuevos movimientos sociales abogan en no pocos casos por una nueva exclusión. Dice Bruckner que «la victimización es la versión fraudulenta del privilegio ( … ) el derecho como protección de los débiles desaparece tras el derecho como promoción de los hábiles». En las sociedades opulentas, el lugar de la innovación y del cambio lo ha tomado al asalto el oportunismo que sabe sacar ventaja del síndrome burocrático que afecta al Estado. El progreso ya no consiste en avanzar, sino en protegerse de las contingencias del sistema. La democracia reivindica la integración y la cooperación, el horno homini socius, pero estos colectivos actualizan desde la sociedad civil el diagnóstico hobbessiano de que el hombre es un lobo para el hombre. Cuando los intereses particulares se imponen a la voluntad general, cuando frente a las partes de un todo se propone el todos aparte, se gripa el libre juego de las instituciones democráticas y se desvertebra la sociedad. Si fuera cierto el vislumbre de Albert Hirschmann sobre la alternancia de periodos solidarios y egoístas habría que constatar que el que nos está tocando vivir es egoísta y, por lo tanto, disgregador.
Afortunadamente, los fenómenos que he tratado de describir son en España solo incipientes y aún no se manifiestan con la agresividad irascible con que se manifiestan en otros lugares como Estados Unidos, Canadá o Francia. Pero quede ahí la constancia de una nueva amenaza a la vertebración de España. Un particularismo corporatista que sería por sí mismo peligroso, pero mucho más si se uniera a nuestras dificultades en la definitiva vertebración territorial del Estado, asunto al que dedicaré unas breves consideraciones.
Hacia una definitiva vertebración territorial
Desde 1940 hasta 1975 se regionaliza España desde el punto de vista eclesiástico, militar, agronómico, ferroviario, forestal, fiscal, hidrológico, judicial, laboral, marítimo, minero, notarial, postal, universitario, etc., y siempre con criterios distintos entre sí. Esa caprichosa casualidad se acaba con la Constitución del 78, que establece los criterios a los que se debe ajustar el nuevo mapa territorial. Para ello parte en su artículo 2° de fundamentar la propia Constitución en «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», reconociendo y garantizando «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Se establece con ese artículo un modelo de Estado distinto del Estado integral propuesto en la Constitución de la 11 República, en el que la autonomía va a ser la regla. Un modelo de Estado que no es identificable con ninguno de los modelos de Estado contemplados por la doctrina jurídica: unitario, regional y federal, y sobre cuyo significado, alcance y contenido no estaban, ni están aún de acuerdo, científicos y políticos, pues mientras para unos se aproxima más a un Estado federal, para otros está más cerca del modelo regional italiano. Por ello ha sido calificado de modelo semifederal, semirregionalizado, semicentralizado. La Constitución del 78 quiso dar respuesta a lo que Azaña había llamado «enfermedad crónica» del pueblo español, su problema regional. Quiso integrar tres realidades diferentes igualmente relevantes: España, o sea, la idea de nación española; las nacionalidades, es decir, los territorios que perciben su pasado y su cultura como elementos de una identidad genuina y diferenciada; y las regiones, partes singulares de España, pero no diferenciadas de la nacionalidad española. Sin duda, tal pretensión era saludable y, también sin duda, los legisladores hicieron bien su trabajo, tan complejo por otra parte. Cierto es, sin embargo, que algunos constitucionalistas eminentes como el añorado Tomás y Valiente observaron algunos defectos técnicos, tales como el «carácter inacabado», «indefinidamente abierto» del modelo por un exceso de prudencia del legislador, que habría preferido que fueran la experiencia y el transcurso del tiempo los elementos que aquilataran la perfección del nuevo tipo de Estado y propiciaran el definitivo «cierre autonómico». Pero esa voluntaria ambivalencia de la Constitución no es ni desidia, ni capricho, sino un intento razonable de adaptar el modelo a la realidad. Saludable cautela porque hay una ley histórica, casi física, no enunciada que postula que la realidad acaba imponiéndose a cualquier tipo de prótesis que no convenga a su anatomía.
Naturalmente, la Constitución vigente funda su legitimidad en la legitimidad democrática del proceso constituyente. Ésa es su legitimidad y no la historia o la tradición. Pero esa Constitución tuvo en cuenta la historia de España, la plural estructura política de España y se adecuó a ella en la organización territorial del poder. Siendo eso así, ocurriendo que la Constitución democráticamente legitimada y legitimadora ha reflejado mejor que ninguna otra desde la de Cádiz hasta la de 1931 la peculiar estructura política de España a través de su historia, ¿por qué hay síntomas evidentes de debilitamiento de la conciencia nacional? No es fácil encontrar topónimos cuya continuidad histórica respecto a una población estén más claros. Ni Francia se llama Galia, ni Alemania Germanía, ni Suiza Helvetia… pero Hispania es esencialmente España. Y, sin embargo, es muy difícil encontrar en otros ámbitos geográficos ciudadanos que se hayan planteado tantas veces el problema de su identidad histórica, racial, religiosa, política, etc. El problema llega hasta nuestros días y, puesto que no se reflexiona sobre lo evidente, sino sobre lo problemático, habría que aceptar la complicación del empeño de construirnos en tanto que nación. Pero esto, más que una invitación a seguir mareando la perdiz de la historia y de las esencias, es una invitación a mirar las cosas de otra manera, porque ni una nación ni un Estado son instituciones divinas ni naturales, sino meros artificios ingeniados por los hombres como sistemas de seguridad para propiciar la convivencia y exorcizar los miedos. Están al servicio de los hombres y no al revés y, por lo tanto, son mutables, históricas.
Acerca de los inconvenientes de la inmovilidad y con un catálogo de jardinero en mano, refutó Gide a un Maurice Barres que hacía en Los desarraigados un elogio de la inmovilidad. André Gide pudo sostener que cuantas más veces es trasplantado el álamo en su juventud, más seguro es su vigor futuro. Esto no solo vale para los álamos, sino que es especialmente cierto en el reino de las ideas, la cultura y las instituciones. Por otra parte, Payne, en el capítulo II de Los derechos del Hombre, afirmaba que no se recordaría una sola de las antiguas formas de gobierno, pero que las Revoluciones Francesa y Americana se recordarían siempre por haber comenzado con equidad, es decir, por haber convertido un sistema de seguridad tiránico en un sistema de seguridad correcto.
Pues bien, con esas dos vocaciones, con la de suponer un nuevo trasplante y aspirar a ser un sistema de seguridad correcto, ha nacido la Constitución española. Sin ignorar el pasado común que hizo posible el pacto entre representantes de todas las regiones y naciones de España y apelando a la conocida fórmula de Renan de que la nación es «un plebiscito de todos los días», deberíamos proyectar el futuro. Así funciona el nacionalismo de los Estados Unidos; los norteamericanos no saben con rigor de dónde proceden, pero saben muy bien cuándo han comenzado. Esa necesidad de empezar de nuevo está asistida por la posibilidad material de hacerlo. «Y no se diga que es demasiado tarde para intentarlo, las naciones no envejecen de la misma manera que los hombres. Cada generación que nace en su seno es como un pueblo nuevo que se ofrece al legislador». Estas palabras que acabo de citar las escribió Tocqueville en La democracia en América. El mismo Tocqueville reiteró su admiración por la forma en que en los Estados Unidos se vivía sin conflicto la vinculación afectiva al Estado federado donde cada ciudadano nace y vive y el sentimiento de «patriotismo reflexivo» en relación con la Unión. Pues bien: esa realidad dual e inclusiva es trasladable a nuestro país y sin duda es el íntimo designio de nuestra Constitución. Pero la conciencia de los pueblos, la imagen que se forman de su propio pasado y de su porvenir, la intrahistoria, la sociología, el imaginario simbólico, tiene tanto que ver con leyes y decretos como con el ejemplo y el impulso de sus líderes. Bien está la Constitución, pero no basta la Constitución para hacer realidad lo que postula. Las dificultades que hoy todavía sigue encontrando España para constituirse con alguna estabilidad en «nación de nacionalidades y regiones», en supranación, si se quiere, en Estado multinacional, tienen mucho que ver con la desoladora ausencia de objetivo de cuantos interpretan la Constitución desde la conveniencia del momento.
Pero quiero dejar claro que mi insistencia en la necesidad de desnudar de sacralidad al pasado no exige la desafección absoluta. Al contrario, sé que el sentimiento de pertenencia es socialmente cohesivo y psicológicamente benéfico. Efectivamente, no hay democracia sin conciencia de pertenencia a una colectividad política, a una nación en la mayoría de los casos, pero también a una región o incluso a un conjunto federal, tal como aquél hacia el que parece avanzar la Unión Europea. Los seres humanos experimentan un profundo malestar —la anomía, como lo llamaba Durkheim— ante la ausencia de normas y de reglas que los vinculen a los otros y este malestar lo atenúa o lo corrige la pertenencia a una comunidad. Por eso, la democracia liberal que se perfila como el producto final de una civilización, como le gusta postular a Francis Fukuyama, no puede ser enteramente «moderna». Dicho de otra manera —y cito aquí palabras del propio Fukuyama— «para que las instituciones de la democracia y del capitalismo funcionen correctamente, deben acompañarse de ciertos hábitos culturales premodernos que aseguran su buena marcha. El derecho, el contrato y la racionalidad económica son una base necesaria, pero no suficiente, tanto para la estabilidad como para la prosperidad de las sociedades postindustriales; deben estar impregnados de reciprocidad, de obligación moral, del sentido del deber hacia la comunidad, y de confianza, actitudes éstas que descansan más en la costumbre que en el cálculo racional.» Lejos, pues, de ser un anacronismo el sentido de comunidad, de pertenencia, es una conditio sine qua non de una sociedad moderna.
El individuo solo se eleva a la conciencia real manifestándose como miembro de una comunidad. El arraigo es necesario, pero es un punto de partida, no una meta. El nacionalismo es malo cuando agrede, cuando amenaza, cuando se expresa como afección delincuente.
Los «hechos diferenciales» pueden tener su sentido y hacer su juego en la sociedad industrial ensoberbecida por la razón instrumental y el economicismo. Los caminos futuros de la democracia habrá que trazarlos sobre las coordenadas de un hombre escindido en una confrontación dual: la identitaria de las naciones y la integradora del universalismo. Han de cumplir la llamada de Ortega: la superación no debe olvidar el «detalle» de que las conciencias nacionales existen. La libertad de los modernos es una libertad que no tendría efectos si no produjese sociedades diversificadas, múltiples, atravesadas por relaciones, conflictos, compromisos o consensos. Sociedades, pues, como la española que, a las doce menos cinco del siglo XXI tiene que resolver un problema del siglo XIX: la tensión entre los anhelos de igualdad de todos los territorios y la vocación por resaltar lo diverso de otros. Sin duda, es un rasgo perturbador de nuestra vida política.
El futuro es un largo camino, y muy probablemente no le faltaba razón a Sir Winston Churchill cuando lo percibía como «ese secreto rodeado de misterios con un enigma dentro», pero desde luego, sea lo que sea lo que nos espere, tendrá mucho que ver con nuestras decisiones y con nuestras actitudes. El hecho es que nuestro presente no es ya, ni mucho menos, un escenario de «desaliento, de amargura y de aspereza», que era como tipificaba Giner de los Ríos la circunstancia española que le tocó vivir. Tampoco es el «pantano de agua estancada» del que pudo hablar Unamuno. De una España caracterizada por el estancamiento agrario, el fracaso industrial, la debilidad de la burguesía, la ausencia de clase media, la ineficiencia del Estado como creador de la nación, hemos pasado a una España, con sus más y sus menos, homologable a los países más prósperos del mundo. Hemos dado, con bastante fortuna y algunos traspiés, los primeros pasos de un nuevo comienzo. La historia de las sociedades ha sido siempre una multiplicidad de comienzos, consumaciones y malogros, una pluralidad de culturas que florecieron y se marchitaron, de imperios que se fundaron y se arruinaron. Nosotros ya no podemos creer que la Historia camine inevitablemente hacia estadios superiores. La concepción racionalista de la Historia como un proceso o estructura que se desarrolla hacia un destino ha quedado sobradamente desautorizada por la realidad de las cosas. Todo lo que se ha logrado se puede perder. Pero podemos evitarlo porque sabemos, también, que toda política sigue siendo la elección de lo preferible frente a lo temerario y que no hay más que un medio de progresar, y es la profundización en los grandes valores de la democracia, de la razón, de la educación, de la responsabilidad, de la prudencia y del buen sentido.