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Con las mayorías en un régimen parlamentario ocurre como con las bayonetas, de las que se cuenta que Napoleón solía decir que con ellas se podía hacer todo. Una vez se lo oyó su astuto, más bien desleal y nada escrupuloso, ministro Talleyrand y le repuso: «Todo, señor, menos sentarse en ellas». Napoleón murió en 1821, desterrado y cautivo en la isla británica de Santa Elena en medio del Atlántico, a los 52 años, siete después de haber perdido su efímero Imperio. Talleyrand le sobrevivió hasta cumplir los ochenta y cuatro, tras dos regímenes más de dinastías distintas, casi siempre en el gobierno, y habiendo negociado y suscrito finalmente el año 1834, y en nombre del «Rey de los franceses», la Cuádruple Alianza de su país con las tres principales potencias europeas que habían vencido y hecho prisionero a Bonaparte. La historia demostró que Talleyrand sabía más de estas cosas ordinarias de la política que el que fue su «jefe».

Algo semejante a lo de las bayonetas se podría decir que ocurre actualmente con el ministerio de Madrid y la mayoría que lo apoya en el Congreso de los diputados. Los escaños de los socialistas, minoría mayoritaria, no bastan para que el gobierno se encuentre cómodamente asentado. Son precisos los de sus satélites de Izquierda Unida y los de unos aliados coyunturales, tan de izquierda o más que ellos, pero cuyos intereses políticos están ideológica y territorialmente limitados a una parte sólo de la nación y a los que no les importa nada o casi nada lo demás.

Con una situación parlamentaria tan ajustada como la española de ahora, se pueden gestionar desde el gobierno los asuntos de «ordinaria administración», y es legítimo y obligado que los ministros lo hagan. Pero es temerario que, sin un mínimo de acuerdo con el principal partido de la oposición, el gobierno se enfrente con asuntos capitales como la estructura del Estado y las grandes cuestiones que afectan a la vida corriente y familiar de una gran parte de la población y a los intereses permanentes de España en el espacio y en el tiempo, determinados o condicionados por la geografía y por la historia, que no son cosa de una legislatura de cuatro años ni de una generación.

Entre los primeros problemas nacionales está la paz ciudadana, amenazada por el riesgo de un terrorismo políticamente organizado que no deja de contar con la asistencia o la simpatía de los que en el País Vasco se llaman «abertzales» y forman un partido ilegal, con el que el gobierno y los suyos hablan y negocian. Casi al mismo nivel se halla todo lo que se refiere a la inmigración, que es preciso ordenar en el interior de España y negociar con una ágil y eficaz acción diplomática y social en el exterior.

Respecto de la estructura del Estado, por no llegar a un acuerdo con los populares, el gobierno y su partido han tenido que apoyar y defender un Estatuto de Cataluña, claramente inconstitucional, que ni estaba en sus programas ni ha sido finalmente aprobado por los «independentistas» que lo habían promovido y cuya asistencia parlamentaria necesitan los socialistas para ganar las votaciones en el Congreso. El efecto «contagio» se ha extendido por las otras comunidades, que en sus proyectos de reforma estatutaria quieren parecerse lo más posible a Cataluña y llegan a abusar de términos como nacionalidad o nación para definirse, sin reparar en que entonces los «nacionalistas históricos» de Cataluña y Euskadi, que mandan a las Cortes Generales diputados y senadores de sus partidos, empezarán a plantearse no se sabe qué lenguaje nuevo para distinguirse de esos imitadores.

En determinadas ocasiones desde el gobierno se promueven leyes que sus «fellowtravellers» apoyan, unos por razones ideológicas y otros sin fijarse mucho para que se vea que ellos también son progresistas, y a las que los populares tienen que oponerse por respeto a la libertad, a la cultura y a la historia. Son las que directa o indirectamente constituyen .ataques a la familia y a los valores familiares, a la educación y a la iglesia, e incluso, en general, a las confesiones cristianas. Quizá la más llamativa y reciente de todas ellas es la que quiere adoctrinar en el relativismo y en un obligatorio laicismo total a las nuevas generaciones, vulnerando derechos de padres y escolares y la libertad de las familias con un engendro al que se ha titulado con la pomposa denominación de «Educación para la ciudadanía».[[wysiwyg_imageupload:1136:height=150,width=200]]

Es seguro que todos estos y otros daños a la convivencia se hubieran podido evitar aplicando correctamente la Constitución en esas secciones que los juristas llaman dogmáticas, en que se enuncian los derechos y las libertades de los españoles y la igualdad entre ellos. Existe el precedente de que en el primer cuarto de siglo de vigencia de la Constitución del 78, con o sin mayorías absolutas, ocupando el poder las distintas sensibilidades políticas que se pueden cifrar en los nombres de Suárez, Calvo Sotelo, González y Aznar, eso no había ocurrido nunca. Y nuestro país tenía un Parlamento vivo, e incluso peleón, y una libertad ciudadana igual a la de las otras democracias de nuestro entorno geográfico e histórico no sólo de Europa sino del resto de las naciones desarrolladas y libres del mundo.

En esos veinticinco años España se integró política, moral y militarmente en el mundo occidental, con la presencia en la OTAN y la integración en la Comunidad europea, más los convenios particulares de carácter militar con los Estados Unidos. Parece evidente que en el trienio socialista de ahora se han enfriado, o incluso se han quebrado, esas relaciones, sin haber sido sustituidas más que por unas declaraciones verbales y «buenistas» acerca de una «alianza de civilizaciones» que nadie sabe en qué consiste ni con qué socios uniría, si algún día se realizara, al Estado español. También para volver a acusar la presencia nacional en esas organizaciones de las que España forma parte sería adecuado recuperar la práctica de que gobierno y oposición estén unidos en lo fundamental para promover y fomentar las relaciones internacionales del Estado.

Aún queda en principio un año de legislatura. La gran manifestación de Madrid del sábado diez de marzo, aniversario del mayor atentado de la historia de Europa, ha estado seguida de la inauguración por los Reyes, del monumento conmemorativo de la más triste jornada de los últimos casi cuarenta años de la historia de España, las «torres gemelas» de Madrid.

En un sistema político democrático como el de España el poder reside en las Cortes Generales y, con la aprobación del Congreso de los Diputados, en el presidente del gobierno y su gabinete. En el Parlamento los votos se cuentan aritméticamente uno por uno. Pero políticamente no es así, y los grupos parlamentarios no son todos iguales: unos representan varios miles de electores y otros unos cuantos millones. Hay acuerdos y nombramientos que exigen dos tercios de los votos de cada una de las Cámaras, para otros es suficiente la mayoría absoluta o simple.

Eso es lo que dice la Constitución pero todo el mundo sabe y la experiencia demuestra que en las grandes cuestiones de Estado, para que España esté y se sienta formal y duraderamente comprometida es necesario que lo esté esa casi inmensa mayoría del Parlamento que forman juntos el partido que gobierna y el que en la próxima oportunidad electoral puede sustituirle y que, juntos, representan casi las tres cuartas partes de los votantes del país.

Fundador de Nueva Revista