Habría que preguntarse por qué las mujeres siempre están de actualidad. No solo aparecen como «tema» de forma cíclica en los medios de comunicación, sino que ya son objeto específico de estudio de casi todas las disciplinas; desde la filosofía hasta la sociología, pasando por la historia, la literatura y tantas otras, casi todas las materias admiten un enfoque femenino. Con todo, y a pesar de los avances, la mujer y los problemas a los que día tras día ha de enfrentarse corren el riesgo de convertirse en un asunto «intemporal», caído en el saco roto de asuntos que precisan soluciones difíciles de encontrar.
No escribiré aquí acerca de la desigualdad, ni de la discriminación que sufre la mujer en el acceso al trabajo; ni de las diferentes condiciones laborales (la proporción de empleos precarios y trabajos parciales es mayor en la población femenina que en la masculina) y salariales (su retribución suele ser en muchos casos al menos un 20% inferior a la que reciben los hombres en puestos similares); ni de la dificultad para situarse en puestos de responsabilidad (no quiero decir con ello que sea preciso defender las llamadas políticas de cuotas -casi siempre discriminatorias- o que, desde el punto de vista de la representación política, deban establecerse medidas para llegar a lo que se ha dado en llamar «democracia paritaria»); ni de la mayor tasa de desempleo entre las mujeres (en especial, en el sector agrícola, donde la trayectoria del paro femenino sigue una línea ascendente); ni de que la mujer continúa asumiendo casi en exclusiva y sin el reconocimiento debido el trabajo doméstico; ni de la terrible feminización de la pobreza a un nivel mundial: hoy la pobreza se escribe en femenino plural porque, entre otras cosas, las mujeres (casadas, solteras, viudas…) son en mayor proporción que los hombres las cabezas de familias monoparentales en todos los países del mundo. No debe olvidarse el dato de que el 80% de la producción del mal llamado Tercer Mundo es generada, precisamente, por las mujeres.
Todo esto es cierto, pero se equivocan quienes quieran intuir en estas líneas los cantos de sirena de ese viejo feminismo que ha arriado velas. En muchos de los terrenos mencionados se ha avanzado notablemente en los últimos años. Ya nadie duda del importante papel de la mujer en la sociedad; ella se ha convertido en tema prioritario de las agendas de aquellos que tienen poder de decisión, no solo en el ámbito público sino en el privado; empezando por el ordenamiento jurídico (nuestro país es un buen ejemplo), se han puesto en marcha políticas de igualdad (no confundir con igualitarismo), se han establecido planes para garantizar la plena igualdad de oportunidades y se han firmado tratados internacionales de distinta importancia que pretenden combatir la discriminación por razón de sexo. Si en el período que va de 1980 a 1985 las mujeres representaban menos del 30% de la población activa, en 1993 se alcanzaba la cifra del 34% que, aunque modesta, muestra la evolución ascendente de la incorporación de la mujer a la vida profesional. Las mujeres, en fin, han colaborado de forma eficaz en el impulso de tres pilares fundamentales de la civilización actual: la igualdad,el desarrollo y la paz, como bien explica Shirley Williams en la entrevista que publica NUEVA REVISTA en este número (respecto a la paz, Ghandi llegó a afirmar: «Si la no violencia es la ley de nuestro ser, el futuro pertenece a la mujer (…). Puede oponerse a la guerra de una manera infinitamente más eficaz que el varón»).
Deliberadamente he omitido hasta ahora el espinoso asunto de la maternidad, probablemente el principal problema de muchas mujeres. Cada vez está más desfasada la interpretación de la maternidad como función social que pusieron en circulación las feministas radicales de los setenta. La maternidad como aspecto determinante en la realización de la mujer ha sido reclamada por feministas como Betty Friedam, que si en La ilusión femenina (1963) calificaba el hogar y el cuidado de los hijos como «confortable campo de concentración», en su libro posterior, La segunda etapa, detectaba la necesidad de incorporar la maternidad al discurso feminista. ¿Significa esto que la mujer deba entonces resignarse a ocupar el papel de ama de casa (tan digno como cualquier otro, siempre que se realice con plena libertad y sin frustraciones de ningún tipo)? Rotundamente, no.
La prestigiosa intelectual Antonietta Macciochi ha definido la maternidad como una realización femenina en compañía del hombre y, en efecto, es esto precisamente lo que debe ser. Pero, en la actualidad, las mujeres se ven muchas veces sometidas a la disyuntiva de elegir entre tener hijos o desarrollar una carrera profesional. La maternidad no compartida obliga a la mujer a frecuentes interrupciones que dificultan su promoción en el trabajo. Esto lleva a muchas mujeres a pensar que no resulta compatible compaginar satisfactoriamente las facetas de madre y profesional; en resumidas cuentas, a creer que no se puede estar al 100% con los hijos y, al mismo tiempo, en el trabajo. Ante este problema, algunas mujeres optan por retardar la maternidad o incluso excluirla de sus planes. La mayoría, sin embargo, antes o después decide tener hijos y no son pocas las que entonces deciden dejar sus trabajos. Todo esto plantea un problema: muchas de estas mujeres que optan por dejar a un lado su carrera profesional poseen una preparación y una necesidad de desarrollarse en el trabajo tan grande como la de sus parejas. Aunque libremente renuncien a un aspecto de su vida que para ellas resulta especialmente importante.
La solución no es fácil, pero en cualquier caso pasa por un cambio amplio de mentalidad. Como observará el lecto, apenas he mencionado la figura del padre. Y por una razón; cuando se plantean en escena estas situaciones, la figura que está ausente es precisamente la del padre. Si alguien ha de quedarse en casa a cuidar de los niños, la propia mujer da por descontado que ésa ha de ser ella. No propongo lo contrario, pero sí que se echa en falta que este tipo de asuntos preocupen con más frecuencia a los hombres y no solo a las mujeres. De modo incomprensible, los primeros no han comprendido todavía que a la maternidad le corresponde de forma recíproca la paternidad, que no significa solamente asegurar el sustento. Y paternidad significa hacer tan presente la figura del padre como lo está la de la madre, respetando las diferencias de cada cual.
Las campañas institucionales para sensibilizar a la opinión pública pueden ser más o menos efectivas, pero el verdadero avance no se conseguirá hasta que se produzca un auténtico cambio de mentalidad (que quizá ya esté empezando, pues muchos padres observan que sus hijas de hoy son las mujeres de mañana) que más tarde se traduzca en disposiciones legislativas concretas. Para eso hace falta tiempo, pero si no se comienza, no tendrá lugar nunca. Y, ¿por dónde empezar? Por una educación que entienda bien algo tan simple como que la maternidad es cosa de dos.