A los seis lustros de la Constitución, quizá no sea inoportuno recordar un episodio de hace más de sesenta años que, a pesar del tiempo transcurrido, tiene mucho que ver con el presente y también con el futuro de España. Me remonto a 1945 y a un importante documento histórico de don Juan de Borbón, conde de Barcelona, hijo y heredero de Alfonso XIII, y padre del Rey Juan Carlos: el llamado «Manifiesto deLausanne» de 19 de marzo de ese año.
Los españoles —que no nos movíamos entonces muy activamente en la política— no nos enteramos hasta unos días después, y nos enteramos mal. La censura impidió que el «Manifiesto» se diera a conocer en España y los «servicios» hicieron todo lo que estuvo en su mano para evitar que circulara reservada o clandestinamente. A los pocos días, dentro de ese mismo mes de marzo, se desató en los medios informativos oficiales una campaña de descalificación de la persona del conde de Barcelona.
Yo tenía veintiún años. Había terminado en el junio anterior la licenciatura de Filología Clásica, y llevaba ya a mis espaldas más de un año en el Ejército, con un servicio militar que resultaría larguísimo—¡treinta y cuatro meses!— a causa de las movilizaciones de distintos reemplazos que se habían decretado por los posibles problemas que acarrearía para España el inminente final de la guerra mundial. Concretamente, en ese mes de marzo, estaba en el campamento de Colmenar Viejo como instructor de los reclutas de la recién incorporada quinta de 1945, la de los nacidos en 1924, un año después que yo mismo.
Tardé bastante tiempo en saber algo del documento de Lausanne y en tener ocasión de leerlo. No es un texto muy extenso. Son poco más de mil palabras, bien ordenadas en un castellano cuidado y expresivo.
En sus primeros párrafos, don Juan declara que ante la situación de España y del mundo, como depositario y administrador del patrimonio histórico y político que es para España la Corona, se sentía obligado a ofrecer a su patria lo que podría ser una Monarquía nacional y moderna en aquellos momentos tan difíciles del inminente final de la guerra mundial.
Seguidamente, tras un sumario examen de la situación de España y de Europa y de lo que ocurriría en el orden internacional con la victoria de los aliados, don Juan ofrece a sus compatriotas un bien construido y sucinto esquema de lo que representaría para la nación una Monarquía moderna como la que era capaz de encarnar la dinastía histórica de la que en esos momentos él era el titular.
«Puede ser —dice don Juan— instrumento de paz y de concordia para reconciliar a los españoles, obtener respeto en el exterior mediante un efectivo estado de derecho y realizar una armoniosa síntesis del orden y de la libertad en que se basa una concepción cristiana del Estado».
En el pasaje más concreto y detallado de lo que lograría España con la instauración de la Monarquía, don Juan enumera una serie de medidas y objetivos importantes que habrían de adoptarse cuanto antes tras la restauración de la Corona. A su amparo sería hacedero convertir esos proyectos en realidades.
En el párrafo séptimo, quizá el principal del documento, se lee lo siguiente: «Bajo la Monarquía —reconciliación, justicia y tolerancia— caben cuantas reformas demande el interés de la Nación. Primordiales tareas serían la aprobación inmediata por votación popular de una Constitución política; reconocimiento de todos los derechos inherentes a la persona humana y garantía de las libertades políticas correspondientes; establecimiento de una Asamblea Legislativa elegida por la Nación; reconocimiento de la diversidad regional; amplia amnistía política, una más justa distribución de la riqueza y la supresión de injustos contrastes sociales contra los cuales no sólo claman los preceptos del cristianismo, sino que están en flagrante contradicción con los signos político-económicos de nuestro tiempo».
A cualquier español que haya estudiado o al menos leído totalmente o en parte la Constitución española del 78 estos ocho principios enunciados en 1945 por el conde de Barcelona le suenan a algo conocido y familiar. Esos postulados han resultado ser algo así como «la almendra» de lo que se halla amplia y detalladamente desarrollado en los diez Títulos y 169 artículos del prolijo texto de la «Constitución española» aprobado por el Congreso de los Diputados y el Senado, ratificado en referéndum por el pueblo español y promulgado por el Rey Don Juan Carlos en la solemne sesión conjunta de la dos Cámaras de las Cortes Generales, hace ahora treinta años, el 27 de diciembre de 1978.
La Monarquía parlamentaria que por iniciativa del Rey Juan Carlos y al amparo de su autoridad tomó forma con esta Constitución del 78 es a la vez heredera de la Historia, abierta a la realidad del tiempo presente y prometedora para un futuro que la mayoría de los españoles quieren duradero o para siempre. El apoyo que tuvo el texto constitucional en el referéndum de diciembre de aquel año, el respeto y la confianza en la institución de la Corona y en la persona del Rey se mantienen probablemente incrementados por la presencia de nuevas generaciones para las cuales, además, todo eso es una costumbre nacional y un elemento vivo y natural de la vida pública de la nación.
Desde su entrada en vigor la Constitución no ha sido reformada más que en una ocasión para un cambio meramente gramatical y casi de pura semántica que facilitara algún aspecto de la entrada de España en las instituciones europeas. Como ese cambio fue aprobado por una amplísima mayoría de las dos Cámaras y ningún parlamentario solicitó que se aplicara el apartado 3 del artículo 167 de la propia Constitución, no hizo falta someter a referendo una modificación que era prácticamente casi una cuestión de estilo.
No obstante es sabido que pese a su formal continuidad literal, la Constitución no ha dejado de sufrir rasguños a causa de ciertas leyes orgánicas como algunas de las reformas de estatutos de comunidades autónomas, que en determinados casos han sido objeto de recursos ante el Tribunal Constitucional y están pendientes de sentencia. También se podría decir lo mismo de lo que afecta a sus artículos 15 y 32, cuyo enunciado literal dice, en el primer caso, que «todos tienen derecho a la vida» y, en el segundo, que «el hombre y la mujer tiene derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica». Dos preceptos que para no pocos juristas y políticos, y muchos ciudadanos, han sido desvirtuados o lesionados por leyes orgánicas sobre el derecho a la vida del nasciturus y la legislación civil de la institución matrimonial.
Pero estas mismas leyes y otras, que afectan a cuestiones ciertamente importantes y de gran trascendencia social, pueden ser objeto de modificación por futuras mayorías parlamentarias de signo distinto a las que impusieron la legislación ahora vigente en estas materias. No son precisas para ello reformas constitucionales. Otra cuestión ampliamente debatida en ciertas comunidades autónomas es la del idioma y el uso de la «lengua española oficial del Estado» que «todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar», que los órganos de gobierno de una región o territorio pretenden eliminar en la enseñanza, en la relación con instituciones oficiales e incluso hasta en la vida comercial en la calle. Pero eso no es un problema constitucional, ni siquiera de leyes orgánicas, sino simplemente de respeto por parte de algunas autoridades a la legislación común vigente y al derecho de los ciudadanos a exigir algo tan elemental como que le enseñen, le hablen y le escuchen en la lengua común oficial del Estado español.
Los problemas de España no son constitucionales, sino de gobierno y gestión por parte de los poderes públicos de todo «el acervo constitucional» del que el Gobierno y el Parlamento son responsables ante la ciudadanía y ante la Historia.
La confluencia entre lo que el conde de Barcelona, en su condición de jefe de la dinastía histórica de España, ofrecía a su patria en 1945 y lo que se ha realizado bajo la inspiración del Rey Juan Carlos y al amparo de su autoridad y de su prestigio son una prueba evidente de los beneficios que presenta para España continuar su historia con una institución como la Monarquía a la que tanto debe la nación desde no pocos siglos ya.
La instauración de la democracia y del sufragio universal, de los partidos políticos, del sistema parlamentario, de las libertades públicas, de la distribución regional del poder y de la administración y de las otras instituciones e incluso hábitos políticos de las grandes naciones de Occidente, ha sido obra de meritorios políticos que han gobernado —unas veces mejor que otras— el Estado, y siempre —en el orden de los principios— como proponía el conde de Barcelona en 1945, en un clima de «reconciliación, justicia y tolerancia». Todas esas personas son acreedoras al reconocimiento que merece su labor. Pero esos mismos políticos, y la ciudadanía española en general, saben que todo eso ha sido posible, e incluso en algunas cuestiones fácil, gracias a lo que ha sido y es la institución nacional de la Corona.