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El espejismo ha durado catorce meses y medio. El 22 de marzo de 2006 ETA anunció un «alto el fuego permanente», cuyos términos habían sido pactados con el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero. El 5 de junio de 2007 la organización terrorista puso fin a la tregua.

El balance del experimento no ha podido ser más negativo, tanto para la sociedad española como para el Estado que constituye su organización política. En 2004, cuando el actual Gobierno llegó al poder, la inmensa mayoría de los ciudadanos estaban unidos en el propósito de derrotar a ETA. La presión del Estado de Derecho empujaba como nunca con todos los recursos a su alcance: políticos, legales, judiciales, policiales, alianzas exteriores y medios de opinión. La actividad terrorista de la banda se había reducido a mínimos. Sin necesidad de tregua alguna, en abril de 2004 llevaba once meses sin cometer ningún atentado mortal (algo sin precedentes desde 1973); la mayor parte de los activistas estaban en la cárcel y la desmoralización cundía entre sus miembros; se había roto el mito de que ETA no podía ser derrotada.

Un año después, en mayo de 2005, el Gobierno obtuvo del Congreso de los Diputados un mandato para negociar con la organización terrorista, que en términos políticos supuso la ruptura del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, suscrito por los partidos Socialista y Popular en el año 2000. Los dirigentes del PP advirtieron que el cambio de estrategia era un error y votaron en contra. El tiempo les ha dado la razón, pero no sólo por los argumentos que se expusieron entonces. Lo más trascendente fue que, por iniciativa del Gobierno, el Parlamento regaló a ETA su mayor victoria política en mucho tiempo: la ruptura de la unidad de acción de los dos grandes partidos en la lucha antiterrorista. También fue un planteamiento de partida equivocado, que terminó por hacer naufragar el proceso.

El principal efecto de este último ha sido permitir la reorganización y fortalecimiento de una banda terrorista que se había quedado sin margen de maniobra. A finales de 2004 y comienzos de 2005, Rodríguez Zapatero dio por supuesto que ETA era consciente de su fracaso y buscaba una salida que pudiera ser aceptada por el Gobierno, sobre la base de las conversaciones que desde años antes mantenía el presidente de los socialistas vascos, Jesús Eguiguren, con el portavoz del brazo político de ETA (la ilegalizada Batasuna), Arnaldo Otegi. Este último, a su vez, parecía estar respaldado por uno de los principales dirigentes históricos de la banda: Josu Ternera.

El planteamiento tenía lógica y a priori no podía ser descartado. Se trataba, sin embargo, de una opción de alto riesgo, que sólo podría tener éxito desde una posición de gran firmeza, como había demostrado la negociación del Gobierno británico con el IRA. La clave del fracaso habría de ser, precisamente, que en lugar de firmeza la política del presidente Rodríguez Zapatero se instaló en la debilidad, lo que endureció la posición de la banda terrorista, en la medida en que el Gobierno español cedía a sus chantajes y le regalaba lo que era más necesario para los pistoleros: impunidad y tiempo.

La primera muestra de debilidad fue, precisamente, la ruptura del consenso con el Partido Popular y la liquidación del Pacto Antiterrorista, es decir, de la más eficaz de las políticas emprendidas por el Estado contra ETA. Esa estrategia sólo podía explicarse desde la política de exclusión aplicada por Rodríguez Zapatero contra el PP, que se había convertido en una de las claves de su mandato. En un afán por «deconstruir» el sistema político, el presidente socialista no sólo había formado mayoría parlamentaria con fuerzas antisistema (los republicanos de Esquerra y de Izquierda Unida), sino que había asumido la crítica radical contra la Transición y hasta reclamaba los supuestos méritos de la Segunda República, al servicio de una sectaria «memoria histórica».ddut1.jpg

Convencido de la viabilidad de la negociación con ETA, Zapatero quiso excluir de forma deliberada a la oposición del mérito de conseguir «la paz» mediante el diálogo. Cuando vulneró el Pacto Antiterrorista, pensaba que mataba dos pájaros de un tiro: facilitaba el trato con ETA y dejaba fuera al PP. Se trataba de una arriesgada sobrevaloración de sus capacidades, pero sobre todo y como estrategia de negociación fue una postura suicida. Desde que la sociedad española demostró su capacidad de resistencia a la agresión terrorista, ETA sólo podía contar para alcanzar sus objetivos con un eventual, aunque improbable, suicidio del Estado. La evidencia de que este último no iba a aceptar ningún chantaje fue lo que más debilitó a la banda y lo que condujo, en los primeros años del nuevo siglo, a su práctica aniquilación. Cuando en mayo de 2005 el PSOE comenzó a desmantelar la fortaleza de la política antiterrorista, se envió a ETA un mensaje de esperanza.

Al servicio de esa nueva situación, y consciente de que el Gobierno tenía necesidad política de un anuncio de tregua -cuya inminencia se aseguró oficiosamente durante meses-, la banda terrorista demoró casi un año la negociación con el Gobierno sobre los términos del «alto el fuego», tiempo durante el cual la posición del Estado volvió a debilitarse. En primer lugar, los negociadores gubernamentales aceptaron que la tregua no fuese definitiva, sino condicionada a unas reclamaciones políticas. La primera de estas últimas era constituir una «mesa» de negociación de fuerzas políticas y sociales, paralela a la mantenida por el Gobierno y ETA, lo que colocaba a la banda terrorista en el papel de supervisora de los eventuales acuerdos.

Rodríguez Zapatero, por último, jugó con el equívoco de aceptar cualquier acuerdo siempre que el procedimiento de aplicación fuese legal. El planteamiento del Gobierno era proclive a aceptar un apaño legislativo similar al del nuevo Estatuto catalán, es decir, inicialmente inconstitucional aunque sujeto luego a un proceso de revisión que culminaría en una eventual sentencia sobre su constitucionalidad. Para ETA, en cambio, el acuerdo no podría estar sometido a ninguna limitación y era responsabilidad del Gobierno buscar las vías legales para su puesta en práctica.

La necesidad política de obtener el «alto el fuego» llevó en el otoño de 2005 a que la parte gubernamental no explicase claramente a los terroristas que había unos límites infranqueables, lo que fue una nueva muestra de debilidad. La postura de que cualquier reclamación política resultaba posible si se aplicaba dentro de la ley -lo que no pasaba de ser una verdad a medias- era una posición opuesta a la mantenida por José María Aznar, durante el único encuentro que representantes del gobierno de entonces mantuvieron con dirigentes de ETA, en la tregua «indefinida» de 1998-1999.

A finales de marzo de 2006 el Gobierno recibió el anuncio de tregua «permanente» como un gran triunfo y un signo de esperanza, aunque el comunicado leído por tres encapuchados no ofrecía novedades respecto a declaraciones anteriores. Ni ETA mostraba arrepentimiento por los 848 asesinatos y los otros muchos delitos cometidos, ni tampoco renunciaba a su objetivo político básico: la independencia del País Vasco, con Navarra anexionada.

Lo que en realidad comenzó entonces fue la peor parte del proceso, basada en la ocultación y el falseamiento de la realidad. Ni los ciudadanos ni la oposición fueron informados de las cláusulas secretas de la negociación, entre las cuales figuraban dos de la mayor importancia: una declaración pública que debía efectuar el Gobierno, cuyo texto había sido pactado con los terroristas, y considerar «accidentes» las eventuales vulneraciones de la tregua, equiparando imprevistas detenciones de etarras con posibles atentados.

ETA se consideraba ya en posición de fuerza y por ello fue la primera en poner a prueba al Gobierno. En abril, apenas un mes después del anuncio de «alto el fuego», un incendio intencionado destruyó en Barañain, cerca de Pamplona, la ferretería de un concejal de UPN, el partido navarro coaligado con el PP. El Gobierno no rompió la negociación y con ello volvió a equivocarse.

ddut2.jpgLo más humillante llegó en junio. Desde su diario guipuzcoano afín, Gara, ETA marcó de forma repetida al Gobierno el plazo del 30 de ese mes, para que efectuase la declaración pública que había sido pactada como la contrapartida al «alto el fuego». El día 29 Rodríguez Zapatero efectuó esa declaración en el vestíbulo del Congreso de los Diputados, ante un grupo de periodistas que no pudieron efectuar preguntas.

Aunque el presidente introdujo una «morcilla» sobre la Constitución, el núcleo básico de sus palabras coincidían con las que año y medio antes, durante un acto público celebrado en el recinto deportivo de Anoeta (San Sebastián), había pronunciado Arnaldo Otegi, y que habían sido interpretadas entonces como un cambio estratégico de Batasuna-ETA a favor del diálogo. Ahora sabemos que los términos de aquel discurso ya formaban parte de una estrategia de aproximación con el Gobierno socialista, encaminada a romper el acoso a que estaban sometidos en virtud del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo.

La declaración de Rodríguez Zapatero en sintonía con ETA, algo de lo que no había precedentes en la historia de España, fue la prueba definitiva de que el proceso emprendido por el presidente socialista no tenía nada que ver con las negociaciones efectuadas, en su momento, por gobiernos de UCD, el PSOE de Felipe González o el PP. Las apelaciones recurrentes del Gobierno y sus corifeos en los medios de comunicación, que reclamaban el mismo respeto tributado a iniciativas anteriores, estaban basadas en una falsedad radical.

A partir de ese momento la negociación se caracterizó por una discrepancia de objetivos y sobre todo de ritmos. El Gobierno sentía la presión del PP, de las asociaciones de víctimas, de numerosos creadores de opinión y de las propias encuestas. Reclamaba tiempo para que la ausencia de víctimas mortales permitiese madurar determinadas reclamaciones, mientras las posiciones respectivas se iban acercando. Con mucha probabilidad, Rodríguez Zapatero confiaba en que toda una legislatura sin víctimas mortales sería uno de sus principales argumentos para volver a ganar las siguientes elecciones generales, tras las cuales su política de negociación habría sido revalidada por los ciudadanos, con lo que dispondría de un margen mayor. El Gobierno socialista, por tanto, estaba instalado en una estrategia de larga duración.

ETA, por el contrario, exigía resultados a corto plazo. Admitía que la demanda de autodeterminación no podía ser aceptada sin más por el Gobierno y que debía ser aplazada, bajo el camuflaje de una aceptación gubernamental sobre el respeto a la libre decisión de los ciudadanos vascos. La coletilla que hacía referencia al marco legal estaba destinada, aunque fuera de forma implícita, a la reforma pactada de dicho marco, con el apoyo de los socialistas en las Cortes.

Sin embargo, había dos reclamaciones previas que el PSOE debería cumplir. La primera era permitir que Batasuna, con ese o con otro nombre, pudiera concurrir a las elecciones locales y al parlamento navarro de mayo de 2007. Es decir, abolir de facto la ilegalización de 2002, en aplicación de la Ley de Partidos. La segunda era que los socialistas se implicasen de forma activa en la anexión de Navarra al País Vasco, en contra de las posiciones que los socialistas navarros y el mismo PSOE habían mantenido durante los últimos veinticinco años.

La negociación se estancó, pero el Gobierno siguió mirando para otro lado cuando en otoño de 2006 ETA robó 350 pistolas y revólveres en Francia. Incluso ocultó la autoría de la banda terrorista vasca. Por las mismas fechas regaló a los pistoleros una propuesta que dividió en dos al Parlamento europeo, con lo cual el propio ejecutivo español puso fin al importante respaldo que la cámara había ofrecido durante los diez años anteriores a la lucha contra ETA.

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En diciembre ETA volvió a marcar otro plazo, que finalizaba el 21 de ese mes, para que el Gobierno aceptase sus exigencias sobre Navarra y la legalización de Batasuna. Pocos días antes los negociadores oficiales volvieron a solicitar tiempo. Sus interlocutores, al menos en esa ocasión, carecían de autoridad para comprometer a la banda en otra cosa que no fuera el cumplimiento de las reclamaciones presentadas. En un inaudito error de cálculo, el propio Rodríguez Zapatero efectuó el 29 de diciembre un pronóstico optimista sobre la negociación. Menos de 24 horas después, una potente bomba destruyó uno de los aparcamientos de la nueva terminal del aeropuerto de Barajas y causó la muerte de dos inmigrantes ecuatorianos.

De forma deliberada, Zapatero lo calificó de «accidente» y habló de «suspensión» de las negociaciones, aunque no de ruptura, a pesar de las presiones que recibía de su propio gabinete y muy en especial del ministro del Interior, Perez Rubalcaba. De hecho, las reuniones con la banda terrorista prosiguieron en los meses siguientes y el Gobierno aumentó la importancia de las cesiones, en un intento desesperado por mantener la «tregua». La puesta en semilibertad de uno de los asesinos más sanguinarios de ETA -De Juana Chaos-, la retirada de una acusación contra Otegi por parte del ministerio fiscal y, sobre todo, la decisión de no impugnar la mitad de las listas presentadas por una franquicia de Batasuna -ANV- a las elecciones municipales (con lo que se impedía que el Tribunal Supremo pudiera ilegalizarlas), fueron la prueba de que el Gobierno y la banda terrorista no habían roto los lazos.

ETA aguardó a que varios centenares de candidatos de ANV fueran elegidos concejales. Nueve días despues, cuando el Gobierno había sido exprimido como un limón y ya no parecía en condiciones de ofrecer más, los terroristas rompieron la tregua.

¿Ha terminado de verdad el «proceso»? El Gobierno así lo asegura, pero en el debate sobre el estado de la nación que se celebró en el Congreso de los Diputados a primeros de julio se negó a invalidar la declaración aprobada por la cámara en mayo de 2005, que era y es su principal respaldo político. Después de todo lo que ha ocurrido, sería cuando menos ingenuo descartar nuevos experimentos.

Periodista