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Ralph Dahrendorf. Nacido en 1929, fue profesor de Sociología en Hamburgo, Tubingen y Constanza. Como sociólogo destacan sus contribuciones a la teoría de los conflictos. Tras pasar por el Parlamento alemán y la Comisión Europea, fue entre 1974 y 1984 director de la London School of Economics, y entre 1987 y 1997 rector del St. Antony’s College de la Universidad de Oxford. En 2007 fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Falleció dos años después. Entre sus libros están La libertad a prueba (Trotta);  El recomienzo de la historia. De la caída del muro a la guerra de Irak (Katz) o En busca de un nuevo orden. Una política de la libertad para el siglo XXI (Paidós).

AVANCE

Texto de la conferencia que Ralph Dahrendorf pronunció en la Universidad de Granada, a finales de 1999, dentro del ciclo «El balance de un siglo» organizado por los profesores Andrés Ollero, Julio Iglesias de Ussel y Manuel Herrera. Se publicó en el número 67 (enero-febrero de 2000) de Nueva Revista. En su charla, el autor realizaba una serie de reflexiones, a partir de las cuales intentaba reducir la problemática distancia entre la retórica y la realidad, en un tema fundamental como es el de los derechos humanos.

La estructuró en ocho puntos plagados de agudas reflexiones como lo redundante de una expresión, «derechos humanos internacionales», que con frecuencia se vuelve conflictiva en las fronteras de los países; o la distinción entre derechos humanos y sociales; la universalidad radical de los mismos, que elimina la posibilidad de cualquier relativismo; la globalización desarrollada, en ocasiones, en ámbitos sustraídos al derecho; la tensión que se suscita entre derechos universales e instituciones limitadas geográficamente (con un par de ejemplos que saltan fronteras nacionales y permiten tener esperanza) o el peso que puede tener una comunidad virtual internacional en favor de esos derechos humanos y que persiga con eficacia sus violaciones.

El último punto, el capítulo de conclusiones, retomaba la pregunta inicial, la disyuntiva entre las bellas palabras y su materialización efectiva para constatar sustanciosos avances: «Es todo un logro haber convertido los derechos humanos en derechos civiles; es decir, haber transformado lo que eran valores deseables en títulos justiciables». Pero también la existencia de una grave carencia. En este sentido, recordaba Dahrendorf: «Los derechos humanos internacionales no son, de momento, derechos en el sentido propio del término; no existe el contexto judicial o político capaz de respaldarlos. No podemos dirigirnos a ninguna instancia con la seguridad de que las violaciones de derechos humanos van a verse sometidas a proceso y juzgadas con eficacia, y de que sus violadores se verán ante la justicia». Y sin embargo, proseguía el autor, «a los derechos humanos se les considera ya mucho más que mera retórica política. Estamos, de hecho, intentando alcanzar un sistema judicial internacional que aún no existe». Por ello, «repitámoslo una vez más —pedía el profesor—: los derechos sólo son tales en un contexto político y judicial efectivo, de modo que —contándome entre los que desearían contribuir a crear ese contexto político y judicial efectivo— cualquier paso en esa dirección me parece muy de agradecer. Tales pasos incluyen la creación de un clima en el que los derechos humanos sean tomados en serio. Sin una comunidad internacional que alimente ese clima, el dominio del derecho nunca será universal».


 

Cuando hablamos de derechos humanos, especialmente al margen de la esfera del Estado-nación, ¿estamos sólo utilizando bellas palabras o hacemos referencia a realidades consistentes? Los derechos humanos internacionales ¿son solamente «valores», que nos gustaría ver realizados, o son títulos capaces de ser garantizados y sancionados por los tribunales? Aunque me gustan las respuestas claras y simples, esta vez no puedo darlas. Las ocho reflexiones siguientes girarán alrededor de nuestro tema, pero sin llegar a conclusiones exentas de ambigüedades. La razón es —o, por lo menos, así intentaré argumentarlo— que no cabe una respuesta libre de ambigüedades a esta cuestión; por lo menos ahora, al final del milenio.

1 Los derechos humanos en el ámbito internacional

Mi primera reflexión es bastante general. Derechos humanos son los derechos básicos de toda persona; el habeas corpus—es decir, la integridad de la persona— y la libertad de expresión, que incluye no sólo la libertad de hablar y escribir, sino también la de asociación. La tortura y la detención sin juicio son también violaciones de derechos humanos, como lo son la censura o los obstáculos a la participación en la vida pública. Muchas Constituciones contemplan esos derechos, como también lo hacen las Cartas y Convenios de diversas organizaciones internacionales. Pero es aquí precisamente donde se complica la cuestión: mientras en casa —en nuestros países, construidos sobre los principios del orden liberal— contamos con instrumentos para hacer cumplir los derechos humanos, éstos parecen débiles —cuando no inexistentes— en el ámbito internacional. De esto quiero tratar aquí: de los derechos en el ámbito internacional.

En cierto sentido, el término «derechos humanos internacionales» encierra un pleonasmo. Los derechos humanos son, por su misma naturaleza, internacionales; o, mejor dicho, universales. Son derechos de todos los seres humanos. Si unos tuvieran esos derechos y otros no, los derechos humanos se verían incompletos e incluso amenazados. Ni islas afortunadas como Gran Bretaña podrían mantener la esperanza de conservar la Magna Carta si sus vecinos del otro lado del canal estuvieran gobernados por dictadores odiosos.

Las guerras del siglo XX fueron, al menos en parte, confrontaciones entre ordenamientos liberales y no liberales. Ahora, al final del siglo, experimentamos de forma más gravosa el resultado de la coexistencia de ordenamientos de ambos tipos en un mismo continente: mucha gente huye de países con ordenamientos no liberales e intentan obtener asilo, e incluso ciudadanía, en países más libres. Estos, por otra parte, al verse amenazados en su cohesión social por olas de refugiados, responden estableciendo controles fronterizos cada vez más duros. Llegan a suspender los derechos humanos a los recién llegados para proteger los derechos humanos de sus propios habitantes, con lo que violan los mismos principios en que dicen creer.

Immanuel Kant fue el primero en señalar, en lenguaje moderno, que la lógica de los derechos humanos lleva inevitablemente a la noción de un gobierno mundial.

Como los derechos humanos son universales, una realización meramente parcial afectaría a su eficacia, e incluso a su misma realidad.

Hemos convivido con una realización parcial de los derechos humanos durante dos siglos o más, y puede que tengamos que seguir viviendo así por algún tiempo todavía; esto significa que los derechos humanos estén incompletos. Quienquiera que insista en la importancia primaria de los derechos humanos en el ámbito de las relaciones sociales, debe, por definición, hacer propio necesariamente lo que Kant llamaba un objetivo cosmopolita. Más tarde veremos de qué modo la globalización reta y empuja al logro de ese objetivo cosmopolita.

2 Un concepto más amplio de los derechos humanos

Una segunda reflexión ha de añadirse a la primera: la definición de derechos humanos que he ofrecido es, como habrán notado, restrictiva. Se refiere solamente a los derechos humanos básicos; los que protegen a los ciudadanos de todo régimen represivo y brutal. En las últimas décadas se ha generalizado la tendencia a manejar un concepto de los derechos humanos mucho más amplio. En concreto, algunos de los llamados derechos sociales se han visto incluidos por muchos autores entre los derechos humanos. La verdad es que se ha hecho corriente hoy en día proponer una especie de trato comercial entre países ricos y países pobres: «Si tú —país rico— quieres que nosotros —países pobres— asumamos tus derechos básicos, reconócenos primero a los pobres nuestros derechos sociales». En otras palabras, se hacen depender los derechos y libertades básicas de la existencia de determinadas condiciones económicas.

A mi modo de ver, nos hallamos ante un grave y peligroso error. Es sin duda cierto que los derechos básicos pueden significar muy poco para quienes sufren hambre o enfermedades mortales; pero, incluso dándolo por bueno, conviene matizar. Muchos indios hambrientos votaron en contra de Indira Gandhi cuando su hijo Sanjay trató de aplicar su programa de esterilización forzosa. Para ellos, la integridad personal era más importante que el alimento. Resulta incluso más llamativo que Amartya Sen, premio Nobel de Economía, haya demostrado de manera concluyente que, donde hay libertad de expresión, hay menos probabilidad de que se extienda el hambre. La conexión no parece evidente de manera inmediata, pero pensándolo bien se capta con más claridad: cuando los medios de comunicación informan de lo que pasa, la ayuda resulta más fácil. Cuando hay libertad de expresión, se hace también más difícil que los que son ricos, en medio de un ambiente de pobreza general, monopolicen los bienes de primera necesidad, o incluso —como demuestra Sen— que en algunos casos se lucren exportándolos.

El problema principal es, sin embargo, de orden conceptual. Los derechos son los derechos y no cabe supeditarlos a nada. Cabe luchar por ellos a través de medios legales. Los llamados derechos sociales no son realmente derechos, sino necesidades.

Ningún juez puede hacer cumplir el llamado derecho al trabajo o incluso proveer el salario básico. Es verdad que hay condiciones sociales que hacen más efectivos los derechos; hasta el ejercicio del derecho al voto se ve incrementado al mejorar el nivel de educación. Pero sigue tratándose de condiciones, que no deben confundirse con los derechos mismos ni vincularse a ellos. En mi libro El conflicto social moderno, planteé la diferencia entre títulos y prestaciones. Ambos son importantes; cabría incluso pensar que los títulos tienen poco sentido sin un cierto nivel de prestaciones. Pero la política y la economía de las oportunidades de la vida humana siguen siendo dos asuntos diferentes. Hablar de derechos sociales es emplear un lenguaje resbaladizo, basado en un no menos resbaladizo modo de pensar.

3 ¿Derechos humanos occidentales?

Esto nos lleva a una tercera reflexión. Los derechos humanos —se dice a menudo hoy díano dejan de ser una una idea occidental; conciernen a Europa, a los Estados Unidos y a algunos otros países que forman parte de una misma tradición, pero no al resto del mundo. De hecho, hablar de derechos humanos supone incurrir en un cierto imperialismo occidental; en un intento de imponer una experiencia cultural al resto del mundo. Un relativismo de este tipo resulta, por supuesto, muy provechoso para quienes no quieren verse señalados en el foro internacional como violadores de los derechos humanos; pero se trata de un relativismo también muy extendido en el pensamiento occidental.

Ernest Gellner construyó uno de sus últimos escritos —un discurso impartido ante la universidad de Cambridge bajo el bonito título de «La singularidad de la verdad»— escenificando un debate entre tres personajes: el relativista, el fundamentalista y el puritano de la Ilustración (Pl). Yo soy, en terminología de Gellner, un PI.

Me parece que el relativismo conduce a consecuencias absurdas. ¿Vamos a tener que aceptar la tortura practicada por las autoridades turcas, porque la tortura forme parte de la cultura tradicional turca?

¿Vamos a tener que tolerar la censura en Singapur, porque la estabilidad pueda resultar para ese país más importante que la libertad de expresión? ¿Vamos a tener que aceptar la supresión de los discrepantes en los países de África, porque el desarrollo económico tenga allí prioridad? Mi opinión sobre el particular es que tales planteamientos no son aceptables. Los derechos humanos, en el sentido deliberadamente restrictivo en que los he definido, o son universales o pierden totalmente su sentido. Los valores humanos son a su vez compatibles con una variedad de tradiciones culturales y políticas.

4 La era de la globalización

Mi cuarta reflexión me lleva de la esfera de las ideas al mundo real. Estamos viviendo un período de cambio histórico, descrito a menudo como globalización. Las decisiones y procesos más importantes han escapado de su contexto tradicional: la ley y la política del Estado-Nación. La disponibilidad instantánea y global de la información ha transformado los sistemas financieros, los servicios en general y la mayor parte de nuestras economías. Otros mecanismos de toma de decisiones han experimentado el mismo proceso. La defensa militar ha dejado de ser competencia nacional exclusiva. El contorno físico en el que vivimos respeta poco las fronteras nacionales. Han aparecido nuevas fuerzas que muestran poca consideración hacia las viejas estructuras en las que aún nos movemos.

La globalización destruye, en este sentido, los marcos tradicionales. Más aún, los indicios de surgimiento de nuevas estructuras apropiadas a esta realidad globalizadora son escasos y, por el momento, lejanos. Las leyes nacionales fracasan al enfrentarse con estas realidades globales, carentes —en consecuencia— de regulación adecuada. Todo esto puede parecer un poco exagerado, porque existen en efecto algunas instituciones que intentan llevar a cabo regulaciones globales; por ejemplo, la Organización Mundial del Comercio. Contamos también con una hegemonía no declarada de los principios norteamericanos e incluso, en algunos casos, de instituciones norteamericanas. A pesar del euro, la Reserva Federal sigue marcando la pauta en muchos aspectos; por no hablar del papel de los Estados Unidos en asuntos militares.

Pero, aun teniendo en cuenta todo esto, la verdad es que los procesos globales se van desarrollando en un ámbito sustraído al Derecho.

Todo ello es hoy ampliamente reconocido; quizá menos en los Estados Unidos que en cualquier otro sitio, porque América tiende a apoyarse más en el poder que en el Derecho. Esta realidad supone un nuevo y fuerte estímulo para la promoción de instituciones legales internacionales de notable variedad. Un área de interés es la inspección bancaria; pronto podríamos llegar a contar con una Autoridad Mundial de Servicios Financieros. Otra área relevante sería el control del medioambiente; el proceso Kyoto no ha llegado todavía muy lejos, pero sigue en marcha. Por lo que se refiere al problema de la Seguridad, la lucha por una Defensa eficaz contra la guerra biológica, química y nuclear seguirá avanzando; aunque los primeros pasos dados no han sido satisfactorios, marchan en la dirección correcta. Y después, más cerca ya de nuestro tema, está la cuestión del Tribunal Penal Internacional, la ratificación de cuyo Tratado está en proceso de desarrollo, todavía incompleto.

Con todo ello quiero subrayar que la globalización económica va seguida de otros procesos de internacionalización, que prestan nuevo impulso al establecimiento mundial de ciertos derechos, incluidos los derechos humanos.

5 Una propuesta institucional

La quinta reflexión arranca de una pregunta: si no podemos conseguir a la primera de cambio instituciones universales, ¿no deberíamos contentarnos con instituciones transnacionales de un ámbito más modesto? ¿Qué diríamos, por ejemplo, de Europa y los derechos humanos? Esta propuesta es ciertamente legítima, aunque deba decirse de salida que lo que es verdad para un Estado-Nación debe ser también verdad para Europa.

Contar con derechos humanos limitados quizá sea mejor que no tenerlos en absoluto; pero se traiciona así el principio que subraya la vocación universal de todo derecho humano. En la práctica, se acaban violando también a menudo los derechos universales.

Se corre, por ejemplo, el gran riesgo de que los Acuerdos de Schengen respecto a las fronteras exteriores de los Estados miembros configuren de hecho una fortaleza europea, con sus guardacostas, su policía de frontera y todo lo demás. Corremos el riesgo de que los Estados miembros utilicen a la Unión Europea para hacer un trabajo sucio que ellos no se atreverían a hacer en casa, creando así un espacio más protegido que abierto.

La Unión Europea, desafortunadamente, no está ni ha estado nunca a favor de los derechos humanos. Fue establecida para organizar relaciones en el ámbito de las prestaciones más que en el de los títulos —por hacer uso de mi terminología—, más en el ámbito de la economía que en el de la política. El Tribunal de Luxemburgo de la Unión Europea, por ejemplo, se ocupa de los derechos humanos sólo de forma marginal; ejemplo significativo de esta preocupación sería su actitud ante la igualdad de derechos de hombres y mujeres en el ámbito laboral. En su agenda de negociaciones con futuros miembros, la Unión va más allá. Los textos de negociación incluyen referencias a la democracia y al Estado de Derecho.

Pero, en esencia, la Unión Europea no está por los derechos humanos, y ésta podría ser una de las razones por las que ha fracasado a la hora de captar la adhesión de sus propios ciudadanos.

Existe otra organización, el Consejo de Europa, que sí se muestra explícitamente a favor de los derechos. La Convención Europea de Derechos Humanos se ha convertido en ley nacional de todos los Estados miembros; ha llegado incluso ahora a formar parte de la ley británica. Esto significa que unas mismas normas son, en principio, aplicadas a todos los Estados miembros, y se tiene la posibilidad de recurrir al Tribunal de Estrasburgo para garantizar que se vean aplicadas del mismo modo. Sin embargo, este deseable proceso se ha visto acompañado de una ampliación casi indiscriminada de los Estados miembros del Consejo de Europa. Se ha admitido a países como Georgia —por mencionar un caso— en los que las violaciones de derechos parecen cobrar carácter endémico. Esto ha dado lugar a que la credibilidad del Consejo de Europa se deteriore en los últimos años.

6 Dos casos para el optimismo

Puede parecer que dibujo un panorama sombrío. Permitidme, pues, añadir una sexta reflexión, que contribuya a iluminarlo. Estamos de hecho contemplando en estos momentos más de un caso en los que sí se hacen cumplir los derechos humanos. Dos, sobre todo, me vienen a la cabeza. Uno es el proceso de extradición del general Pinochet. Se trata de un asunto complicado. Los tribunales británicos están juzgando el caso de un hombre al que un juez español quiere que se extradite, por crímenes cometidos en Chile contra ciudadanos no chilenos. Nos encontramos ante una justicia más transnacional que internacional. Pero el mero hecho de que un antiguo dictador y torturador no pueda moverse libremente fuera de su propio país indica, al menos, una nueva sensibilidad respecto a los derechos humanos;

estamos quizá asistiendo también al surgimiento de fórmulas para que los derechos humanos puedan abordarse en sede judicial recurriendo a las jurisdicciones nacionales existentes.

Otro caso de interés es el de los procesos por crímenes de guerra, como los relativos a la antigua Yugoslavia. El Tribunal de la Haya está tropezando con muchas dificultades; no es la menor de ellas la misma captura de los criminales. Se corre, seguramente, el riesgo de que algunos, directamente involucrados en los asesinatos de Bosnia o Kósovo, sean llevados a juicio, mientras que no llega a ocurrir lo mismo con los que les dictaron órdenes. Por lo demás, nadie se encuentra, de momento, en condiciones de disponerse a arrestar a todo presunto criminal de guerra. Los contingentes militares internacionales estacionados en Kósovo, por ejemplo, no lo consideran parte de su misión. Muchos crímenes continuarán, pues, sin castigo. Pero el Tribunal existe, y cuenta ahora con un segundo fuerte y vigoroso Fiscal General. En la Haya se van estableciendo precedentes que necesariamente frenarán a quienes experimenten la tentación de cometer crímenes similares en otros lugares.

7 Los medios y la comunidad internacional

Mi séptima reflexión puede resultar sorprendente en el contexto de nuestro tema: tiene que ver con los medios de comunicación y la publicidad. Un aspecto de la globalización, como he dicho, es la disponibilidad instantánea y generalizada de información. Resulta ya muy difícil ocultar los hechos. La información disponible supera con creces a la posibilidad de absorberla de cualquiera. Sin embargo, casi siempre habrá alguien en algún lugar que registre los hechos y los siga. Es muy difícil ya escapar a la mirada de los medios de comunicación.

Esto es a fortiori verdad en puntos conflictivos, a los que los medios prestan particular atención. Recuerdo a generales enojados y políticos quejosos porque no podían dirigir la guerra de Vietnam «adecuadamente»; porque cada decisión que tomaban llegaba por televisión a todos los hogares americanos. De algunas guerras crueles, como la de Chechenia en estas semanas, no se nos informa tanto; aunque ese hecho las convierte sin duda en doblemente sospechosas. La mayoría de esos acontecimientos acaban, sin embargo, siendo de dominio público de una u otra forma, y esa información condiciona a los que los protagoniza. La publicidad, que puede ser un estorbo para algunos, es de gran ayuda para los preocupados por los derechos humanos.

Hoy día oímos, a menudo, referencias a la «comunidad internacional»; la comunidad internacional no tolerará o no debiera tolerar tal o cual cosa. Eso nos dicen las víctimas cuando comparecen ante las cámaras de televisión. Esa comunidad internacional invocada por ellos reviste una curiosa cualidad. No existe en realidad, pero ejerce una gran relevancia. La constituye, de hecho, ese público abstracto al que llega la información que se transmite a través de los medios.

La comunidad internacional es sin duda una comunidad virtual, pero no por ello menos eficaz. De ahí que su posible actitud en favor de los derechos humanos —y de la persecución de sus violaciones— sea tan importante.

Dándoles publicidad se generan reacciones, que pueden traducirse incluso en acciones concretas.

8 Entonces… ¿palabras o títulos?

Esto nos conduce a mi octava y última reflexión. La pregunta planteada como punto de arranque de esta conferencia encierra implicaciones con las que estoy de acuerdo y que es preciso hacer explícitas. Los derechos no son solamente palabras sino títulos atendibles por los tribunales de justicia y respaldables por las sanciones que impongan a los transgresores. Tribunales y sanciones reclaman, a la vez, un contexto político —un contexto de poder y autoridad— para ser eficaces. Una norma sin poder, carente de coerción, no merece el nombre de derecho. También a nivel nacional el establecimiento del Estado de Derecho ha exigido un proceso largo y difícil de implantación. El Estado de Derecho es, sin duda, uno de los grandes logros del Estado-Nación.

Es todo un logro haber convertido los derechos humanos en derechos civiles; es decir, haber transformado lo que eran valores deseables en títulos justiciables.

Más allá del Estado-Nación nos encontramos ante una situación mucho más difusa. Como director de la London School of Economics, tuve que nombrar en cierta ocasión a un profesor de Derecho Internacional. Varios profesores vinieron a verme para decirme que no deberíamos hacer ese nombramiento, porque no existe un Derecho Internacional como tal. Es —habrían dicho, utilizando la terminología que da título a esta conferencia— mera «retórica política»; la retórica, por ejemplo, de los derechos humanos. El nombramiento se hizo, y el profesor nombrado llegaría después a ser juez, primero en Estrasburgo y luego en Nueva York. ¿Fue realmente juez, o deberíamos entrecomillar la palabra para indicar que, aun siendo deseable, no es todavía real?

Dije antes que no llegaría a ofrecer una conclusión neta, pero quizá debería haber añadido que mi conclusión sí sería suficientemente clara. Lo que ocurre es que la respuesta a la pregunta, de hecho, no es clara.

Los derechos humanos internacionales no son, de momento, derechos en el sentido propio del término; no existe el contexto judicial o político capaz de respaldarlos.

No podemos dirigirnos a ninguna instancia con la seguridad de que las violaciones de derechos humanos van a verse sometidas a proceso y juzgadas con eficacia, y de que sus violadores se verán ante la justicia.

A la vez, a los derechos humanos se les considera ya mucho más que mera retórica política. Estamos, de hecho, intentando alcanzar un sistema judicial internacional que aún no existe.

Lo hacemos, en parte, firmando tratados que luego se convierten en derecho nacional en algunos Estados; comenzamos así a recurrir a la jurisdicción nacional para procesar crímenes internacionales. En determinadas áreas apelamos más bien a tribunales internacionales especiales, para procesar y juzgar estas violaciones; pero también en estos casos necesitamos instituciones ejecutivas nacionales capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias lo que se haya descubierto.

Se recurre, a veces, a procesos semi-legales para demostrar que la retórica política puede convertirse en realidad jurídica; este fue el caso de los tribunales Bertrand Russell. Los intentos de movilizar apoyos para la ratificación del Tratado para establecer un Tribunal Penal Internacional son un paso más hacia ese objetivo de convertir en justiciables los derechos humanos. Por la misma razón, he defendido desde hace tiempo que la Convención Europea de Derechos Humanos se incluya en el Tratado de Roma. No basta ya en la Unión Europea con tener acceso a la Convención; especialmente tras la creciente laxitud del Consejo de Europa a la hora de admitir miembros inadecuados. La Convención ha de llegar a ser directamente aplicable como derecho de la Unión Europea. Se trata, como si dijéramos, de que Estrasburgo se traslade a Luxemburgo; es decir, que lo que era un Tribunal meramente consultivo se convierta en otro capaz de tomar decisiones efectivas.

Nada de esto llega a solventar la problemática distancia entre retórica y realidad. Si uno es partidario de un concepto estricto de lo que llamamos derecho, no puede contentarse con un mero pedir justicia o jugar a la justicia. Repitámoslo una vez más: los derechos sólo son tales en un contexto político y judicial efectivo. Por ello —contándome entre los que desearían contribuir a crear ese contexto político y judicial efectivo— cualquier paso en esa dirección me parece muy de agradecer. Tales pasos incluyen la creación de un clima en el que los derechos humanos sean tomados en serio. Sin una comunidad internacional que alimente ese clima, el dominio del derecho nunca será universal. Queda todavía mucho por hacer para que se cree tal comunidad; pero, además de recurrir a la acción, podremos también servirnos para ello de algo de retórica política.

Sociólogo, filósofo, politólogo y político germano-británico