José María Micó (Barcelona, 1961) es poeta, músico y traductor. Catedrático de literatura en la Universitat Pompeu Fabra, de su obra filológica y ensayística destacan diversas ediciones de clásicos españoles, así como antologías comentadas de poesía. Premio Nacional de Traducción, ha trabajado a los grandes autores europeos antiguos como Ramon Llull, Petrarca, Jordi de Sant Jordi o Ludovico Ariosto.
Avance
Los quince ensayos literarios que el poeta, músico y traductor José María Mico reúne en su libro De Dante a Borges, publicado en la exquisita Acantilado, establecen un diálogo entre lo académico y lo biográfico. Suponen, como indica el propio autor, y como es toda buena lectura y toda crítica, «un verdadero acto de creación». Y recreación. Ahí están los ejemplos de Dante, Petrarca, Manrique, Ariosto, el Lazarillo, Cervantes o Borges en los que el autor de la reseña se extiende. Junto a Micó y a los clásicos, faltaría un tercero en concordia para cerrar el virtuoso círculo que traza la obra: el lector. La fiesta de la literatura, por multiplicada, parece aquí no tener fin.
Hay más ingredientes que comparecen en la obra. El humor es uno de ellos. Su naturaleza es eminentemente borgiana y una de sus características, internarse sin inhibiciones por los caminos del aforismo. Otro más, la precisión donde emerge la faceta de Micó como buen profesor para ofrecer definiciones diamantinas: «Al fin y al cabo, la historia de la literatura es eso, una extraña sucesión de semejanzas entre obras y autores incomparables». «Para Góngora, la poesía es un arte elemental que radica en la voluntad de designación máxima». «Borges, artista consumado de la rima obvia». «Gonzalo de Berceo, quizá el mejor reescritor de la literatura española». «La buena aliteración es también una figura de pensamiento». El autor del artículo menciona al final a Carlos Pujol para recordar estas palabras de Cuaderno de escritura: «La literatura no se explica. Como mucho se subraya» y concluir sobre esta obra que «Micó la subraya y, de paso, la practica, y a veces, disimuladamente, incluso la explica».
Artículo
José María Micó (Barcelona, 1961), poeta, traductor, filólogo y experto en el Siglo de Oro y en literatura medieval, ha reunido en un bellísimo volumen —como no podía ser de otro modo siendo de la infalible editorial Acantilado— quince ensayos literarios. El título es ya una delicia de sabia ironía: De Dante a Borges. Parece asépticamente descriptivo, como quitándose importancia, pero sugiere el continuum de la tradición y la enmarca en los dos autores que se llevan la palma de su pasión personal, creando desde el principio ese diálogo entre lo académico y lo biográfico que será el argumento tácito de estas páginas.
Micó lo avisa: «Nunca he sentido estas labores como propias del trabajo filológico, crítico o histórico, sino que las he concebido como un verdadero acto de creación, afín a la escritura de poemas y a la composición de canciones». Es la clave de lectura, sobre todo porque los textos la practican en su justa medida. Son creación pero sin dejar de ser trabajo filológico, crítico e histórico con el máximo rigor y la más completa información. El poeta Micó se acoge al patronazgo de Fernando de Herrera, «el padre en cierto modo de la crítica literaria moderna en español», poeta de alto plectro. También se acoge al ejemplo de Jorge Luis Borges: «Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad».
La voz de los poetas
Este equilibrio encuentra su punto central en el regusto evidente con el que nos deja oír las voces de los poetas. La cita siempre es amorosa. De Dante y de Borges, especialmente. Nos propone saborear muchísimos sonetos de este último, regalándonos casi una antología implícita, apenas creando un breve marco crítico para nuestra emoción de relectores renacidos o redescubiertos. Pero nunca deja de ser un crítico. Se echa un pulso con Borges para salvar su coherencia. Lo hace explicando que el joven argentino que desdeñaba la rima y el soneto en sus inicios ya prefiguraba, sin embargo, al gran poeta maduro que amaba la rima obvia y los innumerables sonetos isabelinos e italianos.
Quizá su herramienta crítica más constante estriba en señalar, usando palabras de Huidobro, «el drama que se juega entre la cosa y la palabra», esto es, la exactitud soñada de la concordancia entre res y verba. Pone esta herramienta crítica simple al servicio de la complejidad literaria. Por eso, el final del soneto «Al espejo» que, según Micó, haría torcer el gesto a los devotos de una métrica rigurosa, «deja al lector, atrapado en el insidioso vértigo de su identidad: “Cuando esté muerto copiaras a otro / y luego a otro, a otro, a otro, a otro…”»
Su crítica es creación, y es recreación. Se le puede aplicar lo que él mismo dice —vértigo de espejos— del escritor de El Lazarillo: «El primero en divertirse fue su inasequible autor». Con ese espíritu hedónico exhibe un sinfín de hallazgos de lector perspicaz. Un ejemplo. El verso más impersonal de todos los del soneto «Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-1874)» es el que dice «Francisco Borges va por la llanura», pero, nos advierte, está matizado por el prodigioso encabalgamiento y por el adverbio “Tristemente” que le precede y que «no puede referirse a la animosa determinación del personaje, sino a la pena de los suyos y a la injusta desatención de la posteridad». José María Micó nos ha explicado para siempre la secreta emoción de ese verso.
Otro ejemplo. Señala «el más impresionante de todos los encabalgamientos borgianos: “He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/ feliz”. Sólo lo señala. Respetuoso con el lector, Micó nos deja averiguar por nosotros mismos por qué es el mejor encabalgamiento. Éste opera en los tres versos, el anterior, el suyo y el que le sigue. Primero, tomista y chestertonianamente, el peor de los pecados es no haber sido, con impecable metafísica. Segundo, y también chestertonianamente, la falta de felicidad se equipara a una falta de existencia.
El lector, protagonista
Cualquier obra, según las teorías de la recepción, la hacen a pachas el autor y el lector. Este papel esencial del lector ya está anunciado en Dante: «Lector, si eres reacio a darme crédito/ en lo que te diré, no me sorprende/ pues yo lo vi y apenas me lo creo». El crítico es un lector cualificado, que sostiene la credibilidad general con una conversación a tres bandas con el texto. A través de las iluminaciones críticas, que son, a la vez, brillos del original, aciertos del comentarista y deslumbramientos dobles del lector estereoscópico. La fiesta en este libro, por multiplicada, parece no tener fin. Así, Micó nos descubre la pródiga obsesión de Dante contra la avaricia o las tres pretericiones de Jorge Manrique, esto es, sus estratégicos silencios.
T. S. Eliot consideraba una prueba decisiva del verdadero amor a la literatura el interés por los nombres menores. A los grandes, cualquiera los admira. Otra prueba es la atención a los detalles menores, a los estudios pormenorizados y a las filologías minuciosas. Mucho de esto hay en este libro, que baraja la visión panorámica con el estudio del detalle concreto, siempre con un mismo amor y, por tanto, con idéntica perseverancia. Micó persigue, tozudo y admirado, la huella de Petrarca hasta nuestros días: «El modelo de Petrarca era ilustre y seguía vigente todavía en 1648, es decir, trescientos años después d e la muerte de Laura» y llega hasta La voz a ti debida, de Pedro Salinas, los Sonetos del amor oscuro, de García Lorca y El rayo que no cesa, de Miguel Hernández. En esta línea atenta, José María Micó sabe destacar la importancia de los prólogos de Cervantes, un género en apariencia menor, pero primordial: «Cervantes, padre y “padrastro” de El ingenioso hidalgo, es también el padre del prólogo moderno».
La paradoja es la pasión del pensamiento, según Kierkegaard; y también lo es de la crítica literaria. Micó se complace especialmente en las paradojas que enriquecen la historia de la literatura. De la elevada mística de san Juan de la Cruz, observa: «Su obra nos habla del despego, del desasimiento, de la entrega desinteresada y de la unión del alma con Dios, pero lo cierto es que nunca en la historia del verso español ha tenido la escritura poética una función más práctica ni una utilidad más concreta: explicar los misterios de la experiencia mística y hacerlo para el público fiel, y reducidísimo, de las monjas del Carmelo». Más: «Lope no confundió nunca la vida y la literatura, pero comprendió mejor que nadie que, si se alimentaban de manera recíproca, ambas mejorarían». Otra paradoja: «Los “pocos días” que [el lazarillo] está con el escudero son los del episodio más extenso de todos, casi una tercera parte del total de la obra». Otra del Lazarillo: «El quebradizo pero nunca quebrado espejo de sus continuas ambigüedades. Es el acabose; un pregonero que hace voto de silencio, como los maridos cartujos de Quevedo». Y otra, en cascada: «El Lazarillo es una carta que es un informe que es una autobiografía que es una fábula que es un cuento que es un relato que es una nouvelle que es una novela». Ahora de Cervantes: «En realidad, si se me permite la paradoja, el estilo de don Quijote es más cuidado y refinado que el de Cervantes, porque el personaje suele atenerse a la solemnidad retórica de sus ensueños y discursos, mientras que el autor procede más “a la llana y sin rodeos”».
Y una pizca de humor… borgiano
Este libro hace gala de un exquisito humor borgiano. Así dice que la carrera política de Dante «culminó» [sic] con su exilio. Nuestro autor tensa su expresión con vibración de arquero: «La intertextualidad […] una tierra de nadie —pero territorio de todos— en la que coinciden y se confunden el homenaje, el calco, la emulación, la imitación y la traducción». O: «La vida son cuatro días y la literatura, cuatro libros. Uno de ellos es el Lazarillo de Tormes». También aplaude el humor en los demás. De Lope dijo Góngora: «Potro es gallardo, pero va sin freno».
Como buen profesor nos ofrece a cada paso definiciones diamantinas: «Para Góngora, la poesía es un arte elemental que radica en la voluntad de designación máxima». «Al fin y al cabo, la historia de la literatura es eso, una extraña sucesión de semejanzas entre obras y autores incomparables». «Borges, artista consumado de la rima obvia». «Como el “abrazo imposible de la Venus de Milo”, la forma trunca, inacabada, imperfecta refleja, mejor que ninguna otra, la perfección del arte». «Gonzalo de Berceo, quizá el mejor reescritor de la literatura española». «La buena aliteración es también una figura de pensamiento». «Esta es quizá la gran lección del autor de la Agudeza cuatrocientos años después de su nacimiento: cualquier buen poeta es, para empezar, un buen conceptista». Etc.
Lo que Cervantes dijo en El Persiles de los cuentos: «La salsa es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se diga» puede decirse de estos ensayos. Estamos ante un libro maravillosamente escrito. De muestra, este botón: «Pero Borges, interesado por las kenningar, intrigado por la metáfora, fascinado por la hipálage, preocupado por la labor perversa de la traducción, divertido con “El arte de injuriar”, sabía que el gran misterio de la literatura es esa relación extraña entre la palabra y la cosa, y que, por más que en el lenguaje cotidiano nos pueda reconfortar la idea de la arbitrariedad del signo lingüístico, la misión del poeta es abolir la arbitrariedad de esa relación».
Nuestro añorado Carlos Pujol nos enseñó en Cuaderno de escritura que «La literatura no se explica. Como mucho se subraya». Micó la subraya y, de paso, la practica, y a veces, disimuladamente, incluso la explica. Federico García Lorca había dicho que «Un poeta tiene que ser profesor en los cinco sentidos corporales». Micó parece completar la cita por el anverso demostrando que un profesor tiene que ser poeta en todas las potencias del alma, incluyendo la memoria y la voluntad.
La imagen es un montaje de canva a partir del retrato clásico de Dante, de Botticelli, y la fotografía que Annemarie Heinrich tomó al escritor argentino en 1967. El archivo está en Wikimedia Commons