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En algunos casos, los intelectuales estarían dispuestos a cuestionar muchas opiniones políticamente correctas, pero muchos se autocensuran para evitar ser juzgados en los nuevos tribunales. Es más fácil y efectivo crear una especie de imagen inmoral del enemigo y arrojar etiquetas a las cabezas de los ciudadanos, que argumentar y aportar ideas en un debate. Los juicios éticos implícitamente anulan la «autonomía moral» del ciudadano, y esta autonomía, que se ejercita con la libertad de pensamiento y opinión, es básica para el fundamento de toda sociedad liberal, y para superar la «moral de la obediencia», o la obediencia ciega, un debate del que se ocuparon autores como Kant o Arendt.

Isaiah Berlin creía que cada persona y cada época tiene, por lo menos, dos planos: «Una superficie superior, pública, iluminada, fácilmente perceptible, claramente descriptible», y por debajo de esta superficie, una «senda hacia características menos evidentes, pero más íntimas y profundas, mezcladas demasiado estrechamente con sentimientos y actividades como para ser fácilmente distinguibles de ellos». Ahora bien, este segundo plano de conocimiento, que se basa en la propia subjetividad y complejidad de la esfera social, a veces es ignorado o cancelado, porque a menudo es revelador de nuestras propias contradicciones.

Defender unas determinadas ideas no autoriza a nadie para imponer una calidad moral y unos agravios contra quien expresa una opinión diferente

Defender unas determinadas ideas no autoriza a nadie para imponer una calidad moral y unos agravios contra quien expresa una opinión diferente. Cuando el individuo cree que solo hay unas ideas moralmente aceptables, una única etiqueta de buen ciudadano que el partido de la buena gente le otorga, a su vez hace una renuncia: cede, alegremente, su autonomía moral.

Lo políticamente correcto, así como lo políticamente incorrecto, es una construcción muy cuidada que solo puede mantenerse gracias al pensamiento homogéneo, a una visión compartida pero muchas veces limitante, y simplista, en tanto que anula percepciones disonantes. Lo difícil es no eludir esas disonancias cuando aparecen, sino confrontarlas para construir una opinión real, no ajustada a un relato. Los intelectuales, que se reclutan muchas veces de las filas de los políticamente correctos, o los intelectuales que aspiran a unirse a la de los indeseables, ignoran a veces que las dinámicas son parecidas. Ambos compran un paquete de ideas y las suscriben hasta las últimas consecuencias.

El reto, decía Paul Valéry, es dejar de abolir las ideas disonantes. «La mayoría de nuestras percepciones suscitan en nosotros, cuando suscitan algo, lo necesario para anularlas. […] Existe en nosotros respecto a ellas una propensión constante a volver cuanto antes al estado en el que estábamos antes de que se impusieran».

El mimetismo basado en las identidades e ideologías nos protege en el espacio protegido de nuestras certezas. Mantenerse dentro de este espacio protegido tiene un efecto de cohesión grupal que tiende al dogmatismo, al antintelectualismo y al pensamiento de cruzada, todo ello conduce a la alienación del individuo.

El hombre desconectado de su propia percepción y sensibilidad acaba escribiendo literalmente lo que su audiencia quiere oír, y ese es el peligro del clima de la cancelación, sentirse encadenado a unas ideas o a un movimiento político, a un grupo social. Hay un arte de caminar, y hay un arte de opinar libremente. Al lado de una fe en declive, surgen otras religiones seculares que destruyen el arte y el enigma del libre pensamiento. Poseen la misma o mayor pretensión que la Iglesia de antaño a la hora de imponer su moral a la sociedad en su conjunto. En este entorno, rápidamente, se produce una indignación moral, se establece un «habría que» o «hay que», que en realidad significa lo siguiente: debemos pedir que el resto asuma «mis valores» y haga de mis preferencias morales norma pública.

Asistimos a la edad de oro del moralismo. El cargo de mala conciencia de nuestra civilización occidental, la incomprensión de nuestra naturaleza humana y la obsesión con el buenismo hacen que pongamos límites a todos los ámbitos del pensamiento

El problema no es que haya personas que elijan pensar siguiendo estas pautas, sino que aspiren mediante códigos de conveniencia social o moral a imponer la censura, controlando el debate público, desterrando la acción de la palabra. En lugar de dejar que otros creen ficciones sobre quiénes somos, sobre cuál es la moral correcta, debemos apostar por una visión más individualista y amplia, perder el miedo al uso de la palabra.

Asistimos a la edad de oro del moralismo. El cargo de mala conciencia de nuestra civilización occidental, la incomprensión de nuestra naturaleza humana y la obsesión con el buenismo hacen que pongamos límites a todos los ámbitos del pensamiento. La nueva cultura tiende a ocupar el espacio vacío que dejó la Iglesia, con sus sacerdotes, profetas, santos. Paralelamente, nos encontramos en un punto crítico del debate sobre el lugar y el precio de la libertad de expresión, que experimentan aquellos que rechazan pasar por el tamiz del juicio moral. Son muchos los que se han sumado a la «fila de los intocables» (Finkielkraut), y muchos los que se han vuelto ridículos, pues un intelectual se vuelve ridículo si se disfraza de cura, y más aún cuando moviliza para sus fines de adoctrinamiento el aparato de la cultura.

No se puede discernir ninguna verdad, ningún valor, sin abrazar las contradicciones y sin ir más allá de las apariencias, los relatos maximalistas y las identidades colectivas. Quizás uno de los retos de nuestro tiempo sea gestionar el dilema entre la conciencia individual y la dependencia hacia los colectivos identitarios. Para romper estos esquemas tan rígidos y estos modelos de pensamiento inflexible las personas debemos abrazar las propias contradicciones, desarrollar el pensamiento crítico.

«El hombre es dueño de las contradicciones, estas existen gracias a él y, por consiguiente, es más noble que ellas», escribió Thomas Mann

«El hombre es dueño de las contradicciones, estas existen gracias a él y, por consiguiente, es más noble que ellas», escribió Thomas Mann. La historia nos muestra que hay épocas en las que el hombre occidental no sabe cabalgar las contradicciones y no sabe vivir sin alguna máscara, sin adoptar una identidad que corresponda a la euforia del presente, la agitación de la opinión pública, o sin adoptar una identidad política. Todo es política, y en un mundo politizado, hasta la cultura corre la misma suerte que la moral, al ser supeditada a una ideología determinada.

Sabemos que una de las causas de la politización es estar conectados permanentemente al ruido, a «la actualidad », a respirar nuestra dosis diaria de propaganda. En la vorágine actual, a los temas difíciles les cuesta encontrar la calma y el tiempo necesarios para permitir que el pensamiento se exprese, para que haya un debate más exigente y cada cual pueda formarse su propia opinión. Algunos malogran ser ellos mismos y confunden la participación en el debate en redes sociales con la pertenencia a un colectivo identitario, confunden la deliberación y la crítica del debate con la adhesión a una ideología.

Estas dinámicas se ven hoy acompañadas por la cultura de la cancelación y el bloqueo de otras opiniones. Ya no es el poder político sino la sociedad la que ejerce la censura y cancela a los oponentes, con lo cual se han invertido los roles. Cualquier triunfo de la razón es temporal y reversible y cualquier esfuerzo utópico de construcción de una sociedad libre ha de convivir con estallidos de irracionalidad, con revoluciones y sentimentalismos varios. Las dinámicas actuales fragmentan a nuestras sociedades en grupos que buscan el refuerzo constante de sus prejuicios. Todavía estamos intentando comprender estos movimientos que parecen no tener precedentes en su nebulosidad ideológica, pero que también parecen anticipar el fin, o al menos el peligro de erosión de las democracias liberales.

LA ALTERNATIVA ES LA CULTURA HUMANISTA

Ahora debemos someternos a las modas identitarias de sobrerregulación de las conductas del mundo que viene o buscar una alternativa. La alternativa es la cultura humanista. Es necesario tener un pensamiento individualista para defender los valores occidentales. El pensamiento crítico, la independencia y la rebelión, que se oponen a todas las modas establecidas, son necesarios para la buena salud de un grupo. La buena salud de cualquier grupo social se mide por el número de sus detractores.

«Soy un individualista, es decir que considero que mi papel como individuo es oponerme a cualquier restricción causada por los intereses del bien social. Los intereses del individuo se oponen a los del bien social. Al querer servir a ambos al mismo tiempo, nos conducimos a la hipocresía y la confusión», escribió uno de los artistas más lúcidos del siglo XX, Jean Dubuffet.

Columnista de diversos medios de comunicación españoles.