I. Introducción
Desde la tradición católica y a primera vista, la respuesta a la pregunta que forma el título de nuestro discurso es inmediata y fácil: se descubren los principios de la justicia en el ámbito socio-económico en el derecho natural. Sin embargo, una reflexión más exigente necesariamente suscita más preguntas que respuestas. El derecho natural es una norma alcanzable por la razón. Recurrir a él manifiesta la convicción católica que Dios no ha revelado una ley civil sino la ley moral, y ha dejado la ordenación concreta de la sociedad a la inteligencia y cura humanas [véase Benedicto XVI, Discurso en el Parlamento alemán, 22 de septiembre de 2011; http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin.html]. Entonces, ¿cuáles son el papel y la competencia de la Iglesia en ese ámbito? ¿Existen principios sociales revelados? ¿Cómo se relacionan fe y razón al afrontar los desafíos de la sociedad actual?
Serán algunas de las preguntas que intentaré afrontar en ese artículo. Tomaré muy en serio la pregunta que se me ha hecho: ¿cómo descubrir hoy los principios de la justicia? Es una pregunta por el método, por el cómo, del descubrimiento de los principios, más que por los principios en sí. Mis reflexiones girarán por lo tanto alrededor del método o de la epistemología de la Doctrina Social de la Iglesia. Me guía, entre otras fuentes, una encíclica de San Juan Pablo II que no es una encíclica social, sino sobre la relación entre fe y razón: Fides et ratio, publicada en 1998 [utilizaré la abreviación FR: http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091998_fides-et-ratio.html]. Ese documento contiene unas consideraciones de carácter general y epistemológico que son de gran relevancia para la metodología de nuestra búsqueda por los principios de justicia que ponen la economía y la sociedad en general al servicio de la persona humana. Y eso no solo por la bellísima consideración de Juan Pablo II de que la adquisición de la verdad a través de la fe humana es antropológicamente más rica que la evidencia: creer, de hecho,
“incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas» [FR, n. 32].
La fe, humana o sobrenatural, escribió el Papa, incluye relación y confianza. Tantas convicciones nuestras sobre la historia, el mundo, la sociedad, otras personas, etc., non son los resultados de nuestra experiencia personal inmediata, sino el fruto de algo que nos han dicho otros, a los que creemos porque son dignos de confianza o sencillamente porque confirman nuestros propios prejuicios e inclinaciones. Mucho de nuestro “saber” es “fe”. Sin esa fe no sería posible aprender nada, no tendríamos cultura común ni compartiríamos una identidad nacional. Obviamente, la ciencia exacta es un camino a la verdad, pero la difusión de sus descubrimientos presupone la fe de los muchos, que no somos capaces de comprender los detalles de la investigación, que los resultados que nos enseñan los científicos sean creíbles, es decir verdaderos. Si esa fe se basa sobre elementos justificados de credibilidad, la probabilidad es alta que nos llevará a la verdad que crea comunión, cultura y por lo tanto sociedad. Ya esa característica del proceso gnoseológico humano daría carta de ciudadanía a la Doctrina social de la Iglesia (en adelante DSI) en la sociedad: La moral social busca los principios de justicia que configuran la sociedad y la ordenan hacia el bien común. Por eso, reflexiona principalmente sobre las buenas relaciones humanas, basadas sobre la verdad y la libertad, la justicia y la caridad. Una sociedad que se autoconfigura basada sobre tan altos principios humanistas constituye un clima ideal para llegar a la verdad, porque rechaza falsedad y engaño, violencia y rencores que distraen de la pacífica adquisición de la verdad.
Esa apertura a la fe como fenómeno antropológico abre camino a la revelación cristiana y por eso también a la DSI. Si la fe humana, es decir, la fe como confianza es un camino a la verdad, ¿por qué excluir a priori la posibilidad de la fe sobrenatural? ¿No sería eso caer en un dogmatismo secularista, tan pernicioso como un dogmatismo religioso? Sin embargo, antes de entrar en la disquisición de las preguntas estrictamente teológicas, quisiera esbozar algunos desafíos que caracterizan el horizonte actual en el que se desarrolla nuestro dialogo.
II. Desafíos del contexto socio-cultural
¿Cuál es el marco socio-cultural que condiciona nuestra búsqueda por los principios de justicia en la sociedad? ¿Qué ambiente debe afrontar el mensaje de la DSI? Como siempre en la historia de la Iglesia, existen luces y sombras, oportunidades y obstáculos para su misión.
a) Por un lado, el secularismo se ha hecho más agresivo después del atentado a las torres gemelas el 9 de septiembre de 2001; y la posterior onda de violencia terrorista de carácter “pseudo-religiosa”, que tortura el mundo, no hace más que confirmar a los “nuevos ateos” que la religión fuera un mal. Un mal que, según ellos, antes del 9/11 se podía a regañadientes soportar, pero ahora se ha convertido en amenaza. Por eso, afirman equivocadamente los nuevos ateos, los que aman la libertad de Occidente deben luchar contra la religión como tal y combatirla como un “virus”.
Pero los nuevos ateos han perdido. En realidad, nunca desde la Ilustración se ha hablado tanto de religión. La religión pública está en aumento desde los años 1980 [Véase, por ejemplo, la obra “clásica” de José Casanova, Public Religions in the Modern World (Chicago and London: The University of Chicago Press, 1994)]. Además, la globalización en el trabajo nos fuerza a confrontarnos con otras creencias, y líderes como los papas recientes contribuyen a mantener en primer plano el tema de la fe.
b) También en los EE.UU., el país occidental más desarrollado, y tradicionalmente cristiano con una presencia religiosa pública sorprendente, el número de personas que se declaran creyentes está disminuyendo. La razón que muchos de los entrevistados dan para justificar su desafección es la incompatibilidad entre fe y ciencia. Eso confirma la percepción de Charles Taylor que vivimos culturalmente en un “immanent frame” [véase Charles Taylor, A Secular Age (Cambridge, Ma and London: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007), 594-617], es decir en una concepción cosmológica que intenta explicar todo y cualquier fenómeno solo en referencia a la realidad intramundana. Al mismo tiempo, y paradójicamente, el progreso y la difusión del secularismo hacen incomprensible el secularismo. En la medida en que el secularismo destruye la religiosidad, en tal medida una postura anti-religiosa pierde su sentido. Si el enemigo ya no existe, ¿contra qué estoy luchando? En realidad, como ya lo vio Niklas Luhmann [Niklas Luhmann, Funktion der Religion (Berlin: Suhrkamp, 1982)], secularidad es un concepto religioso.
A la vez, no poca gente descubre que la libertad que la superación de la religión y de la fe les había prometido, es un engaño. No es una liberación verdadera, sino un desamparo. Una persona que se encuentra en el desierto, sí está libre en el sentido que puede ir donde quiere. Pero, si no sabe cuál es el camino, ¿para qué le sirve su libertad? No es libre, ¡está perdida! Hemos conquistado con tanto esfuerzo la libertad, y una vez conquistada, la cultura occidental se siente como el joven Werther en la novela de Goethe: el único remedio que aparece al horizonte de la pérdida de sentido es el suicidio. No pocos, gracias a Dios, buscan una salida diversa a la auto-extinción. Notamos un nuevo tipo de “secularismo” en un mundo post-secular [José Mapril/Ruy Blanes/Emerson Giumbelli/Erin K. Wilson (ed.), Secularisms in a Postsecular Age? Religiosities and Subjectivities in Comparative Perspective (London: Palgrave-MacMillan, 2017)] que se manifiesta en una apertura mayor, sí atemática, pero post-crítica al sentido trascendente como novedad. El número de “dwellers” ha disminuido, pero ha aumento el número de “seekers” – personas que buscan ansiosamente la felicidad, la verdad, sentido en una espiritualidad y fe sin institución. Esas personas, si encuentran autenticidad cristiana en los testigos de la resurrección, tendrán también su encuentro con el Redentor Resucitado en su Cuerpo que es la Iglesia.
c) El tercer elemento que quisiera mencionar es la irrupción, no pocas veces violenta, del islam político en el mundo occidental que ha roto definitivamente el cómodo compromiso multicultural occidental. Ese credo político había declarado la igualdad de las religiones basada en la indiferencia de la religión en la esfera pública. Es decir, su solución falsa era que todas las religiones son iguales porque todas son igualmente excluidas o indiferentes [Véase Pierpaolo Donati, Oltre Il Multiculturalismo. La ragione relazionale per un mondo comune. (Roma-Bari: Laterza, 2008)]. En tal visión, si una religión desea aportar algo al discurso público-político debe traducirlo en términos seculares, no debe hablar como religión y en términos de fe. Ese consenso no existe más. Grandes porciones de ciudadanos europeos, bajo la guía de demagogos islámicos, piden la vigencia legal de la sharía en las ordenaciones legales nacionales de los países europeos donde sus abuelos, padres, o ellos mismos han inmigrado.
Por parte cristiana, ha habido propuestas muy interesantes de una “transformative accommodation”[Rowan Williams, “Civil and religious law in England: a religious perspective, in Islam and English Law”, en Islam and English Law: Rights, Responsibilities and the Place of Shari’a, ed. Robin Griffith-Jones (Cambridge: Cambridge University Press, 2013), 20 – 33.9]: se podría dar lugar a tribunales de la sharía siempre que esos tribunales respeten la dignidad humana de todas las personas y la igualdad de hombre y mujer. Aunque esta propuesta fue acérrimamente – y con razón – criticada por algunas feministas musulmanas [Elham Menea, Women and Shari’a Law (London: Tauris, 2016)], en este debate se ha abierto la posibilidad de atisbar una lealtad a un orden meta-positivo que antecede la ley civil y crea el sentido de pertenencia más allá de lo público-nacional en un orden sobrenatural. Un católico intuye aquí el redescubrimiento del derecho natural con otro nombre.
El contexto actual se presenta así bajo luces y sombras. Ahora podemos pasar a contemplar tres elementos de innovación o peldaños que nos ayudarán en la búsqueda de los principios de la justicia a la luz de la Fe. Nos señalan el camino o el método para nuestro descubrimiento.
III. Tres elementos de renovación de la Doctrina Social de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II
Me parece que podemos resumir esa renovación en tres puntos: la superación definitiva del “fideísmo social” para la moral social; la confirmación de la dimensión histórica del derecho natural; la centralidad de la cultura.
1. La superación del “fideísmo social”
Varias veces, la FR rechaza el fideísmo [FR 9, 25, 49, 52, 80] así como el racionalismo. Aquí me concentro en el fideísmo, no porque el racionalismo no fuera tan pernicioso como ese, sino porque hablaremos del racionalismo en la siguiente sección y el fideísmo ha tenido un mayor impacto en la DSI antes del Concilio Vaticano II. El fideísmo es una actitud de desconfianza para con la razón, que lleva a reducir todo saber verdadero a los contenidos de la revelación. Es una actitud que a veces tiene la apariencia de una gran piedad y religiosidad, como por ejemplo el rechazo del aristotelismo tomasiano por parte de los autores de la sapientia o eruditio christiana. El Concilio Vaticano I, ya en el siglo XIX, condenó el fideísmo. Sin embargo, el documento en que ese Concilio rechazó el fideísmo como contrario a la fe católica (la Constitución dogmática Dei Filius) tenía como principal objetivo defender la fe contra la crítica racionalista, no la razón contra la fe, y su enfoque eran las ciencias naturales no las ciencias sociales que apenas existían [Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, en El magisterio de la Iglesia: Enchiridion Symbolorum defintionum et declarationum de rebus fidei et morum, ed. Heinrich Denzinger y Peter Hünermann (Barcelona: Herder, 2000), n. 3000-3045]. Me explico: en el siglo XIX, con el auge vertiginoso de las ciencias naturales, fueron estas, las ciencias naturales, la mayor preocupación del magisterio. Los descubrimientos y resultados de las ciencias naturales (evolución, astrología, progreso técnico aparentemente ilimitado, medicina, etc.) pusieron en cuestión no pocas convicciones de la visión del mundo tradicional que habían sostenido creencias religiosas. Reinaba en el ambiente cultural un gran optimismo en la capacidad humana de resolver los desafíos de la vida con la mera razón humana. No fue tanto palpable el peligro del fideísmo, aunque sí existía, más bien su contrario. Sin embargo, el Concilio Vaticano I por su misión de verdad, claramente defendió también la razón humana como ordo cognitionis, no solo la Fe. De todos modos, lo que tenían en la cabeza los Padres del Concilio Vaticano I era el fideísmo que excluía el papel de la razón en las materias de las ciencias naturales. No pensaron explícitamente (tampoco la excluían, sencillamente no era el tema) en el fideísmo social, es decir en los temas tratados por la DSI, o en la verdad práctica en el comportamiento social. La Constitución dogmática Dei Filius es sobre la fe (de fide) no la moral (de moribus).
En consecuencia, el fideísmo social quedó como una actitud subyacente en el magisterio social hasta el Concilio Vaticano II. Con eso me refiero a la actitud que piensa que cualquier problema moral social (ética de la empresa, ética política, ética de la convivencia, etc.) puede ser resuelto con la revelación, y por tanto por el magisterio eclesiástico deduciendo las soluciones desde la fe e imponiéndolas a los laicos como un legislador legisla leyes en un Estado. Fue exactamente esta actitud una de las causas para la crítica sustancial al concepto del derecho natural, y a toda la DSI que hizo Joseph Ratzinger en el año 1964 [“Naturrecht, Evangelium und Ideologie in der katholischen Soziallehre. Katholische Erwägungen zum Thema”, in Gesammelte Schriften Band 4, Einführung in das Christentum. Bekenntnis – Taufe – Nachfolge (Freiburg – Basel – Wien: Herder, 2014), 769 – 776 (originalmente publicado en el año 1964)]. Esa actitud llevó al método deductivo en la aplicación del derecho natural, es decir a un cierto fideísmo social. Me repito intencionalmente: según esta convicción, toda la verdad moral social estaría contenida en la Revelación custodiada por el magisterio de la Iglesia católica. Esta, como legisladora, podría regular cualquier pormenor moral en una especie de positivismo moral legislativo. El Concilio Vaticano II ha cambiado ese método en su Constitución pastoral Gaudium et Spes. Aunque deja a salvo el principio que el magisterio eclesiástico puede declarar inmorales también actos particulares en la esfera socio-política, esas intervenciones quedan limitadas a la salvación de las almas y a los derechos de las personas [GS, 76], o sea a ocasiones de gran envergadura. Para los demás casos (la inmensa mayoría) de la DSI la Gaudium et Spes no propone el método inductivo, como fue erróneamente enseñado por algunos, sino un método que fue llamado “abducción” [Véase Hans-Jörg Sander, “Theologischer Kommentar zur Pastoralkonstitution über die Kirche in der Welt von heute Gaudium et spes”, in Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, vol 4, ed. Peter Hünermann y Bernd Jochen Hilberath (Freiburg – Basel – Wien: Herder, 2009), 581 – 916, 698-99]. Es en efecto una combinación de inducción y deducción: se parte de la fe o del hecho social, y mutuamente uno aprende del otro. La Iglesia enseña al mundo, pero también aprende de él. Obviamente, desde una perspectiva de la fe, la última palabra es Cristo la Palabra viva que revela el hombre al hombre. En consecuencia, la misión de la DSI es sobre todo un servicio de Fe: el ofrecimiento de sentido, la propuesta (no la imposición) de un horizonte sobrenatural en el que y solo en el cual la realidad descubre a sí misma como la que realmente es, creatura que sin el Creador desvanece. Ese servicio de la DSI es una hermenéutica de la conducta humana de la sociedad como tal. Comportamientos que parecen inocuos (¿que cambia mi esfuerzo por reciclar? ¿A quién afecta el salario justo que pago a mis empleados?, etc.) alcanzan una nueva importancia a la luz del amor de Jesucristo.
La FR, como encíclica centrada en la relación de fe y razón, completa o complementa el Concilio Vaticano I: siguiendo el cambio metodológico del Vaticano II para la DSI, añade el rechazo magisterial del fideísmo social a la condena anterior del Vaticano I del fideísmo en el campo de las ciencias naturales.
En esta línea metodológica, la FR desarrolla también la doctrina del Papa Pablo VI en su Carta Apostólica Octogesima adveniens (OA). En ese documento, Pablo VI había escrito que no era misión del magisterio proponer una única solución para las diversas situaciones en el mundo, sino correspondía “a las comunidades cristianas analizar objetivamente la situación de su país, aclararla a la luz de las palabras inmutables del Evangelio, inspirarse en los principios de la reflexión, los criterios de juicio y las directivas de acción en la enseñanza social de la Iglesia” [Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 4]. En la formulación de la línea apenas citada no queda del todo claro, si los principios, los criterios, y las directivas se encuentran en el mismo nivel epistemológico, es decir si son diversas expresiones de la DSI en el seno de la misma. Es decir, la cuestión es si es la DSI que produce principios, criterios, y directivas, o si, al contrario, los principios corresponden al nivel más alto y abstracto, los criterios a un nivel más concreto, y las directivas al más inmediato de la acción específica y particular. En otras palabras, ¿pertenecen los tres conceptos todos a la misma disciplina (la DSI), o son frutos de tres disciplinas con metodología diversa y alcance distinto? De nuevo es la FR que arroja luz sobre esa cuestión. En su n. 98 contiene unas líneas que vale la pena citar literalmente:
“En toda la Encíclica he subrayado claramente el papel fundamental que corresponde a la verdad en el campo moral. Esta verdad, respecto a la mayor parte de los problemas éticos más urgentes, exige, por parte de la teología moral, una atenta reflexión que ponga bien de relieve su arraigo en la palabra de Dios.”
El Papa consigna a la teología la reflexión sobre la palabra de Dios, es decir el nivel más alto y de mayor abstracción. Es el nivel de los principios de sabiduría que la Sagrada Escritura contiene. Sin embargo, sola, la teología no es capaz de resolver los desafíos concretos para la DSI porque el papa continua:
“Para cumplir esta misión propia, la teología moral debe recurrir a una ética filosófica orientada a la verdad del bien;…”
Este es el segundo nivel, el de la filosofía que propone una ética para la praxis política y social. Destaca en este campo la necesidad de la prudencia, como recta ratio agibilium, y de la justicia, como primer principio social. Come es sabido, Santo Tomás distingue varios campos de la prudencia: aquella política, económica, militar, etc., remarcando la necesidad imprescindible de un nivel metodológico medio.
Pero tampoco la filosofía es suficiente, porque para conocer las situaciones reales en las que se encuentran las personas se necesitan las ciencias sociales que el Papa menciona en otros pasajes de la encíclica. Solo así,
“[G]gracias a esta visión unitaria … la teología moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su competencia —como la paz, la justicia social, la familia, la defensa de la vida y del ambiente natural— del modo más adecuado y eficaz.”
De este modo, la FR aclara con mayor precisión la epistemología de la DSI trazada en OA. Los tres conceptos (principios, criterios, directivas de acción), por lo tanto, corresponden a tres niveles epistemológicos que residen en tres disciplinas: la teología o el nivel sapiencial; la filosofía o el nivel prudencial-ético; y el nivel operativo o técnico (ars como recta ratio factibilium). Esta distinción es para nada solo académica. Significa para la praxis que la política es una combinación de sabiduría, prudencia y arte o técnica. Ningún católico deseoso de servir a su patria en la comunidad política puede pensar que un entusiasmo religioso fuera suficiente, ni debe pensar que hablar bien en público o manejar la técnica de la dinámica de grupos lo fuese. Debe poseer las tres dimensiones arriba mencionadas.
Sin embargo, cabe preguntarse, ¿cuál de estas tres disciplinas tiene el mayor peso en la DSI? Es la filosofía, porque el evangelio no es un programa inmediatamente social o político o económico. El Nuevo Testamente posee un carácter marcadamente de ética individual. Jesús llama a cada una y a cada uno a una vida de seguimiento de Cristo y a entrar por la puerta estrecha en el reino de los Cielos a través de una justicia que supera aquella de los escribas y los fariseos [véase Mt 5:20]. En ningún lugar, Jesús dictamina leyes o habla de estructuras sociales, con la sola excepción de la revocación del divorcio. Sin embargo, el evangelio contiene muchas implicaciones para la vida social, piénsese a la descripción del Juicio Final o el mandamiento del amor o la parábola del Buen Samaritano (por cierto, también esta parábola es de fuerte carácter individual no institucional). Tampoco la virtud de la caridad, centro de toda la enseñanza moral del Señor, es un principio social inmediatamente aplicable como ley social. Los intentos de hacerlo han fallido clamorosamente, es más se han convertido en totalitarismos y opresión. Como ya vieron los estoicos [véase Cicerón, De Officiis, lb. I, 7 (20)], el primer principio social, la primera estructura para la sociedad es la justicia. A su vez, la justicia, una vez asentada, necesita la caridad para moderarla. Si no, se hace dura e inhumana. La centralidad del derecho natural en la tradición de la DSI demuestra que ni el evangelio ni la caridad son inmediatamente aplicables como programas político-sociales [específicamente para la FR véase Roberto Bosca, “Fides et Ratio. La Ley natural en la Doctrina social de la Iglesia”, en Ley y dominio en Francisco de Vitoria, ed. Juan Cruz Cruz (Pamplona: EUNSA, 2008), 253-263.]. Como ya se dijo al inicio, el derecho natural es una norma alcanzable por la razón. Recurrir a él manifiesta la convicción católica que Dios no ha revelado una ley civil sino los Diez Mandamientos como ley moral, y ha dejado la ordenación concreta de la sociedad a la inteligencia y cura humanas. Por eso también se da el carácter cambiante y a veces fluctuante de la DSI porque es una combinación de principios perennes con su aplicación histórica categorial, cuya formulación concreta cambia según las circunstancias a las que son aplicados los principios [véase Nota 1 Proemio de Gaudium et Spes].
Sin embargo, la teología juega un papel imprescindible también en la DSI. La revelación cristiana añade a la ética de la razón elementos específicamente cristianos, en particular la dimensión de la caridad que tiene su máxima manifestación en la Cruz de Cristo. Las virtudes de la Cruz no están en ningún catálogo de las virtudes paganas, alcanzables por la mera razón. Santo Tomas se refería a la Cruz como su libro donde aprendía a identificarse con Cristo: ama lo que amaba Cristo en la Cruz: la obediencia, la paciencia, el amor, la pobreza en medio de desprecio, deshonra, soledad, hambre, sed, y dolor de todo tipo; desprecia lo que despreciaba Jesús en la Cruz: el odio, la soberbia, la avaricia, el temor humano, etc. La FR subraya esa idea:
“El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia…. La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural… La filosofía, que por sí misma es capaz de reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la «locura» de la Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema.” [FR, 23]
La Cruz es de gran importancia también para la DSI, no solo porque es una llamada continua a proteger al inocente contra juicios injustos, sino porque es una llave intelectual que deja abierta la convicción que Cristo no se deja encerrar en ningún sistema. Su amor es como un terremoto continuo que hace imposible refugiarse cómodamente en construcciones humanas: siempre pide más el Amor.
Ya se aludió al carácter fluctuante e histórico de la DSI. Este es el segundo elemento de la renovación de la DSI después del Concilio Vaticano II, y de eso trataremos enseguida.
2. La confirmación de la dimensión histórica de la Doctrina Social de la Iglesia
Es un lugar común teológico (no un lugar teológico común) que durante el siglo XX la teología hizo un cambio copernicano desde el método suareziano de la predicación de verdades universales e inmutables a la mayor comprensión del desarrollo del misterio de la salvación, gracias también a John Henry Newman y su acento en el desarrollo de la doctrina cristiana [Rowland; John Henry Newman, The Development of Christian Doctrine]. En realidad, ese movimiento tiene un lejano antecesor en la tardía escolástica ibérica. Pensemos sobre todo a Melchor Cano quien en De locis theologicis enumera como último lugar teológico la historia sagrada y profana. Ciertamente, solo le sirve para la mejor comprensión del dato revelado, no como fuente de revelación, pero Cano descubre que la fe en un dogma presupone el dato histórico de la existencia del Papa o la legitimidad del Concilio que lo proclamó. También el probabilismo del siglo XVI era un sistema moral que intentaba alcanzar certeza operativa en un mundo real histórico y fluctuante. En un contexto más reciente, fueron el romanticismo, la dialéctica hegeliana y marxista, en el ámbito secular, y la teología de Newman en el ámbito eclesial, que en el siglo XIX prepararon el terreno para la convicción que las ideas de fe son vivas y se desarrollan en el tiempo, o no se desarrollan y entonces es una fe muerta. Por eso, la tradición es la fe viva de los muertos; el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos.
Explicando los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II, Benedicto XVI, como es sabido, ha contrastado la hermenéutica de la discontinuidad y ruptura a la correcta hermenéutica de la reforma. Continuidad en los principios es compatible con discontinuidad en la aplicación a las circunstancias concretas, y en el caso de la libertad religiosa como elemento importante de la estatalidad moderna, la Iglesia en su DS ha vuelto a sus raíces [véase Benedicto XVI, Discurso 22 de diciembre de 2005; Martin Schlag, Annales Theologici ]. Ya antes del papa Benedicto XVI, Juan Pablo II en su FR había resaltado fuertemente la importancia de la historia para la fe:
“La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo, tiene lugar en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4)…. La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia…. La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13)…. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.” [FR, 10-12]
Lejos del papa predicar un relativismo historicista [véase FR, 87], lo que desea expresar es el desarrollo del dato revelado bajo la guía del Espíritu Santo. Propone no un relativismo sino un “relacionalismo”, en el sentido que esboza en otro lugar:
“Como inteligencia de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el contenido de la fe con una conceptualización coherente.” [FR, 92]
Se trata pues, de hacer relucir toda la fuerza de la verdad evangélica de modo autentico en las diversas circunstancias históricas.
En el ámbito de la DSI la experiencia de los siglos nos dice que el recurso a verdades ultimas en política puede ser muy peligroso. Ya Jean Bodin había intuido que en la ética política el orden de valores es invertido en comparación con el orden de valores en la ética individual. Allí, en la ética individual, Dios, su gracia y la verdad religiosa ocupan el primer puesto, después vienen la familia, los amigos, y otros valores espirituales, para llegar a las necesidades corporales (comida, casa, vestido, etc.) en los lugares más bajos. Sin embargo, para la política el orden es al revés: no es tarea del Estado decidir sobre cuestiones de fe, o imponer culto a Dios, sino su tarea fundamental es asegurar las necesidades materiales, la convivencia pacífica y justa en libertad. Es decir, el estado moderno se limita a procurar el bien común temporal dejando a la libertad responsable de conciencia las cuestiones más altas de la fe y religión.
En la DSI fueron las encíclicas Pacem in Terris de San Juan XXIII y Centesimus Annus de San Juan Pablo II que superaron lo que llamo “esencialismo socio-político” y lo sustituyeron con un “institucionalismo pragmático-ideal”. Me explico: La neo-escolástica había recuperado el método iusnaturalista que funciona bien para la ética individual. La naturaleza humana se mantiene estable a través de los milenios. Todos los hombres de todos los tiempos tienen alma y cuerpo, pasiones y corazón, hambre por la verdad y el bien, miedo a la muerte y ganas de amar y ser amados. De allí es posible entrever los fines naturales que alcanzamos en las virtudes como hábitos de elección. En contraste, ¿cómo se usa ese método con el Estado u otros entes colectivos? No faltan intentos fallidos en la historia de la Iglesia: el monarquismo, el corporativismo, etc. Fue de la experiencia política y social del mundo anglo-sajón que la DSI moderna ha aprendido un camino quizás más humilde pero más eficaz: basarse en la experiencia de lo que funciona para el bien común de las naciones (pragmatismo-ideal); no fiarse en solo las virtudes de los gobernantes, sino crear sistemas de control mutuo, de división de poder; la garantía de derechos individuales que limitan el poder central. En una palabra, el estado moderno liberal constitucional de derecho con sus sistemas de protección social para los excluidos y marginados.
Estudios recientes nos han hecho entender mejor que el factor determinante para la riqueza y prosperidad de las naciones son las instituciones políticas de la nación. O son inclusivas porque consiguen distribuir más o menos ecuamente el poder político y económico o son extractivas: toda la riqueza es absorbida por una pequeña elite de poderosos que se reservan abundantes medios para alcanzar la educación y la salud que permiten subir [véanse Daron Acemoglu and James A. Robinson, Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty(New York: Crown Business, 2012)].
El hincapié que la filosofía y la teología recientes, y también el magisterio, ponen en la dimensión histórica de la verdad, cuando se traduce a la DSI, paréceme indicar el camino del institucionalismo pragmático-ideal también para la doctrina social católica. Concuerda con el programa de Joseph Ratzinger que intentó salvar los elementos positivos del proyecto político-social de la Ilustración (derechos humanos, libertad religiosa, soberanía popular, democracia, etc.) de su autodestrucción por haber cortado con sus raíces cristianas. Por eso el esfuerzo del Papa Benedicto XVI para ampliar el concepto de razón, y de hacer entender que fe y razón se requieren también en la vida social. En su famoso discurso en Subiaco, después de haber alabado los logros de la modernidad, frutos de la Ilustración, dijo que las filosofías modernas ilustradas
“están basadas en una autolimitación de la razón positiva, que resulta adecuada en el ámbito técnico, pero que allí donde se generaliza, provoca una mutilación del hombre. Como consecuencia, el hombre deja de admitir toda instancia moral fuera de sus cálculos, y –como veíamos– el concepto de libertad, que a primera vista podría parecer que se extiende de manera ilimitada, al final lleva a la autodestrucción de la libertad.” [Joseph Ratzinger, Discurso 1 de abril de 2005; https://es.zenit.org/articles/la-ultima-conferencia-de-ratzinger-europa-en-la-crisis-de-las-culturas/]
En su encíclica Deus Caritas Est el Papa Benedicto XVI aplicó esta consideración a la DSI, y nos dejó unas líneas iluminadas que tienen su respaldo en la importancia que Juan Pablo II atribuyó a la historia. Benedicto XVI acoge la herencia doctrinal de su predecesor y la desarrolla para dejar espacio al estado moderno, y a la vez salvar la razón política de su perversión, ceguera y cerrazón ideológica. Para determinar con mayor precisión la relación entre la Iglesia, por un lado, y el Estado y la sociedad, por otro, recurre a la relación entre fe y razón.
“Ya se ha dicho que el establecimiento de estructuras justas no es un cometido inmediato de la Iglesia [entendida como jerarquía, MS], sino que pertenece a la esfera de la política, es decir, de la razón auto-responsable. En esto, la tarea de la Iglesia es mediata, ya que le corresponde contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operativas a largo plazo.” [Benedicto XVI, Deus Caritas Est, 29 (énfasis añadida). En adelante usaré la abreviación DCE]
Es sumamente importante que el Papa Benedicto XVI hable de una tarea mediata (officium intermedium). Con esta expresión el Papa revoca la teoría de la potestad indirecta del magisterio de la Iglesia sobre la esfera temporal de la política, como explica en la misma encíclica: La fe
“es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado.” [DCE, 28]
Con mayor claridad aun el Papa Benedicto XVI saca las consecuencias de la mutua relación e interdependencia de fe y razón, magisterio y sociedad en su discurso en Westminster en el año 2010. Después de rechazar la idea de que la religión pudiese dictaminar leyes o intervenir directamente en decisiones políticas, declara que el papel de la religión cristiana
“consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana.… Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe —el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas— necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización. » [http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2010/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20100917_societa-civile.html”]
Es importante resaltar lo que el papa señala: fe y razón se necesitan mutuamente, y por lo tanto también “racionalidad secular” e Iglesia. La fe deja total libertad a la “racionalidad secular”, y con ella, da espacio al estado moderno con su mayor comprensión de la importancia de las instituciones y el ordenamiento legal. ¿Que mejor lugar para buscar los principios de justicia para la sociedad que en la experiencia de siglos con las instituciones políticas que han llevado a paz y prosperidad?
El programa de salvación de la Ilustración de su propia autodestrucción nos lleva al tercer elemento de renovación de la DSI, o sea la importancia de la cultura.
3. La centralidad de la cultura en la Doctrina Social de la Iglesia
El tema de la Ilustración me sirvió de puente a la sección sobre la cultura porque fue exactamente la cultura latinoamericana que causó una recepción de la Gaudium et Spes diversa en América Latina que en Europa, y tiene que ver con la Ilustración. Ese modo diverso de recepción es muy aleccionador también en un contexto universal porque es un ejemplo como la mediación cultural condiciona la comprensión de textos.
Ratzinger mostró en su Theologische Prinzipienlehre que en Europa, especialmente en los Países Bajos, la Constitución pastoral fue acogida con la ilusión de tener en manos un Contra-Syllabus que finalmente permitiese reconciliarse con la Ilustración y la modernidad. No así en América Latina donde la Ilustración había sido tiempo de esclavitud, de supresión de la Compañía de Jesús, y origen de las ideologías y sistemas que –según la percepción de muchos– seguían explotando a las naciones de la mitad meridional del continente. En América Latina la vuelta paradigmática de la Gaudium et Spes dio origen a la Teología de la Liberación y una mayor preocupación por los pobres y la cultura.
Antes de proseguir con esa línea de pensamiento, miremos en que consistía ese cambio metodológico introducido por la Gaudium et spes. La constitución pastoral en su subtitulo se llama “sobre la Iglesia en el mundo actual”. No es meramente una indiferente combinación de palabras. León XIII había concebido la relación entre Iglesia y Estado de modo análogo a las relaciones entre dos príncipes o dos estados reguladas por concordatos. En su tiempo la Constitución pastoral se habría probablemente llamado “La Iglesia y el Estado actual”. Según el modelo antiguo, el Estado abría su territorio a las instituciones de la Iglesia, las protegía, y prometía conformidad de las leyes civiles a los principios morales enseñados por el magisterio eclesiástico. En cambio, le Iglesia rezaba por el monarca y lo apoyaba. Era el sistema de unión de trono y altar que había emanado de la paz de Westfalia: cuius regio eius religio. Era un modelo de evangelización desde arriba: desde arriba, con medios estatales de coacción, se imponían la religión y la conformidad con la moral cristiana.
La GS, en cambio, ya con su subtitulo “en el mundo”, eligió un método diverso: una evangelización desde dentro, o desde abajo hacia arriba. El Concilio tomó nota del hecho que las sociedades modernas eran democráticas y pluralistas, y que el adecuado método en esas circunstancias requería la intervención de los laicos. Es la hora de los laicos católicos, ciudadanos del mundo que en su propio derecho y estando ya dentro de las estructuras y mecanismos del mundo, en pleno respeto de la autonomía relativa de las realidades terrenas están llamados a iluminar desde dentro la sociedad con la luz de Cristo y calentarla con el Amor de su Corazón. Aunque las leyes civiles jueguen un papel considerable en ese proceso, no son ellas el medio principal para alcanzar el fin deseado. La nueva evangelización que el Concilio Vaticano II quería promover ha sido llamado un proceso de cambio cultural, un proyecto cultural [véase Francis Cardinal George, The Difference God Makes: A Catholic Vision of Faith, Communion, and Culture (New York: The Crossroad Publishing Company, 2009), 38-41].
Juan Pablo II se puede llamar propiamente “el papa de la cultura”. Fue una preocupación constante suya llamar la atención a su importancia, y defenderla. En su último libro Memoria e Identidad dedicó todo un capitulo a reflexionar sobre la cultura y la nación [Pope John Paul II, Memory and Identity. Personal Reflections. London: Weidenfeld & Nicolson, 2005, 91-97]. En el relato del Génesis, concretamente en Gen 1:28 ve la más antigua y más completa explicación de la cultura. El mundo fue confiado al dominio de la humanidad del varón y de la mujer como don y tarea. La tarea es vivir según la verdad, y estructurar todo según esta verdad. En este libro cita su propio discurso a la UNESCO en al año 1980:
“El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura. La vida humana es cultura también en el sentido de que el hombre, a través de ella, se distingue y se diferencia de todo lo demás que existe en el mundo visible: el hombre no puede prescindir de la cultura. La cultura es un modo específico del «existir» y del «ser» del hombre. El hombre vive siempre según una cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana….”
Uno de esos lazos es la comunidad nacional en el que vivimos:
“La nación es, en efecto, la gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe «por» y «para» la cultura, y así es ella la gran educadora de los hombres para que puedan «ser más» en la comunidad. La nación es esta comunidad que posee una historia que supera la historia del individuo y de la familia» [Juan Pablo II, http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1980/june/documents/hf_jp-ii_spe_19800602_unesco.html]
No nos puede sorprender que la cultura tenga un lugar destacado también en el magisterio de los papas recientes [véase FR, 61, 70-71; Benedicto XVI, Discurso de apertura de la 5a Asamblea general del CELAM en Aparecida, en 2007, http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2007/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20070513_conference-aparecida.html; Francisco: “La Iglesia siempre ha estado presente en los lugares donde se elabora la cultura.” Francisco, Discurso a los participantes en la asamblea diocesana de Roma, junio 2013, http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2013/june/documents/papa-francesco_20130617_convegno-diocesano-roma.html]. Las consideraciones de los papas giran alrededor del encuentro de la fe con las diversas culturas del mundo. Subrayan que el evangelio, cuando es correctamente inculturado, no significa nunca una alienación de la respectiva cultura, sino al contrario su purificación y perfección. Una cultura verdaderamente conforme al hombre y a la mujer es una cultura abierta a la verdad, y por lo tanto abierta a Cristo. Aceptando a Cristo descubre a si misma de un modo más humano y más gratificante:
«Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta. En última instancia, sólo la verdad unifica y su prueba es el amor. Por eso Cristo, siendo realmente el Logos encarnado, «el amor hasta el extremo», no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona; por el contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las culturas es lo que les da su identidad última, uniendo a la humanidad y respetando a la vez la riqueza de las diversidades, abriendo a todos al crecimiento en la verdadera humanización, en el auténtico progreso. El Verbo de Dios, haciéndose carne en Jesucristo, se hizo también historia y cultura» [Benedicto XVI, Discurso de apertura de la 5a Asamblea general del CELAM en Aparecida, en 2007].
Palabras como esas tienen una importancia enorme para la DSI. Corrigen la reacción latinoamericana inicial a la GS, la Teología de la liberación, a la que el magisterio pontificio se refiere negativamente por su conexión con el marxismo [FR, 54]. Al mismo tiempo al subrayar la importancia de la historia y de la cultura utiliza palabras, expresiones y giros que podrían encontrarse en los escritos de Lucio Gera [Virginia Raquel Azcuy, Carlos Galli, Marcelo González (ed.), Escritos Teológico-Pastorales de Lucio Gera, vol 1: Del Preconcilio a la Conferencia de Puebla (1956 – 1981), Buenos Aires: Agape Libros – Facultad de Teología UCA, 2006; Virginia Raquel Azcuy, Carlos Galli, Marcelo González (ed.), Escritos Teológico-Pastorales de Lucio Gera, vol 2: De la Conferencia de Puebla a nuestros días (1982 – 2007), Buenos Aires: Agape Libros – Facultad de Teología UCA, 2007.], Juan Carlos Scannone [Juan Carlos Scannone, Quando il popolo diventa teologo. Protagonisti e percorsi della teología del pueblo. Bologna: EMI, 2016] u otros autores de la Teología del Pueblo, que han influido al Papa Francisco que, en realidad no dice otras cosas que sus predecesores, aunque de modo y con énfasis diversos.
Conclusiones
En estas líneas hemos recorrido unos peldaños metodológicos para discernir el camino que la Doctrina Social de la Iglesia actual toma en su búsqueda por los principios de la justicia en el ámbito socio-económico. Hemos visto que el magisterio pontificio rechaza el “fideísmo social” para animar a los cristianos laicos a ejercer su conciencia rectamente formada; que la experiencia socio-política anglosajona es el patrón para el enfoque pragmático-idealista que aprende de la historia; y que la DSI ha optado por un programa de transformación cultural para llevar a cabo la evangelización de la sociedad contemporánea.
Ciertamente, no he enumerado ni mucho menos pormenorizado esos principios de la justicia. Algunos lectores podrían echarlos en falta. Sin embargo, es más importante trazar el camino que dar todo por hecho, que por cierto ni es posible. La historia está en nuestras manos como una aventura abierta. Lo que es cierto es que Cristo es el Señor de la historia y a la vez el Gran Disturbador que nos despierta del sueño de la comodidad y nos sacude de falsas seguridades que nos hemos fabricado con estructuras humanas. Cristo es siempre más, pide más justicia y más caridad – y llama a nuestros corazones para una respuesta magnánima que no se achica ante tanta hermosura y tanto desafío.