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Miembro de Theos, un laboratorio de ideas londinense que promueve el debate sobre el papel de la religión en la sociedad, Nicholas Spencer acaba de publicar un libro (aún no traducido) titulado Magisteria: la enredada historia de la ciencia y la religión. Es un experto en ese tema: se ha ocupado de ese asunto en publicaciones anteriores así como en varios medios e incluso en una serie para la BBC.


AVANCE

¿Enemigas íntimas? ¿Irreconciliables? ¿Están la ciencia y la religión condenadas a no entenderse? Ese es el título de un artículo en The Economist donde se recoge el lanzamiento del libro de Nicholas Spencer. Su postura da cuenta de los acercamientos y distanciamientos que a lo largo de la historia han tenido una y otra y trata de encontrar planteamientos no excluyentes. Para las posiciones de máximos, esas que se arrogan el derecho a expulsar a la otra, Nicholas Spencer habla de «extralimitación disciplinaria». Tampoco le convence, por simplista, la solución que dio el biólogo evolucionista Stephen Jay Gould en su libro Ciencia versus religión, un falso conflicto: la fórmula casi mágica de los «magisterios no superpuestos», según la cual la ciencia se ocuparía del ámbito empírico, la religión del plano de los valores sin interacción entre ambas. «Spencer no cree que la división sea tan clara. «La ciencia y la religión se solapan parcialmente», opina. «Se solapan en nuestro interior». En otras palabras, el ser humano es complejo, y debería ser capaces de tolerar la complejidad sin declararse la guerra», concluye el artículo. 

Por el camino, en nuestro rastreo de las relaciones entre ciencia y religión, aparecen documentos valiosos como una carta remitida por prestigiosos científicos (entre ellos, el recientemente fallecido Francisco Ayala) al papa Benedicto XVI para ratificar la validez de la carta de otro papa, Juan Pablo II, a la Academia Pontificia donde se manifestaba la compatibilidad de la racionalidad científica y el compromiso espiritual de la Iglesia con el propósito y el significado divinos en el universo; y otra carta de Darwin a un contemporáneo, William Graham Sumner, cuyo libro le hizo reflexionar hasta el punto de dirigirle sus discrepancias y dudas: «Usted ha expresado mi convicción interna, aunque mucho más vívida y clara de lo que yo podría haberlo hecho, de que el Universo no es el resultado del azar».


ARTÍCULO

Su Santidad:

En su magnífica carta a la Academia Pontificia en 1996 sobre el tema de la evolución, el papa Juan Pablo II afirmó que la racionalidad científica y el compromiso espiritual de la Iglesia con el propósito y el significado divinos en el universo no eran incompatibles. El papa aceptó que la evolución biológica había superado la fase hipotética como principio rector de la comprensión de la evolución de las diversas formas de vida en la Tierra, incluida la humana. Al mismo tiempo, reconocía con razón que el significado espiritual que se extrae de las observaciones y teorías científicas queda fuera de las propias teorías científicas. En este sentido, afirmar que la evolución implica definitivamente una falta de divinidad, y/o de propósito divino en la naturaleza es tanto una afrenta a la ciencia como a la Iglesia.

Así se dirigía en el verano de 2005, al papa Benedicto XVI, el científico Lawrence M. Krauss, por aquel entonces Director del Centro de Educación e Investigación en Cosmología y Astrofísica de la Case Western Reserve University, asesorado por el recientemente fallecido biólogo genetista, y especialista en evolución, Francisco Ayala, junto con algunos colegas más.

Religión y ciencia, ¿condenadas a no entenderse?

El conflicto no es nuevo, ya que acompañó a la teoría de la evolución casi desde su mismo lanzamiento del libro de Darwin a mediados del XIX. A finales de ese mismo siglo, como recoge un artículo reciente publicado en The Economist, se publicaron otros dos títulos significativos y con una década de diferencia. Uno fue The creed of science (El credo de la ciencia), donde el académico William Graham, el primero que impartió una cátedra de sociología en Yale, intentó conciliar las nuevas ideas científicas con la fe. En algún punto lo criticaba; cuestionaba la visión científica de Darwin y otros como una especie de convicción religiosa.

Escrito en 1884 por el economista, historiador y sociólogo William Graham Sumner, «El credo de la ciencia» cuestionaba, de alguna manera, la visión científica de Darwin.

El libro tuvo bastante éxito y Charles Darwin lo leyó con mucha atención. El texto le hizo reflexionar hasta el punto de escribir una carta al autor para manifestarle su aprecio y el curso de sus pensamientos:

Estimado Señor

Espero que no piense que es una intromisión por mi parte agradecerle de corazón el placer que me ha proporcionado la lectura de su admirablemente escrito, aunque todavía no lo he terminado del todo, ya que ahora que soy viejo leo muy despacio. Hacía mucho tiempo que ningún otro libro me había interesado tanto. La obra debe haberle costado varios años y mucho trabajo, con pleno tiempo libre para trabajar. Probablemente no esperará que nadie esté totalmente de acuerdo con usted en tantos temas abstrusos; y hay algunos puntos en su libro que no puedo digerir. El principal es que la existencia de las llamadas leyes naturales implica un propósito. Por no mencionar que muchos esperan que algún día se descubra que las diversas grandes leyes se derivan inevitablemente de una única ley; sin embargo, si tomamos las leyes tal como las conocemos ahora, y miramos la luna, lo que la ley de la gravitación -y sin duda la de la conservación de la energía-, la teoría atómica, etc., etc., mantienen, no puedo ver que entonces haya necesariamente ningún propósito. ¿Habría propósito si en la luna existieran sólo los organismos más bajos desprovistos de conciencia? Pero no tengo práctica en el razonamiento abstracto y puedo estar muy equivocado. Sin embargo, usted ha expresado mi convicción interna, aunque mucho más vívida y clara de lo que yo podría haberlo hecho, de que el Universo no es el resultado del azar. Pero siempre me asalta la horrible duda de si las convicciones de la mente humana, que se ha desarrollado a partir de la mente de los animales inferiores, tienen algún valor o son dignas de confianza. ¿Confiaría alguien en las convicciones de la mente de un mono, si es que hay convicciones en tal mente?

La carta completa sigue y es interesantísima. Al final el científico se despide pidiendo disculpas «por haberle molestado con mis impresiones: mi única excusa es la excitación que su libro ha despertado en mi mente».

El otro libro fue Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia escrito por John William Draper, un posdarwinista muy exitoso, tanto en Estados Unidos como en Europa. En su obra, recuerda el artículo de The Economist, «afirmaba la incompatibilidad total entre la ciencia y la religión. Promocionado con denuedo por su editor, el libro tuvo cincuenta tiradas en Estados Unidos y veinticuatro en Gran Bretaña, y se tradujo al menos a diez idiomas. El bestseller de Draper narraba una historia de antagonismo que, desde entonces, ha sido la forma dominante de ver esta relación».

John William Draper escribió una historia de antagonismo entre religión y ciencia que hizo fortuna: ha sido la forma dominante de ver esta relación

«Magisteria»: el camino intermedio

Contra la drástica decisión, haciendo inventarios de otras hipótesis más conciliadoras, acaba de publicarse Magisteria, un nuevo editado por Simon & Schuster y firmado por Nicholas Spencer.  Miembro de Theos, un think thank religioso radicado en Londres, que promueve el debate sobre el papel de la creencia en la sociedad, Spencer se ha ocupado del asunto en publicaciones anteriores así como en varios medios e incluso en una serie para la BBC. Su tesis es que el enfoque de la división insuperable entre religión y ciencia, adoptado por Richard Dawkins y otros, es engañoso. Durante siglos, afirma, la ciencia y la religión han estado «interminable y fascinantemente enredadas». Cierta dosis de conflictividad sería «entendible, pero no inevitable».

Nicholas Spencer: Magisteria. La enredada historia de la ciencia y la religión. Simon & Schuster, 2023.

El artículo de The Economist es una presentación de dicho libro del tratamiento de los cruces históricos entre ciencia y religión más o menos abundantes y conflictivos, según la época; «desde la ciencia antigua, en la que «lo divino estaba en todas partes», pasando por el califato abasí de Bagdad en el siglo IX y Maimónides, ilustre pensador judío del siglo XII, hasta la inteligencia artificial. De vez en cuando lanza salvas contra los ideólogos de ambos bandos», se lee, para quienes ven en ciencia y religión dos bandos irreconciliables.

El autor sostiene que decir «ciencia medieval» no es un oxímoron. Y el artículo prosigue: «Tampoco lo es el racionalismo religioso. En el siglo XI, Berengario de Tours sostenía que «es por su razón por lo que el hombre se parece a Dios». Según Spencer, a medida que se extendía la disidencia religiosa tras la Reforma, la teología ayudó a incubar la ciencia moderna mediante la propagación de la duda sobre las instituciones y el resquebrajamiento de las ortodoxias. Por su parte, una tribu emergente de naturalistas se empleó, cincel y martillo en mano, en demostrar que la creación apuntaba hacia un creador».

El autor de Magisteria, Nicholas Spencer, sostiene que decir «ciencia medieval» no es un oxímoron y que la teología ayudó a incubar la ciencia moderna al propagar de la duda

No pueden faltar las polémicas entre Galileo, Darwin y John Scopes (el profesor procesado en Tennessee en 1925 por enseñar la evolución). Ni algunos intentos de acercamiento, aunque fuera de boquilla. El artículo trae a colación el caso de Thomas Sprat, decano de Westminster y biógrafo de la Royal Society, quien opinó en 1667 que, «en sus experimentos, los hombres «pueden estar de acuerdo o disentir, sin facciones ni ferocidad». No siempre fue así, como demostraron las rencillas de Isaac Newton con sus colegas. Sin embargo, según Spencer, al ofrecer un foro para un debate más sosegado que escapaba al control clerical, «la ciencia salvó a la religión de sí misma»».

Zapatero… a tus zapatos

La lista de científicos creyentes incluye nombres como Michael Faraday y James Clerk Maxwell, Gregor Mendel o Georges Lemaître, «el sacerdote belga que, basándose en cálculos matemáticos, propuso por primera vez que el universo estaba en expansión y que, por tanto, tenía un principio». El mismo que afirmó algo a lo que el autor de Magisteria da mucha importancia y resalta The Economist: «En 1933, Lemaître hizo lo que, para Spencer, es una observación clave: «Ni san Pablo ni Moisés tenían la menor idea de la relatividad». Los autores de la Biblia podían conocer o abarcar «la cuestión de la salvación», pero en otros asuntos eran tan sabios o tan ignorantes como su generación». En otras palabras, ciencia y religión no son intentos diferentes de ocuparse de lo mismo. Lemaître advirtió al Papa de que no sacara conclusiones teológicas de su trabajo sobre el cosmos».

Las hipótesis conciliadoras no lo han tenido nada fácil en los últimos tiempos. «La sociobiología ‒se lee en The Economist‒ pretende ahora explicar toda la vida y el comportamiento humanos, incluida la moralidad y la mente, en términos de evolución», mientras, por otra parte, «fanáticos religiosos siguen rechazando la teoría de Darwin». Frente a unos y otros, Nicholas Spencer llama «extralimitación disciplinaria» al hecho de que una de las partes se sienta en condiciones de expulsar a la otra. Y lo expresa de manera gráfica: «La neurociencia no tiene más posibilidades de encontrar la moralidad o el alma en una resonancia magnética que los éticos o teólogos de encontrar pruebas de la actividad del lóbulo frontal en la Ética a Nicómaco o en la Biblia».

Spencer llama «extralimitación disciplinaria» al hecho de que una de las partes, ciencia o religión, se sienta en condiciones de expulsar a la otra

Stephen Jay Gould: Ciencia versus religión. Un falso conflicto. Booket

En el libro titulado Rocks of Ages (publicado en 1999 y titulado en español Ciencia versus religión, un falso conflicto), el biólogo evolucionista Stephen Jay Gould, sostenía que la tensión entre ciencia y religión era un constructo mental, una convención, y lo resolvió de forma casi mágica con una expresión que hizo fortuna: la de los «magisterios no superpuestos». La ciencia se ocupaba del ámbito empírico, la religión operaba en otra esfera: el plano de los valores. Volviendo al artículo de The Economist, «Spencer no cree que la división sea tan clara. «La ciencia y la religión se solapan parcialmente», opina. «Se solapan en nuestro interior». En otras palabras, los seres humanos somos complejos, y deberíamos ser capaces de tolerar la complejidad sin declararnos la guerra».