El planteamiento de la existencia de un Islam Liberal ya constituye un dato esencial de futuro. O el Islam se incorpora al mundo o se convertirá en una idea peligrosa que genera violencia y fanatismo.
En un reciente discurso ante el American Enterprise Institute, el presidente George W. Bush asombró a sus oyentes cuando, al referirse a «la batalla por el futuro del mundo islámico», aseguró que «existen indicios esperanzadores de un deseo de libertad». «Desde Marruecos hasta Bahrein -añadió-, los países están tomando medidas verdaderas hacia la reforma política y económica». Para el presidente americano la derrota del régimen iraquí y la desaparición de Sadam Husein debería servir como «inspiración de libertad» para las restantes naciones musulmanas.
Tanto por el lugar donde estas palabras fueron pronunciadas -el templo del liberalismo norteamericano- como por el momento -la preguerra- muchos vieron en ellas el anuncio de un plan estratégico de la primera potencia para recomponer o remodelar la geoestrategia regional (Oriente Medio), donde conviven difícilmente países tan disímiles como Arabia Saudí, Siria, Irak, Palestina, Líbano o Kuwait. El común denominador de todos ellos es de carácter étnico y cultural (todos los árabes) pero, sobre todo, religioso: el Islam es la religión preponderante y casi exclusiva.
En la misma longitud de onda intelectual, Condoleéza Rice, la poderosa consejera de Seguridad Nacional del presidente, aseguraba días después que Irak, con una población instruida como la suya, era «capaz de iniciar la senda del desarrollo democrático». Son muchas las voces, dijo la señora Rice, que se elevan en el momento actual en todo el mundo árabe en favor de una reforma política y económica.
Qué reforma y quiénes podrán inspirarla son preguntas obligadas ante una visión tan optimista del futuro, precisamente cuando el horizonte regional y mundial aparece tan sombrío. Es obvio que para la política exterior americana -y europea, aunque en menor medida- la única reforma aceptable y viable es la que incide en la democracia representativa y parlamentaria, las libertades públicas, el respeto de los derechos humanos y la economía de libre mercado -es decir, lo que en Occidente se llama modernidad o incluso posmodernidad-.
Pero cómo hacer esta cesta sin mimbres, se preguntarán sin duda muchos en América y en Europa; cómo promover una reforma de estas características sin precursores ni gestores ni, aparentemente, fuerzas sociales que la sostengan. En un mundo islámico caracterizado – al menos, en la imagen más socorrida que Occidente tiene de él- por el fanatismo, la pobreza, la corrupción, la segregación y el odio al otro, parece un tanto ingenuo, por no decir inocente, creer que los heraldos modemizadores, liberales e ilustrados pueden improvisarse, emerger de la nada, reproducirse e imponerse en una sociedad anclada en los mitos más reaccionarios, una historia más o menos inventada y el resentimiento irreductible contra quienes no aceptan sus presupuestos culturales o religiosos.
La pregunta: ¿hay un Islam liberal?, deberá sin duda replantearse en el futuro porque constituye un dato esencial del futuro. O el Islam se incorpora al mundo o se convertirá en una rémora peligrosa que genere violencia y fanatismo.
Muchos han sido en el pasado los autores, especialistas o aficionados que abordaron este problema. No creo engañarme si digo que en el futuro serán muchos más si, como algunos creen, el crecimiento del fundamentalismo islámico se mantiene e intensifica. A estas alturas todo indica que, en efecto, esta deriva hacia el fanatismo excluyeme será difícil de frenar si no se produce una reacción generalizada de las propias sociedades donde aumentan las corrientes islamistas más radicales. Pero ¿cómo promover esta reacción modernizadora precisamente cuando las sociedades islámicas se sienten atacadas por fuerzas exteriores, supuestamente hostiles?
En un libro de lectura aconsejable rirulado significativamente Islam y libertad, el político y escritor tunecino Mohamed Charfi asegura que las razones inspiradoras del fanatismo islámico se basan en un malentendido histórico que convendría desmontar, como es el del «retomo a un Estado islámico», un Estado que nunca existió sino como una ilusión milenarista e irracional que historiadores y científicos han intentado desacreditar en… Occidente, y que los teólogos y predicadores del Islam han exaltado y convertido en verdad revelada.
Es muy discutible, desde luego, que Mahoma hubiera creado un Estado aparte de una religión y una comunidad («umma») de fíeles. «Difícilmente-escribió recientemente Jerónimo Páez:-, ya que ni tuvo tiempo ni pudo ser consciente ni reguló la sucesión». Fue a partir de su muerte, al iniciarse la expansión árabe, cuando la religión islámica se identificó con el Estado: una simbiosis rechazada tajantemente por los librepensadores musulmanes -que existen, aunque sean rara avis como el ulema de la universidad de Al Azar de El Cairo, Alí Abderrazak, autor de un libro imprescindible, recientemente vertido al español: Los fundamentos del poder -. Este autor advierte que el Islam es sólo una religión y no regula las relaciones entre el poder político y los ciudadanos, un problema que el cristianismo resolvió, en su opinión, hace veinte siglos.
Tras la muerte del Profeta, las sociedades islámicas elaboraron una serie de códigos de conducta para regular las relaciones políticas reflejadas en la sharia o ley islámica, un conjunto de normas y prescripciones cuya lectura actual, por muy benévola que sea, difícilmente puede disimular su incompatibilidad con los derechos humanos, las libertades y la modernidad.
El cristianismo, pese a etapas de oscurantismo y fanatismo indudables, pudo modernizarse y pasar, no sin fracturas ni dificultades, desde la Contrarreforma al Concilio Vaticano II. El liderazgo vaticano facilitó, pese a todo, la evolución y el aggiornamento. En el Islam no hay vaticanos ni pontífices y esto cercenó desde el principio la posibilidad de adaptarse a los nuevos tiempos. Ni evolución ni separación de poderes ni modernización económica y social: encerradas en sí mismas, ajenas a lo que era el mundo exterior, estas sociedades vivieron durante diez siglos en un universo autocentrado. Las consecuencias de una ausencia tan larga todavía se sienten hoy.
Coincido totalmente con el ya citado Jerónimo Páez –inventor y director de una obra singular, El legado andalusí– cuando escribe que, en Occidente, fueron necesarios varios siglos para crear sociedades prósperas y tolerantes y que, por desgracia, hoy no se dan en los países musulmanes las mejores condiciones para que prospere un Islam liberal. «En nada ayudan a ello, desde luego, la carrera de armamento, la explosión demográfica y la pobreza. Tampoco facilita el camino, sino todo lo contrario, el profundo trauma que sufre el mundo musulmán debido a la doble moral qué practican algunas potencias occidentales en relación con Chechenia, Irak o Israel-Palestina». Todo eso crea, sin duda, resentimientos y fomenta todo tipo de fanatismos.
Un ensayista francés, Guy Sorman, acaba de plantear para el gran público el problema de la evolución del Islam, partiendo de una serie opiniones y percepcions polémicas -y, por tanto, de bastante interés-. El libro se titula Les enfants de Rifaa. Musulmans et modernes {«Los hijos de Rifaa. Musulmanes y modernos»; París, 2003) y voy a hacer unos breves comentarios de él.
La tesis principal de Sorman es que en las sociedades musulmanas se enfrentan dos tendencias generales, imposibles de conciliar: el fanatismo integrista y el pensamiento modernizador y liberal. Unos -los integristas- han logrado notoriedad y fama gracias a la inocencia, cuando no la frivolidad, de los medios occidentales dispuestos siempre a utilizar los estereotipos para diagnosticar una realidad que conocen mal o que no conocen en absoluto. Lo contrario de lo que ocurre con los «musulmanes y modernos», los «aliados naturales» de Occidente, que luchan en solitario por modernizar unas sociedades que los persiguen o ignoran.
La primera paradoja que Sorman denuncia es que, siendo el islamismo fanático una «ideología moderna» (no tiene más de un siglo de existencia), y nacido de una relación conflictiva con la modernidad occidental, es capaz sin embargo de utilizar los medios de la ciencia occidental, sus instrumentos de comunicación, incluso sus armas de destrucción. Se aprovecha, pues, de la mundialización de los medios y recursos occidentales aunque, eso sí, rechaza lo que constituye la clave de la ciencia y la razón, que es la crítica como método.
El integrismo musulmán nacería precisamente del fracaso de las tentativas de conciliación del Islam y la modernidad, que varios países islámicos iniciarion a principios del siglo XX con la idea de reducir, de ese modo, la distancia que les separaba de Occidente.
La reactivación de estas tentativas en los últimos veinte años ha producido resultados todavía más decepcionantes. Así sucedió en países como Irán (un caso aparte, dadas las características culturales e históricas del chiismo), Sudán, Argelia o Afganistán.
En efecto, las utopías fundamentalistas hechas en nombre de la verdad revelada y de su reinterpretación integrista, condujeron al caótico, sangriento y deslavazado panorama que hoy conocemos y cuyo símbolo sería el régimen talibán de Afganistán. Pese al fracaso apabullante de estas tentativas, la fuerza de la utopía todavía alimenta a las muchedumbres de los países islámicos, convencidas de que «las condiciones históricas no son todavía las adecuadas» para instituir el «Estado islámico» que resolverá todos los problemas, permitirá el acceso a la prosperidad a través de la solidaridad y hará posible que la nación árabe, mediante «el Libro (Corán) y la espada», recupere el papel que desempeñó cuando se extendía desde la India hasta Andalucía.
La irracionalidad del proyecto -la fragilidad intelectual de los argumentos utilizados- quedan relegados a un segundo plano cuando los letrados, clérigos (cuando los hay), teólogos y comentaristas comprueban el fracaso e intentan explicarlo. Se culpa entonces a la maldad intrínseca de las otras civilizaciones (especialmente de la cristiana occidental) y a la corrupción de los gobernantes.
Claro que, advierte Sorman, la búsqueda de una vía que haga compatible la modernidad con el Islam no conduce obligatoriamente al fanatismo irracional. Hay otra vía que simboliza un pensador egipcio, Rifaa El Tahtawi, cuyo nombre da título al libro que comento.
En 1826 el pachá otomano de Egipto envió a veinticinco jóvenes príncipes a París con el objetivo concreto de descubrir los secretos de la superioridad técnica y científica de Occidente. Entre ellos se encontraba un estudiante de teología islámica, Rifaa El Tahtawi. Rifaa vivió en París entre 1826 y 1831 y allí descubrió que casi nada en el Corán impedía al mundo musulmán modernizase. A partir de ese momento dedicó su vida pública, como letrado y político, a introducir en el mundo árabemusulmán las innovaciones y descubrimientos occidentales sin renunciar, sin embargo, a la revelación coránica.
Durante los cinco años que Rifaa vivió en París desarrolló una febril actividad intelectual y científica: conoció a los grandes orientalistas (Jomard, Silvestre de Sacy, etc.) y aprendió su lengua con rara facilidad. Pronto se abrieron ante él las puertas de los salones y de las Academias: era una curiosidad exótica y un tertuliano simpático. Pero su tarea más importante fue una suerte de enciclopedia, descripción sociológica y libro de viajes titulado El oro de París , la primera obra de un musulmán en la que se describía la sociedad occidental moderna.
El libro obtuvo una acogida contradictoria en el mundo árabe y sólo vio la luz en francés hace algunos años (1957, traducción de Anuar Louca), lo que no fue bastante para impedir al de otro modo sagaz por tantas razones, Ernest Renán, afirmar solemnemente, basándose en críticas periodísticas y referencias de segunda mano, que el Islam y la ciencia eran incompatibles. «El musulmán odia la ciencia», escribió el autor de La vida de Cristo, que a buen seguro no conocía la obra de Rifaa.
Porque éste demostraba precisamente lo contrario: que en el mundo musulmán había -y él era un ejemplo- gente interesada en la ciencia occidental y dispuesta a utilizarla para modernizar sus sociedades.
La historia de Rifaa y su gran aventura intelectual es larga y tal vez no valga la pena describirla con la minuciosidad que Sorman lo hace. Simplemente reseñemos que algunos lo consideran uno de los precursores del Renacimiento árabe, esa curiosa -y fallida- tentativa de adaptar a la modernidad unas estructuras culturales y mentales arcaicas. Y que en cierta medida su figura guarda ciertas semejanzas con la de Averroes.
Sorman cree que, en el mundo o mundos del Islam (hay cincuenta y siete países musulmanes y casi todos ellos son diferentes), Rifaa dejó herederos y que son ellos -intelectuales, profesores, técnicos, académicos, mujeres y hombres libres- quienes deberían promover la gran aventura modernizadora que evitaría el choque de civilizaciones, tantas veces vanamente citado desde que Huttington lo anunció con rara y simple oportunidad.
Para demostrarlo, el ensayista francés visitó los países más importantes del llamado mundo islámico, desde Egipto a Bangladesh pasando por Indonesia y Malasia, Irán, Turquía, Marruecos, Arabia Saudí, Argelia, etc. Resulta relativamente difícil sintetizar las amables y optimistas conclusiones del viajero que pretendía, con esa gira, contrarrestar la ignorancia y prepotencia intelectual con que frecuentemente en Occidente se juzga al mundo musulmán. Sorman enumera los avances tanto en el terreno intelectual como económico y social que descubre en muchos de estos países -¡incluida Arabia Saudita!, a cuya modernidad dedica un capítulo- y lo hace en un tono decididamente optimista, a veces un tanto superficial, aunque también describe y evalúa los avances indiscutibles del radicalismo fanático, el dogmatismo excluyente y el pensamiento único que existe, y cómo, en el Islam.
Tras describir, por ejemplo, la existencia y presencia de sectores modernizadores en Egipto señala que, si hubiera elecciones libres y transparentes-algo que no se produce en el país de los faraones desde hace muchos años y que es poco probable que en el futuro se hagan-, los islamistas ganarían por goleada. Lo mismo sucedería en Argelia si se permitiera al FIS volver a las tribunas y mezquitas. O, me dicen, en Marruecos, donde el avance islamista es apabullante y, desde luego, debería ser fuente de preocupación para España y los españoles, aunque estos asuntos no afecten en demasía ni a políticos ni a los diplomáticos, como siempre en la inopia.
Sorman describe algo evidente que tal vez no justificase su largo viaje a través del Islam (semejante al que hizo Naipul, el premio Nobel, hace diez años) y que malamente apoya su tesis principal: que existen corrientes cada vez más significativas en las sociedades musulmanas, capaces de orientarlas hacia la reforma la libertad y la modernidad. Pero estas corrientes difícilmente podrían en el futuro cambiar el rostro y el alma de los cientos de hombres y mujeres que miran hacia Occidente (¿qué es el mundo musulmán sino un producto «occidental»?) entre fascinados y resentidos, extraña mezcla de atracción e inquina, admiración y resentimiento.
¿Un Islam liberal? No por ahora salvo que los dirigentes de los países musulmanes fuesen capaces de concertarse en una suerte de despotismo ilustrado pan árabe, algo totalmente ilusorio e inviable Como en la imagen de la botella medio llena o medio vacía, Sorman tiene razón en muchas de sus reflexiones y yerra en otras muchas.
(Cuando terminaba estas líneas el príncipe heredero saudí, Abadía Ben Abdelaziz, presentó ante la cumbre árabe de Charm El Cheick una «carta de reforma» que podría inscribirse en ese movimiento de modernización pendiente, mezcla de despotismo y oportunismo. La carta, como tantas otras cosas en el mundo musulmán, duerme el sueño de los justos. ¿Por cuánto tiempo?)