La Encuesta de Coyuntura Industrial correspondiente al mes de diciembre de 1996 sigue mostrando un deterioro de las expectativas empresariales que plantea serias dudas sobre el objetivo de crecimiento del Producto Interior Bruto de un 3% en 1997. Aunque las variables básicas de nuestra economía -con la excepción del paro- hayan mejorado sustancialmente en los últimos meses, la recuperación económica sigue encontrando dificultades. A la hora de buscar culpables de esta situación, el consumo parece ocupar casi siempre el primer lugar de la lista. El argumento es simple: la economía crece de forma insuficiente para crear empleo porque no aumenta la producción; y ésta no puede crecer porque el bajo nivel de consumo hace imposible que suban las ventas.
Cualquier ciudadano español que recuerde las broncas que los economistas le han dirigido durante años por ser dilapidador y no ahorrar lo suficiente estará, seguramente, perplejo. ¿Es bueno o malo ahorrar más? Si nuestro compatriota lee de vez en cuando la sección de Economía de los periódicos puede encontrar, con pocas páginas de separación, la idea de que, para conseguir que nuestra economía tenga un crecimiento sólido, es preciso ahorrar más y el argumento de acuerdo con el cual, si no consumimos más, no aumentará la renta nacional y no disminuirá el paro. Sin duda más de un lector se habrá dado cuenta de esta paradoja y habrá llegado, probablemente, a conclusiones poco favorables para el gremio de los economistas, que parecen incapaces de ponerse de acuerdo en una cuestión tan fundamental como ésta.
¿Es realmente malo para la economía española que no crezca el consumo privado, como ahora se insiste? Creo que una respuesta afirmativa a esta pregunta refleja una forma de razonar en Economía que, no por muy extendida, es menos equivocada. Quienes defienden esta idea están pensando en un modelo muy simple de determinación de la renta, de acuerdo con el cual el volumen del producto nacional es función de la demanda agregada. En un modelo sencillo -sin sector exterior ni sector público- la demanda agregada está compuesta de dos elementos: el consumo y la inversión. Desde la más elemental aritmética es correcto defender, por tanto, que si los empresarios invierten en función de sus expectativas de ventas, será preciso que aumente el consumo para que crezca la renta nacional; y si creemos, además, que existe una relación más o menos estable entre el crecimiento de la renta y el aumento de la demanda de trabajo, sin un mayor consumo no será posible hacer que caiga la tasa de paro.
El modelo a partir del cual se obtienen estas conclusiones es, sin embargo, muy defectuoso. Y son varios los puntos en los que falla su análisis. En primer lugar, parece difícil seguir sosteniendo hoy para el caso español que un crecimiento de la demanda de bienes implicará necesariamente un aumento de la demanda de trabajo y, por tanto, una reducción del desempleo. La idea de que la demanda de trabajo está mucho más estrechamente relacionada con la estructura del mercado de trabajo que con el crecimiento de la demanda agregada parece ya lo suficientemente clara como para que no merezca la pena insistir más en ella. No solo en España, sino en toda Europa, las fases de crecimiento del ciclo económico están dando origen a reducciones del paro cada vez menores, a diferencia de lo que sucede en países como Estados Unidos, con mercados de trabajo mucho más flexibles. No es, por tanto, un aumento del consumo la mejor fórmula para reducir el desempleo.
Pero ni siquiera es cierto que el aumento del ahorro y la reducción del consumo hagan caer la tasa de crecimiento de la renta nacional, como se deduce de esta argumentación. Solo desde una visión a muy corto plazo que no considere los efectos que un aumento de la tasa de ahorro tiene sobre los tipos reales de interés y la inversión empresarial puede llegarse a tal conclusión. Quienes así piensan están convencidos de que el ahorro es una variable irrelevante y de que el único problema es el mantenimiento de una demanda agregada lo más elevada posible. En otras palabras, la sombra de Keynes sigue muy presente sobre sus cabezas cincuenta años después de su muerte.
La realidad, sin embargo, es muy distinta. Si abandonamos el postulado de una economía cerrada adecuados para garantizar el crecimiento de la renta nacional y la y observamos lo que sucede en un mundo de economías abiertas al comercio exterior, en el que la demanda interna supone un porcentaje cada vez más pequeño de las ventas de las industrias de bienes comerciables, el argumento keynesiano tiene aún menos validez. Cabe defender, por el contrario, la idea de que una economía con un consumo interno relativamente bajo y una tasa de ahorro relativamente elevada puede garantizar un crecimiento más fuerte a medio y largo plazo, construido además sobre unos fundamentos mucho más sólidos. Los viejos principios del equilibrio presupuestario, la acumulación de capital y la creación des una estructura productiva competitiva vuelven así a aparecer como los medios más prosperidad.
La mayor parte de las economías europeas viven hoy la urgencia de adecuar a los criterios de Maastricht -o al menos maquillar de forma aceptable- las cifras de algunas de sus macromagnitudes fundamentales, lo que podría hacer que algunos gobiernos sucumbieran a la tentación de fomentar artificialmente el consumo para acelerar el crecimiento, elevar los ingresos fiscales y reducir el déficit público. Tal vez sea esto lo que la política a muy corto plazo exija. Pero no deberíamos olvidar que lograr una tasa de crecimiento sostenido es otra cosa. Para ello, es bueno que los españoles hayamos reducido nuestra tasa de consumo y, por fin, nos hayamos decidido a ahorrar.