El magistral retrato de la portada, obra de Alberto Schommer, nos introduce a un libro que es, a la vez, balance de una vida de producción intelectual y acción política, y fiel trasunto de la personalidad de su autor. En efecto, Miguel Herrero reúne las poco frecuentes cualidades entre la clase política española de parlamentario y político, con altas responsabilidades en los sucesivos partidos de la derecha democrática española desde la transición al presente, y gran teórico, racionalizador y divulgador del pensamiento de esa misma derecha. En realidad, la lectura de estas Memorias de estío parece sugerirnos que el autor ha ido a la política con objeto de plasmar y hacer operativas las ideas que el intelectual elaboraba.
Miguel Herrero cuenta con una sólida formación jurídica y filosófica, adquirida en España y ampliada en Oxford, Lovaina, Ginebra y Edimburgo. Precisamente, son esos estudios de filosofía los que permiten comprender la profundidad del pensamiento y su engarce lógico que, unida a una precisa metodología, son algunos de los caracteres más sobresalientes de este libro.
Herrero de Miñón comienza su vida profesional y política participando, en su calidad de joven letrado del Consejo de Estado, en las deliberaciones y proyectos que rodearon el proceso de independencia de Guinea Ecuatorial. En este caso, su labor de asesoría constitucional -su tesis doctoral había versado, precisamente, sobre el Constitucionalismo de los países emergidos de la descolonización- estuvo encuadrada en el equipo que Fernando Castiella formó en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Como sucede en otros pasajes del libro con diversos asuntos, Herrero explica el problema, expone su razonada posición y nos cuenta el desenlace, a menudo contrario al que él defiende. El lector no puede dejar de compartir la frustración de que, a menudo, no sean las opciones más sensatas e inteligentes las que se impongan entre nosotros.
A la muerte de Franco, Miguel Herrero formó parte del grupo «Libra», a cuyo frente se encontraban Joaquín Garrigues y Antonio Fontán, y más tarde del Partido Demócrata, cuyo ideario redactó. Desde ese momento y a través del cargo de secretario general técnico del Ministerio de Justicia, estuvo en el origen de algunas de las más importantes medidas políticas y jurídicas del período de la transición. Su libro “El principio monárquico” sirvió de fundamento teórico al papel promotor de la Corona en la democratización de España, en esa reforma consistente en ir «de la ley a la ley», evitando así la ruptura del orden jurídico e institucional interno.
Tras las elecciones de 1977, se abre, con la creación de la UCD y el inicio del proceso constituyente, la época más apasionante y quizá mejor tratada en el libro. Miguel Herrero enumera los tres problemas fundamentales que debía abordar la Constitución in fierv. la definición de las competencias de la Corona, la consagración y la garantía de los derechos y libertades fundamentales, y el reconocimiento y plasmación a través de instituciones de las reivindicaciones nacionalistas de vascos y catalanes, las únicas realmente consistentes en la España del 78. En el primer caso se impuso el papel arbitral y moderador de la Corona, al igual que en las monarquías británica y belga, y se atribuyó a la figura del Rey la dirección constitucional y la más alta representación del Estado en sus relaciones internacionales. Si los criterios más funcionales y conformes a nuestra tradición se impusieron en la redacción del Título II, la elaboración de la parte dogmática -«reino de la axiología, la retórica y la efectividad», para Herrero- adoleció del intento de unos y otros de llevar a su contenido sus particulares filosofías, hasta partes de sus programas de partido. Todo ello redundó en una gran prolijidad del texto resultante, que recoge, a un mismo tiempo, «derechos y libertades tuteladas por los Tribunales» y «principios rectores» de los poderes públicos.
Pero la parte más polémica y de mayor potencial conflictivo se encuentra en el tratamiento de lo que el artículo 2 de la Constitución llama «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones». Como acertadamente señala el autor, confluían en este asunto diversos planteamientos de origen, desde el principio de los derechos históricos hasta las autonomías de corte republicano, pasando por la corriente regionalizadora y de conciertos económicos. Por su parte, la izquierda defendía un modelo de «federalismo funcional y cooperativo». El resultado del debate es bien conocido, y la falta de una posición clara, defendida con la necesaria firmeza, condujo a la UCD a aceptar el «café para todos» inspirado por Manuel Clavero, al referendum andaluz, y con él, al principio del fin de ese partido.
Los derechos históricos
Miguel Herrero reitera lo que él denomina -quizá con excesiva carga retórica- «nacionalismo historicista», que no es sino un patriotismo entendido a partir de los derechos históricos de los reinos diversos que han configurado España, en línea con lo mejor del pensamiento tradicionalista. Ni esta aproximación ni ninguna otra medianamente coherente prevalecieron, yendo en desmedro de la eficacia administrativa y de la economía presupuestaria, sin contar con sus efectos sobre la gobernabilidad del Estado.
En todas estas labores legislativas participó Miguel Herrero como miembro de la ponencia junto con José Pedro Pérez-Llorca y Gabriel Cisneros en representación de la UCD, y su buen criterio quedó plasmado en numerosos preceptos constitucionales. Tras la etapa constituyente, fue elegido portavoz del Grupo Parlamentario de UCD en el Congreso. Desde esta posición asistió a la dimisión de Suárez, a la gestión de Calvo Sotelo y al desastre del Partido. La evolución de los acontecimientos, el fracaso de la «Plataforma Moderada» de la que fue activo promotor y la pasividad de la dirigencia centrista ante la progresiva disgregación del Partido, lo condujeron a las filas de Alianza Popular, y después, tras su cambio de denominación, al Partido Popular. De todo ello da cuenta detallada, y su aportación a la vida y crónica de la derecha de los años ochenta, resulta enormemente valiosa. Pese a reconocerse él mismo hombre liberal-conservador, sus análisis de los males que aquejan a la Derecha española es lúcido y descarnado a la vez. Sus errores le hicieron perder el poder en 1982, sin que lo haya podido recuperar hasta la fecha. De ahí el interés y la utilidad de su crítica.
Todo el libro está salpicado de observaciones mordaces, que denotan el agudo ingenio, a veces un tanto corrosivo, del autor. Sus retratos de los principales hombres políticos adquieren el acento clásico de un Salustio o de un Tácito, y son casi antológicos. Finalmente, aparecen de vez en cuando detalles más humanos, más próximos al Miguel Herrero como persona desprovista de su bagaje intelectual y de sus cargos públicos. No deja de resultar divertido que, emulando a Grimod de la Reynière, nos facilite la composición del menú en las comidas en las que oficiaba como anfitrión en el «Nuevo Club».
Como quiera que la modestia es defecto muy pernicioso en la vida pública, Miguel Herrero ciertamente no incurre en él en las páginas de este libro. Al menos en su caso, hay abundantes libros, artículos y trabajos que avalan sus aseveraciones.
Nos encontramos, en definitiva ante el testimonio, denso y elocuente, de una de las figuras intelectuales y políticas más interesantes de la España de nuestros días. En la medida en que su apartamiento de la vida política, que muchos desearíamos fuese momentáneo, no supone cesación de su brillante aportación intelectual, Miguel Herrero sigue prestando un destacado servicio a la democracia en España.