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La economía española ha vivido una etapa de vigoroso crecimiento iniciada en 1986, cuando recibió el beneficioso impulso procedente del abaratamiento del petróleo. La fase expansiva del ciclo que aún perdura ha tenido como rasgos más positivos una intensa creación de empleo y el brillante avance de la inversión, que permite encarar el futuro con cierto optimismo.

Existen, sin embargo, ciertos perfiles de ese futuro poco tranquilizadores. Sobre él mismo se ciernen sombras amenazantes, que convendría despejar lo antes posible. Da la impresión de que el modelo de crecimiento económico que hemos venido utilizando ofrece síntomas de agotamiento. Ello invita a pensar que dicho modelo ha rendido ya lo mejor que tenía dentro de sí, haciendo obligada su sustitución por otro más equilibrado.

En efecto, la expansión económica de estos años se ha caracterizado por un aumento de la demanda interna —de consumo y de inversión— superior al de la producción. Esa diferencia, ampliada incluso en 1989, ha provocado el resurgimiento de dos viejos problemas de la economía española, la inflación y el déficit comercial con el exterior. La envergadura de los desequilibrios es tal que llega a amenazar la continuidad misma del crecimiento. Para evitar que eso ocurra, el modelo de crecimiento debe evolucionar, apoyándose en mayor medida en las exportaciones, lo que haría que el sector exterior deje de ser un pesado lastre para el desarrollo. Nuestro problema no es de velocidad sino de modo de crecer. Es lógico y deseable que sigamos creciendo por encima de los países de nuestro entorno: nuestro inferior grado de desarrollo y los recursos ociosos todavía disponibles nos capacitan para ello. La cuestión es encontrar las vías para hacerlo de forma más equilibrada, es decir, menos generadora de tensiones.

Facilitar el tránsito del modelo es la tarea prioritaria de la política económica, a la que por cierto no se ha sabido dar respuesta hasta ahora. La mayor virtud de la política económica aplicada ha sido contribuir al clima de confianza que ha facilitado el despegue de la inversión, en parte sustentado en la aportación del capital exterior. Incluso decisiones como la flexibilidad del acceso al mercado laboral (mediante una nueva generación de contratos) y la incorporación a la CEE resultaron muy positivas, al convertirse en acicates de la expansión económica. Pero más recientemente, en plena fase de auge, la política económica se ha sumido en una postura plagada de incoherencias y contradicciones, de la que no acierta a salir.

Por un lado, el ambiente de holgados beneficios empresariales y las propias condiciones políticas ha generado un enconado conflicto entre sindicatos y Gobierno. Sus consecuencias en el ámbito económico han sido fundamentalmente dos: hacen inviable la política de rentas e imposibilitar el avance de la reforma del mercado laboral. El descrédito social de los objetivos oficiales de precios ha desencadenado un proceso de indiciación de rentas, propiciado por la negociación de los salarios en función de la inflación pasada. Con ello se asegura que la inflación no va a ceder, e incluso que se agravará, sin garantizar en absoluto la mejora del poder adquisitivo de los trabajadores. En concreto, la evolución de los salarios en 1990 (con aumentos del orden del 9 por 100) constituye una seria amenaza para la creación de empleo y, en la medida en que se traduce en elevaciones de los costes de producción, desanima la entrada de inversiones extranjeras.

En segundo lugar, la política fiscal no ha estado a la altura de las circunstancias. Permanentemente ha ejercido una influencia expansiva sobre la economía, obligando a descansar todo el peso de la lucha contra la inflación sobre la política monetaria. La reducción del déficit público conseguida desde 1986 ha sido posible gracias al avance de la presión fiscal que, al ser protagonizada por los impuestos directos, ha desmotivado el ahorro y propiciado el consumo, justo lo contrario de lo que convenía hacer. Entretanto, no se ha acometido la modernización de nuestros principales tributos, que han entrado en una obsolescencia prematura al quedar al margen de las tendencias de reforma fiscal imperantes en el mundo occidental.

En cuanto a la política monetaria, la soledad con que ha actuado frente a la inflación la ha llevado a una incómoda encrucijada, en la que le ha resultado imposible compatibilizar la consecución de sus objetivos internos (control de la cantidad de dinero) y externos (tipo de cambio). La violencia introducida en los mecanismos monetarios ha sido extraordinaria: el intervencionismo sobre los mercados financieros se h a acentuado , concretándose en mayores controle s de cambios y  en la instauración de nuevas rigideces sobre el sistema crediticio. La incorporación de la peseta al Sistema Monetario Europeo debería haber puesto un punto y final en tan incómoda posición. Pero, lamentablemente, para lo único que ha servid o hasta ahora es para convertir a una peseta fuerte en la pieza clave de la estrategia deflacionista , aun a costa de que sirva de excusa par a demorar los ajustes de nuestra economía, que habrían de correr a cargo de los Presupuestos Generales del Estado y de los costes empresariales.

A comienzo s d e lo s año s noventa las cosas no se presentan demasiad o claras en el terreno económico. Los nuevo s tiempo s se caracteriza n por la necesidad de competir con éxito frente al exterior, lo que equivale a vender una parte cada vez más significativa de nuestra producción a otros mercados, a sustituir importaciones y, sobre todo, a captar el ahorro interior y el ahorro exterior, preservando las condiciones que nos siguen haciendo atractivos frente a otras opciones, entre ellas la de los países del Este.

Confiar en los resultados de una política económica como la que se está aplicando no es suficiente. En su versión actual, la política económica pretende desacelerar la de manda sin importarle demasiado que se a la inversión la principal perjudicada . Sería muy desafortunado que esto último ocurriera. Responsabilizara la demanda de todos los males de la economía constituye una interpretación demasiado simple de la realidad. La cuestión que subyace en el fondo es la falta de competitividad internacional de la economía española que, obviamente, no puede resolverse únicamente desacelerando la demanda. Potenciar el ahorro , mejorar la calidad de la producción, aumentar la eficiencia en el uso de los recursos productivos , liberalizar los mercados básicos, racionalizar el sector público, reducir la inflación y preservar  el beneficio empresarial para que siga constituyendo fuente financiera de la inversión, deberían se r los objetivos prioritarios de una política económica que allane las dificultades de una etapa que, por lo demás, se anuncia prometedora.