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Jon Fosse. Narrador, poeta y dramaturgo noruego. Con una extensa producción, traducida a más de cuarenta idiomas, es uno de los autores vivos más reconocidos e influyentes. Se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 2023.


Avance

En su discurso de aceptación del Nobel, Jon Fosse recorre de forma pormenorizada toda su vida literaria: desde los comienzos, que ubica en una anécdota escolar, hasta los agradecimientos —a la Academia y a Dios— por la concesión del más alto galardón literario. Toda su vida literaria ha sido un sobreponerse al miedo que le paralizó y le arrebató el lenguaje de pequeño entre las cuatro paredes de una clase. «Encontrar la forma de recuperarlo dependía de mí. Pero, para lograrlo, tendría que hacerlo a mi manera, no a la de los demás». Su manera consistió en replegarse sobre sí mismo, huir de la escritura de la comunicación o la información (que caracteriza, en su opinión, la producción oral) y centrarse en la literatura y un lenguaje que no informa ni comunica, sino que implica significado, es autónomo: «tiene una existencia propia». Así, más para escapar de sí mismo que para expresarse, fueron surgiendo sus obras. En todas ellas se encuentra el propósito común de «expresar lo inexpresable, el mismo motivo por el cual se me ha concedido el Premio Nobel», afirma un Fosse convertido en el mejor y más claro crítico de sí mismo.

Ha cultivado todos los géneros. La dramaturgia, a la que se acercó para subsistir, le sorprendió porque guardaba un secreto: el poder de la palabra «pausa» le permitía obrar el milagro de manejar los silencios y llevarlos a un primer plano. En la narración no era así de sencillo y Fosse sondeaba otras posibilidades como la repetición: «es probable que esa función de las pausas teatrales la cumplan las repeticiones». Sigue forcejeando con las posibilidades de expresar lo inefable y, en esa lucha por expresar el discurso mudo, este autor ha ido dando forma a su obra.

Junto con numerosas obras teatrales y la monumental Septología, Fosse también ha escrito mucha poesía. De ella afirma que es un «acto más cercano a la comunión que a la comunicación». Hablando de comunión —y de vuelta a las tablas— cuenta la felicidad que le propició ver representada por primera vez sobre un escenario una pieza escrita por él: «Sí, aquello fue justo lo contrario a la soledad, fue colaboración, la creación de arte compartiendo arte». Y es que la soledad es algo bueno, «siempre y cuando se deje abierto el camino de regreso a los demás», puntualiza. Abundando en la felicidad, no sin antes recordar las malas críticas de su primera obra a las que se sobrepuso agarrándose a su escritura, llega Fosse al momento de la concesión del Premio Nobel, un momento de felicitaciones espontáneas, joviales… «Hubo gente que me contó que habían gritado de alegría, y otros que habían roto a llorar. Eso sí que me emocionó de verdad». Fosse se pone serio en la última parte de su discurso. Es serio lo que va a decir: «Hay muchos suicidios en mi literatura. Más de los que me gusta siquiera plantearme. He llegado a temer que pueda estar contribuyendo a legitimar el suicidio. Por tanto, nada me conmovió tanto como aquellos mensajes que me hacían partícipe de cómo mi obra había sido capaz de salvarles la vida. De alguna forma siempre he sabido que escribir puede salvar vidas, quizás incluso la mía propia. Por lo tanto, si lo que escribo contribuye a salvar vidas ajenas, no habrá nada que pueda hacerme más feliz».


Artículo

Ocurrió de improviso, en mis primeros años de instituto. Me mandaron leer en voz alta para toda la clase y de pronto, surgido de la nada, me dominó por completo un terror sobrecogedor. Fue como desaparecer dentro del miedo, como si ya no quedara de mí nada más que eso. Me levanté y eché a correr.

Noté la mirada atónita no solo de mis compañeros, sino también del profesor, siguiéndome en mi huida hasta que logré salir del aula.

Más tarde, intentaría justificar mi extraño comportamiento frente a quien quisiera escucharme alegando que había tenido que ir corriendo al baño, pero por sus caras yo sabía que nadie creía ni una palabra de lo que les estaba diciendo. Probablemente pensaban que me había vuelto loco, o que estaba en ello.

Este miedo a leer en público no me abandonaría. Con el tiempo, llegué a reunir el valor suficiente como para pedirle a los profesores que me eximieran de las lecturas en voz alta, dado el terror que me inspiraba. Algunos me creyeron y ya no me obligaron más, otros pensaron que les estaba intentando tomar el pelo. La experiencia me sirvió para entender algo importante acerca de la gente. Pero también para entender muchas cosas más. Y es muy probable que algunas de ellas sean lo que me haya permitido encontrarme hoy aquí, leyendo en público frente a todos los presentes. Ya sin casi ningún miedo.

¿Qué fue lo que entendí en aquella ocasión?

Pues que el miedo había logrado, por así decirlo, arrebatarme el lenguaje, y encontrar la forma de recuperarlo dependía de mí. Pero, para lograrlo, tendría que hacerlo a mi manera, no a la de los demás. Así fue como empecé a escribir mis propios textos: poemas cortos, relatos. Descubrí que hacerlo me hacía sentir seguro, una emoción que era lo opuesto al miedo. Podría decirse que encontré un lugar en mi interior que era solo mío, un lugar desde el que escribir cosas que eran solo mías.

Han pasado unos cincuenta años y sigo sentándome a escribir, y sigo escribiendo desde ese lugar secreto en mi interior, un lugar del que, para ser sincero, no sé mucho más aparte de que existe.

El poeta noruego Olav H. Hauge escribió un poema en el que compara el acto de escribir con el niño que va al bosque a construir una choza de hojas y ramas, con una entrada estrecha a ras de suelo. Tras entrar reptando, toma asiento, enciende unas velas y se siente protegido frente a las oscuras tardes otoñales.

Creo que esta imagen refleja bien la que ha sido también mi forma de experimentar el acto de escribir, tanto ahora, como hace cincuenta años.

Hay otras cosas que también entendí entonces. Como que, por lo menos para mí, hay una gran diferencia entre el lenguaje hablado y el escrito, o entre el lenguaje oral y el literario.

El lenguaje oral suele consistir en el proceso de comunicación, mediante un soliloquio, del mensaje de que algo debería ser de una u otra forma; o bien el proceso de comunicación retórica de un mensaje expresado con persuasión o convicción.

El lenguaje literario nunca es así. No informa, significa más que comunica, tiene una existencia propia.

Por ese motivo, siempre hay un evidente contraste entre algo bien escrito y cualquier forma de prédica, ya sea religiosa, política o de cualquier otro tipo.

El miedo a leer frente al público me terminó llevando por la senda de ese tipo de soledad que constituye, al fin y al cabo, la vida de los que escriben, y ahí es donde he permanecido desde entonces.

He escrito mucho, tanto prosa como teatro.

Lo que caracteriza al teatro es, evidentemente, el discurso escrito, en el que el diálogo, la conversación, o a menudo incluso la mera tentativa del habla, con todo lo que de monólogo implique, siempre constituye un universo imaginario, es parte de algo que no informa, sino que es una entidad en sí misma, que existe.

En lo que a la prosa se refiere, Mikhail Bakhtin acierta al defender que el modo de expresión, el propio acto de contar, alberga dos voces. Para simplificar: por un lado, la voz de la persona que habla, que escribe, y por otro, la de la persona de la que se habla. A menudo ambas se embeben la una en la otra de tal manera que resulta imposible diferenciarlas. Se vuelve un texto escrito a dos voces; algo que, como es natural, también forma parte del universo escrito y de su lógica interna.

Cada uno de mis textos constituye su propio universo de ficción, un mundo propio, por así decirlo. Hay un mundo nuevo en cada obra de teatro, en cada novela.

Sin embargo, un buen poema (porque también he escrito mucha poesía) también constituye un universo propio en su mayor parte autorreferencial. Así, quien lo lea, podrá penetrar en el universo del poema. Es un acto más cercano a la comunión que a la comunicación.

De hecho, es posible que esto ocurra con todo lo que he escrito.

De lo que no cabe duda es de que jamás he escrito para expresarme, como se suele decir, sino más bien para escapar de mí mismo.

Así es como acabé escribiendo teatro. ¿Qué puedo decir al respecto?

Yo escribía novelas y poesía, y no tenía intención alguna de escribir teatro, pero en su momento lo hice porque, como parte de una iniciativa institucional para fomentar la creación dramatúrgica en Noruega, se me ofreció lo que, para un autor pobre como yo, era una suma considerable, a cambio de escribir una escena inicial, que terminaría por convertirse en una obra entera. Fue la primera, y todavía la más representada, de mis obras teatrales: Alguien va a venir.

La primera vez que escribí teatro resultó ser la mayor sorpresa de mi vida autoral. Tanto en prosa como en poesía yo siempre había intentado expresar por escrito lo que, por lo general, no puede expresarse con palabras en el lenguaje oral habitual. Sí, así es. Intenté expresar lo inexpresable, el mismo motivo por el cual se me ha concedido el Premio Nobel. Parafraseando las célebres palabras de Jacques Derrida, lo más importante en la vida no puede decirse, solo escribirse. Así pues, intenté darle palabras a ese discurso mudo.

Y al escribir teatro, pude utilizar el discurso mudo, el mutismo humano, de una forma totalmente diferente a como lo hacen la prosa y la poesía. Lo único que tenía que hacer era escribir la palabra «pausa», y el discurso mudo aparecía. En mi dramaturgia, la palabra «pausa» es, sin lugar a dudas, la más importante y la más utilizada, ya sea pausa larga, pausa breve, o pausa sin más. Esas pausas pueden contener tanto y tan poco. Ese algo que no se puede decir, ese algo que no se quiere decir, o que como mejor se dice es no diciendo nada en absoluto.

Con ello y con todo, estoy bastante convencido de que lo que más se expresa mediante las pausas es el silencio.

En mi prosa, por otra parte, es probable que esa función de las pausas teatrales la cumplan las repeticiones. O quizás sea esa mi forma de verlo: de la misma forma que existe un discurso mudo en el teatro, existe un lenguaje mudo tras el lenguaje escrito de la novela, y si lo que pretendo es escribir buena literatura, ese discurso mudo debe quedar también expresado. En Septología, sin ir más lejos, es ese lenguaje mudo, por poner un par de ejemplos sencillos y concretos, el que nos dice que el primer Asle y el otro Asle podrían ser la misma persona, y que la novela en toda su extensión, unas 1.200 páginas, tal vez no sea más que la expresión escrita de un extracto del ahora.

Sin embargo, es desde una obra en su conjunto desde donde más se expresa un discurso mudo, o un lenguaje mudo. Ya se trate de una novela o de una obra, o de una producción teatral, no son las partes las importantes, es el conjunto, que también debe estar presente en cada detalle individual. Me atrevería incluso a hablar de un espíritu del conjunto, un espíritu que es capaz, de alguna forma, de expresarse tanto en las distancias cortas como en la lejanía.

Pero ¿qué se escucha, si se presta suficiente atención?

El silencio.

Ya en otras ocasiones se ha dicho que solo en el silencio puede oírse la voz de Dios.

Podría ser.

Volviendo a lo mundano, me gustaría mencionar algo más que me aportó escribir teatro. Escribir es una profesión solitaria, como he mencionado, y la soledad es algo bueno, siempre y cuando se deje abierto el camino de regreso a los demás, citando otro poema de Olav H. Hauge.

La emoción que me asaltó la primera vez que vi representado sobre un escenario algo escrito por mí, sí, aquello fue justo lo contrario a la soledad, fue colaboración, la creación de arte compartiendo arte, y eso me generó un profundo sentimiento de felicidad y seguridad.

Fue un momento de iluminación que he llevado conmigo desde entonces, y creo que ha contribuido a que, incluso cuando mis obras han sufrido producciones de mala calidad, no me limitara a afrontarlo con perseverancia y serenidad en el alma, sino que fuera capaz de experimentar cierto grado de felicidad a pesar de todo.

El teatro es, en realidad, un gran acto de escucha: el director debe (o al menos, debería) escuchar el texto, de la misma manera que lo escucha el reparto, que se escuchan los unos a los otros y al director, o que el público escucha toda la representación.

Para mí, el acto de escribir es escuchar: cuando escribo, nunca preparo nada, no planifico nada, lo que hago es escuchar. Así pues, si tuviera que definir con una metáfora el acto de escribir, sería escuchar.

Huelga, por tanto, decir que la escritura evoca música. Hubo un momento en mi adolescencia en que pasé casi sin ambages de una consagración absoluta a la música, a otra a la escritura. De hecho, dejé por completo tanto de escuchar música, como de interpretarla, para ponerme a escribir, y escribiendo intenté recrear algo de lo que había experimentado tocando. Eso hice entonces, y aún sigo haciéndolo.

Otro detalle, quizás un tanto extraño, es que, cuando escribo, siempre hay un determinado momento en que siento que el texto ya está hecho, que está ahí fuera, en alguna parte, pero no dentro de mí, así que tengo que plasmarlo por escrito antes de que se desvanezca.

De vez en cuando logro hacerlo sin modificarlo; otras veces, tengo que ir en su búsqueda y, a base de reescribirlo, de cortarlo y revisarlo, intento sacar con cuidado a la luz ese texto que ya estaba escrito.

Yo, el mismo que no quería ser dramaturgo, terminé dedicándome a ello en exclusiva durante casi quince años. Y hasta han llegado a representar las obras que escribí. Las producciones, con el tiempo, han sido numerosas, y en muchos países. A día de hoy, sigo sin ser capaz de creérmelo.

Pero es que, en realidad, la vida es increíble.

Tampoco soy capaz de creerme que me encuentre aquí ahora mismo, intentando decir algo más o menos coherente sobre qué es escribir, a propósito del Premio Nobel de Literatura que me han concedido.

O que el hecho de recibir este premio haya tenido que ver, por lo que he podido entender, tanto con mi obra en prosa como con la teatral.

Tras haber pasado muchos años dedicándome casi en exclusiva al teatro, de pronto me asaltó la sensación de que ya era suficiente, o incluso más que suficiente, y decidí dejarlo.

Sin embargo, escribir se había convertido en un hábito para mí, sin el que ya no era capaz de vivir. Consideradlo una enfermedad, como lo describió Marguerite Duras. Por tanto, decidí regresar a mis inicios, a escribir prosa y otros géneros, como ya había hecho durante más o menos una década, antes de debutar como dramaturgo.

Eso es lo que he estado haciendo durante los últimos diez o quince años. Cuando empecé a tomarme en serio el volver a escribir prosa, no estaba muy convencido de seguir siendo capaz. Lo primero que escribí fue Trilogía. Para mí, ganar el Premio de Literatura del Consejo Nórdico con esa novela me supuso la confirmación de que también tenía algo que ofrecer como escritor de prosa después de todo.

Entonces escribí Septología.

Durante el proceso de escritura de esa novela, experimenté algunos de los momentos más felices de mi vida autoral. Por ejemplo, cuando uno de los Asle encuentra al otro Asle tirado en la nieve, y gracias a eso, le salva la vida. O el final, cuando el primer Asle, el protagonista, parte en un último viaje en su barca, su vieja barca de pesca, junto a Åsleik, su mejor y único amigo, para celebrar la Navidad con la hermana de este.

Escribir una novela larga no era algo que hubiera planeado. Sin embargo, esta novela se escribió más o menos sola, fue creciendo en longitud, y muchas de sus partes fluyeron con tal gracia que todo lo que escribía se convertía de inmediato en lo correcto.

Creo que es en momentos así cuando más me acerco a aquello que denominaríais felicidad.

Septología, en toda su extensión, alberga recuerdos de muchas de mis otras obras, vistas bajo una nueva luz. El hecho de que no haya ni un solo punto y aparte en toda lo novela no pretende inventar nada. Simplemente, la escribí así, de un solo golpe, de un solo movimiento, sin que hiciera falta ningún punto y aparte.

En cierta ocasión, en una entrevista, dije que escribir es una forma de rezo, y me dio mucha vergüenza una vez lo vi publicado. Sin embargo, me consoló un poco cuando leí más tarde que Franz Kafka había dicho lo mismo. Así que tal vez no esté tan mal, después de todo.

Mis primeros libros recibieron críticas bastante malas, pero tomé la decisión de no prestarles atención. Lo que debía hacer era confiar en mí mismo y seguir escribiendo. De no haberlo hecho así, habría abandonado la literatura nada más publicar mi novela de debut, Raudt, svart (Rojo, negro), hace cuarenta años.

Las críticas que fui recibiendo después fueron positivas en su mayoría, e incluso comencé a ganar premios. Entonces concluí que era importante mantener aquella misma lógica y, puesto que no había prestado atención a las malas críticas, tampoco podía permitir que ahora el éxito me influyera. Me aferraría a la escritura, me agarraría muy fuerte a ella y jamás permitiría que lo que había creado se me escapara de las manos.

Creo que lo he conseguido, igual que creo con sinceridad que seguiré haciendo lo mismo incluso después de haber recibido el Premio Nobel.

Cuando anunciaron que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura, recibí muchos correos electrónicos y felicitaciones y, por supuesto, eso me encantó. La mayoría de las felicitaciones eran sencillas y joviales, pero hubo gente que me contó que habían gritado de alegría, y otros que habían roto a llorar. Eso sí que me emocionó de verdad.

Hay muchos suicidios en mi literatura. Más de los que me gusta siquiera plantearme. He llegado a temer que pueda estar contribuyendo a legitimar el suicidio. Por tanto, nada me conmovió tanto como aquellos mensajes que me hacían partícipe de cómo mi obra había sido capaz de salvarles la vida.

De alguna forma siempre he sabido que escribir puede salvar vidas, quizás incluso la mía propia. Por lo tanto, si lo que escribo contribuye a salvar vidas ajenas, no habrá nada que pueda hacerme más feliz.

Gracias, Academia Sueca, por haberme concedido el Premio Nobel de Literatura.

Y gracias a Dios.


En la imagen, Jon Fosse, premio Nobel de Literatura 2023, dona un regalo al Nobel Prize Museum. Foto: Nanaka Adachi. © Nobel Prize Outreach. El texto del discurso se reproduce aquí con autorización expresa de © The Nobel Foundation 2023. La traducción es obra de Patricia Losa Pedrero.

Narrador, poeta y dramaturgo noruego. Cuenta con una extensa producción, traducida a más de cuarenta idiomas. Premio Nobel de Literatura en 2023.