Si se prescinde de Valle Inclán. que es cosa aparte y de excepcional originalidad, puede considerarse que Benavente es el creador del teatro moderno español. Con él se sustituye definitivamente la grandilocuencia romántica por la descripción modernista de ambientes y situaciones, la prosa relega al verso y la psicología sutil y refinada a la acción directa en la escena. Juzgado su teatro con el desapasionamiento que permite la distancia en el tiempo, Benavente tiene el mérito de conservarse actúa!, si no en las soluciones morales a los conflictos sentimentales que plantea, si en el planteamiento de esos conflictos y a las situaciones que genera. Si, como ocurre con Rosas de otoño, la trama de Benavente es conducida por la mano experimentada y sabia de un hombre de teatro de! talento y la altura del malogrado José Luis Alonso, entonces Benavente resulta tan próximo y cordial, tan comedido y escenográfico, y sus personajes tan veraces y naturales, que la obra no puede decepcionar.
Es Rosas de otoño una típica comedia benaventina, una descripción moral de las costumbres y hábitos de una burguesía emergente, localista y pagada de sí misma. Con la facilidad literaria y dialogística que caracterizan el teatro benaventino. los personajes de esta comedia, que puede clasificarse como de salón, se mueven con desenvoltura en la escena para descubrir sus conflictos emocionales. El juego del amor, eterno sin duda pero interpretado a través de las peculiaridades sociales de una época y una clase nítidamente retratados, constituye el nervio dramático de la pieza. Pero la trama es a la vez ocasión para exponer con sutileza y hondura un lema más amplio, el de la relación complementaria de los sexos y la distinta manera de afrontar los infortunios y decepciones producidos por el sentimiento amoroso, entre el hombre y la mujer. Una trama de siempre, afrontada a través de la descripción habilidosa de un ambiente convencional de principios de siglo, permite indagar en las inquietas amarguras de la condición femenina y encontrar, bajo los devaneos masculinos de superficie, un fondo de humanidad y sentimiento.
No es en la descripción sino en la solución donde Benavente queda alado por las limitaciones convencionales de la época en que escribe. En la escena presenta una misma intriga desdoblada en dos generaciones. La mujer paciente, enamorada, dependiente del esposo y resignada a sufrir en su interior los devaneos de un hombre de éxito demasiado fácil, no puede servir de retrato a una mujer actual, ya emancipada y exigente, que no aceptaría un diferente patrón de conducta masculina que femenina. La diferencia generacional se advierte en la actitud más resuelta y conflictiva que, frente a la misma situación, adopta la hija de los protagonistas. Pero Benavente impone una misma solución a ambos conflictos, basada en la comprensiva mansedumbre de la mujer enamorada, cuya conformidad acaba premiándose con las Rosas de otoño, es decir, el afloramiento en su marido de un amor permanente pero recóndito, que nunca faltó, pero tampoco nunca emergió a la superficie, hasta la etapa en que la madurez comienza a convertirse en senectud. En los tiempos que corren, un poco tarde para sentirse confortada.
Aunque la solución parezca hoy lejana e injusta, no es eso lo que importa en el teatro benaventino, sino la desenvoltura para retratar los personajes, la fineza para explorar los sentimientos más hondos en las situaciones más convencionales, la astucia para describir hábitos sociales y contraponer ambientes y actitudes. El contraste entre lo madrileño y lo parisino revela la capacidad de Benavente para captar las diferencias entre mundos diferentes y talantes sociales en distintos estadios de evolución. Pero aunque esa solución parezca lejana a la psicología actual, su sentido más profundo, consistente en anteponer la piedad a la venganza y la comprensión al agravio y el perdón al resentimiento, no deja de tener un valor constante que se percibe por encima o por debajo del circunstancial desenlace.
Tuvo el teatro de Benavente más éxito de público y más aceptación académica y social que reconocimiento de la crítica intelectual. La concesión del Premio Nobel en 1922 no sirvió para doblegar las resistencias de sus críticos, que censuraron su teatro por motivaciones más ideológicas o sociológicas que literarias o dramatúrgicas. La mayor parte de los reproches que se dirigieron al teatro benaventino han dejado ya de tener sentido, pues hoy es obvio que eran tan hijos de su tiempo y tan discutibles o más que el objeto de sus censuras.
Lo que importa al espectador actual es que la obra se mantiene en pie por sí misma porque sobre la escena hay teatro en el sentido más constante de la palabra. Pero si además la dirección de esa escena está bajo la responsabilidad del genio de José Luis Alonso, entonces no hay más remedio que rendirse a la evidencia. Los personajes sienten, conviven y sufren en un escenario pequeño donde la acción vive simultáneamente tanto en el espacio visual presente al espectador como fuera de esos límites, tras los decorados perfectos y los actos sobreentendidos de los personajes. El ritmo, la dicción, el movimiento, los efectos, la desenvoltura de una galería de actores excepcionales, todo contribuye a que estas Rosas de otoño. estrenadas al inicio del otoño madrileño, constituyan una magistral despedida del gran maestro de teatro que siempre fue José Luis Alonso. Tras la desenvuelta elegancia de Alberto Glosas, la naturalidad de Amparo Rivelles, la controlada sobriedad de Pedro del Río, el calculado histrionismo de Margot Cottens, Javier Blanco y Pepa Sarsa, se adivina el pulso firme y el instinto teatral de un director de escena que se ha despedido para siempre del aficionado madrileño con una brillante muestra de su incomparable oficio.