Sentimientos dispares causa al espectador la historia de esa «singular pareja» que forman, en el teatro Fígaro, Amparo Larrañaga e Iñaki Miramón. Si no hubiera una historia verdadera iras estos dos curiosos y originales ejemplares del género —del género humano, se entiende—, poco o nada habría que objetar al ingenioso diálogo y no menos divertida trama elaborados por Jean Noel Fenwick, autor francés del que. salvo que mi frágil memoria no me juegue una más de sus habituales jugarretas, no conozco obra alguna. En efecto, lo que alienta por detrás del artificio de ¡a escena no es una relación histriónica entre dos científicos de opuesto sexo, a cual más estrafalariamente disparatado. Si eso fuera todo, el espectador asentiría complacido a los enredos de la intriga y a los equívocos del diálogo. Tal vez podría, en su interior, pero muy lejanamente, lamentar la falta de una mayor ambición dramática por parte de un autor que en su derecho está de usar los personajes en la justa medida de sus pretensiones.
Realidad y ficción
Pero es que no se trata de dos anónimos sabios distraídos cualesquiera, sustraídos por la imaginación para abstraer con sus ocurrencias a un público complaciente. No. Es que tienen nombres propios. Uno se llama Pierre Curie, y ella, ah, ella es Marie Curie, la única persona, y otra vez tengo que apelar a la fragilidad de la memoria por si cometo error u omisión, que ha ganado el Premio Nobel dos veces, una, la primera, en Física, compartido con su marido y el físico Beckerel, y otra en Química y sin compartir, ya después de que hubiera muerto su esposo.
A propósito del encuentro en la Universidad de la Sorbona de estos dos asombrosos personajes, Fenwick construye una divertida narración en la que cuenta cómo descubren la radiactividad del uranio primero, y la existencia después, de un nuevo, por hasta entonces desconocido, y más poderosamente radiactivo mineral, el radio, razón por la que se les otorgará el apreciadísimo premio.
Como se dice ahora, aunque habría que saber por qué se dice de manera tan horrible, Fenwick ha concebido la representación «en clave de» comedia y no «en clave» dramática. Eso de «en clave de» o de «en clave» resulta un poco hortera a oídos puritanos, pero comienza a ser lugar común en los comentarios cinematográficos y teatrales. Como el lector entiende bien lo que se le quiere decir, aceptamos la expresión no tanto para «darle gusto» como para señalar nuestro disgusto por ceder a ella.
Naturalmente, el autor teatral está en su derecho de elegir la «clave» que desee aplicar a su obra. Pero el crítico lo está también para comentar el exceso de dependencias o de servidumbres que esa adopción entraña para quien la acepte de un modo tan incondicional como lo hace Fenwick, es decir, hasta el extremo de subordinar la historia a los efectos cómicos, y desentenderse de la intensidad dramática de los conflictos interiores. Actitud que sin duda provoca la coexistencia del apasionamiento científico con el instinto conyugal...