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Que las encíclicas de Juan Pablo II sean objeto de un estudio constante por los istas en doctrina eclesiástica es asunto tan gremial que no tendría sentido reparar en ello. Pero, desde hace algún tiempo, y coincidiendo, además, con el cambio de orientación que se ha producido en la actitud adoptada por quienes se dedican a la producción del alimento del espíritu, la obra de Juan Pablo II viene llamando cada vez más poderosamente la atención de los estudiosos, intelectuales y especialistas de las diversas ramas científicas. Hago énfasis en el «cambio de orientación» porque, efectivamente, el interés que desde hace algunos años suscita la doctrina social de la Iglesia, coincide con la toma de conciencia de que los cauces previstos en el debate por los cultivadores de las ciencias humanas han conducido a la encalladura del navío y ya no basta con desencallarlo. Es necesario explorar en otras direcciones para encontrar un nuevo rumbo. Con el característico lenguaje propio de la argumentación doctrinal, distinto del de la racionalidad teórica y científica, el magisterio papal había anunciado, hace ya más de un siglo, que algunas de las actitudes características del proceso ilustrado impedían que el propio esfuerzo especulativo llegara a producir los frutos que cabría esperar del progreso humano. Lo cierto es que la tarea doctrinal de la Iglesia sigue produciendo sus frutos orientadores e indicativos de hacia donde dirigir el esfuerzo del espíritu, mientras que los productos de la razón expresan su zozobra por la evidencia de haber perdido el sentido de la orientación.

Especialistas, científicos, pensadores atienden cada vez con más asiduidad a esas manifestaciones razonadas del magisterio. No se trata, pues, sólo de la atención de los expertos en doctrina eclesiástica sino de la inquietud de muchos especialistas que, tras haber verificado que la ciencia abandonada a sí misma no es un criterio autosuficiente para responder a las preguntas que el propio proceso científico suscita al espíritu humano, vuelve su mirada a los productos del magisterio, tras haber captado que, contra las previsiones de un laicismo fanático, en esos productos hay indicaciones que permiten comprenderse como respuestas concretas para entender los grandes acontecimientos de los últimos años. Mucho tiene que ver con esta creciente curiosidad por la doctrina papal el que los más avisados de los estudiosos, científicos y de los responsables políticos, anticiparan con sus argumentos o con su intuición, que el proyecto de construir una sociedad socialista estaba destinado al fracaso. No otra cosa venía diciendo la doctrina social de la Iglesia ab initio cuando no sólo no era tan fácil sino que ni siquiera era previsible el desenlace y, por tanto, era más arriesgado el diagnóstico. La doctrina nunca tuvo temor de las desautorizaciones guiadas por la moda o por el fanatismo.

Este es el punto de vista que ha aglutinado a un conjunto de estudiosos de las ciencias del espíritu, de la sociología, la economía y la historia, principalmente, a publicar unos Estudios sobre la Encíclica «Centesimus Annus»1 Se trata de un trabajo profundo en el que se relacionan las nociones expuestas en la Encíclica con los problemas de índole moral, económica y jurídica que se plantean al hombre moderno. Lo que subyace comofondo común de estos estudios del documento de Juan Pablo II es la impresionante constatación de que la doctrina papal no ha necesitado revisar su concepción de fondo después de cien años de que se publicara la Rerum novarum, que fue la primera exposición expresa de esa doctrina, y de sesenta de la Quadragésimo anno. Durante ese siglo han ocurrido tantas cosas como para que una de las más poderosas corrientes doctrinales de la modernidad, el marxismo, haya tenido que disolverse, y la propia modernidad revisar tan a fondo sus presupuestos, que ha convertido en axioma de toda presuposición teórica, lo que Sócrates ya había recomendado como único fundamento estable del compromiso intelectual: «sólo sé que no sé nada».

Vistas a la luz de esta recopilación de estudios, los criterios de la Centesimus Annus no difieren de los expuestos en las encíclicas predecesoras, que sirven de referencia expresa a la labor magisterial de Juan Pablo II. Los pontífices no han tenido que cambiar las explicaciones doctrinales, mientras el mundo de los intelectuales y de muchos científicos sociales se desmoronaba a su alrededor. Por esta razón, científicos, estudiosos y especialistas, al indagar en los motivos de esa resistencia a la caducidad que anidan en el fondo de la permanencia de la doctrina social de la Iglesia, no han ido a exponer una mera prospección erudita de las fuentes y precedentes de la doctrina sino a buscar los contenidos racionales que pueden explicar esa vigencia que, en gran parte, contrasta con la fugacidad de cualquier otro producto del espíritu.

No hay lugar en esta nota para citar ni los nombres de los colaboradores ni los títulos de los artículos. Cualquier pauta que se aplicara a la selección sería injusta con el no seleccionado. Pero sí tiene valor informativo remitirse a la labor realizada por AEDOS, asociación promotora de estudios de la Doctrina Social cuyo impulso fundacional se debe a la incansable iniciativa de Fernando Fernández, coordinador de esta empresa, que ha fructificado en trabajos precedentes tan espléndidos como los Estudios sobre la «Solicitudo rei socialis» y un boletín periódico. A través de estas diversas publicaciones se encauza una labor de investigación colectiva, en la que se expresa un emergente interés en los ambientes intelectuales por indagar en los fundamentos de esa rara y distintiva consistencia que, en contraposición con la transitoriedad de otras obras del espíritu, como las ideológicas e incluso las científicas y teóricas, caracteriza y distingue a los productos de la doctrina social.

  1. Fernando Fernández (coordinador). Estudios sobre la Encíclica Centesimus Annus. Unión Editorial; Madrid, 1993. ↩︎
Catedrático en la Facultad de Ciencias de la Información, doctor en Derecho y licenciado en Filosofía