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Con el estreno de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, comienza el municipal Teatro Español de Madrid una nueva etapa de la ya larga historia de servicios prestados por su escenario al arte dramático. Durante mucho tiempo, el Teatro Español fue uno de los principales recintos del ambiente cultural de Madrid, innovador, experimental y, a la vez, profundamente clásico, intenso y teatral. Teatro clásico y teatro moderno, así como la primera presentación de muchos nuevos autores españoles, encontraron en el edificio de la plaza de Santa Ana el impulso necesario para alentar entre el público madrileño la afición a los productos del ingenio inspirados por la musa Melpémone. Después vino el aparatoso incendio que lo inhabilitó durante varios años para ser reinaugurado, ya muy entrada la democracia. Tras la aparatosa marcha de Miguel Narros, se cierra una fase del Español no presidida, precisamente, por la brillantez ni la capacidad de suscitar la vieja expectación que antaño convirtió a esta sala en un centro de encuentro cultural y de discusión literaria. ¿Será capaz Gustavo Pérez Puig de devolver al Español sus antiguos fulgores? Del estreno de Las mocedades del Cid podría razonablemente esperarse que se recuperaran los viejos destellos perdidos. Había ambiente, ilusión e interés. Un viejo héroe de las tablas, el actor José María Rodero, retirado desde hacía varios años, volvía al tablado persuadido por el nuevo director para representar un papel secundario e ilustrar al nuevo plantel de actores que ensaya la renovación y la dignificación de las artes representativas en una época poco favorable a valorar en su pureza el trabajo del actor. Sin embargo, en Las mocedades del Cid se advertían ese empeño y ese esfuerzo, el vigor de suscitar ante el público el interés por la calidad de la interpretación en sí misma. Juan Carlos Naya encarnó un Cid convincente, juvenil y auténtico; José María Rodero llenaba el escenario con su sola presencia y su voz de barítono; Lolo García hacía del príncipe don Sancho un personaje real y verdadero; Milena Montes conseguía transmitir en la voz de doña Urraca los encontrados sentimientos de amor, celos, admiración y amistad; Arturo López humanizaba la dignidad real con un paternalismo verosímil; Ana Torrent, compensaba la debilidad del tono mediante el trabajo controlado de expresar simultáneamente la lucha interior entre dos pasiones incompatibles: la lealtad al deber y las inclinaciones amorosas. Todo funcionó como el buen mecanismo de u n buen artesano. La dirección de Pérez Puig, a la vez sobria y ligera, pretendió deliberadamente acercar un texto antiguo a un espectador moderno, que ya hace tiempo ha perdido el hábito de saborear los textos en su pureza original.

Tal vez sea éste el problema de fondo que ha de enjuiciarse junto al comentario del trabajo realizado. ¿Qué es lo que se vio sobre el escenario? Evidentemente se trataba de una obra aligerada, descargada de sus vestiduras literarias, desprovista de la autenticidad del testimonio primitivo. ¿Algo así como esas versiones ligera s d e la s grandes sinfonías clásicas? ¿Algo así como la reducción del Himno de la alegría de Schiller a la canción de la alegría d e u n moderno cantante? Pero el problema con que se enfrenta el teatro es muy distinto del que afronta la música: el teatro es un arte en repliegue y declinante, el texto clásico es mucho más enjundioso y literario que su evolución moderna; el verso ha dejado de ser competitivo y lo s viejo s cánones de la preceptiva hoy resultan ininteligibles. Ninguna academia del mundo expresaría hoy sus Sentiments como hizo la academia francesa, forzada por la disputa intelectual, cuando Corneille estrenó Le Cid, su inspirado trasunto de Las mocedades de Guillén.

Para dar cuenta del cambio, El Cid de Corneille constaba de cinco actos y Las mocedades de Guillén, de tres . ¿Qué obra puede hoy representarse bajo esa condición? Pérez Puig optó por ofrecer una versión que respetase el metro original pero se adaptase al gusto actual. Y salió airoso, al menos ante el público, de la prueba. Supo desbrozar de la imaginación del autor clásico las posibilidades de un tratamiento moderno sin sacrificar por ello la capacidad expresiva aunque aplicando al máximo los recursos par a explotar las secuencias de una acción dramática que se acercaba a un a cadencia casi más cinematográfica que teatral. Su éxito procede de esa hábil conjugación de elementos no fácilmente combinables. El público agradeció ese tratamiento aplaudiendo entre escena y escena, reaccionando desinhibidamente el estímulo de una interpretación convencida de sí misma y de un texto que supo condensar, sin desnaturalizarlo, la expresión de los sentimientos y emociones contradictorias de los distintos personajes. El happy end del original se acomodaba muy bien a las expectativas del espectador actual. A pesar de las concesiones, obligadas y bien administradas, Pérez Puig no dejó de afrontar riesgos tan considerables como el de la escena d e San Lázaro, que ya fue suprimida por Corneille por excesivamente arriesgada y difícilmente asimilable para el espectador de aquella época. Claro está que Gustavo Pérez Puig, asistido por Alicia Pi, contaba a su favor con Gil Parrondo, el creador de la escenografía, quien diseñó para es a escena literariamente muy aligerada, en la versión moderna, todo hay que decirlo, un artilugio simple pero eficaz y efectista.

E n suma, una buena velada y una precisa demostración de cómo adaptar el teatro clásico, sin adulterarlo, a los gustos del espectador moderno.