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A medida que avanza la crisis económica, se amplía el consenso en torno a su gravedad y a la inevitabilidad de los cambios profundos y duraderos que acarreará. La crisis ha puesto punto final a la creencia en la inmortalidad de un presente de crecimiento económico ilimitado, ganancias fáciles y hegemonía indiscutible de Occidente.

Para empezar, algunas reflexiones breves sobre la gravísima situación económica en la que estamos inmersos. Como es sabido, la crisis actual se ha generado en el sector financiero, que en los últimos años ha sustituido a la llamada «economía real» como la principal fuente de creación de riqueza. El politólogo norteamericano Kevin Phillips, de filiación republicana clásica, es decir, ni «neoliberal» ni «neoconservador», sitúa (vid. «Bad Money» el último de sus trece libros) el origen de «las tres décadas pródigas» que llegan ahora a su fin en la presidencia de Ronald Reagan, cuya doctrina económica —«Reaganomics»— reposaba en el monetarismo, los recortes de impuestos y la desregulación, que en el sector bancario, en concreto, permitió la concentración de las actividades de banca comercial y de inversiones.

La desregulación, a su vez, ha fomentado la invención de nuevos instrumentos financieros, que ni sus mismos inventores ni los mercados han comprendido del todo, por su complejidad. De otro lado, prosperaron nuevas prácticas financieras en las que los criterios tradicionales de riesgo habían sido sustituidos por cálculos matemáticos (¡qué peligroso es creer que los comportamientos sociales se pueden subsumir en modelos matemáticos!) que o bien han fallado o bien no han sido atendidos cuando dejaron de interesar. Lamentablemente, se ha demostrado una vez más que el «riesgo cero» no existe en ningún ámbito de lo humano.

En cualquier caso, la desregulación está en el centro del debate actual. «Le laissez-faire, c’est fini», decía hace pocas semanas el presidente Sarkozy. En paralelo, el ministro de Hacienda alemán, Peer Steinbrück, situaba en una reciente comparecencia parlamentaria en su país las causas de la crisis en la insuficiente regulación del sector financiero norteamericano, en contraste con una normativa europea mucho menos laxa.

También se debate si han fallado los mecanismos del mercado, o, si por el contrario, lo que explica los excesos conocidos ha sido la actuación deficiente o inexistente de las autoridades supervisoras. Con toda seguridad, una fuente de valoración tan importante para los inversores como las agencias de notación ha demostrado, como en su día ocurriera con las firmas de auditoría, que no se puede servir al mismo tiempo al público y a los clientes. Su descrédito es también el de la pérdida de confianza en la capacidad de autorregulación del mercado. En el caso de las instituciones norteamericanas (Reserva Federal, Comisión del Mercado de Valores), ya sea por falta de medios para llevar a cabo su labor, por carecer del peso político necesario para hacerse escuchar por el poder, por falta de competencia o por exceso de confianza, no se puede sino reconocer que tampoco han cumplido adecuadamente su misión.

Otra explicación adicional apunta al sistema de retribución de los ejecutivos de las finanzas, basado en la autoconcesión de abultados «bonos» para premiar la consecución de resultados a corto plazo, prescindiendo de cualquier consideración de futuro, El reforzamiento del poder de los accionistas y la limitación de los salarios de los «managers» serán, previsiblemente, otras de las consecuencias que se extraigan de la crisis.

Finalmente, esta crisis tiene también una importante lección moral que ofrecer para todos: prestamistas y prestatarios, gerentes y accionistas, productores y consumidores, gobernantes y ciudadanos: hay que desconfiar de la riqueza obtenida en poco tiempo y con riesgo y esfuerzo limitados. Los beneficios son o grandes o sólidos; raramente ambos al mismo tiempo. La «sacra auri fames» también puede llevar a matar la gallina de los huevos de oro.

Pero, además, la globalización complica las cosas, pues la interconexión de los mercados ha dado al traste con la teoría del «desenganche» (decoupling) de la crisis de las economías emergentes, que ya no podrán funcionar como motores del crecimiento económico mundial. Pero además, el paradigma de la globalización, que descansa en el libre flujo de dinero, mercancías e información de una nación a otra, por todos los puntos del globo ahora se pone en tela de juicio, porque, al igual que con el principio de autorregulación de los mercados, se considera que está falseado por la realidad. El proteccionismo vuelve a estar de actualidad como corriente del pensamiento económico y como política de los Estados.

La tercera vía entre proteccionistas y librecambistas

Uno de los análisis neoproteccionistas más impactantes de los últimos años es el que ha realizado Gabor Steingart, corresponsal de la revista alemana Der Spiegel en Washington, en su libro The War for Wealth, aparecido en 2006 y actualizado este año. Steingart parte de dos premisas: la globalización está lejos de crear una situación en la que todos ganan y nadie pierde y, de otro lado, la era del dominio de Occidente está llegando a su ocaso, merced al surgimiento de nuevos países emergentes, y de manera muy especial China e India («Chindia», en la nueva parla global), con los que mantenemos una relación de «suma cero»: las posiciones que ellos ganan son las que perdemos nosotros.

Durante los últimos años, los Estados Unidos y Europa han vivido el fenómeno de la deslocalización de una parte de su industria (quizá en un próximo futuro, también de algunos servicios) bien fuera de su área, que se ha encaminado hacia Asia, o bien hacia los países emergentes dentro de ella, los antiguos miembros del bloque comunista, ante la pasividad de nuestra clase política dirigente. Ello se explica quizá porque hasta ahora la globalización no sólo no ha sido cuestionada en Occidente, sino que ha sido recibida como una ley histórica ineluctable, un nuevo signo de los tiempos que hay que aceptar acríticamente y contra la que nada cabe hacer. Steingart propone también revisar la creencia de que el futuro está en especializarse en una «economía del conocimiento», basada en servicios de alto valor añadido, que nos dispensará de tener fábricas y de trabajar en la agricultura.

La práctica de la globalización, sostiene Steingart, no parte de un «campo de juego nivelado» (level playing field), sino de economías emergentes activamente sostenidas por sus respectivos Estados, de las que China es, quizá, el caso más sobresaliente. En contraposición al «hands off» de los gobernantes occidentales, los dirigentes chinos han creado un sistema de «economía de mercado guiada» en la que el Estado actúa como rector y protector de su economía. El espectáculo fastuoso de los Juegos Olímpicos del verano pasado debería darnos una idea del potencial y de las ambiciones del rejuvenecido «Imperio Celeste».

Ahora bien, ¿se puede mantener un sistema de libre intercambio con un país que no hace respetar el derecho de propiedad intelectual, que prohíbe los sindicatos libres, que prescinde de la protección del medio ambiente, que no tiene un sistema público de pensiones y en el que las prestaciones públicas en materia de sanidad, seguridad en el empleo o de prevención de accidentes de trabajo son bajísimas o inexistentes? ¿Se puede —sigue Steingart— competir libremente con una mano de obra semiesclava en virtud de las condiciones que imponen su misma superabundancia o con países cuyas monedas no son libremente convertibles? Por estas razones, aboga por una tercera vía en el debate entre proteccionistas y librecambistas, que integre en el marco de los intercambios globales los valores y reglas que presiden la actividad productiva en Occidente y permita restablecer un cierto «fair play».

Otro economista, el francés Jean-Luc Gréau, autor del reciente libro La Trahison des Economistes, sostiene que Europa tendrá que ser proteccionista no frente a Estados Unidos o Canadá, con los que ya existe un «level playing field», pero sí e inevitablemente frente a países como China, Corea o Ucrania. En la misma buena tradición francesa, el presidente Sarkozy ha hecho una invocación reciente a los manes de monsieur Colbert al señalar que la competencia internacional es un medio, no un fin.

El neoproteccionismo viene abonado, por otra parte, por el hecho de que las prolongadas negociaciones de la «ronda de Doha», conducida por la Organización Mundial del Comercio, hayan sido incapaces hasta ahora de llegar a un acuerdo entre países industrializados y economías en desarrollo. El encuentro Asia-Europa (ASEM), celebrado recientemente en Pekín, ilustra las dificultades existentes para llegar a un acuerdo entre potencias emergentes y naciones industrializadas de Occidente. Se apunta en el horizonte un nuevo regionalismo comercial, pues el imposible acuerdo global está siendo sustituido por acuerdos parciales entre grupos regionales de países de ambas orillas del desarrollo.

En todo caso, este no es el fin del capitalismo, mal que pese a algunos intelectuales de la izquierda, adictos al opio ideológico marxista. Es, ciertamente, el fin de uno de los modelos posibles del capitalismo, que ha decidido suicidarse mediante una colosal exageración en la utilización de los mismos instrumentos que han generado un crecimiento económico sin precedentes.

Panorama Geopolítico

Pero la crisis no afecta sólo a la economía. Recuérdese que, tras la depresión de 1929, los Estados Unidos reemplazaron al Imperio Británico como primera potencia mundial. En esta ocasión, también habrá cambios en el panorama geopolítico. En concreto, la pregunta es si la hegemonía norteamericana —los Estados Unidos eran la «megapotencia», «la potencia indispensable», hace tan sólo cinco años— está pasando a la Historia en virtud de la crisis y de sus los conflictos de Irak y Afganistán, y, en ese caso, qué nuevo equilibrio internacional va a sustituirla. La idea de «multipolaridad» alcanza el consenso entre los analistas internacionales como modelo sustitutivo de mundo «unipolar» preexistente, pero su significado concreto, más allá del concepto básico (varios centros de poder en competencia, en lugar de un solo hegemón), aparece todavía muy difuso. Corremos el riesgo, dice oportunamente el politólogo Zaki Laidi, de devaluar demasiado rápidamente el poder norteamericano. Como recordaba Fareed Zakaria en el número de Foreign Affairs de junio de este año, su país sigue siendo la primera potencia militar mundial, con un dominio absoluto en tierra, mar y aire, merced a su superioridad tecnológica y a un gasto en Defensa que representa casi el 50% del total mundial en ese rubro y que supera a los 14 países siguientes en su conjunto; también en investigación y desarrollo de tecnologías militares gastan más que el resto del mundo en conjunto. Y pese a que las guerras de Irak y Afganistán (cuyo coste combinado es inferior al de la guerra de Vietnam, medido en términos de PIB) están sometiendo a un cierto «overstretching» a los recursos humanos y presupuestarios de sus fuerzas armadas, lo cierto es que el gasto defensivo norteamericano es del 4,1% del PIB, inferior al de los años de la guerra fría.

Pero, a diferencia de la antigua Unión Soviética, el poderío norteamericano no se basa en su fuerza militar, sino en su adelanto tecnológico y educativo, así como en su capacidad económica. Los Estados Unidos siguen estando en la vanguardia en ciencias y tecnología: informática (en las que se doctoran alrededor de mil estudiantes al año), nanotecnología o biotecnología. Para la formación de su capital humano, invierten en educación superior el 2,6 de su PIB, en comparación con el 1,2 de media de la Unión Europea o el 1,1 % del Japón. Sus universidades, a las que afluyen el 30% de los alumnos que estudian en el extranjero, cuentan con ocho situadas entre las diez mejores del mundo y con más de la mitad entre las cincuenta primeras.

Es evidente que el cataclismo económico, que dejará sentir sus efectos durante unos cuantos años, exigirá un precio muy elevado al pueblo norteamericano en términos de desempleo, caída del consumo, de la actividad económica y estancamiento del producto interior bruto. No es ningún secreto que tanto el Estado como los particulares del gran país vivían a crédito desde hacía muchos años, aprovechando la gran ventaja de contar con el dólar como primera divisa internacional para financiarse. Los norteamericanos han estado tomando prestado casi el 80% de los excedentes de ahorro mundiales y su déficit por cuenta corriente ascendía en 2007 a 800.000 millones de dólares, el 7% del PIB. Según el National Debt Clock de Nueva York, el país debía a primeros de noviembre de este año la abrumadora suma de 10.500 billones europeos de dólares, es decir, más de 34.000 dólares por habitante.

Pese a ello, los Estados Unidos siguen siendo considerados internacionalmente como un deudor fiable, a lo que hay que añadir el privilegio de contar como medio de pago con la primera divisa internacional. De hecho, la desconfianza económica global que se ha generado por la volatilidad financiera ha reforzado la tasa de cambio del dólar por su valor como moneda refugio; igualmente, los bonos del Tesoro norteamericano siguen gozando de universal aceptación. No es probable que los mandatarios norteamericanos, cualquiera sea su adscripción partidista, estén dispuestos a renunciar a esta ventaja en las negociaciones que se lleven a cabo para diseñar la nueva arquitectura financiera internacional.

En definitiva, los Estados Unidos representan por sí solos el 25% del PIB mundial. Es posible que este porcentaje disminuya paulatinamente, pero no de manera muy significativa a corto plazo. Todo indica que los Estados Unidos seguirán siendo la primera economía mundial en los próximos dos decenios, como mínimo y, por tanto, seguirán siendo una gran economía y la primera potencia mundial. En todo caso, el recién elegido presidente de los Estados Unidos tendrá que definir una política de alianzas y acomodos con los otros grandes bloques y potencias (China, India y Japón en Asia; la Unión Europea y Rusia en Europa) y prestar mayor atención a los dos continentes más rezagados en su desarrollo, África e Iberoamérica.

El segundo bloque, la Unión Europea, todavía no se ha constituido como entidad política cohesionada y, si los dirigentes nacionales respetan las reglas que ellos mismos han establecido para la aprobación del Tratado de Lisboa, tardará en hacerlo. Por el momento, y por más que haya una presencia militar europea en diversos conflictos (África, Afganistán, Balcanes), la Unión Europea es tan sólo un «soft power», sin poder de coerción real ni instituciones políticas de gobierno como ente político integrado. Su gran reto inmediato estriba en dar una respuesta coordinada a la crisis económica y reforzar la cohesión de los países del «Eurogrupo». Si ello no sucede y prevalece el «chacun pour soi», el proyecto europeo entrará en un derrotero difícil de prever, pero en cualquier caso sustancialmente diferente de la vía integradora de la que fueron precursores el Tratado de Maastricht y la nonata Constitución Europea.

La nueva Rusia

Rusia, todavía convaleciente tras la caída del comunismo, es otra gran incógnita. Tras los años de caos que siguieron a la desaparición de la Unión Soviética, el liderazgo de Vladimir Putin y los altos precios de los hidrocarburos han reconstruido parcialmente su antiguo poder y por tanto es natural que una Rusia más segura de sí misma exija de Occidente el respeto debido a toda gran potencia.

Cierto es que la administración Bush ha dado a los rusos motivos para creer que los norteamericanos les negaban ese trato. Cuestiones como la instalación de un sistema antimisiles en Polonia o el apoyo de Washington a las candidaturas de Georgia y Ucrania para ingresar en la OTAN, han sido percibidas en Moscú, no sin razón, como redoblados intentos de cerco y auténticas provocaciones. La cuestión más delicada es, quizá, la de Ucrania: la base naval rusa de Sebastopol en Crimea, región autónoma de Ucrania, reviste carácter estratégico para Moscú. Cualquier amenaza ucraniana de acabar con el préstamo de estas facilidades navales puede llegar a ser un casus belli para Moscú.

De otro lado, como señalaba recientemente el profesor Georges Nivat en relación al reciente conflicto de Georgia, los rusos pueden no tener ningún interés objetivo en tomar a su cargo territorios fuera de la Federación Rusa, pero sí lo tienen en protegerlos. Habrá que encontrar un equilibrio entre las veleidades neoimperiales del Kremlin, que son ciertamente inaceptables, y los legítimos intereses rusos, que Occidente no puede dejar de reconocer y respetar.

A lo largo de la historia de Rusia se han alternado las épocas de ensimismamiento eslavista con otras de apertura a Europa, en estos momentos su gran e ineludible socio económico y comercial. Si bien es cierto que la Unión Europea necesita los hidrocarburos rusos, su primer artículo de exportación, no lo es menos que Rusia precisa venderlos a Europa, cuyos capitales y tecnología necesitan los rusos para modernizarse. En su necesario diálogo bilateral, la Unión Europea debe insistir en la idea avanzada por Solzhenitsin en una de sus últimas obras: en Rusia coexisten un país próspero e incluso riquísimo con otro indigente. Esta paradoja sólo se puede salvar mediante el desarrollo interior, no mediante el expansionismo territorial.

Rusia comparte con Europa y Estados Unidos el miedo al islamismo «jihadista», cuyos ataques terroristas sufre en sus republicas del Cáucaso, y padece la agresividad económica china en Asia Central y en áreas cada vez más importantes de Siberia. Como indicaba Henry Kissinger en un artículo publicado por el International Herald Tribune el pasado año, cuestiones globales como la proliferación de armas de destrucción masiva, el medio ambiente o la economía mundial imponen la necesidad de cooperar entre las que el presidente Medvedev llama «las tres ramas de la civilización europea» (Europa, América y Rusia).

China e India

Potencias nucleares ambas y con crecimientos del PIB que en 2009 se espera superen el 8 y el 7% respectivamente, aun a pesar de la recesión global, plantean un desafío económico sin precedentes a Occidente. De seguir las actuales tendencias, China será la primera economía mundial antes de 2050 y la India la tercera o la cuarta, posiblemente por delante de Europa. Volveríamos entonces a situaciones históricas pretéritas: la China ming o la India mogol del siglo XVI eran más ricas y poderosas que la Inglaterra, la Francia o la España de la época. Nada, por tanto, de lo que debamos sorprendernos, aunque mucho de lo que debamos preocuparnos.

 

Aunque «Chindia» sea un conglomerado heterogéneo y con intereses geopolíticos diferentes, el desafío comercial que plantean en estos momentos es el mismo, extensible a otros países del sureste asiático. Se trata de un mundo emergente que, por más que no sea nuestro enemigo, ciertamente sí es competidor directo de Occidente en la elaboración de productos manufacturados y en el consumo de materias primas que, en buena parte deben importar, empujando así sus precios al alza. Salvo que se practique un ingenuo «buenismo» a escala planetaria, es de prever que su auge, que está directamente relacionado con nuestro ocaso, les llevará a reclamar una porción de poder acorde con su dimensión económica.

La penetración de otros países emergentes en nuestras economías, que comenzó con el primer «shock petrolífero» de 1973, se instrumenta hoy a través de los «fondos soberanos». Me permito recordar que los de Singapur y diversos países del Golfo han tomado recientemente posiciones estratégicas en el capital de grandes bancos europeos como UBS, Credit Suisse o Barclays., lo que, de nuevo, no puede dejar de tener consecuencias prácticas para nuestro futuro.

Será muy difícil —aunque fuese deseable— aminorar el ritmo de la globalización para poder adaptarnos mejor a sus imperativos y aunque aquélla crea problemas comunes, los intereses no son los mismos para todos los grupos de países. Por el contrario sí creo que existe una comunidad atlántica, que comprende a Norteamérica y Europa, basada en instituciones y principios políticos homogéneos, en una tupida red de acuerdos y alianzas que los vinculan y en economías estrechamente interconectadas. Constituye el componente central de lo que llamamos Occidente.

Virtudes y excesos del modelo neoliberal

Occidente es una unidad de intereses y destino (a este propósito, estimo que sería muy instructivo releer sin prejuicios el tan denostado «Clash of Civilizations», de Samuel P. Huntington) cuyos valores hunden sus raíces en el mundo clásico grecorromano, el cristianismo y la Ilustración y comparte un interés fundamental: negociar con otros grandes actores internacionales un nuevo equilibrio que permita estabilizar las principales zonas de conflicto del planeta (ubicadas en el creciente islámico que los estrategas de la Administración Bush llamaban «Greater Middle East»), y poner en pie un marco institucional y regulatorio de la globalización que la haga aceptable para el conjunto de la comunidad internacional, sin que ello requiera que los países desarrollados deban empobrecerse.

Dos palabras sobre el nuevo debate ideológico fruto de la crisis, que gira en torno a la relación Estado-mercado. El patrón ideológico neoliberal, ahora en decadencia, se formó a partir de los años ochenta partiendo del principio de que el Estado era el problema y el mercado, la solución. Como toda idea política es preciso considerar el neoliberalismo en su contexto histórico: el de la necesaria reacción, personificada de manera genial por Ronald Reagan y Margaret Thatcher (por más que su retórica se compadeciese poco con la práctica de su gobierno, pues ambos dirigentes aumentaron considerablemente el gasto público de sus países), frente a los excesos intervencionistas y redistributivos del «Estado de bienestar».

El neoliberalismo ha tenido, entre otras, las virtudes de rescatar la valiosísima obra de pensadores como Friedrick von Hayek, Ludwig von Mises, Wilhelm Röpke o Karl Popper, de hacer una crítica inteligente y necesaria de la socialdemocracia y de reconciliar el pensamiento económico con las realidades fundamentales inscritas en los mecanismos del mercado. Pero como toda reacción ha incurrido también en excesos dogmáticos al negar las deficiencias del mercado y en burdas simplificaciones demagógico-populistas al menospreciar el sentido y la utilidad de las instituciones públicas; en definitiva, el neoliberalismo se ha convertido, lamentablemente, en un liberalismo de Reader’s Digest.

Merced a la crisis, estamos asistiendo al «eterno retorno» del Estado, al redescubrimiento de su importancia capital como institución jurídico-política que vertebra nuestras sociedades y garantiza que la actividad económica se pueda desarrollar eficazmente, a la constatación de la necesidad de un centro de poder objetivo que asegure el bien común por encima de intereses sectoriales y partidismos. El Estado está, por tanto, muy lejos de ser ese fardo inútil y costoso del que hablan algunos neoliberales, sin perjuicio de que se deba avanzar en su racionalización y en la búsqueda de su mayor eficacia.

Es posible que estemos viviendo una nueva fase proestatista en esa alternancia entre «laissez-faire» e intervencionismo público que se ha venido dando en el último siglo, en función de las frustraciones sucesivas que provocan uno u otro modelo. Pero lo cierto es que la estricta oposición Estado intervencionista contra Estado abstencionista ya no tiene sentido. Los Estados movilizan necesariamente una variedad cada vez más grande de instrumentos y políticas para mantener equilibrios económicos, dictar normas a favor de los consumidores y del medio ambiente y reasignar recursos con objeto de financiar infraestructuras o conservar el control de sectores productivos estratégicos. Y, por supuesto, son los únicos que pueden asegurar las tareas esenciales de toda comunidad política nacional: el orden interno, la defensa exterior y las relaciones internacionales. Finalmente, la Historia demuestra que la progresiva formación del Estado, primero, y del Estado de derecho, después, ha sido una de las causas fundamentales por las que Occidente sobrepasó a los poderosos imperios de Oriente.

En definitiva, está alumbrándose una época que deberá reencontrar un cierto reequilibrio entre lo público y lo privado, entre Estado y mercado; una época en la que tendremos que aprender a vivir de una manera menos dispendiosa en recursos económicos y medioambientales, que son limitados y costosos, y en la que asistiremos a nuevos equilibrios de poder que debemos negociar con realismo y sin concesiones a la ingenuidad.

Alfonso López Perona (Madrid, 1956) es licenciado en Derecho e ingresó en 1984 en la Carrera Diplomática. Ha estado destinado en las representaciones diplomáticas españolas en Zaire, Perú, Estados Unidos, India, Portugal, Argelia y Guinea Bissau. Ha sido subdirector general de Programas de Cooperación de la Agencia Española de Cooperación Internacional; jefe del Gabinete Técnico del presidente del Tribunal Constitucional, y subdirector general de América del Norte.