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Las fabricas de Ford en Zaragoza, General Motors en Valencia, Citröen en Valladolid, Renault en Patencia o Volkswagen en Barcelona; o los laboratorios farmacéuticos que, en nuestro país, utilizan patentes extranjeras, pagando las correspondientes royalties a Novaras, Pfizer, Merck, Glaxo-Wellcome, etc., han creado muchos puestos de trabajo, con frecuencia especializados y bien pagados, Si cada fábrica de coches supone la creación de 2000 puestos de trabajo directos, por ejemplo, los derivados (subcontratas, servicios para los trabajadores, etc.) se multiplican por cuatro o cinco. Sumados a los empleos directos e indirectos creados por las fábricas de coches, bien podrían alcanzar los 150.000 puestos de trabajo. Es decir, contrariamente a la afirmación de los ideólogos nostálgicos del marxismo y enemigos de la globalización, en España estas multinacionales han sido un factor de progreso, no causantes de miseria como afirman los que alertan sobre el riesgo de explotación inicua de los países pobres por las multinacionales.

Por otra parte, sin embargo, tampoco hay que olvidar, como lo hacen los fundamentalistas de la economía del mercado, que las multinacionales se instalan en los países subdesarrollados para obtener beneficios, nunca por puro amor al prójimo. Y que si en su ansia de obtenerlos se encuentran, como ha sido muchas veces el caso, con Administraciones débiles y susceptibles al soborno, acudirán con frecuencia a procedimientos nada ortodoxos.

MULTINACIONALES INDUSTRIALES

El error de los que rechazan en bloque las multinacionales (por su ideología marxista o tercermundista al estilo UNCTAD) se debe a que no distinguen su diversidad de tipos. Multinacionales industriales como las citadas son en la mayoría de los casos un factor de progreso, aunque en ciertos otros, al ser más productivas que las empresas nacionales del ramo, su competencia pueda causar la ruina de éstas y la consiguiente desestabilización laboral. Eso no suele ocurrir en la mayoría de las instalaciones de multinacionales en el tercer mundo, donde no existen grandes empresas en el mismo ramo industrial. Durante mi estancia como agregado comercial en Alemania al principio de los años 70, alguien defendía la decisión del Gobierno español de rechazar la propuesta de Volkswagen de crear una gran factoría en Vigo para coches destinados a la exportación a Iberoamérica, alegando que supondría una competencia ruinosa contra SEAT. Probablemente la negativa tendría su origen a la animadversión del general Franco contra todo lo que supusiese abrirse y depender del extranjero, actitud que empezó a debilitarse con el Plan de Estabilización y el Acuerdo Preferencial con la Comunidad Europea. Esa actitud favorable a la autarquía es típica de los gobiernos de muchos países subdesarrollados y constituye un grave obstáculo al desarrollo económico.

EXPLOTACIÓN AGRÍCOLA

La cosa varía cuando se trata de multinacionales agrícolas explotadoras de grandes plantaciones, como las norteamericanas que cultivan plátanos en Centroamérica. Estas suelen pagar a sus jornaleros salarios muy superiores a los que pagan los terratenientes locales, pero con el consiguiente riesgo de que ocupen tierras de los nativos antes destinadas a la agricultura de subsistencia. Si eso ocurre y no hay tierra sobrante que éstos puedan cultivar después de haber vendido sus terrenos (o ser expulsados de los que cultivaban en arrendamiento, generalmente propiedad de grandes terratenientes) los agricultores locales no tendrán más remedio que emigrar a las ciudades o vivir miserablemente en el campo como jornaleros, en ambos casos pasando a formar parte del lumpenproletariat de que hablaba Marx. En suma, las multinacionales de plantación pueden ser ligeramente beneficiosas (pagan mejores salarios), pero no ayudan a la industrialización de país. Si los expulsados de sus tierras entran en el lumpenproletariat, son claramente perjudiciales. Un caso especial lo forman las multinacionales como Bunge y Cargill, que cultivan y compran cereales en Argentina y Australia y luego los exportan al mundo entero. Más tarde nos ocuparemos de ellas. .

MINERÍA

Las multinacionales mineras, como las explotadoras de minas de diamantes en Sudáfrica y de cobre y cobalto en el Congo, no aportan grandes beneficios y desde luego no los suficientes para industrializar el país. Crean puestos de trabajo mucho mejor pagados que los corrientes en la nación y suponen importantes ingresos para el Gobierno del país receptor, pero hasta ahora en ningún caso han favorecido el despegue de la economía. Casi todos los ingresos del Gobierno receptor han ido a parar a cuentas secretas en Suiza o en bancos offshore, o han sido despilfarrados en compras de armamentos o bienes de consumo. Las multinacionales tampoco suponen una agresión ecológica superior a la de las empresas nacionales del mismo ramo, suponiendo que éstas existan. Al contrario, las nacionales más pequeñas no son tan sensibles a la presión de los ecologistas como las multinacionales.

INDUSTRIA PETROLERA

Las multinacionales petroleras no son sino la correa de trasmisión de los ingresos generados por las exportaciones de petróleo en beneficio de los países exportadores, árabes en su mayoría. En este caso los que explotan al tercer mundo son los países exportadores, que en algunos casos —México o Nigeria— pertenecen también al mismo, pero que hasta ahora han sido incapaces de utilizar esta fuente de ingresos para industrializarse. Se les ha acusado de negligencia en el cuidado de los oleoductos, lo que ha provocado derrames de crudo que arruinan la ecología de la región (un buen ejemplo es el caso de Nigeria). En realidad, muchos derrames son causados por jóvenes tribales que agujerean los oleoductos para pedir la correspondiente indemnización.

INDUSTRIA AUMENTARÍA

Las multinacionales de servicios de comercio al pormenor (supermercados), como la francesa Carrefour, instalada en España (antes Pryca), lo mismo que las grandes empresas españolas del ramo como el Corte Inglés, suponen el cierre paulatino de las pequeñas «tiendas de la esquina», con la consiguiente destrucción de puestos de trabajo. Desde luego los supermercados crean puestos de trabajo, pero no tantos como los que destruyen; a este respecto son sin duda alguna perjudiciales. Por el contrario son más eficaces, sirven mejor al cliente y ahorran tiempo al ama de casa. Hay que comparar, pues, sus ventajas e inconvenientes y tratar de sacar el balance, diferente en cada caso concreto y nada fácil porque exige realizar juicios de valor que varían según la persona.

SERVICIOS BANCARIOS

Las multinacionales de servicios bancarios como los bancos extranjeros (Deutsche
Bank en España, por ejemplo) y las de auditoría como Arthur Andersen crean puestos de trabajo y no es probable que destruyan otros, al menos en España (en algún país iberoamericano pudiera ser diferente), ya que los bancos españoles son perfectamente capaces de hacer frente con éxito a la competencia extranjera, como prueba la penetración de este sector español en Iberoamérica.

Pero la distinción más importante para nuestro ensayo es la que existe entre las multinacionales para el consumo interno y las de exportación. Las primeras pueden tener más inconvenientes que ventajas, porque con frecuencia destruyen más puestos de trabajo de los que crean, al desbancar a empresas nacionales más débiles que no pueden resistir su competencia. Evidentemente un gran supermercado como Carrefour crea muchos menos puestos de trabajo que los que proporcionaba el gran número de pequeñas tiendas que han tenido que cerrar, al no poder resistir la competencia. Por el contrario, las multinacionales que producen para la exportación son evidentemente beneficiosas. Gracias a las grandes empresas del automóvil, España se ha convertido en el cuarto exportador de coches de Europa, lo que ha supuesta una enorme ayuda para equilibrar nuestra balanza de pagos.

Hay que añadir que cuando una multinacional extranjera, del tipo que .sea, se instala en el país, las beneficios que consigue son normalmente repatriados, salvo si su dirección decide invertirlos en el país receptor; esa repatriación constituye una carga adicional sobre la balanza de pagos del país que recibe la inversión. Si, como ocurre con gran frecuencia, el país subdesarrollado receptor ya tiene dificultades en su balanza de pagos, esa carga adicional puede ser difícil de soportar y convertirse en un factor de crisis. Este es un factor adicional para actuar con prudencia antes de aprobar la instalación en el país de una multinacional.

Por otra parte, también hay que tener en cuenta que si los gerentes de las multinacionales no son honrados, la organización misma de éstas les permite, mediante cubileteos contables en la facturación interna que rozan los criterios del código penal (y que las Administraciones poco eficaces de los países receptores difícilmente podrán descubrir), ocultar los beneficios que consiguen en el país receptor y no pagar los impuestos correspondientes (véase por ejemplo el Financial Times del 25 de Abril 2001).

GLOBALIZACIÓN

Podría definirse como la marcha hacia la unificación de la economía mundial mediante la libre circulación entre países tanto de los bienes y servicios como de los factores de producción —naturaleza, capital y trabajo— y mediante la libertad de establecimiento de empresas extranjeras.

Empecemos por la libre circulación entre países de bienes y servicios. Aquí nos encontramos con la mil veces debatida cuestión de las ventajas y desventajas del comercio internacional. Las posiciones extremas son la autarquía defendida, por fascistas y comunistas, y la supresión de cualesquiera trabas al comercio exterior (cupos, aranceles y medidas discriminatorias) de la teoría económica anglosajona. La teoría económica enseña que, en general, la ausencia de trabas hace que cada país se concentre en la producción de los bienes y servicios en los que tiene una ventaja comparativa respecto al extranjero, con lo que todos salen beneficiados. Este idílico resultado muchas veces no se corresponde con la realidad.

En primer lugar las industrias nacientes, por razones evidentes, no pueden resistir en sus primeros años a la competencia extranjera y deben ser protegidas con aranceles o cupos hasta que se hagan lo suficientemente fuertes para resistir esa competencia. En segundo lugar, a veces será conveniente proteger a empresas poco competitivas, porque crean muchos puestos de trabajo y el paro que causaría su desaparición sería muy difícil de absorber. Hay que añadir que este segundo argumento es rechazado por muchos, que creen que a medio plazo o a la larga ese paro será absorbido.. Por otra parte la experiencia de la Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea, enseña que los efectos de la apertura al comercio exterior en países con una Administración estatal pasablemente eficiente, como lo era en España en los años 60, son sin duda muy beneficiosos, aunque como regla general, para evitar un impacto negativo en los países más débiles son necesarios períodos de transición más o menos largos.

Un caso particular muy importante son las exportaciones de mercancías intensivas en trabajo, especialmente textiles, en las que los países en desarrollo, al tener salarios mucho más bajos que los países industriales, tienen un coste de producción muy inferior y gozan por lo tanto de una ventaja competitiva considerable. Todos hemos visto en los supermercados confección procedente de la India o China buena y mucho más barata que la producida en Europa Occidental. Aquí la globalización, si existiese, sería una gran ventaja para los países en desarrollo. Por desgracia sólo se da en grado muy limitado: el ejemplo más patente es el Acuerdo Multifibras, que restringe mucho esas exportaciones. Bien es verdad que caducará dentro de poco tiempo, pero es muy probable que el que le sustituya, si bien no tan restrictivo como el Multifibras, seguirá suponiendo restricciones muy dañinas para los países en desarrollo exportadores.

Respecto a la libertad de circulación del factor «naturaleza», ya hemos respondido en parte al tratar de las multinacionales. Solo añadiremos aquí que algunas actividades, como las de las empresas madereras que talan el bosque y no lo replantan, son muy perjudiciales al medio ambiente (sobre muchos puestos de trabajo y el paro que causaría su desaparición sería muy difícil de absorber. Hay que añadir que este segundo argumento es rechazado por muchos, que creen que a medio plazo o a la larga ese paro será absorbido. Por otra parte la experiencia de la Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea, enseña que los efectos de la apertura al comercio exterior en países con una Administración estatal pasablemente eficiente, como lo era en España en los años 60, son sin duda muy beneficiosos, aunque como regla general, para evitar un impacto negativo en los países más débiles son necesarios períodos de transición más o menos largos. Un caso particular muy importante son todo en países tropicales, en los que una tala total, si no se replanta, convierte lo que antes era selva en un desierto de laterita, estéril y muy difícil de regenerar). Aquí sí se puede hablar de los estragos de la globalización, ya que la demanda de madera tropical procede en gran medida de los países industriales. Sin globalización la demanda sería mucho menor. Claro que la culpa la tienen tanto la empresa maderera (con frecuencia del país, no multinacional) como la Administración pública del país en desarrollo, que por incompetencia o corrupción lo permite.

Respecto al factor capital hay que distinguir entre las salidas y las entradas de capital. Los obstáculos a las salidas impuestos por los países en desarrollo se justifican si tratan de impedir que los ricos del país exporten su capital a Suiza o a otros paraísos fiscales para no pagar impuestos o porque el capital procede de corrupción. Cuando se trata de repatriación por los inversores extranjeros de los beneficios obtenidos, las prohibiciones a la repatriación suelen ser contraproducentes al ahuyentar a los inversores extranjeros, aunque ciertas limitaciones pueden ser aceptables y beneficiosas. Por desgracia, los Gobiernos de los países receptores suelen tener muy poco éxito en su intento de prohibir la fuga de capitales, como prueban los miles de millones de dólares que muchos gobernantes y miembros de la clase dirigente de los países en desarrollo han depositado en cuentas en Suiza y otros paraísos fiscales, dólares difíciles de recuperar por el país después de la caída del gobernante en cuestión.

Al tratar de las entradas de capital extranjero en un país en desarrollo hay que distinguir entre las inversiones directas y las de cartera. Las directas, definidas como la compra de más del 10 % de la empresa en cuestión o la creación de una empresa con capital extranjero, en general son beneficiosas por las razones expuestas al tratar de las multinacionales. Las de cartera (compra de acciones y bonos) son muy peligrosas, ya que el capital que entra de ese modo a menudo es especulativo y puede salir del país con la misma facilidad con la que entró; por tanto necesitan una regulación por parte del país receptor. Un buen medio de regulación fue el adoptado por el Gobierno chileno hace unos años, que consistía en obligar a las entradas de cartera a un depósito forzoso sin interés de parte o de toda la inversión en el Banco Central del país durante algún tiempo. La ventaja de este sistema de regulación es que es muy flexible: el tiempo del depósito obligatorio puede alargarse o acortarse (o incluso suprimirse, como hizo Chile) según las necesidades de la economía.

También hay que tener en cuenta que, para industrializarse y salir de la pobreza, el país del tercer mundo receptor necesita un capital que es incapaz de generar, precisamente porque es pobre y también porque los sectores ricos del país (recordemos que en tercer mundo las diferencias entre ricos y pobres son inmensamente mayores que en los países industriales) suelen gastar lo ahorrado en consumo ostentoso, o lo exportan a cuentas en bancos suizos o offshore. Es evidente que si los países pobres no pueden generar capital tienen que importarlo, es decir atraer inversiones de los países ricos, desde luego tomando precauciones para que los inversores extranjeros no abusen. A este respecto permítaseme una nota personal: he sido agregado comercial en diversas embajadas de España durante quince años. Nuestro objetivo era fomentar las exportaciones españolas y las inversiones de capital extranjero en España, que en los años 50 e incluso en los 60 era un país poco desarrollado, poco capitalizado y por lo tanto necesitaba exportar mercancías y servicios e importar capital para desarrollarse. Recuerdo la campaña del ministerio de Comercio en la que se organizaban en importantes ciudades extranjeras los llamados «Seminarios de inversiones extranjeras» para atraer capital a España. Si alguien nos hubiese dicho entonces que esa apertura al extranjero era perjudicial, me temo que nuestra contestación hubiese sido impublicable.

Respecto al factor trabajo, sencillamente no hay globalización: no se permite, por la existencia de numerosas trabas, a la libre circulación de trabajadores de los países pobres a los ricos. Los países industriales como la UE y EE UU la impiden para evitar verse inundados por una avalancha de inmigrantes africanos, europeos del Este, latinoamericanos, etc., que intentan desesperadamente entrar en un país industrial donde vivir mejor. En este aspecto la globalización, si algún día tiene lugar, supondría un gran beneficio para los países pobres, aunque constituiría un grave problema para el país rico receptor, que encontraría dificultades serias para integrar trabajadores de culturas muy diferentes y menos desarrolladas, y lo que es peor, podría llegar a sufrir un grave aumento del paro debido a la «avalancha» de inmigrantes.

En suma, lo que los países en desarrollo necesitan no es menos globalización, sino más: en concreto que la globalización se extienda a las mercancías intensivas en capital, textiles sobre todo, a ciertos productos agrícolas tropicales y al factor trabajo. Si triunfan los nostálgicos del marxismo que han organizado los disturbios antiglobalización en Seattle, Québec, Génova, etc. dificultarán el progreso de los países en desarrollo y harán que les sea mucho más difícil salir de su pobreza.

RIESGOS

Al hablar de la globalización no se presta la atención que merece a su más serio inconveniente: convierte la economía mundial en un sistema mucho más susceptible de crisis, que al extenderse puede resultar devastador. La globalización del mercado mundial supone la plena libertad de movimiento de capitales, de modo que miles de millones de dólares pueden saltar de un país a otro con un mero «click» de ordenador; en ese entorno los efectos negativos de una crisis bursátil se multiplican por un factor muy elevado y pueden tener consecuencias desastrosas. Recordemos la crisis de 1929, que causó el derrumbe del comercio internacional, millones de parados en Europa y en América y la popularidad y triunfo eventual de partidos extremistas como el comunista y el nazi. En una Alemania sin crisis, puede que Hitler no hubiese pasado de ser un político de cuarta fila y no hubiera triunfado jamás; tampoco el partido comunista hubiese podido conseguir los millones de votos que consiguió en varios países. Sería un exceso de optimismo creer que ahora los gobernadores de los Bancos Centrales y los ministros de Hacienda de los grandes países son mucho más inteligentes y sensatos, saben mucho más que sus homónimos de 1929 y evitarán crisis como aquella. Sin ir más lejos, no hace mucho uno de los fondos de inversión americano más grandes, el «Long Term Capital Management» estuvo a punto de quebrar y sólo se salvó de la quiebra, que hubiese hundido Wall Street, gracias a la intervención fulminante del presidente del FED (equivalente al banco central americano) Mr. Greenspan, que telefoneó a los directores de los grandes bancos de inversión, les obligó a poner sobre la mesa miles de millones de dólares y evitó el hundimiento de la Bolsa de Nueva York, que se hubiese trasmitido a las demás grandes bolsas. Un economista de prestigio Tobin, ya había alertado ante ese peligro y, para evitarlo, proponía medidas tan heterodoxas para los economistas de la escuela de Chicago como crear mecanismos que, en caso de peligro de pánico, «echen arena en los engranajes del sistema», es decir: que hagan más difíciles y más caras las transferencias de capital, salvo las para inversiones directas.

Otro peligro de la liberalización de los movimientos de capital, elemento esencial de la globalización, es que hace mucho más fácil la evasión de impuestos y la ocultación de ganancias o al blanqueo de dinero de actividades criminales como el tráfico de drogas, y de capitales robados por dirigentes corrompidos del tercer mundo, como en el caso de Marcos y Mobutu en bancos offshore de ciertos países como las islas Caimán, las Bahamas, las islas Vírgenes, etc. Así, en bancos de las islas Caimán están depositados quinientos mil millones de dólares, amparados en el secreto bancario. Ya se están tomando medidas para evitar esos abusos. Esperemos que tengan éxito, al menos de modo parcial.

Otro argumento válido contra la aceptación confiada y bobalicona de todo tipo de globalización por parte de los países pobres se refiere al comercio internacional de productos agrícolas y se está debatiendo en estos momentos con ocasión de la demanda china de entrar en la Organización Mundial de Comercio (OMC). En China hay unos 300 millones de agricultores muy pobres con explotaciones minúsculas, generalmente de menos de media hectárea, y con ingresos bajísimos. Como disponen de pocos abonos y capital, sus costes de producción son mucho más altos que los de las granjas de cereales de Argentina, Australia, Canadá y EE UU, de miles de hectáreas de superficie, sólo tres o cuatro trabajadores por granja y una maquinaria agrícola muy perfeccionada. Si a consecuencia de una globalización irreflexiva se permitiese la entrada en China de sus productos (que distribuyen en el mundo entero multinacionales como Bunge, Cargill, etc) los agricultores chinos no podrían aguantar la competencia y tendrían que abandonar sus explotaciones nada competitivas y emigrar a las ciudades donde ingresarían en un lumpenprotetariat ya muy numeroso, en paro o en la economía sumergida. Y esto a pesar de que los agricultores chinos reciben subsidios, de todos modos son muy inferiores a los que reciben los agricultores americanos y de la UE. Se comprende la indignación de los negociadores chinos en la OMC al ver las maniobras de los lobbies de las multinacionales exportadoras de productos agrícolas, que intentan conseguir la libre entrada en China de sus exportaciones y regatean la cuantía de los subsidios a los agricultores chinos.

A pesar de estas excepciones, que hay que tener en cuenta, cualquiera que haya estudiado un poco la materia no puede menos de asombrarse ante la falta de solidez de los argumentos contra la globalización. En el siglo XX dos de sus elementos fundamentales —el aumento del comercio internacional y la liberalización de los movimientos de capital— han sido requisitos indispensables para que salieran de la pobreza los pocos países que lo han conseguido (el ejemplo más sobresaliente es Corea del Sur). Según el Banco Mundial los aranceles y cuotas impuestos por los países ricos sobre las importaciones de los 48 países en desarrollo más pobres suponen unos 2,5 millardos de dólares al año; las barreras no arancelarias tales como las regulaciones sanitarias y de seguridad suponen aún más. Evidentemente lo que necesitan los países pobres es que se supriman esas barreras, es decir, más globalización en el comercio internacional, desde luego sin descuidar los controles y limitaciones necesarias.

Lo más sorprendente de la argumentación de los «enemigos de la globalización» es que ninguno de ellos dice a los países del tercer mundo, que supuestamente sufren sus efectos devastadores, que hay un procedimiento muy sencillo para librarse de ella: simplemente prohibir el comercio exterior y las entradas y salidas de capital del país. Si los enemigos de la globalización estuvieran en lo cierto, esas prohibiciones, es decir, la autarquía total y absoluta, sería el mejor camino para salir de la pobreza, una afirmación a todas luces falsa.

Resumiendo, resulta indudable que gracias a la globalización el sistema económico mundial se está haciendo más productivo, se producen más bienes y servicios, pero esas ventajas tienen su coste, que es: 1º) la economía mundial, al hacerse más productiva se hace también más frágil, y los efectos negativos de una eventual crisis económica se intensifican mucho; 2°) generalmente el aumento de riqueza, resultado de la mayor productividad del sistema conseguida gracias a la globalización, al principio repercute sobre todo en los ricos y sólo después (a veces muy lentamente) se extiende al resto de la población, de modo que las desigualdades sociales al principio crecen, y por más que el Gobierno trate de aminorarlas con una legislación apropiada (tributaria o de otro tipo) no lo conseguirá del todo durante bastante tiempo; y 3º) la liberalización de los movimientos de capital, elemento esencial de la globalización, facilita enormemente el blanqueo del dinero de traficantes de drogas, gobernantes corrompidos, defraudadores de impuestos y otros delincuentes que ocultan sus ganancias ilícitas en bancos offshore y hasta hace poco en Suiza, que recientemente ha endurecido su legislación al respecto.

Al analizar los efectos de la globalización es preciso examinar ciertos mitos, sin duda muy bien intencionados, pero que no se corresponden en absoluto con la realidad, por lo que suponen un serio obstáculo al desarrollo económico de los países pobres y favorecen la prolongación de su situación actual de pobreza.

Mucho libro y pocas nueces
por Carmelo Lacaci

Como en el segundo episodio de la conocida saga cinematográfica, hay quien pretende cuestionar la realidad con productos editoriales clónicos, que no se distinguen unos de otros ni por su originalidad ni por su inteligencia. El éxito editorial de Empire (Harvard University Press, 2001), por ejemplo, publicado hace un año en una prestigiosa editorial americana, sorprende por sus más que manifiestas pretensiones ideológicas, la situación penal de uno de sus autores —Negri— y el hecho de que el otro —Hardt— sea un profesor de literatura inglesa en una universidad norteamericana. El libro quedó eclipsado en su país por los trágicos sucesos de septiembre, y en el nuestro acaba de ser presentado. Sus ensoñaciones antiimperialistas han quedado obsoletas en muy poco tiempo; y su intento de explicación de la realidad, confeccionado con retales de pensamiento francés (Michel Foucault, Gilíes Deleuze, Félix Guattari y Jacques Derrida), deviene aburrido y poco original su idea central, que no convence sino a los persuadidos de antemano.

En otro orden intelectual, menos pretencioso, la periodista canadiense Naomi Klein es autora de No Logo (Picador USA, 2001), que acaba de aparecer también en castellano (Paidos Odin, 2001), con el subtítulo «El poder de las marcas» (en inglés era: «No Space, No Choice, No Jobs») y que ha conseguido en nuestra lengua mayor éxito que el libro de Negri, anteriormente citado- Sus conclusiones han sido cuestionadas desde su mismo terreno ideológico por Alessandro Baricco, quien en Next (Feltrinelli, 2002) amplía algunas ¿ideas? ya apuntadas en un artículo aparecido en La Reppublica, donde comparaba la marca de unas conocidas zapatillas de deporte con Ludwig van Beerhoven o Franz Kafka. Se trata sin duda de una provocación, pero es que No Logo se ha sumado ya a la lista de las marcas.

A pesar de la supuesta homogeneidad cultural impuesta por el mercado anglosajón, no dejan de originarse otros ensayos en geografías bien diferentes. Al español se ha vertido el ingenuo ensayo de Pekka Himanen, profesor de Filosofía en la Universidad de Helsinki, que lleva por título La ética del hacker y el espíritu de la era de la información (Destino, 2002). Es un libro más ingenuo que ingenioso, porque hasta el padre de la ética hacker, Eric Raymond, profusamente citado en el libro, ha registrado la propiedad intelectual de sus escritos e intenta vender sus libros, como cualquiera puede apreciar si se asoma a sus páginas en la red. Tampoco dan muestra de originalidad los integrantes del Proyecto de guerrilla cultural l.uther Blisset, que si bien las daban a finales de los noventa, se han transformado con el nuevo milenio en la Fundación «Wu-Ming» (en mandarín, algo así como: «sin nombre») y, claro está, han hecho públicos los suyos (Roberto Bui, Giovanni Cattabriga, Luca Di Meo y Federico Guglielrni) y sin dudarlo han registrado su identidad. Otra marca, pues.

En esta misma línea, dos suecos, Alexander Bard y Jan Soderqvist, acaban de publicar en inglés Netocracy: The New Power Elite and life after Capitalism (Reuters, 2002), nada menos que en Reuters. En España, Andoni Alonso e Iñaki Arzoz han editado una suerte de ensalada no muy bien aliñada, donde intuiciones heteróclitas tratan de acomodarse bajo el sorprendente título de La nueva ciudad de Dios. Se supone que trata de la red y el tiempo presente. Uno y otro son prescindibles.

Una visión muy crítica del actual sistema financiero internacional se puede encontrar en el último libro del financiero de origen húngaro George Soros, On Globalization (Public Affairs Ltd. 2002), que ha merecido un logioso comentario del ex presidente del Banco Mundial y premio Nobel de Economía, Joshep E. Stigligtz (The New York Review of Books, 23 de mayo de 2002). Éste, a su vez, acaba de publicar su propio libro (El Malestar en la Globalización) en varios idiomas, incluido el castellano. Dos libros merecedores de atención, que si defienden que otro mundo distinto del actual es posible, seguro no prometerán alcanzarlo apelando a banalidades.